Pero hoy es otra fascinante película del maestro de las sombras la que nos cita en la escuela con sus lecciones de tinieblas.
Berlin Express (1948) fue la primera película americana filmada en las ruinas de Frankfurt y Berlín tras la 2ª guerra mundial.
Los escenarios cobran visos de pasajes espectrales donde los personajes, por así decir, van perdiendo su encarnadura para convertirse en fantasmas de alguna pesadilla.
Donde lo visible aflora con su embozo de sombra y hasta el día se presenta con el ajuar de la noche.
Con todas las ganas que tenía de ver Berlín Express, unas cuantas páginas de Raymond Bellour en El cuerpo del cine, ese libro tan frondoso como iluminador y estimulante, me pusieron los dientes largos. Y cuando le puse los ojos encima, la anticipación no supuso merma alguna; en el curso de la película, Tourneur ya me había arrebatado como para olvidar los fulgores de aquel ensayo. En pocas películas se ha mostrado la identidad formal entre el tren y el cine, o mejor, como señala Bellour, entre la máquina-tren y la máquina-cine como en dos secuencias memorables de Berlin Express, que riman y tensan el arco del relato con la forma misma de esa identidad cine-tren.
La primera escena acontece a los ocho minutos y medio -más o menos-, en la estación del Este en París (sigo en lo esencial el hilo de la descripción de Bellour en El cuerpo del cine, ): un travelling lateral -de izquierda a derecha y en ligero contrapicado- desde el exterior del tren a lo largo de siete compartimentos de un mismo vagón que van siendo ocupados por los personajes principales, un movimiento puntuado con sucesivas paradas frente a las ventanillas mientras una voz over los va presentando.
Cada encuadre sucesivo en esas paradas (en el travelling) delimita una parte central acristalada bordeada de negro, una forma idéntica a la de una cinta de celuloide, una sucesión de fotogramas arrastrados durante la proyección por la máquina-cine, una idea que destila con buen ojo el cartel de la película: la potencia del efecto -apunta Bellour- se debe a la inversión que presenta ese movimiento de cámara sobre un tren parado con relación a tantos y tantos planos de trenes en movimiento que más o menos simulan por medio de numerosos rasgos los efectos de una proyección.
Fotograma de Pickup on South Street (1953) de Fuller.
Fotograma de El silencio (1963) de Bergman.
O más sencillamente, a la pujanza de una imagen del cine fijada desde sus orígenes. En el principio del cine fue el tren.
Entonces viene lo bueno: suena un silbato y el otro tren empieza a moverse.
Entonces acontece una nueva vuelta de tuerca en la visibilidad de la secuencia, dilatando el suspense y agravando la urgencia: cuando Lindley se despide de Lucianne y se dirige a la puerta del compartimento, ella se vuelve de espaldas a la ventanilla impidiendo que nosotros -pero también Lindley)- veamos el reflejo intermitente en las del otro tren.
Hasta el momento en que Lindley advierte el reflejo.
No está muy seguro de haber visto lo que le ha sorprendido y se inclina para ver mejor, con Lucienne.
Y se convierten -en nuestra compañía-, en otros espectadores alucinados: capturados -al fin, como nosotros- por la película que se proyecta -como fotogramas sucesivos de una cinta de celuloide- en las ventanillas del otro tren.
Un tren hecho cine. Un cine hecho tren. Tren- cine. Cine-tren. El tren del cine (y viceversa).
No importa en qué género se mueva, si se trata de comedia, melodrama o western, el caso es que Jacques Tourneur siempre se sale con la suya: cada nueva visión de películas como Una pistola al amanecer, Niebla en el alma, El hombre leopardo o La comedia de los errores es una satisfacción plena al comprobar cómo la inteligencia, la sensibilidad y una capacidad de trabajo asombrosa se aliaron en una sola persona. Stars in my crown es, por citar un último ejemplo, una obra de arte que puede perfectamente pasar desapercibida por su humildad, su forma elegante de ir a la esencia de las cosas y por tratar de los seres humanos como pocos veces se ha visto en una pantalla.
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