8/2/12

Una tempestad de telas



Si en Le déjeuner sur l'herbe (1959) Renoir volvía a los veranos de su infancia en Les Collettes, la casa familiar donde su padre pasó los últimos años pintando los olivos centenarios, cerca de Cagnes-sur-Mer, en French Cancan (1955) volvió a su infancia en Montmartre, el barrio en el que creció, y a la pintura de los impresionistas, a Degas, Utrillo, Pisarro, Cézanne, Toulouse-Lautrec...





Y, claro, a su padre. Hay una mirada atrás, una infancia recuperada. André Bazin escribió que el cineasta había llegado a esa edad madura en que la mirada gusta de nutrirse con los primeros recuerdos y French Cancan representa una vuelta a los orígenes y el más bello homenaje ante la tumba de Auguste Renoir. Pero hay algo más. En realidad, French Cancan supuso el regreso de Renoir a Francia y al cine francés, después de quince años, tras su etapa en Hollywood, el viaje a la India -El río (1950)- y una escala en Italia para rodar La carroza de oro (1952). Pero no fue un retorno glorioso.

Renoir con Anna Magnani y Duncan Lamont 
en el rodaje de La carroza de oro

A esas alturas, Renoir se había planteado dejar el cine y dedicarse al teatro o a las novelas, y recientemente había empezado a escribir las memorias sobre su padre. Tanto El río como La carroza de oro habían sido un fracaso de público y French Cancan era un proyecto que iba a dirigir Yves Allégret, uno de los ayudantes de Renoir en Une partie de campagne, y llegó a sus manos cuando el productor quiso reconducir una película, que amenazaba con dispararse desde el guión, para mantenerla dentro de un presupuesto asequible. A comienzos del verano de 1954, Renoir escribe otro guión que permite resucitar el proyecto de French Cancan, la película que le iba a deparar el deseado reencuentro con viejos conocidos: los actores con los que había trabajado en Madame Bovary o La regla del juego, y en particular con Jean Gabin, el protagonista de Los bajos fondos, La gran ilusión o La bête humaine; en fin, las presencias de su cine anterior a la 2ª guerra mundial. Y aunque su regreso al cine francés no fue una fiesta, los cinéfilos de Cahiers du cinéma, con André Bazin a la cabeza, lo celebraron como merecía y lo invistieron con el título el patron, y en su compañía Renoir se sintió de vuelta en casa (y también en la casa del cine). Jacques Rivette, uno de esos cahieristas devotos que pronto se convertiría -con Rohmer- en uno de los jefes de fila de la revista (cuna de la nouvelle vague), ejerció de ayudante de dirección del cineasta en French Cancan, y los demás iban de visita al rodaje que se desarrolló entre el 4 de octubre y el 20 de diciembre de 1954 en los estudios de Joinville.

Truffaut con Renoir en el rodaje de French Cancan

Se suele atribuir a Jonathan Rosenbaum el epígrafe de la trilogía del espectáculo para enhebrar  las formas  fílmicas de La carroza de oro, French Cancan y Elena y los hombres. En realidad, fue el propio Renoir quien, a propósito de las tres películas, habló en sus memorias de la búsqueda de la verdad interior a través del artificio y, como ya se ha repetido en esta escuela, el cineasta ha recurrido siempre a las formas de representación para aflorar lo verdadero y transformar el espectáculo en una celebración de la vida. El cine de Renoir deviene la declinación de lo real a través de las máscaras. Si acaso, podemos convenir en que, si en La regla del juego, por poner un ejemplo, el teatro era un hilo de la trama, en French Cancan -y en La carroza de oro y en Elena y los hombres- se convierte en el tapiz mismo donde teje las historias. En definitiva, Renoir echa mano de las máscaras para revelar las formas de representación de la vida en sociedad. No hay que escarbar demasiado para encontrar la llamita de esa querencia: Renoir amaba -creo que aun más que el cine- el teatro y -aun más- el espectáculo. Un descubrimiento cardinal que le debía también a Gabrielle Renard, su niñera y la modelo (preferida) de su padre:


Gabrielle me enseñó muchas cosas. Me enseñó a apreciar el espectáculo. Me llevaba a ver títeres. (...) Y recuerdo la emoción que sentía. Cuando empecé a ir tenía dos años. Entrábamos los dos en una sala donde había otros niños y otras mujeres esperando. El telón estaba bajado y, a cierta hora del día, un rayo de sol lo alumbraba. Ese telón, iluminado de esa manera, me aterrorizaba. Pensaba que al levantarse saldrían de ahí seres extraordinarios, terribles, tal vez monstruosos.


Resulta significativo que el recuerdo de los títeres como el de la primera vez que fue al cine -también con Gabrielle- afloren con el poso del miedo primordial. Esa fascinación por los títeres -como matriz de la representación teatral- se palpa en el teatro de sombras de La Marsellesa, en los muñecos mecánicos que colecciona Marcel Dalio en La regla del juego, en los comediantes dell'Arte de La carroza de oro y, desde luego en las bailarinas de French Cancan, con las que -suspiraba Renoir- se puede reencontrar algo de la comunión del público con el escenario, de las verdades primeras -y de la emoción primordial- de eso que llamamos espectáculo.


French Cancan cuenta precisamente la historia de un hombre del espectáculo y se inspira en el creador del Moulin Rouge; en la película, Henri Danglard, encarnado por Jean Gabin.


En Mi vida y mis films, Renoir no puede ser más claro: es un homenaje a nuestro oficio, quiero decir al oficio del espectáculo. El amor por el oficio inspira French Cancan, una película que destila la pasión del cineasta por el teatro en todas sus manifestaciones.



Por eso Jean Gabin es un príncipe y el príncipe Alexandre, un  pobre diablo: para Jean Renoir no existe otro reino que el escenario.


Danglard, el príncipe (del espectáculo) 
baila con Nini (Françoise Arnoul). 



El príncipe Alexandre (Gianni Esposito) 
corteja a Nini

Casi resulta redundante señalar que Danglard es un trasunto de Renoir. Cuando vemos a Danglard en el aquel de convertir a una lavandera como Nini -encarnada por Françoise Arnoul- en una bailarina del Moulin Rouge, cómo no adivinar a Jean Renoir convirtiendo a la actriz en su Nini. Cuentan que Françoise Arnoul se sintió traicionada cuando, meses después del rodaje, se encontró con el cineasta pero ya sólo le hablaba de Leslie Caron, a la que dirigía en una obra de teatro; y Leslie Caron se sintió igual de traicionada cuando Renoir rodaba Elena y los hombres y sólo le hablaba de Ingrid Bergman. Desde luego Françoise Arnoul no tenía de qué extrañarse, ya había vivido esa experiencia en el papel de Nini, que se siente traicionada por un Danglard que ya sólo tiene ojos para la cantante, su nuevo descubrimiento.




Como Nini había sustituido en las atenciones de Danglard a Lola de Castro, encarnada por María Félix.


Y al final de la película, Danglard ya sueña con convertir en estrella a una desconocida que descubre entre el público.


Y Nini, en la vorágine del cancan, ya ha olvidado a aquel panadero que bebía los vientos por ella, al príncipe y a su Pigmalión, y vive sólo -y sólo puede vivir- para el espectáculo. Ya es como Danglard (y Renoir). Se ha convertido en su criatura.


El hilo sinuoso que pespunta French Cancan se parece al trazo de carmin sobre la hierba que deja la falda de Nénette en Le déjeneur su l'herbe, enhebrando a Danglard con sus criaturas y a Nini con sus enamorados. A Renoir le gustaba mucho la figura (narrativa) que componía un hombre amado por tres mujeres pero aún más la de una mujer amada por tres hombres, como la de Christine (Nora Gregor) en La regla del juego, la Camila (Anna Magnani) de La carroza de oro o la Elena (Ingrid Bergman) de Elena y los hombres.  Como Nini, un sismógrafo de las intermitencias del corazón y un espejo del teatro del amor. Y un pretexto para el autorretrato que (se) pinta Renoir filmando a Danglard.






¿Donde acaba el teatro y dónde empieza la vida? Y viceversa. De eso trata French Cancan. Y el cine de Renoir. Pero lo que nos maravilla en esta película es la ligereza de ese trazo sinuoso, la levedad grácil de las formas aun con tantas cosas como pasan en cada plano; aprovechando la profundidad, una de las tramas se desarrolla en primer término, mientras en el fondo comienza una secuencia que va a prolongarse en el plano siguiente, y así sucesivamente. Y cuánta pintura en una película nada pictórica; Renoir no se detiene en ella ni compone cuadros. Podemos aludir a las citas pictóricas, fijando los fotogramas; en el curso de la acción casi pasarían desapercibidas, porque nunca se pone énfasis, ni se detiene en ellas. Como los jugadores de cartas (de Cezánne) tras el ventanal del café.


Pero la pintura se respira en French Cancan a través de la aventura del color que se desprende de la composición plástica (las imágenes que ilustran esta entrada apenas hacen justicia a la fotografía de Michel Kelber, por no hablar del diseño de producción y vestuario), como esa mancha amarilla en la ventana (imaginad un amarillo y unos rojos más vivos), cuando la criada sacude el polvo mientras canta (una canción de Renoir), llamando la atención de Danglard.




Y esa aventura del color estalla en un torbellino sensual que se transfigura en el espectáculo como apoteosis de la vida; en el cine, como celebración del movimiento, es decir, de su propia naturaleza. No habría palabras suficientes para cifrar la exaltación y el frenesí de los últimos veinte minutos de French Cancan si no fuera por el latín: sursum corda. Sí, arriba los corazones. Habría que proyectarla en los hospitales a los enfermos incurables. 




French Cancan se estrenó en París el 29 de abril de 1955; esa fecha debería venir en rojo en los calendarios, como festivo universal.

Renoir con Françoise Arnoul durante la presentación 
de French Cancan en Cannes

Nunca se cita French Cancan entre los grandes musicales, pero nunca se rodó nada más maravilloso que esa secuencia final: es tal la voracidad de la cámara por las formas que el ojo no da abasto para ver cuanto el deseo empuja a mirar sin tregua.










Cautivos de un arrebato, perdidos en la embriaguez de las formas.









Cuando la danza -el cancan- se apodera de la película, el cine se apodera de la vida...




Y entonces -y por un instante- el mundo parece entregarse a nuestro goce...




Como si todas las heridas -de la realidad- se hubieran cerrado y sólo pudiéramos celebrar el presente que nos saca a bailar...




Atrapados en el vértigo.


De una tormenta de telas.


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