Una película cuenta cómo un personaje se quita la careta. Un personaje empieza como una máscara y termina como un alma. El drama -el conflicto- desplegado en la trama desenmascara al personaje, lo desnuda y nos lo revela. Un personaje empieza como un papel en una historia que nos interesa y acaba como un espejo en el que nos reconocemos. Son cosas sabidas que la palabra latina
persona significa
máscara, el signo visible del personaje y herramienta de proyección (de la voz) del actor en el
teatro griego. El personaje se defiende de nuestra mirada con la
persona y, despojado de la
máscara por el drama -y la trama-, se nos entrega al fin con el corazón en la mano, con la verdad desnuda. La dramaturgia -la poética del drama- declina el rostro de las máscaras y las máscaras del rostro. Resulta significativo que uno de los momentos cardinales de la infancia sea aquél en que un niño con la cara pintada -es decir, con
otro rostro, con el rostro de
otro- se reconoce en el espejo: ha cruzado el umbral del reino de las máscaras y de los juegos del yo en el
teatro del mundo. Y los misterios del alma.
Quizá nunca como en
Persona el cine de
Bergman -o sencillamente
el cine- nos haya dado lecciones de abismo a propósito de las máscaras. Del abismo de la identidad (de la máscara del yo). Y del abismo del cine en el aquel de filmar un rostro. Y de la crueldad que representa arrancar una máscara. Cuando la desnudez deviene desvalimiento. Y espanto. Porque sin la máscara el yo pierde los asideros de la identidad y la frontera con el otro y el espejo en que reconocerse.
Persona se abisma en las fronteras de la identidad y en los límites del cine, allí donde el rostro es consumido por la luz, devorado por la pantalla, y arde en la hoguera de la mirada -de Bergman- que nunca se cansa de asediar el alma con una cámara insomne.
Persona (1966) empezó con esta imagen. O mejor, con la idea de esta imagen: dos mujeres comparan sus manos.
Era la primera imagen -cuenta el cineasta en una entrevista-
, sentadas, mostrando sus manos y con un gran sombrero en la cabeza. Todas las películas de Bergman germinan en una imagen. Cuatro mujeres de blanco en una habitación roja, por ejemplo, la imagen germinal de
Gritos y susurros (1971). A la altura de 1990, Bergman repasó su filmografía en
Imágenes -uno de mis libros de cine preferidos- y confesó la sensación de que con esas dos películas había llegado al límite de sus posibilidades: ...
he rozado esos secretos sin palabras que sólo la cinematografía es capaz de sacar a la luz. Allí donde la mirada abraza el alma. Y se abrasa. De eso trata
Persona. Del cine. Por eso, cuenta el director de fotografía Sven Nykvist en
Culto a la luz -otro libro maravilloso, publicado por Borau en aquella finada (y románticamente cinéfila) editorial suya El Imán-, el primer título para
Persona que pensó Bergman fue
Kinematografi. Cinematografía. Pero la Svensk Filmindustri -la SF del anagrama que aparece al principio de los créditos de la mayoría de las películas de Bergman- consideró poco comercial, o nada comercial más bien, si consideramos el título definitivo.
Pero
Persona no empezó con una imagen sino con el deseo de una imagen, o mejor, con el deseo de filmar a Bibi Andersson y a Liv Ullmann juntas. El matiz no es que sea más o menos importante, es que es definitivo, casi iba a escribir
fatal -de
fatum-, pues ya está, escrito queda. En 1965, Bergman pasa los meses de marzo, abril y mayo en un hospital de Estocolmo: una pulmonía mal curada que se complicó con una infección vírica en el oído interno que le provocaba vértigos, y sus crónicos problemas de estómago... En fin, el organismo se colapsó y dijo basta. Y basta consultar la lista de más de veinte películas y casi treinta montajes escénicos para el teatro y la televisión realizados desde hacía veinte años para que nos extrañemos que no hiciera crack mucho antes, sobre todo si incluimos la escritura del guión de cada uno de sus filmes. En la cama de aquel hospital no se le va de la cabeza una fotografía de Bibi Andersson y Liv Ullman juntas delante de una pared que había visto unos meses antes, el extraño parecido de las actrices, un parecido intrigante. No es la imagen germinal de
Persona sino la imagen en la que germinará. Es la imagen que le hace pensar en lo divertido que sería
escribir algo sobre dos personas que pierden sus identidades respectivas a través de sus relaciones y que, en cierto modo, se parecen. Entonces surgió la idea-imagen de las dos mujeres que comparan las manos. Pero aun antes de aquella fotografía ya alentaba en Bergman el deseo de una película con Bibi Andersson y Liv Ullmann.
Antes de
Persona, Bibi Andersson ya era una gran actriz bergmaniana -
El séptimo sello (1956),
Fresas salvajes (1957) o
El jardín de las delicias (1961)- (y aun más que una actriz para Bergman). Para Liv Ullmann,
Persona fue la primera película con Bergman -y se convertirá en la última de las grandes actrices bergmanianas (y los encontraremos juntos en
Saraband, la última película del maestro)-, se enamoraron durante el rodaje en Farö -la isla que el cineasta había descubierto unos años antes cuando rodaba
Como un espejo- y, al terminar, Bergman decidió hacer una casa allí para vivir juntos. Acabará viviendo allí, solo, pero ésa es otra historia.
La vio por primera vez unos años antes en la esquina de la calle Almlövsgatan con la calle Nybrogatan de Estocolmo. Bergman dirigía el Dramaten (el Centro Dramático Nacional sueco) e iba en compañía de Bibi Andersson, y Liv Ullmann era una actriz noruega recién llegada en viaje de estudios. Enseguida sintió el deseo de escribir un papel para ella y le preguntó abiertamente si querría trabajar en su próxima película. Las dos actrices se hicieron amigas, rodaron juntas alguna película -pero no con Bergman-, un rodaje donde un amigo del cineasta y de Bibi Andersson hizo aquella foto de las dos que a Bergman no se le iba de la cabeza, y mientras el cineasta estaba en el hospital iban a visitarlo de vez en cuando. Sobre la mesilla había un cuaderno con las notas que iba tomando para el guión de
Persona, sobre la paciente Elizabeth Vogler, una actriz que se niega a hablar, y Alma, la enfermera que la cuida:
Enfermera y paciente llegan a acercarse tanto como nervios y carne. Pero ella no habla, rechaza su propia voz. No quiere ser mentirosa.
Es a sí misma a quien llega a conocer. A través de la señora Vogler, Alma se busca así misma.
Toda esta extraña fiebre y todas estas reflexiones solitarias. Nunca he estado tan bien y tan mal. Creo que si me esforzase un poco podría llegar, poco a poco, a algo único que hasta ahora no he podido alcanzar.
Fue un guión terapéutico: Bergman se curó mientras escribía la película para Bibi Andersson (la enfermera) y Liv Ullmann (la actriz).
En realidad, Bergman había acabado en el hospital con múltiples dolencias que no eran más que manifestaciones de una crisis mucho más profunda. Fue su cabeza quien le dejó fuera de juego; en pocas palabras, como la paciente de
Persona, no quería ser un
mentiroso: ¿qué sentido tenía seguir haciendo películas, montando obras? ¿Qué sentido tenía para él? ¿Qué sentido tiene que tenga sentido dedicar la vida a rodar películas y dirigir óperas o montajes teatrales? ¿Tiene sentido que no tenga sentido (trascendente)? ¿O que no tenga otro sentido que una infinita curiosidad por el ser humano y decantarla por escrito y ponerla en escena? O sea -y en el fondo- ¿es el artista un impostor? ¿Es el arte una impostura? ¿O la impostura es una condición del arte? ¿Y si el artista no es otra cosa que un oficiante de imposturas, que sólo cobran significado para una cofradía que encuentra en el juego de las máscaras el único refugio
en la cálida y sucia tierra bajo un cielo frío y vacío? Escribir
Persona fue una purga. Rodar
Persona fue un descenso a los abismos, un viaje -órfico- para rescatar menudas, frágiles y trémulas certezas. Bergman dijo alguna vez que
Persona le salvó la vida:
Si no hubiese tenido fuerzas para terminarla, probablemente hubiese quedado fuera de combate. Fue significativo que por primera vez no me preocupase de si el resultado sería popular o no. El evangelio de la comprensibilidad, que me metieron en la cabeza desde que sudaba como negro de guiones en Svensk Filmindustri, pudo irse al infierno. (¡Donde debe estar!)
Pero, entiéndase,
Persona no es una película incomprensible. Sólo es una película que nunca se comprende del todo, o mejor, que escapa a una comprensión racional; dicho de otra forma, es una película que no responde -con la razón- a todas las preguntas que nos despierta. No podemos traducir en palabras los sentimientos que nos inspiran algunas imágenes (ni siquiera Bergman podría fabricarlas con las palabras del guión), pero experimentamos (con las tripas) la sensación de lo verdadero (en carne viva).
Persona es de esas películas numinosas que alumbran la gran oscuridad, la gran noche del ser humano. El gran cielo frío y vacío. Dicho esto, Persona es una película diáfana sobre la falta de sentido, o mejor, sobre la suspensión -o la muerte- del sentido; sobre los límites del cine para otorgar significado -y consuelo- dramático y narrativo al espectador. En ese sentido, Persona representa el viaje de Bergman a los confines del cine, allí donde pierden toda consistencia las fronteras entre la materia fílmica y la ficción, lo real y lo imaginario, el documento y el sueño, el yo y el otro, la máscara y el alma. Donde el espejo (del cine) se agrieta, la identidad se quiebra y el celuloide (la materia del cine) arde.
Persona es de esas películas donde el cine parece empezar de nuevo. Donde el lenguaje se aventura en lo desconocido para recuperar la fascinación de los orígenes. Por eso Bergman empieza Persona por lo primordial: el cine como dispositivo de captura y proyección, y el niño cautivado por las películas (el cine) y la película (el celuloide). Sven Nykvist se refiere a los primeros minutos de Persona -antes de los créditos- como un puro poema en imágenes y cuenta que Bergman quería usar un viejo proyector con electrodos de carbón y yo rodé el plano con unos electrodos que al juntarlos surge la luz de ellos, imagen que hizo feliz a Ingmar.
El prólogo de
Persona se remonta a la infancia del cineasta:
Cuando yo era un crío había una tienda de juguetes donde se podían comprar trozos de película de nitrato. El metro costaba cinco céntimos. Sumergía treinta o cuarenta metros de película en una fuerte solución de sosa y dejaba los trozos a remojo durante media hora. Se disolvía entonces la emulsión y desaparecían las imágenes. El trozo de película quedaba blanco, transparente, inocente. Sin imágenes. Entonces podía dibujar nuevas imágenes con tintas de diferentes colores. (...)
La película que pasa por el proyector vertiginosamente y estalla en imágenes y breves secuencias era algo que yo había llevado dentro mucho tiempo.
Para Bergman,
Persona deviene una tentativa de reescribir el cine desde una imagen de infancia y asomarse al abismo -el vacío, el silencio, la oscuridad- con la inocencia de un niño, con la fiebre de un descubrimiento, con el deslumbramiento de la primera vez. Y en aquel cuaderno de notas escribe:
Me imagino un trozo de película blanco, lavado hasta más no poder. Pasa a través del proyector y poco a poco se dibujan palabras en la banda sonora (que quizá entre un poco en la imagen). Poco a poco aparece justo la palabra que me imagino. Después un rostro se vislumbra casi disuelto por todo lo blanco. Es el rostro de Alma. El de la señora Vogler.
Las caricias del niño parecen animar la pantalla que cobra vida mientras se va definiendo un rostro. Un rostro de dos mujeres. Dos mujeres fundidas en una imagen. Ni Alma ni Elizabeth Vogler.
Persona. Máscara. ¿Y el alma? Silencio. Sólo escuchamos la película rodando en el proyector. Cine.
Ni un arte ni un oficio.
Un misterio, que decía Godard. El misterio de los rostros. Sven Nykvist se ha preguntado si no fue rodando
Persona cuando descubrió las mínimas conmociones, los matices secretos, las variaciones casi imperceptibles de los rostros...
A menudo he recordado viendo
Persona una vez más, lo que Godard ponía en boca del fotógrafo de
Le petit soldat, la primera película con Anna Karina, mientras la retrataba:
Fotografiar un rostro es fotografiar el alma que hay tras él. La fotografía es la verdad. El cine es la verdad veinticuatro veces por segundo.
Y el cuento de la gallina de
Vivre sa vie, una película-retrato de Anna Karina por Godard estrenada cuatro años antes de
Persona, cuando el marido de la protagonista, maestro de escuela, le cuenta la redacción de una niña:
La gallina tiene un exterior y un interior. Si le quitas el exterior, encontramos el interior; y si le quitas el interior, encontramos el alma.
Alma le confiesa a Elizabeth Vogler que después de ver una película suya pensó:
Somos iguales (...)
Creo que me podría convertir en ti si hiciera un verdadero esfuerzo. Quiero decir por dentro. Tú podrías convertirte en mí así, sin más. Aunque tu alma sería mucho más grande. Rebosaría por todas partes.
El rostro y el alma. Los viajes de la identidad. Entre el yo y el otro. La seducción y la posesión, el desdoblamiento y el vampirismo. La fisión del yo. Y la fusión del yo con el otro.
Las máscaras del alma y las variaciones de la
persona. Alma y Elizabeth Vogler. Alma habla.
Persona puede verse como un monólogo sostenido por Alma asaltando la fortaleza del silencio de Elizabeth Vogler, a la que apenas puede arrancarle un grito y una palabra:
nada. El alma asediando la máscara, viviendo papeles sucesivos como madre, hija, confidente, amante, rival, enemiga, médium...
Pero también puede verse como una película sobre los límites del lenguaje y el silencio como último refugio o como agujero negro. Otra vez Godard, otra vez
Vivre sa vie, cuando pone en boca de Anna Karina:
Cuanto más hablas menos significa. Bergman prolonga la reflexión sobre los medios del cine, interrogándose sobre el estatuto de la imagen y del sonido. Cuando el tiempo se dilata y se contrae mientras el yo pierde pie y cae en el espanto de la pérdida de asideros, cuando se borran las lindes entre lo real y lo imaginario, entre el sueño y la vigilia. Y sin embargo, lo que se cuenta y lo que se escucha cobran visos radicalmente distintos. Como los que denotan esas levísimas alteraciones en el rostro de Liv Ullmann cuando escucha el relato erótico de Bibi Andersson, parasitando la voz de Alma, vampirizando sus emociones...
La violencia del espíritu y la violencia (emocional) del cine. El director "violentando" a
sus actrices.
El arrebato de ira de Alma cuando descubre que Elizabeth la estudia, por robarle el alma, por vaciarle la máscara, por devorarla con el silencio, por el fracaso del lenguaje como arma del yo...
Jean-Claude Carrière recuerda en
La película que no se ve que a Buñuel le había fascinado la escena en que Alma le pone voz al rechazo a la maternidad de Elizabeth Vogler (aunque el guionista se equivoca de escena y se refiere al relato erótico). Una escena de ocho minutos. Durante los primeros cuatro, escuchamos el relato de Alma sobre el rostro de la actriz...
Durante los cuatro minutos siguientes vemos a Alma contarlo otra vez, palabra por palabra...
En 1972, Carrière pudo hablar con Bergman durante unos momentos y le planteó la pregunta en nombre de Buñuel:
¿Por qué esa repetición? Y Bergman le comentó que nunca se lo había planteado, pero que en el montaje se dio cuenta que no funcionaba el plano-contraplano (plano de Alma contando / plano de Elizabeth escuchando...) y decidió poner los dos relatos uno a continuación del otro, porque
la historia que se cuenta nunca es la misma que la que se escucha.
Pero en
Imágenes, Bergman transcribe las notas de trabajo y en ellas hace una referencia expresa a la
escena-espejo que precede a la transformación definitiva a la fusión Alma-Elizabeth:
El enfrentamiento es un monólogo repetido. El monólogo procede, por así decirlo, de dos lugares, primero de Elizabeth Vogler, después de Alma. Dos cuerpos, una voz, una máscara... Quizá Bergman fue fiel a una intuición que confirmó de forma elocuente en la mesa de montaje.
El cineasta recuerda
Persona como un rodaje feliz:
A pesar de la fatiga, tuve la sensación de que filmé con una libertad ilimitada con la cámara y con mis colaboradores, que me siguieron en todos mis escarceos. Sven Nykvist recuerda la intimidad de los días de Farö, la cercanía con Bergman, Bibi y Liv... Son las paradojas del cine: las tinieblas cristalinas, el limpio desgarro, la luz negra, el espanto diáfano, los benditos demonios, las máscaras desnudas...
He tenido la capacidad de atar los demonios delante del carro de combate. Los he obligado a ser útiles. Ellos, a su vez, se han dedicado a torturarme y a avergonzarme en mi vida privada. Como es bien sabido, el director del circo de pulgas permite a sus artistas que le chupen la sangre. El cine de Bergman -y
Persona quizá más que ninguna otra película- es la resultante de embridar los demonios con las máscaras.