24/10/14

El último espectador


No imagino la vida sin el cine. Casi no pasa un día sin que veamos una película... Hace casi un año que no vamos al cine. Acabo de escribir esta frase y me suena casi inverosímil.

Fotografía de Ed Ruscha.

A principios de (este) siglo, algo así sólo (me) sería concebible en caso de catástrofe. Y quizá la catástrofe ha acontecido, pero como tantos otros fenómenos de nuestro tiempo, de forma borrosa o como si no hubiera sucedido. Claro que leyendo La muerte del cine de Paolo Cherchi Usai, el eminente conservador y restaurador del patrimonio cinematográfico (y autor de un estudio sobre Griffith en 12 volúmenes), salta a la vista que la catástrofe empezó con la aurora misma de aquel invento de los Lumière. El primer capítulo del libro de Cherchi Usai (publicado hace casi diez años) representa todo un aviso para navegantes: El cine es el arte de la destrucción de la imagen en movimiento. Alguna vez quedó dicho aquí un dato elocuente que nos recuerda Cherchi Usai: no menos del 80% de las películas producidas en la época muda se ha perdido. Ésa es (también) la historia del cine. De las 85 películas rodadas por un gigante del cine como Mizoguchi se conservan 35; de las mudas, apenas 5 de más de 50, si no recuerdo mal. Pero es que sólo hace sesenta años se cometieron estragos criminales en materiales filmados por quien era ya considerado un artista del siglo XX. A modo de prueba de cargo, véase la imagen y léase el pie:

Fotografía (de la fotografía) de la página 66 
del libro de Cherchi Usai.
En febrero de 1954, los estudios Chaplin, en La Brea Boulevard, en Hollywood, fueron entregados a sus nuevos propietarios, que planeaban adaptarlos a la producción para televisión. El fiel Rollie Totheroh [el inseparable director de fotografía de Chaplin] había enviado numerosos negativos y positivos a Suiza [donde vivía el cineasta], pero todavía quedaban muchos. Los nuevos propietarios tiraron lo que había en la nave de almacenaje, donde se guardaban,entre otras muchas cosas, los gigantescos engranajes de madera de Modern Times (1936), y vaciaron las bodegas para películas, donde se almacenaban las tomas de exteriores de cerca de cuarenta años. Una parte del material, salvada por Raymond Rohauer, fue utilizada por Kevin Brownlow y David Gill en su documental Unknown Chaplin (1983); otra parte no se salvó. Al fondo la casa que Chaplin construyó para su hermano Sidney. Actualmente hay ahí un almacén de comestibles. (Fotografía de la Colección Scott Eyman.)
Chaplin y Paulette Goddard 
en el rodaje de Tiempos modernos.

En las últimas páginas, Cherchi Usai imagina el final del cine, el último espectador:
Llegará el día (antes de lo que pensamos) en que ya no se fabricará película de 35 mm. porque Hollywood ya no la necesitará, y nadie podrá hacer nada para evitarlo. ¿Qué empresa querrá mantener unas instalaciones complejas y costosas para un puñado de instituciones cuya demanda de material cinematográfico a efectos de archivo no cubrirá ni siquiera el coste de producción? Incapaces de preservar el cine por medio del cine, los archivos (sin duda después de algún gesto patético como, por ejemplo, proponer que se fabrique película para que sólo ellos la utilicen) tendrán que enfrentarse a la realidad y buscar alternativas. La proyección de una película se convertirá en un acontecimiento especial, luego en una rareza, y por último en un hecho excepcional. Finalmente no se proyectará nada de nada, ya porque todas las copias supervivientes estarán gastadas hasta el borde del colapso o descompuestas, ya porque alguien decidirá dejar de exhibirlas con el objetivo, de cara al futuro, de duplicar en otros formatos los pocos positivos todavía existentes. Habrá una última exhibición a la que asistirá un último público, o quizá un espectador solitario. Y después se hablará y se escribirá sobre el cine como si fuese una alucinación remota, un sueño que duró un siglo o dos. A las generaciones futuras (para las cuales lo digital será de todas todas el único modo natural de conocer las imágenes en movimiento) les costará entender por qué tanta gente dedicó su vida al esfuerzo por reavivar ese sueño arcaico, esa lengua muerta. 
No habrá nadie para condolerse. Ninguna ceremonia de duelo. La pesadilla de Jean-Pierre Léaud en La maman et la putain de Jean Eustache -un mundo donde los jóvenes no saben qué era eso del cine- será entonces tan real como la vida misma. Como si el cine no hubiera sucedido.

Cine de barrio. 
Barcelona, 1955 (el año que nací). 

Quizá sólo imágenes como esta fotografía de Pepe Sender puedan dar cuenta entonces de la gracia perdida. Y documentar que eso del cine no era un cuento chino. Y que valía la pena tanta porfía por preservar ese sueño arcaico. Hasta el último espectador.

19/10/14

El cine de los regalos fugaces


El mes pasado encontré en Tui una carpeta con fotocopias del catálogo dedicado a Godard por la Cinemateca Portuguesa en 1985, en concreto de un texto de Richard Roud titulado A crença no real (la creencia, o mejor, la fe en lo real): el texto del capítulo 4 de su libro Godard, publicado en 1967, que llevaba por título Realidad y Abstracción. Las fotocopias de ese texto y del programa de proyecciones -entre mayo y julio de 1985- con la filmografía anotada es todo lo que tengo de aquel catálogo, que tanto busqué y nunca encontré.


No recuerdo cuándo hice esas fotocopias, debió ser a principios de los 90 -quizá gracias a Carlos Oro (de vez en cuando aparecía con regalos así)-, y probablemente sólo son fotocopias de fotocopias -no tengo memoria de haber tenido el catálogo en las manos (no lo habría olvidado, estoy convencido)-, y ya las había dado por perdidas. Con esas páginas recuperadas vuelvo a ver Vivre sa vie (1962) -un filme dedicado a la serie B-, quizá la primera de las grandes películas de Godard; de esas películas suyas que son todo un cine: paisaje y retrato, documento y poema, ensayo y carta de amor. Una obra maestra iluminada por el gran Raoul Coutard. Cada día más bella. Cada vez que le ponemos los ojos encima.


En los sesenta Godard apuntó más de una vez aquello de que la imagen debe ser bella no por ser bella en (por) sí misma, sino por participar en lo que él llamaba el esplendor de la verdad. Ese esplendor que desprenden los filmes Bergman de Rossellini y que representaron la inspiración primordial de Godard en los años Karina.


Godard -en palabras de Richard Roud- está interesado en capturar el tiempo, el momento fugaz preservado en el ámbar, para toda la eternidad. Godard cree que para eso se inventó el cine. Dicho de otra forma: la captura del presente como función cardinal del cine. Para Roud, lo más importante de los filmes de Godard -recordemos, publica su libro sobre el cineasta en 1986- se cifra en la forma en que -valga (y vale) la redundancia- transforma el día a día del rodaje -el curso del tiempo- en una creación artística a través del poder de la abstracción.


En la encrucijada de la abstracción y la vida -en esa contradicción momentáneamente resuelta- deviene el crisol de la belleza de su cine.
Pues Godard está tan interesado en la abstracción -tanto visual como auditiva- como lo está en la mera aprehensión del momento (...) y son las tensiones creadas entre las exigencias de la realidad y las exigencias de la abstracción quienes originaron sus mejores filmes.

La profesión de fe en la vida (mejor que en lo real) le lleva a Godard a rodar con sonido directo los diálogos y los ruidos de Vivre sa vie, más aún, diálogos y ruidos grabados en la misma cinta, de tal forma que impedía cualquier montaje de sonido; en la postproducción sólo se le añadió la música.


En algunas escenas la mezcla de sonido se realizó en vivo, durante el rodaje, usando varios micrófonos para la grabación, pero en la primera escena del café (con el tiro de cámara en la nuca de Nana/Anna Karina) se empleó un solo micrófono para capturar tanto el diálogo como el ruido -la atmósfera- del local. De igual forma las músicas de las jukebox que suenan en el filme fueron grabadas en vivo, en un café o en una sala de billar.


Suzanne Schiffman, la script habitual de Godard en los sesenta, cuenta una anécdota reveladora de esa profesión de fe en la vida (que refleja su forma de entender el cine) durante el rodaje de Une femme mariée:
Godard siempre quiere conservar lo más posible de aquello que está filmando y, si surgen ruidos inesperados, los conserva. A menos que, evidentemente, lo inesperado provenga del equipo de rodaje y no del sonido de "la vida": el ruido de la cámara durante un travelling, por ejemplo. En Une femme mariée había un largo travelling en el aeropuerto de Orly, y se oía el desplazamiento de la cámara sobre los raíles. Toda la gente [del equipo] dijo: mejor, déjalo estar, total hay tantos ruidos extraños en los aeropuertos que nadie se va a dar cuenta, pensarán que es cualquier cosa [menos el travelling dichoso]. Pero nada de eso, Godard insistió en filmar el travelling otra vez.
Siempre me gustó algo que Godard dijo (pensó entre imágenes) por entonces:
Hay apenas un momento en que las cosas dejan de ser un mero espectáculo, un momento en que el hombre está perdido, y muestra que está perdido.
 Anna Karina y Godard en el rodaje de Vivre sa vie.

En una entrevista con Anna Karina publicada en el número de Cahiers dedicado a Godard en febrero de 1995, la musa del cineasta en los sesenta declaraba:
Aunque se equivoque, él siempre filma con el corazón.   
La profesión de fe de Godard en la vida (que procura capturar en forma de cine) le deparaba cachitos de cielo. En la escena de Vivre sa vie donde Nana se prostituye por primera vez el ruido inesperado de un camión (fuera de campo) afluye -que ni a propósito- en un crescendo dramático. Y Jean Collet, que siguió el rodaje de Vivre sa vie y escribió sobre su registro sonoro (en la Revue du Son), cuenta cómo en el rodaje de la escena final, justo en el momento de la muerte de Nana, en el silencio de las calles desiertas, suena inesperadamente la campana de un hospital cercano.


Como si de una ofrenda de la vida al cine de Godard se tratara.


La belleza de los regalos fugaces.

12/10/14

La infancia, un invierno


Llevaba unos cuantos años detrás de las películas de Bill Douglas. Al fin conseguí ver la trilogía (autobiográfica) que componen los 45' de  My Childhood (1972), los 52' de My Ain Folk (1973) y los 72' de My Way Home (1978).

Fotograma de My Way Home.

Casi tres horas que pueden -casi deben- verse como una única película. Más aun, Bill Douglas veía su trilogía como una única secuencia que emanaba de un mismo arrebato emocional que destilaba un conjuro de la infancia. Un arrebato encarnado en el personaje de Jamie (en la piel de Stephen Archibald), desde los 12 años en My Childhood hasta los 18 en la última parte de My Way Home, un alter ego del cineasta (como lo fue Antoine Doinel/Jean-Pierre Léaud para Truffaut).

Jamie/Stephen Archibald en My Ain Folk.

Estuvimos a punto de ver la trilogía de Bill Douglas en el IndieLisboa de 2010, pero no pudimos viajar en esas fechas. Hace un año o así, con ocasión de la exposición de fotografías de Chris Killip (que tanto me gustan) en el Reina Sofía, Javier H. Estrada evocó resonancias con las imágenes del cineasta escocés.

Una fotografía de Chris Killip.
Abajo, un fotograma de My Ain Folk de Bill Douglas.

Un fotograma de My Ain Folk.
Debajo, una fotografía de Chris Killip.

Y estos días  Boyhood (2014), la última película recién estrenada de Richard Linklater (qué ganas de ponerle los ojos encima), me la había vuelto a recordar. Años estos en los que el hilo de la memoria de Bill Douglas, que murió en 1991 a los 57 años y sólo pudo rodar otra película -Comrades (1986), su único filme en color, que tengo pendiente- se tensaba cada tanto para recordarme ver su cine.

Fotograma de My Childhood.

En el curso de la trilogía de Bill Douglas vienen a la memoria -cómo no van a venir- la de Apu -de Satyajit Ray- o la de la infancia de Gorki -de Mark Donskoi-. Y el cine de Dovjenko. Por lo visto, Bresson y Buñuel eran sus cineastas de cabecera. Y adoraba el cine mudo. Y se nota. Leí que el cineasta escocés no rodaba tomas de cobertura, cada plano era el plano: esencial, radical, final. Y en cada plano se nota -resucita, se podría decir- el cine mudo. Cada toma respira con una rara intensidad, con plenitud, con entereza. Un caudal de resonancias que despiertan ecos en los adentros. La trilogía de Bill Douglas es cine sonoro, y aun exquisito cine sonoro, tan exquisito que cobija el silencio con todo miramiento. Un relato elíptico que renunciando a las conexiones causales (las de la dramaturgia al uso) prefiere los hilvanes poéticos (como en El espíritu de la colmena).

Fotograma de My Ain Folk.

Tratándose de un cineasta que no encontró su sitio en la industria del cine británico -un verdadero outsider-, es obligado señalar el apoyo del BFI (British Film Institute) y, más concretamente, de su director en los años setenta, Mamoun Hassan, el fervoroso valedor de Bill Douglas, sin el que -muy probablemente- la trilogía que celebramos aquí hoy no hubiera llegado a las pantallas. Entre los proyectos a considerar con los que Hassan se encontró había un guión titulado Jamie :
Jamás había leído algo así. No había ninguna descripción de hechos que pudieran ser filmados, en cambio, había una serie de imágenes y sonidos que, con sencillez y concisión, transmitían sentimientos. Era narración visual. Era cine.
Aquel guión se convertirá en la matriz de My Childhood. Cobijaba el invierno de la infancia del cineasta.

Fotograma de My Childhood.

Tiene razón Mamoun Hassan. Sencillez y concisión. Y un mirar en el curso del tiempo. No hay una historia. Sólo cine. Sólo poesía. Creo que fue Linsey Hanley -en una reseña sobre la trilogía en New Statesman (en 2008)- quien contó que los guiones de Bill Douglas tenían pinta de textos en verso libre, y me recordó haber leído hace veinte años o más que los guiones de Carl Mayer (el guionista de El último o Amanecer de Murnau, nada menos) presentaba una forma parecida. La poesía del cine mudo.

Fotograma de My Childhood.

Acabo de escribir esto y, sin parecerme erróneo, quizá sería mejor decir: más que impresiones de cine mudo, la trilogía de Bill Douglas desprende vislumbres del cine de los orígenes, como si la memoria de la infancia sólo pudiera iluminarse con las luces y sombras del cine primordial, procurando con sus imágenes un amparo para la belleza de un cine perdido. Una memoria iluminada por un poeta.

Fotograma de My Ain Folk.

Un niño en el tiempo lleva por título la citada reseña de Linsey Hanley y cifra muy bien la trilogía de Bill Douglas. Puede verse como un exorcismo de la memoria de la infancia y -como apuntó José Enrique Monterde- sin que el bellísimo blanco y negro atenúe el desventurado itinerario.

Fotograma de My Ain Folk.

En My Way Home, la abuela paterna le regala a Jamie -y le dedica- un ejemplar de David Copperfield; el chaval lo lee en las escaleras de la casa de su infancia (donde vivió en My Childhood con su abuela materna), pero en una escena posterior acabará destrozando el libro, porque él -para su desgracia- no es David Copperfield: tal es su desventura.

Fotograma de My Ain Folk.

Bill Douglas citaba a menudo estas líneas de Chéjov:
Escribo sobre la memoria, no directamente sobre la vida. El tema debe pasar por el cedazo de la memoria y de esa forma sólo lo que es esencial ha de quedar en esa suerte de filtro.
La trilogía de Douglas es cine decantado en la memoria de su infancia.

Fotograma de My Way Home.

En Palace of Dreams: Making of a Filmaker, Bill Douglas escribió:
Desde que tengo memoria siempre me gustaron las películas. Cuando era niño pasaba tanto tiempo en el cine que si por mí fuera dormiría allí. Los cines fueron mi verdadero hogar. Era feliz cuando podía estar en uno. Fuera... Odiaba la realidad. 
(...) Ver la siguiente película, cómo conseguir entrar en el cine, era mi única preocupación. Nunca tenía dinero para la entrada. Aun así encontraba la manera. Podía entrar en el Pabellón o The Flea Pit, como lo llamábamos, por dos frascos de mermelada, lavados o sin lavar. [Asi consigue Jamie una entrada para el cine en My Ain Folk.] A veces, cuando no podía encontrar ningún frasco, tenía que colarme por una puerta lateral. El acecho, escuchando los sonidos del espectáculo mágico en el interior, a la espera del momento propicio, que duraba una eternidad, resultaba una agonía.
Viendo la trilogía -compartiendo la experiencia de Jamie- entendemos hasta qué punto podía odiar la realidad y hasta qué punto esos dos frascos de mermelada cifraban la única fuga posible, un bálsamo para los desgarros de la vida (esa realidad) y casi el único consuelo y, entonces sí, las benditas lágrimas.


Las que vemos llorar en el cine a Tommy (Hughie Restorick), el primo (pero como si fuera un hermano) de Jamie, al comienzo de My Ain Folk.

Fotograma de My Childhood
Tommy y Jamie con la abuela materna. 

Bill Douglas encontró a sus Jamie y Tommy en una parada de bus en Newcraighall, un suburbio minero de Edimburgo, cuando se le acercaron dos chavales -Stephen Archibald y Hughie Restorick- a pedirle un cigarrillo. Cuando Bill Douglas preparaba la producción de Comrades quiso contar una vez más con su alter ego -su Jamie-, pero Stephen Archibald estaba en la cárcel y moriría once años después por una sobredosis. Hughie Restorick se suicidó en 1990.

Fotograma de My Way Home.

En la última media hora de My Way Home asistimos al encuentro crucial de Jamie con Robert (Joseph Blatchley) durante el servicio militar en Egipto. Bill Douglas filma en el tramo final del último acto de su trilogía la memoria del origen de su amistad con Peter Jewell. Juntos y durante décadas llegarán a atesorar la mayor colección del mundo de linternas mágicas -unas 250- y cuantos objetos relacionados con el cine pudieron encontrar, una colección conservada en el Centro para la Historia del Cine y la Cultura Popular de la Universidad de Exeter. 

Bill Douglas en el rodaje de Comrades.

Bill Douglas trasfigura en Comrades el universo de las proyecciones pre-cinematográficas en un recurso expresivo y rinde tributo a la figura del linternista, el precursor de los cines ambulantes y de nuestros proyeccionistas (operadores de cabina o, como le decían en muchos pueblos de Galicia, maquinistas). 


En la taquilla de Jamie -en el cuartel- vemos imágenes de Marilyn; en la pared, junto a la cama, Robert tiene retratos de escritores -Ezra Pound, por ejemplo- y de un cineasta como Dovjenko, y la mesilla atestada de libros, y lo vemos leer mientras Jamie no sabe qué hacer. Hasta que un día Jamie le pide un libro prestado; Robert, sírvete; y se lleva uno de Kafka. Al final de la trilogía, Jamie se ha convertido en un lector (lo vemos siempre con un libro) y hasta sonríe (aunque sea porque Robert se lo pide cuando lo retrata con pinta de Lawrence de Arabia)... Y en un momento tan fugaz como hermoso lo vemos apoyar la cabeza en el hombro de Robert contemplando los mosaicos de una mezquita... A la puerta de un cine un cartel de Niágara. Cuando vuelva, dice Jamie, quiero ser artista, y sobre el cartel de Niágara escuchamos: Puede que hasta director de cine.

Fotograma de My Way Home.

La trilogía se cierra con árboles en flor. Árboles que habíamos visto desnudos, ateridos de frío, en lo más crudo del invierno de aquella infancia de Jamie.

Fotograma de My Ain Folk.

Casi resulta una obviedad definir a Bill Douglas como un cineasta singular dentro del cine británico. Por mucho que uno busque correspondencias su obra apenas se puede emparentar quizá con la de Humphrey Jennings (con el que tanto se empapó de cine Malcolm Lowry), cuyos documentales para la GPO, la unidad creada por John Grierson durante la 2ª guerra mundial, se desprenden con suma facilidad del aquel propagandístico -del momento- y, en el curso del tiempo, aflora el aliento poético que mantiene sus películas más vivas que nunca.

Fotograma de My Ain Folk.

Erice habló más de una vez del cine -de su cine- como una encrucijada de la memoria y el sueño. La trilogía de Bill Douglas transita ese ámbito cardinal.

Fotograma de My Childhood.

Una trilogía que merece figurar entre lo mejor que nos ha dado el cine sobre la infancia. La he vuelto a ver hace unas horas. Esta vez con Ángeles. Un cine que nos ve. Ese cine donde la cámara es la pantalla, como escribe -inscribe- Godard en sus Histoire(s) du cinéma. Cine que encandila la memoria y vuelve -volverá- para abrigarnos en la intemperie de cualquier invierno: ¿Recuerdas cuando vimos la trilogía de la infancia de Bill Douglas..? ¿Qué vio en nosotros? ¿Qué (nos) vio?

9/10/14

Las calles oscuras de la memoria (de Modiano)


Me gusta mucho Modiano. Dora Bruder, En el café de la juventud perdida, Reducción de condena, Un pedigrí, Calle de las tiendas oscuras... Cito sus libros por el orden que los leí, desde hace unos cuatro o cinco años. Digamos que fue un descubrimiento tardío. Pero feliz. El Nobel no lo hace más grande, quizá así le encuentren nuevos lectores (estupendo), pero como el año pasado con Alice Munro nos alegra que premien a uno de los nuestros.

Patrick Modiano, en un retrato de  Daniel Mordzinski.

Modiano escribe con pluma porque...
El hecho de escribir es ya algo tan abstracto que tengo la necesidad de un objeto sólido que me ancle a la materia, si no todo es muy virtual.
Y escribe como un detective -o como un arqueólogo en las ruinas- de la memoria:
[Mi obra] son trocitos. Como en la memoria, las cosas vienen a golpes, de repente, desordenadamente. 
Cada novela deviene una tentativa de encontrar -y rescatar- hebras del pasado, apenas unos hilvanes con las que tejer un texto en el telar -tan frágil, tan incierto- de la memoria. En Calle de las tiendas oscuras leemos:
Estaba obsesionado con el hecho de que a menudo, de nuestras vidas, sólo quedan algunas briznas: unas pocas fotos, alguna agenda, los testigos desaparecen, y los que quedan dan falsas indicaciones, sus recuerdos no son exactos.
Y en Dora Bruder:
Es terrible ver cómo todo se pierde.
Pero quizá sea la naturaleza efímera, borrosa, de la memoria el estímulo que necesita Modiano para lanzarse a la ventura:
Para que me vengan las ganas de escribir algo, tengo la necesidad de que las cosas resulten enigmáticas.
En esa frontera entre la memoria y el sueño aflora el señuelo de una búsqueda, el aguijón de la pesquisa, al fin y al cabo...
La novela negra es onírica.
Lo onírico y lo memorioso en la obra de Modiano representan un logro de la claridad a través de la economía expresiva:
Una frase corta, algo lineal, es el único modo, para mí, de captar lo onírico, porque para dar esa impresión de un sueño interrumpido, en el que entra alguien por sorpresa, necesito frases muy concretas, al igual que en algunos cuadros surrealistas, como los de Magritte, todo es muy preciso pero la impresión global es de sueño. Eso son mis frases cortas...
Modiano se adentra en las calles oscuras de la memoria como un detective, por eso sus novelas tienen un aire de novela negra, de polar francés. Un detective -un arqueólogo- con las horas contadas, en guerra contra la devastación del tiempo:
El paso del tiempo es una masacre, como un bombardeo. Desaparecen cafés y librerías, todo se convierte en tiendas de ropa de marca.
Desaparecen los cines. Modiano también escribe de vez cuando guiones, pongamos por caso el de Lacombe, Lucien (1974) con Louis Malle. Hace unos años encontré en youtube esta pieza de 1990:



Modiano recorre un supermercado donde antes había un cine, intentando rescatar entre sus anaqueles de mercancías los restos de su memoria cinéfila: Creo que aquí estaba la pantalla... Evocando las películas que lo conmovieron en aquel cine, Los cuatrocientos golpes de Truffaut...
Cuando veía los primeros filmes de Godard, tenía la impresión de que los veía ya en el pasado...
En las ruinas del tiempo.  

5/10/14

Caravana


Hace casi cuarenta años compramos nuestro primer tocadiscos. Y media docena de elepés; uno, de Django Reinhardt.


En La pirueta de Eduardo Halfon (un escritor guatemalteco de origen judío, que descubrimos con Monasterio hace poco y lo seguiremos en El boxeador polaco dentro de nada) leo esta vida breve del gran guitarrista:
Django Reinhardt nació en Bélgica, pero igual pudo haber nacido en cualquier otro país de la ruta en que transitaba su caravana de gitanos manouche. Su padre era músico y su madre una cantante. De niño, Django tuvo las siguientes destrezas: robar gallinas; encontrar y limpiar cartuchos de las balas de la primera guerra mundial que su madre luego transformaba y vendía como joyas y chinchines de latón; pescar truchas metiendo la mano en el río y haciéndoles cosquillitas hasta que éstas, aleladas y contentas, se dejaban simplemente atrapar; y por último, claro, la guitarra. A los doce años, con su familia viviendo en un campamento gitano justo a las afueras de París, Django tocaba ya la guitarra banjo en todos los bals musettes de la ciudad. A los dieciocho años, un fuego instigado accidentalmente por su esposa Bella le dejó la mano izquierda atrofiada, hecha casi un garfio, pero de alguna manera él cambió su técnica musical (usaría ya sólo dos dedos) y continuó tocando hasta convertirse en el guitarrista de jazz más grande del mundo. Pero siempre, en el fondo, un guitarrista gitano. Andrés Segovia lo escuchó tocar alguna vez y quedó tan impresionado que quiso ver la partitura, pero Django, riéndose, le dijo que no había, que era una simple improvisación. De Django dijo Jean Cocteau: Él vive como uno sueña vivir, en una caravana. Y aun cuando ya no era una caravana, de algún modo lo era.  Aunque su nombre legal era Jean Reinhardt, desde niño lo apodaron Django. Django en gitano quiere decir despierto o más bien yo despierto. Es un verbo en primera persona. Yo despierto. 
Django Reinhardt con su hijo y su madre 
en Le Bourget, a las afueras de París, en 1949.

Cuando era un chaval, los carros de los gitanos pasaban cada tanto por delante de casa con su zarabanda de cachivaches y el silencio de los perros amarrados por un cordel. Más de una vez escuché contar en la aldea historias de gitanos ladrones de niños. En cuanto divisaba en la carretera los carros de gitanos, me apostaba en la cuneta, viéndolos acercarse, creciendo el fragor de los cacharros, hasta llegar donde los esperaba. Y la caravana pasaba de largo, carretera adelante. Y los perdía de vista en el lungo drom (el largo camino). Hasta que los gitanos dejaron de pasar. Y dejé de esperarlos. Tardaron años en volver. Con Lorca. Y Cien años de soledad. Y las películas de Kusturica. Y ahí van estas Nubes del gran Django Reinhardt, en caravana, en busca de los gitanos en la infancia.