1/5/16

Un ángel y el hijo del ahorcado


Viene el amigo Diomedes Díaz pidiendo el libro de reclamaciones de esta escuela, disgustado por la minúscula memoria -son sus palabras- que se le rinde a Gail Russell, apenas evocada en un par de párrafos a propósito de Seven Men from Now, un western todo lo ejemplar que se quiera, pero insuficiente para recordar a una actriz inolvidable -mía es la cursiva; suyo, el adjetivo-. Sobra decir que de nada sirvió alegar en mi descargo que los fotogramas con Gail Russell hilvanan -y aun traman- el texto de punta a cabo. Se imponía remediar por vía de urgencia semejante menoscabo. Traía una botella de Lagavulin para celebrar su memoria como merecía y, trago va trago viene, me llevó donde quería que llegáramos. Al testamento de Frank Borzage. A Moonrise (1948). A Gilly Johnson, aquella maestra en un villorrio de los pantanos de Virginia, un personaje que borda con hebras sublimes Gail Russell.


De camino a Moonrise pasamos antes por The Lawless (1950), la segunda película de Losey, centrada en el racismo contra los braceros mejicanos en un pueblo californiano y donde la actriz encarnaba a Sunny García, la valiente periodista de un semanario publicado en español y dirigido a los inmigrantes hispanos. Casi veinte años después, el cineasta (exiliado en Europa desde que fue incluido en la lista negra) recordaba The Lawless como un filme muy primitivo, salvo por una o dos excepciones...
...creo que los ojos tristes, desesperados, solitarios y trágicos de Gail Russell aportaron mucho a la película.

Justo después de rodar con Losey, la Paramount decidió no renovar el contrato con la actriz a causa de su alcoholismo. Los problemas de Gail Russell durante el rodaje pesaron más que las buenas críticas por su trabajo. Losey contó qué penoso resultaba tratar de arrancarle una toma buena con una o dos líneas de diálogo si antes no bebía; desde 1945 remediaba así el miedo escénico y a finales de los 40 ya era una alcohólica con problemas para recordar sus frases. Pero no hay rastro de semejante condición en Moonrise, una película con tomas largas, con diálogos en planos sostenidos, así que nos permitimos poner en duda la versión que pintaba Gail Russell como una actriz destruida con la que resultaba arduo rodar. En todo caso, cabe matizar: desde luego el miedo escénico era un problema grave, pero Borzage consiguió que lo superara (y Boetticher, a mediados de los 50, en Seven Men from Now, cuando la actriz llevaba cinco años sin rodar); o sea, el problema existía, pero con algunos directores -¿los mejores?- resultaba soportable -y aun llevadero-, porque creaban el clima de confianza propicio (quizá también porque Borzage, que conocía por experiencia propia el alcoholismo, sabía cómo tratarla), y entonces Gail Russell desprendía la gracia que nos la volvía inolvidable.


Y así, de flashback en flashback, acabamos en Moonrise, un noir de la Republic. Que Borzage la acabara dirigiendo -y no digamos con Gail Russell en el reparto- fue una de esas carambolas tan del gusto de los traviesos dioses lares del cine. Decir Republic Pictures es decir serie B, pero durante la 2ª guerra mundial multiplicó los beneficios y la actriz Vera Hruba Ralston animó a su marido y patrón del estudio, Herbert J. Yates, a financiar una o dos películas de prestigio por año, así que procedieron a contratar a directores veteranos de renombre. Por ejemplo, Borzage, o su amigo John Ford que rodará para la Republic filmes como Río Grande, El hombre tranquilo o The Sun Shines Bright (también Lang, Secreto tras la puerta; incluso Welles, Macbeth).


Gracias al espléndido libro de Hervé Dumont sobre Borzage sabemos cómo se desarrolló la producción de Moonrise. Fue publicarse la novela -con el mismo título- de Theodore Strauss en 1945 y enseguida se vio muy solicitada como un material apetecible para los estudios. El guionista Garson Kanin quería adaptarla para John Garfield; el director John Farrow, para Alan Ladd; al final se hicieron con los derechos Charles Haas y Marshall Grant, dos productores que se van de la Universal para montárselo como independientes. Piensan en James Stewart (dice que no), luego en Burt Lancaster, y así sucesivamente. El proyecto parece concretarse a principios de 1947: un millón trescientos mil dólares de presupuesto, distribución de United Artists, John Garfield de protagonista y William A. Wellman como director. El escritor comunista Vladimir Pozner (guionista de A través del espejo, de Siodmak) empieza a desarrollar el guión. Pero las deudas empiezan a acumularse durante la preproducción, el proyecto se paraliza y está a punto de embarrancar por falta de financiación. Los productores consiguen salvarlo gracias a una alianza con Charles K. Feldman (uno de los agentes más poderosos de Hollywood) y la Republic.


Y habrá que estarle por siempre agradecidos a Feldman -en función ejecutiva (no en balde acaba de rescatar Moonrise)- por pensar en Borzage para dirigirla, eso sí, se trata de una propuesta con rebajas: habrá que olvidarse del presupuesto inicial, porque definitivamente será una película de serie B. Charles Haas tiene listo el guión a principios de noviembre de 1947 (Pozner asegura que había llegado a escribir la mitad). Borzage y Feldman se esfuerzan en reducir costes todo lo posible; para empezar, nada de estrellas. Al protagonista, el atormentado Danny Hawkins, lo encarnará Dane Clark, casi un desconocido -un pequeño papel en La llave de cristal (1942), de Stuart Heissler y acaba de compartir cartel con Ida Lupino en Deep Valley (1947), de Jean Negulesco-, y para Gilly Johnson, la maestra del pueblo, eligen a la hermosa y frágil Gail Russell (entonces contratada como Borzage por la Republic, que distribuía su película más reciente, El ángel y el pistolero, con John Wayne); en personajes secundarios contarán con Rex Ingram -el genio de la lámpara de El ladrón de Bagdad (1940)- en el papel de Mose, el hombre de los pantanos criador de perros de caza, amigo y confidente de Danny (en palabras del propio Rex Ingram, el de Mose fue el mejor papel que se había escrito nunca para un actor negro), y la gran Ethel Barrymore, como la abuela del protagonista.


Ahora bien, el principal ajuste en el presupuesto se consigue gracias a los prodigiosos decorados diseñados por el director artístico Lionel Banks (el de La pícara puritana, de Leo McCarey, o Luna nueva, de Howard Hawks, por ejemplo): Moonrise se rueda enteramente en estudio, en dos platós, tras haber calculado desplazamientos y ángulos de cámara a partir de un story board muy preciso. Los decorados acaban costando la quinta parte de lo presupuestado inicialmente y la película en conjunto -con 34 días de rodaje (entre el 29 de diciembre de 1947 y el 5 de febrero de 1948)- reduce los costes en casi medio millón de dólares. Moonrise conjuga una atmósfera sureña con las tonalidades noir y el arrebato romántico (tan Borzage) gracias a la iluminación de John L. Russell (había trabajado como operador -sin acreditar- en El extraño, de Welles, con quien acaba de firmar la fotografía de Macbeth, y repetirá -otra vez como operador no acreditado- en Sed de mal, pero sin duda su crédito más popular le llegará con la dirección de fotografía de Psicosis, de Hitchcock).


El asunto cardinal de Moonrise se cifra en la historia de amor con Gilly que devuelve a Danny al género humano, porque como creen Mose -de quien cuentan en el pueblo que ha leído todos los libros- y el propio Borzage, no hay peor crimen que dar la espalda a la humanidad. A falta de un padre, Danny encuentra un maestro (de vida) en Mose con sus lecciones aprendidas en la experiencia, una experiencia que destila en una historia vivida. (El arte vivo de la narración oral, el arte perdido que cantaba Walter Benjamin en aquel maravilloso ensayo titulado El narrador.) Es la soledad la que nos condena, no la mala sangre (aquello que sabía tan bien la criatura de Frankenstein: soy malo porque soy desgraciado).


Borzage cree en esa historia de amor (como creyó en cada una de las que amojonan su filmografía), por eso resulta(n) tan convincente(s). No necesita explicar por qué Gilly se enamora de Danny. (Cuántas historias de amor se echan a perder por falta de fe del director: desconfía tanto de que nos la creamos que la mata con justificaciones. Dije director, pero algo así demuestra su propia incompetencia como tal.) Gilly está enamorada de Danny. Es así. Y así nos lo muestra Borzage. Asi lo vemos. Con toda evidencia.


A diferencia de otras historias de amor de Borzage, aquí el conflicto es interno, la adversidad se ampara en el tormento que martiriza la mente de Danny y genera su paranoia (maldito por ser el hijo de un ahorcado). Así se proyecta -y se reconoce- en el mapache acosado en el árbol durante la escena de caza. Y cuando en una última explosión de violencia está a punto de matar a Billy, el pobre sordomudo -que sin saberlo ha encontrado una prueba que puede delatar al protagonista-, es su propia mala sombra lo que trata de aniquilar.


Los créditos de Moonrise anticipan ya la obsesión (de Danny) como motivo central del filme: ondas concéntricas que una lluvia porfiada traza en las aguas pantanosas, a modo de vórtice de una (imaginaria) maldición donde vivirá atrapado el protagonista.


Un obsesivo juego de sombras (el teatro negro de la paranoia de Danny) donde resuenan escenas memorables de Street Angel (1928) o Secrets (1933), enhebradas con distorsiones sonoras (el trabajo de sonido de Daniel J. Bloomberg fue candidato al óscar de 1948) dibujan desde el umbral de Moonrise el trauma del chaval, como esa sombra del (padre) ahorcado sobre la cuna del pequeño Danny, pero la cámara retrocede y descubrimos que se trata de una muñeco colgado.


Sólo un ángel podrá iluminar el camino de redención para el hijo del ahorcado. Danny y Gilly se encuentran a escondidas en la mansión abandonada al borde de los pantanos. Ha caído la noche, no hay electricidad ni velas. Gilly embrida jugando los impulsos carnales de Danny y acaban bailando un vals en la estancia. El dulce bálsamo hace efecto. La cámara se eleva por encima de la araña y se escucha un violín lejano mientras los enamorados dan vueltas, hasta que los recoge abrazados junto a la ventana. Nunca te había visto así, dice Gilly. Nunca había estado así antes, dice Danny, que vislumbra por primera vez una salida a la noria de su maldición.


La maravillosa secuencia de la feria va cobrando visos oníricos; primero como sueño cumplido, Danny y Gilly aparecen por primera vez juntos en público; luego como una pesadilla  en la noria donde se anuda el pasado (el asesinato cometido por su padre y su posterior ejecución, como le cuenta a Gilly) y el futuro (el sheriff -otra figura paterna- y su mujer se montan también en la noria; un sheriff fílósofo, amigo de las sentencias: A veces el asesinato es como el amor. Hacen falta dos para cometerlo. Un hombre que odia y otro que es odiado, comenta con el forense.).


Muy bien podríamos hablar de una Eurídice que desciende al abismo (paranoico) donde ha caído Danny para rescatarlo (resucitarlo) a través del amor.


Dumont señala con lucidez que la tortura interior de Danny no deriva únicamente de su condición de hijo del ahorcado, sino del miedo a perder a Gilly, razón de su esperanza y fuente indirecta de su tormento: no le confiesa su crimen porque teme su abandono, redoblando así amargura y remordimientos.


Si se cuenta Moonrise (sin haberle puesto los ojos encima)  no tiene nada de extraño que resulte inverosímil, como buena parte del cine de Borzage (quizá por eso me gusta tanto), pero aquí se agudiza gracias al irrealismo consustancial al noir, y por momentos el filme deviene pura alucinación. A ver cómo no va a sonar inverosímil (o aun peor, ñoño) que esa maestra sensible (nuestra maravillosa Gail Russell) se enamore de un inadaptado como Danny y siga perdidamente prendada de él cuando ya sabe que mató -eso sí, en defensa propia- al tipo que quería casarse con ella, convencida de que el amor acabará revelando el alma buena que lleva dentro. En realidad es la misma fe de Borzage: la comprensión como forma de la comunidad, la naturaleza como cobijo de los sentimientos que nos reconcilian con la humanidad, y la humanidad como amparo contra la soledad. Conmovedora fe -a priori inverosímil- que su cine volvía también convincente.


(Siento predilección por las películas que no pueden contarse oralmente, porque las palabras deshacen la poesía -el encanto- del cuento; siento debilidad por esas películas que sólo son posibles gracias al cine, que sólo el cine vuelve evidentes.)


Nada más terminar de verla no tenía palabras para dar cuenta de tanta belleza, o mejor, de una belleza tan conmovedora, mejor aun, de una película dolorosamente bella. Por más que el amigo Diomedes Díaz reclame esas palabras -y uno (mal que bien) se aviene-, Moonrise pide cerrar los ojos y dejar que la memoria vuelva a proyectar en el cine del corazón aquellas escenas que alumbraran el libro de horas de las películas de nuestra vida: el vals de Danny y Gilly en la mansión abandonada junto a las aguas pantanosas, la angustia en la noria, el intento de asesinato del pobre sordomudo por Danny, el blues de Mose... En realidad uno citaría cada escena de Danny y Gilly, cada escena de Gail Russell, que se gana con todo el derecho su lugar entre las mujeres inolvidables del cine de Borzage (con Janet Gaynor, Mary Duncan, Luise Rainer o Margaret Sullavan).

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