11/6/17

Días y días de polvo africano


Hablando de Correspondências, el pasmoso espanto (valga la redundancia) de Rita Azevedo Gomes, me referí a la noción de cine expandido, que suele emplearse cuando la obra fílmica se proyecta -muestra, expone o usa- fuera de la sala de cine, en un museo o una galería, bajo la forma de una instalación o una performance. Sin ir más lejos la exposición Arte y cine. 120 años de intercambios, comisariada por Dominique Païni, que puede verse en CaixaForum Madrid hasta el 20 de agosto, podría muy bien considerarse una modalidad de cine expandido.


En Cuadernos de los sesenta. Escritos 1958-2010, Jonas Mekas reúne una selección de textos de Diario de cine, fechados a mediados de los sesenta bajo el rótulo Sobre el cine expandido; pongamos por caso unas líneas del 6 de febrero de 1964:
Contamos con un número de hombres y mujeres talentosos que están creando un cine nuevo, que abren nuevas visiones, pero necesitamos que haya críticos y un público capaces de percibir esas visiones. Precisamos que haya un público dispuesto a educar y a expandir su mirada. Un nuevo cine necesita que tengamos nuevos ojos para entenderlo. De eso se trata.

Jonas Mekas hablaba, en resumidas cuentas, de ensanchar la experiencia cinematográfica, de expandir la mirada para descubrir los nuevos horizontes del cine que proponían Stan Brakhage o Maya Deren, Gregory Markopulos o Naomi Levine, Harry Smith o Elaine Summers. Para aventurarse -hoy mismo- en la derrota tan experimental y apasionante que propone Rita Azevedo Gomes en Correspondências. Sí, de eso se trata.

Fotograma de Meshes of the Afternoon (1943), 
de Maya Deren y Alexander Hammid.

Cine expandido, pues. Claro que se trata de una noción tan vieja como el cine. Noël Burch nos contó en El tragaluz del infinito cómo en la Exposición Universal de St. Louis, en 1904, los visitantes pudieron conocer la primera versión de los Hale's Tours, un invento de un tal William Keefe. En su concepción original se trataba de un vagón de tren desprovisto de uno de los laterales, dando vueltas en un túnel circular donde se proyectaban imágenes (de lugares de todo el mundo) tomadas desde un tren en movimiento. Charles Hale le compró el invento a Keefe y lo explotó con un decorado más manejable: un vagón fijo con asientos en pendiente y una claraboya en la parte delantera a través de la cual el público veía imágenes tomadas desde el chasis de una locomotora en marcha; el tamaño de la pantalla está pensado para que la imagen ocupe en su totalidad el campo de visión. Además contaba con efectos de ruido y traqueteo del tren para conseguir una plena ilusión de viaje.



Se trataba, en fin, ya en la infancia del cine, de expandir la experiencia del espectador transfigurando la proyección en un transporte de los sentidos. Hacia 1911 los Hale's Tours empezaron a desaparecer, pero durante siete años fueron todo un éxito, y hasta pueden considerarse las primeras salas de cine estables. Los espectadores habían visto la llegada del tren a la estación de La Ciotat en la proyección de los orígenes y ahora querían subirse en el tren del cine. Por la época en que leí el libro de Burch a principios de los noventa, recuerdo un artículo (¿de Ferrín?) en Faro de Vigo que recogía una noticia de la primera década del siglo XX -en el mismo periódico- donde se refería el éxito de la atracción de un Hale Tour en Vigo. Luego el cine (soberano) se bastó a sí mismo para garantizar una experiencia plena y hasta para expandirse, más allá de la pantalla, más allá del cine.

Cartel de Roger Rojac.

Aunque, admitámoslo, para cine expandido, el de nuestra infancia. Lo cuenta de maravilla Sam Shepard en uno de los textos de Crónicas de motel (traducción de Enrique Murillo):
Las minas del Rey Salomón fue la película que más me obsesionó de pequeño. Nunca he vuelto a verla, pero aún conservo imágenes de ella. Guerreros watusi con rayas de arcilla roja pintadas en la nariz. Cintos negros cruzados en sus pechos a modo de adorno. Dientes afilados como alfileres. Leones que desgarran el brazo a alguien. Moscas posándose en el labio de alguien, y ese labio inmóvil. Antorchas en cuevas. Joyas azules rodeadas de calaveras. Aquel actor inglés muerto de miedo. 
El Cine Rialto era un lugar oscuro y almizcleño en pleno día, y yo me metía tan absolutamente en el mundo de la película que la sala se convertía en parte de su paisaje. El paseo en busca de palomitas de maíz al final del pasillo negro, mientras sonaba atronadora la música y los niños se agitaban en sus asientos, todo formaba parte de la trama. Me encontraba en la cueva del Rey Salomón, comprando caramelos. Los bombones eran joyas. Los acomodadores eran árboles de la selva. En los lavabos rugían las panteras. 
En una ciudad poblada por blancos de carne y hueso, olí a polvo africano durante varios días.
1/9/80
Homestead Valley, Ca.
Fotograma de The Mark of Zorro (1940), 
de Rouben Mamoulian.

Sansón y Dalila, Viento en las velas, La llamada de la selva, El signo del zorro, La mujer pirata... Cine expandido en el Teatro Principal, en el cine Yut, en el cine Bolívar, de Tui (cuando se escribía Tuy.)



(Las fotografías de la exposición Arte y cine en CaixaForum, obra de Ángeles.)


No hay comentarios:

Publicar un comentario