No es un secreto que tengo mala relación con el cine de Almodóvar. Desde Tacones lejanos (1991). Ya llovió. He visto todas sus películas excepto las dos últimas (creo que veré Julieta cualquier día). Alguna vez llegó a exasperarme hasta el punto de escribir, más que sobre, contra la película que acababa de ver, como casi nunca he hecho (y prefiero no volver a hacer). Quizá ninguna me fastidió tanto como La piel que habito (2011), sobre todo porque le metía mano a una joya que venero (él también), Los ojos sin rostro, de Georges Franju. (Me pasa algo parecido, tampoco es un secreto, con Woody Allen. Y, ay, me empieza a pasar con los Dardenne desde El silencio de Lorna.) El caso es que hace unos día volví a ver Todo sobre mi madre (1999).
Pero no, allí seguían en la pantalla, tal cual los recordaba. Y me gustó mucho. Al día siguiente volví a verla con Ángeles. Y nos gustó mucho.
Hay tantas hebras que me tiran, que me tocan, que me tientan en lo más íntimo: madres, padres e hijos; memoria, filiación e identidad; el cine y la escritura; el pasado que no pasa, y pesa; actrices que hacen de actrices... Hasta la dedicatoria: no tengo a Bette Davis en un altar, pero venero a Gena Rowlands y Romy Schneider...
Un viaje en el tiempo, declinado en presente y con centro de gravedad en el pasado, con vuelcos que rondan lo imposible pero que la mirada del cineasta vuelve, no ya imprescindibles, sino inevitables. Una película a corazón abierto pero con un respeto exquisito por las formas (se diría que el propio movimiento interno del filme se ve abrazado por la forma), pespuntada por elipsis que fluyen como respiraderos -que no aliviaderos- de la herida cardinal que sirve de cauce a la escritura fílmica de Todo sobre mi madre.
Para celebrar el reencuentro (¿el primer paso de una reconciliación?) y también por si no hay más, os traigo unas líneas de El mapa, un texto donde Almodóvar explica (o motiva) las razones que le movieron a colocar un Mapa Político de España sobre la cama de Leo y Paco en La flor de mi secreto. Entre otras, pero no menos importante: se quedó sin aquella foto escolar de todos los niños de su generación con la bola del mundo a un lado y detrás el mapa de España.
Cuenta (también) -en los primeros párrafos- la experiencia cardinal en los cines de su infancia:
Nací en una mala época para España, pero muy buena para el cine. Me refiero a los años cincuenta. Tenía muy pocos años cuando pisé por primera vez un cine de pueblo. Se parecía al que sale en alguna secuencia de El espíritu de la colmena, si es que mi memoria no me traiciona y en la película de Erice salía un cine. Con el tiempo he comprobado que el recuerdo que conservo de las películas que me impactaron no suele coincidir con la película original, sino con lo que su visión me provocó.
A aquel primer cine de pueblo, además de la silla, también llevaba conmigo una lata de picón para combatir el frío durante la proyección. Con los años el calor de este improvisado brasero se ha convertido en el paradigma de lo que el cine significaba para mí en esa época.
A los once años, en Extremadura, había un cine en la misma calle del colegio donde estudiaba. En el colegio de los curas intentaban formar mi espíritu, deformándolo con religiosa tenacidad. Afortunadamente, un poco más arriba, en la misma calle, engullido en la butaca del cine, yo me reconciliaba con el mundo, con mi mundo. Un mundo dominado por emociones perversas, del que yo estaba seguro formaba parte. Muy pronto, a los once o doce años, me vi obligado a elegir, y lo hice con esa contundencia propia de la inexperiencia.
Si por ver Johnny Guitar, Picnic, Esplendor en la hierba o La gata sobre el tejado de zinc yo merecía el infierno, no tenía otra alternativa que aceptar semejante castigo. No sabía lo que eran los genes, pero, sin duda, en mi código genético yo llevaba marcado al rojo vivo, como si fuera una res, el estigma del cinéfilo provinciano. No podía evitar ser más sensible a la voz de Tennessee Williams surgiendo de los labios de Liz Taylor, Paul Newman o Marlon Brando, que al susurro pastoso y baboso de mi Director Espiritual.
Para mí no había duda ni color. La llamada de la luz, proyectada en mis ojos como reflejo de la pantalla de cine, era mucho más fuerte que cualquier otra llamada.