25/5/14

Cenizas de un cine


Jean Epstein

Jean Epstein hablaba del cine en términos de luz y verdad; de una película, como una hora y media de hipnosis ininterrumpida; y del trabajo del director, como alguien que primero sugiere, luego convence y después hipnotiza. Y añadía: la cinta de celuloide no es más que un enlace entre esa fuente de energía nerviosa [ese trabajo del cineasta inscrito en la película] y la sala que respira su irradiación.

Cubierta de Bonjour, cinéma 
de Jean Epstein, publicado en 1921. 

El cine deviene así un viento de emoción -son palabras de Epstein- y aun hambre de hipnosis, mucho más violenta que el generado por la lectura porque, no es sólo que el cine aumenta la emoción, es que la aumenta en todos los sentidos. Por así decir, la emoción del cine (nos) recorre el cuerpo, hasta las últimas terminaciones nerviosas.

Fotograma de Coeur fidèle (1923) de Jean Epstein.

Hay un estremecimiento y una conmoción que, de forma física, (sólo) experimentamos en el cine.

Fotograma de Chanson d'Armor  (1934) de Jean Epstein.

Al cine le correspondía revelar una técnica adecuada para la transmisión y la sugestión de seres mentales, que constituyen fundamentalmente la otra inteligencia, el otro conocimiento, por los ojos y por el corazón inmediatamente ligados, por el amor y por el odio instantáneos, por un impulso histérico de todo el ser. Histéricos, desde luego, esos espectadores que absorben una desgracia de pantalla, hasta convertir esa ilusión en su realidad, hasta llorar por ese simulacro en ellos, llorar por ellos en ese simulacro. Emoción insensata, lágrimas absurdas, párpados enrojecidos y avergonzados, escondidos tras un pañuelo a la salida de los cines. Pero son también estigmas de alivio, de curación parcial. En unos, las breves crisis de sinrazón benigna que desencadenan las películas rebajan el potencial emotivo, peligrosamente acumulado por las barreras del orden racional; a otros, esas hipnosis les enseñan otra vez, poco a poco, el uso del genio intuitivo y simbolista, anquilosado, asfixiado a ras de la conciencia, por la cultura lógica.

Fotograma de La chute de la maison Usher (1928)
de Jean Epstein.

Pero no se trata sólo de hipnosis, sino de hipnosis colectiva: esa fascinación provocada por la contemplación de un primer plano, que pesa sobre mil rostros unidos en idéntico arrebato, en mil almas magnetizadas por la misma emoción. El hechizo de las imágenes. Unas imágenes que el ojo no puede formar ni tan grandes, ni tan precisas, ni tan duraderas, ni tan fugaces. En imágenes así descubrimos la esencia del misterio cinematográfico, el secreto de la máquina de hipnosis: un nuevo conocimiento, un nuevo amor, una nueva posesión del mundo por los ojos.

Fotograma de Coeur fidèle.

Ese viento de emoción que arrastra en idéntico arrebato a mil ojos es una experiencia que sólo nos es dado recordar a quienes hemos vivido la escuela de los domingos en los cines abarrotados -hasta en aldeas- en los sesenta y setenta del siglo pasado. Y nos parecía tan natural que nos resistimos a creer -cuando ya vivíamos contadas de aquellas gloriosas sesiones en los ochenta y noventa- que ese cine era ya memoria de un tiempo perdido. (Lo hemos dicho, y casi sobra decirlo: podemos emocionarnos en casa ante una pantalla doméstica, y de hecho nos seguimos emocionando, pero nada comparable con el efecto multiplicador de la sala de cine: esa cascada de carcajadas o el fluir de las lágrimas o el corazón en un puño de cientos espectadores con la mirada prendida en una pantalla. Y nada puede consolarnos de esa pérdida.) Cenizas de esa experiencia, esta escuela.

Fotograma de La tempestaire(1947) de Jean Epstein.

En El cuerpo del cine escribe Bellour: Si en el cine, la hipnosis es lo que duerme al espectador, la fascinación es quien lo despierta.

Fotograma de Finis terrae (1929) de Jean Epstein

La fascinación deviene un encrucijada (invisible, íntima, inefable) entre la película y la mirada. Allí donde la película nos toca. Allí donde nuestra mirada toca, más que ve, la pantalla desde la butaca. Allí donde el cine tiene manos. Allí donde tenemos el cine en nuestras manos. (Como si lo hiciéramos.) Cuando la fascinación cristaliza volvemos a ser los niños en el cine que vio nuestra infancia.


Y encontramos en la pantalla el rostro primordial, como esa imagen -uno de los emblemas tutelares (piedras miliares) que amojonan esta escuela- del niño de Persona tocando la pantalla con la mano. Cenizas de un cine.

18/5/14

A vueltas con el amarillo


Comentaba Alain Bergala hace tres años en el CGAI de A Coruña que -aún ahora- allá donde Godard -el ermitaño de Rolle (a orillas del lago Lemán, en el cantón de Vaud)- se presta a una rueda de prensa, o interviene públicamente, no cabe un alfiler; un abarrote, vamos. Pero allá donde se proyectan sus películas -en particular las de los últimos treinta años- sobran dedos para contar los espectadores, y a veces, ni un alma. La gente ve cada vez menos las películas de Godard, pero nadie deja de ir a ver a Godard.

Godard en su JLG/JLG-Autorretrato de diciembre (1994).

(El personaje ha devorado su obra: el mito resulta más interesante que sus películas. El mito Godard oculta al Godard cineasta, al currante que hace cine cada día, y filma a menudo en los lugares donde vive. Hacer cine es su forma de resistir, de resistirse a ser devorado por el mito, de mantener el mito fuera del taller. Hacer cine, lo hemos dicho, es su forma de vivir, y viceversa, su oficio de vivir es hacer cine. Y no ha dejado de pensar el cine, en la porfía de nuevas formas para representar la realidad sobre la pantalla. Y nadie como Godard para atrapar el aire del tiempo, y esculpir las formas al filo del presente.)

Fotograma de The Old Place (1998) 
de Jean-Luc Godard y Anne Marie Mièville.

Y hay que decirlo, no es fácil dar con algunos de sus filmes y cuando le ponemos los ojos encima no son fáciles de ver: mirar un godard siempre resulta exigente, un godard no se parece a ninguna película (salvo a otro godard), hasta cuando cita -y cita mucho (y bien) libros y filmes- la cita misma deviene un rasgo godardiano más, algo godard a más no poder.

Fotograma de Histoire(s) du cinéma (1988-1998). 
Capítulo 4b. Los signos entre nosotros (1998)
donde Godard sobreimpresiona 
una imagen de Dies irae de Dreyer 
con la fotografía de un fusilado.
Abajo, la chica de Elogio del amor 
lee una de las Notas sobre el cinematógrafo 
de Bresson.  

Nada más Godard que esas pinceladas con que pinta el enamoramiento de Edgar en Elogio del amor (2001).

Esa mancha amarilla (del chubasquero de la mujer que lo ha cautivado) deviene la huella digital de un cineasta romántico y apasionado (hijo cinéfilo de Lang y Ray) hasta el final.


Esa mancha transfigurada en marea. (Hay que ver cómo filma -cómo mira- el mar Godard.)


Ella dice: Cada pensamiento debería recordar la ruina de una sonrisa. Él recordará: Cada pensamiento debería recordar el naufragio de una sonrisa.


Las cosas cobran sentido cuando terminan: es porque es allí donde comienza la historia. Por eso Godard ha dejado el principio (rodado con los colores saturados del vídeo) para el final. Porque el pasado crea una imagen del presente.


Esa mancha anidando en la memoria del protagonista con la forma (siempre) inesperada del arrebato amoroso. Ella cita a san Agustín: La medida del amor es amar sin medida. La memoria como medida del amor. Una memoria desmedida. Sin memoria no hay resistencia, se escucha a lo largo del filme.

Fotograma de Histoire(s) du cinéma. 

Tenía -tiene- razón Chris Marker: Un Godard es un Godard como un Van Gogh es un Van Gogh; algunos los colgaríamos en casa; otros no, pero están unidos en el mismo bloque. No es una cuestión de estilo, noción aplicable a otras escrituras cinematográficas. Es una cuestión de pincelada, y probablemente él es el único cineasta del que podemos decir eso.

Fotogramas de Histoire(s) du cinéma. 

Un Elogio del amor (quizá mi godard preferido del siglo XXI) que se destila -a la luz de una primera parte donde el cineasta filma el París que no visitaba desde Masculin Féminin (1966) en un hermoso blanco y negro- como una elegía del amor.


Filmar el amor como quien pinta. Casi se podría decir que Godard, más que filmar el amor, lo ha pintado con el cine.

11/5/14

Un tiempo (secreto) de bolsillo


Cuando hace casi cuatro meses Ángeles leyó el título de la entrada -Ropa tendida- se imaginó que iba encontrar algunas de las imágenes por las que uno siente debilidad en una pantalla: los tendales de ropa (y aun más las sábanas tendidas: esas pantallas primordiales).

Fotograma de Alumbramiento de Víctor Erice

De niño las sábanas al viento me prendían la mirada en el rastro de lo invisible. En la memoria de aquellas sábanas se ha grabado la impresión de una mirada. Aquellas sábanas -como el mismo cine- no atrapaban sólo el viento, también -y sobre todo- capturaban el tiempo. Un tiempo perdido.

Fotografía de Cristina García Rodero

Desde luego Ángeles encontró en aquella entrada una de esas imágenes cardinales (o sea, del corazón), el fotograma de Principios de verano de Ozu, un cineasta que prodiga la ropa tendida en los pillow shots de sus filmes, esos planos vacíos que colman la mirada con un aquel de pequeñas formas de duelo, como petos de ánimas.

Fotograma de Cuentos de Tokio de Ozu

Quizá nadie como Daney -ni de forma tan bella- ha evocado al niño (que fuimos) cautivo frente a la pantalla, el que perdura en el espectador adulto (que somos) fascinado aún por el cine. Creo que la cinefilia germina en las películas que ha visto la criatura que fuimos: los cinéfilos vivimos marcados, como el protagonista de La jetée de Chris Marker, por una imagen de la infancia.

Fotograma de Buenos días de Ozu

(La jetée puede verse también como una metáfora sobre la experiencia del espectador de cine que viaja en el tiempo de la película, hacia el futuro, pero en realidad vuelve al niño que un día encontró en el cine un refugio a salvo del tiempo. La jetée habla también, entonces, del trabajo sobre la memoria y la fascinación de las imágenes, y aun sobre la fuerza -la persistencia, digamos- con que éstas se imprimen en aquélla. En lo que al cine se refiere quizá tenga toda la razón Jean Paul Richter, la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados, una cita que Godard ha convertido en uno de sus emblemas.)

Fotograma de Flores de equinoccio de Ozu

Hay películas, hay planos, donde aquel niño se sienta (a mirar) a nuestro lado y aun miramos (en todos los sentidos) por sus ojos. En el cine, el niño asombrado -son palabras de Daney- va hacia lo que todavía no sabe. En el cine, el adulto no puede sino volver hacia lo que siempre ha sabido. Y esa encrucijada de las miradas otorga a un plano, a una película, todo su poder de encantamiento.

Fotogramas de La biblia de neón de Terence Davies

Esos planos que parecen suspender (o desprenderse de) la continuidad de la proyección... esos momentos -otra vez Daney- misteriosamente precisos, esas fascinaciones puntuales que cristalizan la emoción, reaniman la mirada de la infancia al recuperar aquella fascinación primordial.

Fotogramas de ¿Dónde está la casa de mi amigo? 
Son esos momentos en que miramos un plano con todo el cuerpo y en todos los sentidos. Donde la película nos recorre de punta a punta.

Fotogramas de Eleni de Angelopoulos

La fascinación, la emoción del cine, pasa por un cuerpo a cuerpo -ese abrazo hipnótico con la mirada del que habla Bellour en El cuerpo del cine- entre nosotros y la película.

Fotograma de Bande à part de Godard

Son esos planos que te cobijan, en los que uno puede esconderse...

Fotogramas de ¿Dónde está la casa de mi amigo? 

Lo sublime, escribe Jean-Luc Nancy, tiene lugar donde unas obras nos tocan. Allí donde el arte -añade- nos entrega algo de una infancia.

Fotograma de Ordet de Dreyer

Algo así como la vibración poderosa de una presencia fugitiva, ese plano que colma nuestra mirada y desaparece arrastrado en la proyección.

Fotogramas de Ordet de Dreyer

Llevamos con nosotros en esos planos (como sudarios del cine de los adentros) la memoria de un tiempo (secreto) de bolsillo.