El pasado 24 de mayo, en la gala de clausura del festival de Cannes y seis días antes de cumplir 87 años, Agnés Varda recibía de manos de su amiga Jane Birkin la Palma de Oro honorífica.
Nos alegramos como si fuera de la familia. Jane Birkin habló de la valiente filmografía de Agnès Varda, una cineasta combatiente, más fuerte que todos nosotros.
Hace unos años nos alegró también (y celebré aquí, cuando esta escuela apenas llevaba tres meses abierta) que una película suya como Los espigadores y la espigadora cosechara también el favor (y hasta el fervor) del público. Le sucedió pocas veces a Agnès Varda. Quizá sólo en 1985, el año de Sin techo ni ley. Volvimos a verla para celebrar la Palma de Oro que honraba una vida (van más de cincuenta años desde su primera película) al acaso del cine.
Quizá tenga razón Pavese cuando escribe en El oficio de vivir que no vemos nunca una cosa la primera vez, sino siempre la segunda, cuando se relaciona con otra. Se ve más Sin techo ni ley cuanto más cine ha visto uno.
Ese (traduzco) cinescrito que podemos leer en el último de los créditos iniciales cifra el método de trabajo (la poética, podríamos decir) de la cineasta. En una entrevista con Luciana Fina (publicada en el catálogo que la Cinemateca Portuguesa dedicó a la cineasta), Varda habla de la cinescritura como una estrategia para anular la separación entre el guión y la película (localizaciones, casting, rodaje, montaje), entre esas fases a menudo tan acotadas (preproducción, producción, postproducción) de la industria cinematográfica. Para ella, la cinescritura...
es una especie de escritura directamente cinematográfica, que se practica desde las localizaciones hasta el montaje, con un guión que se escribe durante la película.
Pienso que la creación, aunque haya una preparación, radica en el momento mismo de la selección de los escenarios y los actores; en el impulso, en el esfuerzo, en la energía, en el tiempo que hace hoy... Hace sol, y no voy a dirigir a los actores como en un día gris. Y aun los diálogos los escribo siempre la misma mañana, a las cinco o las seis de la mañana, pensando en el humor de los actores y en todo lo demás...
Es necesario abandonarse al proyecto, trabajar con el acaso, y para trabajar con el acaso hay que mostrarse muy disponible.
Sandrine Bonnaire, Agnès Varda (con la cámara),
Patrick Blossier (el director de fotografía)
y, si no me equivoco, Jacques Demy (marido de la cineasta),
de visita, en el rodaje de Sin techo ni ley.
Fue a refugios de vagabundos y entonces aprendió cuán sucios estaban, y la mugre se convirtió en un motivo de la película. Para hablar con ellos tenía que cruzar la frontera del hedor. Y llegaron también otros motivos: la soledad, morir de frío. Al final, se topó con una vagabunda que inspira el personaje de Mona, encarnado por Sandrine Bonnaire (en uno de sus primeros papeles, tenía 17 años; había rodado su primer largo, el memorable À nos amours, con Pialat, a los quince).
Sandrine Bonnaire (con la cámara) y tras ella Agnès Varda
durante el rodaje de Sin techo ni ley.
La vagabunda se quedó seis semanas con el equipo y asesoró a la actriz (cobrando por el trabajo), y hasta aparece en una escena en la estación de tren cerca del final de la película. (Luego desapareció otra vez, contó Varda). Y a propósito de Mona:
Ya tenía el invierno, la mugre, la vagabunda y la muerte por congelamiento. Se convirtió más precisamente en una mujer joven, una que no desea establecer vínculos, recibir ayuda o decir gracias. Ella no tiene nada que ver con los hijos de las flores de los hippies; ella es parte de una nueva camada de jóvenes mujeres sin techo. Es alguien que está harta de todo, quien dice “déjenme en paz” y finalmente es dejada en paz. Su negativa me asombra, me inquieta, me intriga.
Actriz y directora en el rodaje.
Quise ocuparme del tema tal como es. Te tropiezas con ella, no sabes nada de Mona y sólo puedes contar con quién es, qué es, ahora. Como escritora elijo olvidar que soy escritora y reconocer que no la conozco ni la entiendo totalmente. Inventé un personaje que me elude. [En los créditos iniciales, Varda le dedica Sin techo ni ley a la escritora Natalie Sarraute]
De ahí la belleza en esos travellings -uno de los principios rectores en la composición del filme-, que a menudo dejan atrás a Mona para detenerse en un objeto o un lugar que remiten a veces al abandono y otras al destino de Mona, o que arrancan sin ella y a los que la chica debe incorporarse; la belleza en esos cortes entre planos portadores de elipsis, en las metonimias de esos pillow shots.
(A hilo de ese objetivismo nouveau roman -al que rinde tributo Varda en la figura de Natalie Sarraute-, cabe apuntar un principio de la escritura de guiones mil veces proclamado y otras tantas vulnerado: un personaje es como ese tipo inexpresivo que aparece en un pueblo perdido del Oeste, no sabemos nada de él, lo descubriremos en el curso de la película; luego -por prescripción de los productores- nos pasamos el principio por el forro a base de explicaciones sobre el pasado que justifiquen su conducta, no vaya a ser que el espectador se quede con ganas de saber, o no entienda, o no imagine, y sí, la verdad, los espectadores están muy mal acostumbrados... No es el caso de Sin techo ni ley.)
Mona figura un cuerpo extraño que en su vagabundeo provoca reacciones físico-químicas, desde el rechazo sensorial (huele mal, da asco) hasta la epifanía, ese efecto -diríase que angélico- que despierta en la profesora Landier (Macha Méril), como sólo los mitos pueden generar -cabría añadir-, de hecho Mona se nos aparece saliendo del mar (nace del mar) y, como -justo en la escena anterior- presenciamos el levantamiento de su cadáver, su aparición suena a resurrección.
Agnès Varda parece contarnos un cuento, la historia de un personaje de leyenda, proyectando a aquella nadie en el territorio del mito. (Sobra decir que en esa imagen de Mona saliendo del mar resuena la Venus de Botticelli.) Escuchamos la voz de la cineasta en el filme:
Como nadie reclamó el cuerpo, fue a parar a una fosa común. Esa muerta de muerte natural no dejaba huellas. Me pregunto quién la recuerda de pequeña. Los que la habían conocido al final, sí que se acordaban. Gracias a ellos puedo contar las últimas semanas de su último invierno. Les había impresionado. Hablaban de ella sin saber que había muerto. No quise decirles nada. Ni que se llamaba Mona Bergeron. Yo misma sé muy poco de ella. Aunque me parece que venía del mar.
Así que, al final, cuando deviene materia devuelta a la tierra, su cuerpo cobra visos minerales de estatua yacente, como aquella que Mona acariciaba en el jardín umbrío de la mansión abandonada que le sirvió de refugio por unos días.
No llamé nadie a Mona unas líneas más arriba al azar. Hay dos grandes historias que alientan en Sin techo ni ley. Mona no sigue en su deambular el trayecto lineal, carretera adelante, característico de una road movie, sino que parece dar vueltas sin rumbo -sin un centro claro-; a la deriva -al acaso-, otro principio rector en la composición del filme.
Esa idea de deriva la encontramos también en la Odisea, y aun el Ulises: el Ulises de Homero da vueltas en torno a Ítaca (pareciera que busca aprovisionarse de relatos antes de volver a casa), como el de Joyce deambula sin rumbo por Dublín. Como Mona. Ulises por no llegar aún a Itaca; Mona por no llegar a ningún lugar. La otra gran historia que late en la película de Varda es Ciudadano Kane. Como en el filme de Welles, Sin techo ni ley se arma en torno a los testimonios de aquellos que conocieron a Mona. Pero si allí el tema era Kane, aquí no es tanto el tema de Mona.
Ella [Mona] tiene carácter. Sabe lo que quiere. Cásate con el hombre equivocado y estás atrapada de por vida. Me gustó esa hippie.
O la profesora Landier, que primero debe acostumbrarse al mal olor de la chica para experimentar más tarde una cierta empatía y luego la culpa por haberse desentendido e ella, y descubrir finalmente que Mona cifra una suerte de imagen de algo definitivamente perdido.
O Yolande (Yolande Moreau) que no puede quitarse de la cabeza la imagen de Mona y David (Patrick Lepcynski) abrazados en un camastro de la vieja mansión, que evoca en ella un icono del amor verdadero, encarnación de su fantasía de amor.
Varda describió Sin techo ni ley como...
un juego de espejos o un puzzle en el que otros traen sus piezas. Finalmente, lo que me encanta es que faltan un montón de piezas [aquí la cineasta sonríe]. En éste juego de espejos, aprendemos más acerca de las personas que reaccionan ante ella que acerca de Mona. En vez de un retrato imposible de Mona, hago un retrato de la campiña francesa actual —granjeros, mecánicos, profesores de matemática, marroquíes.
En la búsqueda de aquello que hace única a Mona, te acercas a muchos personajes: pienso en esas pequeñas figuras de los paisajes antiguos. Éstos, adviertes después, son los documentos de una sociedad. Por ejemplo los bosquejos de todos los comerciantes del siglo XVIII no fueron hechos por historiadores ni sociólogos sino por artistas que hacían de testigos naturales de su tiempo.
Con todo, Mona no es la imagen de la libertad, sino más bien de la rebelión sin una causa. La película no trata de que nos identifiquemos con ella: no es un personaje simpático, sino más bien un cardo; casi siempre desabrida, descarada, destemplada, aunque puede ser cálida y tierna como en la cena con el tunecino (Yahiaoui Assouna), uno de esos inmigrantes que la cineasta se encontró durante las localizaciones y con el que Mona trabaja podando viñas y convive unos días.
O convertirse en una imprevista cómplice y confidente de la tía Lydie (Marthe Jarnias), la anciana propietaria de la mansión abandonada a la que cuida Yolande.
La película sólo nos propone acompañarla. Como en Cléo de 5 a 7 o en Los espigadores... también aquí conjuga Varda la idea del peregrinaje, y amojona el camino con momentos -estaciones- que, en el curso del tiempo, nos despiertan preguntas: ¿qué haríamos si nos topáramos con alguien como Mona? ¿Y qué contaríamos de ella después?
¿La llevaría en su coche? Es linda, apesta y no da las gracias.
Es Mona.
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