23/2/12
El arte de la tristeza (de los jueves)
Escucho La Internacional en una versión para piano de Giovanni Mirabassi (en Cuando los elefantes sueñan con la música de Radio 3). Cuánta melancolía desprenden esas notas pasadas por el cedazo del jazz. Me acordé de La Internacional al acordeón que se escucha en una de las escenas del Novecento de Bertolucci. La Internacional me pone un nudo en la garganta, quizá porque nunca puedo olvidar que fue una canción que germinó en la derrota de la Comuna de París, cuando reprimían con saña a los comuneros, como recién nacida de las cenizas de la revolución. Ahora La Internacional en el piano de Mirabassi suena con el timbre de estos tiempos tan propicios a la ira o para volver a la clandestinidad, pero la causa de la resistencia sin el horizonte de la utopía nace derrotada sin remedio. Y uno se acuerda también de Gramsci -pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad-, pero no ve cómo contener la mengua del optimismo y el derroche del pesimismo, cuando la sociedad del espectáculo ha sustituido -fatal, definitivamente- al espectáculo de la sociedad, y privados de la condición de espectadores -críticos-, hemos quedado reducidos a marionetas de la gran función del estado de las cosas. Y no hay día que no se traiga a colación la deuda griega, pero nadie recuerda nuestra deuda con Grecia. Como dijo Godard, no habría dinero suficiente en Europa -y aun en el mundo- para pagarle a Grecia derechos de autor por la cultura universal. Tristes tiempos.
El escritor portugués Walter Hugo Mae dice que la felicidad es el arte de distribuir la tristeza en pequeñas dosis por todos los días de nuestra vida, y así impedir que acabe por abatirnos. La tristeza es un veneno, puede matar pero también cura (en pequeña dosis). No puede haber nada más portugués que definir la felicidad como arte de la tristeza. Como un fado. Como el Libro del desasosiego; escribe Pessoa en el fragmento 203: Envidio a todo el mundo no ser yo. Como de todos los imposibles, éste me ha parecido siempre el mayor de todos, ha sido el que más se ha constituido en mi ansia cotidiana, mi desesperación de todas las horas tristes.
Y entregado al plan quinquenal de distribuir las horas tristes, se consuela uno con el artículo de Marcos Ordóñez -en la sección El hombre que fue jueves de El País- que hoy dedica al gran James Salter. Un bálsamo mínimo para la tristeza del jueves. De los jueves.
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Abandoné el mundo de los blogs hace ya bastante, volviendo de manera anecdótica como quien vuelve al pueblo de los padres un fin de semana cada tres meses. Me sigues conmoviendo y de qué manera. Un beso, Daniel :)
ResponderEliminarA mí no me da por la tristeza, Daniel, sino, como tan bien apuntas, por la ira. Miro a mi alrededor y sólo veo mansos. Mansos y Cabestros viendo como se va desmontando pieza a pieza lo que tanto sufrimiento le costó conseguir a gente mucho más valiosa y más valerosa que nosotros. Yo lo que quiero es echarme al monte, ¡me caso en Soria!, como Fendetestas
ResponderEliminar¿Es la tristeza algo de lo que debamos huir? ¿Algo que debamos fraccionar? La tristeza es hoy coherencia. Y cuanto más grande mejor. Poned bajo sospecha a los que hoy se sientan alegres, o incluso moderadamente tristes.
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