A mediados de los sesenta, a mis nueve o diez años, vi en el Bar Aloya (en Tui) algunos episodios de Viaje al fondo del mar (en casa no hubo televisión hasta bien entrados los setenta, así que no era una serie que siguiera). Recuerdo apenas imágenes de un par de episodios. En uno de ellos un robot espacial con pinta del Hombre de Hojalata (El mago de Oz) pone en peligro a la tripulación del submarino. El episodio -me enteré hace nada- se titulaba El hombre indestructible y lo dirigía Felix Feist. Ahí acabó su carrera de director -había empezado treinta años antes como cortometrajista en la MGM- con media docena de episodios de Viaje al fondo del mar. Desde luego no figura en el Olimpo de Hollywood; tampoco entre los autores que exprimían los estrechos márgenes de la serie B con poderío visual y elocuente laconismo, ni entre los marginales de Poverty Row a reivindicar. Aun así la cinefilia cobija en la memoria a Felix Feist por dos o tres películas y uno lo trae a la escuela por una perla B noir de la Warner que nos gusta mucho, Tomorrow Is Another Day (1951), más aun después de palabrearla con Lilian y nuestro hijo hace un par de domingos.
La verdad, tampoco el título es para tirar cohetes (la última línea de Escarlata O'Hara en Lo que el viento se llevó; el título que originalmente había escogido Margaret Mitchell para la novela), quizá fue lo menos malo que se les ocurrió sin estrujarse gran cosa las meninges en el propósito. Más o menos como el título elegido para su estreno en España en 1956, Unidos por el crimen. El original apunta al desenlace de la película; el español, al motivo que moviliza la trama. Tampoco se lucieron en otros lares.
Cartel de Jano
(Francisco Fernández-Zarza Pérez, quizá
el más prolífico de los cartelistas españoles.)
El título francés -Les amants du crime- hace pensar en criminales patológicos (nada que ver con la película) y el italiano -Gli uomini perdonano- sugiere una historia de redención (todo que ver con la película). La Warner -con Henry Blanke a cargo de la producción- usó Spring Kill como título de trabajo, el mismo de la historia de Guy Endore que sirvió de base al guión, obra del propio autor y Art Cohn (o sea, que sí, que había que buscar otro título, pero también otro distinto al que eligieron).
Cartel de Luigi Martinati.
En carteles aún aparecía Hugo Butler
en los créditos del guión
en compañía de Guy Endore.
Guy Endore sentía querencia por el género fantástico. Valgan dos ejemplos como novelista: en 1930 publicó The Werewolf of Paris, una novela de terror que Terence Fisher llevará a la pantalla en The Curse of the Werewolf (1961), y en 1946, un thriller freudiano, Methinks the Lady ..., que le servirá de base a Otto Preminger para rodar Whirpool (1949) con Gene Tierney.
Art Cohn entre Ingrid Bergman y Roberto Rossellini
durante el rodaje de Stromboli en agosto de 1949.
Poco os puedo contar de Art Cohn, que firma el guión de Tomorrow Is Another Day con Guy Endore (no sé si eran amigos además de colegas, pero tenían bastante en común: los dos fueron cronistas deportivos, columnistas, reporteros durante la 2ª guerra mundial, trabajaron como guionistas en Hollywood, sentían pasión por el boxeo y comprometidos en la lucha contra la desigualdad racial bastante antes del movimiento por los derechos civiles. Art Cohn solía denunciar en sus columnas la discriminación de los negros en el deporte. Mencionaré otros dos títulos valiosos como guionista: The Set-Up (Robert Wise, 1949), a partir de un poema de Joseph Moncure March, sobre el mundo del boxeo, y un B noir de Anthony Mann, The Tall Target (1951). Bueno, tres, no quiero olvidarme: colaboró en el guión de Stromboli (1950); lo habían enviado a Italia para cuidar los intereses de la RKO en la producción y en el curso del rodaje se hizo amigo de Rossellini.
Otra razón para ver Tomorrow Is Another Day fue su actriz protagonista, Ruth Roman, que ya nos había gustado mucho en The Far Country (1954), de Anthony Mann, en Blowing Wild (1953), de Hugo Fregonese, en Great Day in the Morning (1956), de Jacques Tourneur, o en The Bottom of the Bottle (1956), de Henry Hathaway. Había un tercer reclamo: Robert Burks, el director de fotografía que acaba de rodar Strangers on a Train (1951), su primera película con Hitchcock, donde Ruth Roman tiene un papel secundario. Como pareja protagonista habían pensado en John Garfield pero, en cuanto lo incluyeron en la lista negra, eligieron a Steve Cochran que, aun sin el carisma de Garfield, resulta no sólo convincente sino conmovedor. (En realidad era un buen actor poco o mal reconocido, como puede comprobarse sin ir más lejos en Tomorrow Is Another Day o de este lado del charco en Il grido, de Antonioni.)
Y con esos mimbres le encargaron a Felix Feist una película que contaba cómo Bill Clark/Steve Cochran, tras cumplir una condena de dieciocho años por matar a su padre (un maltratador) cuando tenía trece (aunque no recuerda haber disparado), conoce a Cay Higgins/Ruth Roman (para él siempre será Cathy), que trabaja en un local a diez centavos el baile, y se ve complicado en un crimen: ella dispara a su ex-amante, el teniente de la policía George Canover/Hugh Sanders, después de que Bill se haya enfrentado con él y perdido el conocimiento con un golpe, y, como no recuerda nada cuando lo recupera, Cathy aprovecha para hacerle (o dejarle) creer que fue él quien disparó.
El día que lo dejaron en libertad, el alcaide le hace ver, a modo de advertencia y despedida (que seguramente imagina nada definitiva), lo que le espera ahí afuera: la gente de su edad creció, se casó, tuvo hijos, pasó una guerra; él no vivió nada eso, sólo cumplió años. Bill es un niño grande, basta verlo comer tartas con los ojos y luego devorarlas con el ansía de una infancia aplazada, gastándose los primeros centavos en libertad.
Y seguirá gastando en un club de baile cutre. No sabe bailar pero por diez centavos la pieza puede abrazar a una chica y aliviar otra hambre atrasada. Allí conoce a Cathy, y Feist traza con economía y elocuencia la amargura y el desengaño de esta mujer dura y cáustica pero también (se nos irá revelando) lúcida y tierna, con un trabajo de mierda en el club Dream Land, ironías -del guión- de su vida (tal como ella misma la describe: Vives en una trampa y trabajas en otra). Más adelante le contará a Bill cómo llegó a Nueva York para ser bailarina, un pasado que se parece mucho al de la propia Ruth Roman: con la ilusión de triunfar en Broadway, acabó trabajando de modelo y de acomodadora en un cine para sobrevivir.
Esa mujer que, mira por donde, Bill acaba por transfigurar en la chica de sus sueños, una peligrosa aleación de fantasía carcelaria y urgente necesidad. Tan cándido y vulnerable él, tan escaldada y desencantada ella.
Enredados uno y otra en una huida donde la trayectoria geográfica deviene un viaje emocional que se anuda en una hermosa historia de amor y redención, o mejor: una historia de redención por obra del amor. Feist resuelve con inspiración el cambio de tono entre la paranoia persecutoria y el encuentro íntimo (torpe, inesperado y tierno) de dos seres que, como aquella chica y aquel chico en They Live by Night, no han sido correctamente presentados en sociedad, por más que Feist no pulse el latido lírico de Ray con los amantes de la noche.
Un cambio de tono que podemos cifrar en dos escenas que conjugan la tensión de la fuga y la aurora de la pasión. La primera acontece en el exterior de un bar de carretera, de noche, cuando Bill y Cathy se ocultan en uno de los coches que transporta un camión para continuar su huida; una escena coreografiada de forma brillante con movimientos de grúa que, diríase, los anuda con un destino común.
Un nudo que se estrecha en un motel de carretera: Bill descubre otra Cathy -antes rubia, ahora morena- cuando han decidido cambiar de identidad y casarse para ocultarse mejor tras la máscara del matrimonio.
Y representando el nuevo papel se lo acaban creyendo. O más bien acontece como si la máscara revelara en ellos algo más verdadero y valioso que ni siquiera sospechaban, pero quizá ya lo presentíamos cuando Feist aprovechó los espejos para reflejar otra cara de nuestros prófugos, presagiando otro rumbo en sus vidas.
Cathy y Bill acaban creando un hogar en un campamento de jornaleros en Salinas (California), un matrimonio de trabajadores entre trabajadores donde finalmente encuentran amigos y acogimiento, y por primera vez se ven a salvo, con una nueva vida.
Casi diríamos que se ven en una nueva película (otro cambio de tono), afrontando duras condiciones de trabajo, como si desde un noir urbano acabáramos en el tramo final de The Grapes of Wrath o (¿por qué no?, también se habló de Tomorrow Is Another Day como de un noir neorrealista) en Riso amaro.
Aunque vemos la condición proletaria más presente en el último tramo de la película (él, recogiendo lechugas; ella, preparándolas para la distribución), ya en el primer acto queda patente la explotación de Bill durante los dieciocho años que estuvo preso y de Cathy como bailarina de salón. En una escena durante la fuga, ella había comparado los salarios de ambos: Un día de trabajo en la cárcel por un minuto de baile en el Dream Land. Para Bill, la vida como jornalero a pleno sol tampoco resulta fácil, es algo nuevo para él: la cárcel le eximía de responsabilidades, nunca tuvo que decidir por él mismo; ahora todo es más duro, el trabajo hay que buscarlo y procurar mantenerlo, además vive con Cathy, son una familia, y nunca en tal se vio. (Salta a la vista en el curso de la película que este noir lo escribió un rojo, uno por lo menos.)
Hasta que el pasado los encuentra y la paranoia envenena el refugio de los prófugos.
Aun así el guión y la puesta en escena de Feist se apiada de la mujer, que no puede ocultar su dolor y le da un azote a su hijo por espiar cómo el policía detiene a Bill.
Aludimos más arriba a la belleza de Tomorrow Is Another Day, la historia de dos almas perdidas que, en el curso de su fuga, aprenden a quererse y anudan sus vidas a base de confianza mutua, en un peregrinaje como camino de redención. De alguna forma, la mutua necesidad le depara la mutua salvación, aunque Cathy se muestra, sobra decirlo, como un ángel de la guarda mucho más competente, como se comprueba en la espléndida escena del clímax cuando el policía viene a detener a Bill. Para Feist lo decisivo se cifra, más que en la persecución, en el nacimiento del amor (quizá debería haber titulado así la entrada). Y cada día se quieren más y van a tener un hijo. La película nos mantiene en vilo deseando que por una vez en su vida algo les salga bien, que Cathy y Bill sean bendecidos con la gracia que se merecen.
Según el American Film Institute, el desenlace de la película se cambió a partir de las reacciones negativas de los espectadores en una preview: les había gustado mucho la película, pero querían que acabara bien, Bill y Cathy se merecían un final feliz. Y quien fuera que tomó la decisión en la Warner hizo caso de las recomendaciones de aquellos espectadores. Pues bien, lo aplaudimos: aun tratándose de un final atípico en un noir (y aunque el desenlace roce lo inverosímil), resulta digno y satisfactorio, porque -apunta Noël Simsolo- Thomorrow Is Antother Day trata de la lucha de dos seres heridos por recuperar la confianza en la vida. Pura justicia poética.
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