Estaba convencido de haber palabreado Criss Cross (1949), una obra maestra del cine negro titulada aquí El abrazo de la muerte. El título original remite a la(s) encrucijada(s) fatal(es) de la trama. El título elegido para su estreno en España alude a una imagen de la última escena de la película.
Pero, mira por dónde, compruebo que sólo la cité con algún fotograma y entre bellas negruras. Nada más. Y eso que recuerdo como si fuera ayer la impresión que me causó la primera vez, cuando la pasaron por televisión (¿en un ciclo de cine negro?). La vi una noche en casa de Félix, junto al río (house by the river, como en la película de Fritz Lang), tan primordial en mi educación cinéfila.
De vuelta a casa, casi (o sin casi) sonámbulo, con la mirada prendida aún en el abrazo de la muerte de Anna/Yvonne de Carlo y Steve/Burt Lancaster, esa pietà noir compuesta por Robert Siodmak e iluminada por Franz Planer, proyectándola una y otra vez en el cine de los adentros, con la luna rielando en el río, como rielaba en el mar junto a la casa de Palos Verdes, donde se consumaba el destino fatal de los protagonistas.
Por uno de esos blogs increíbles (que consulto de vez en cuando) me entero de la fecha de aquel pase por televisión: el 9 de septiembre de 1973. Aún no había cumplido los 18 años. A esas alturas ya había visto un par de películas de Siodmak: Una vida marcada (Cry of the City, 1948) y, en un ciclo dedicado a Ava Gardner, Forajidos, como se tituló aquí The Killers (1946).
No tardé mucho en ver A través del espejo (The Dark Mirror, 1946) con una soberbia Olivia de Havilland.
Pero aún tendría que esperar unos quince años para ponerle los ojos encima a The file on Thelma Jordon (1949) con la gran Barbara Stanwyck... En fin, no tiene nada de extraño que Siodmak fuera uno de mis maestros del noir.
El 21 de diciembre de 1947 murió Mark Hellinger. Tenía 44 años. Había producido títulos noir tan significativos como The Killers o sus dos últimos proyectos dirigidos por Jules Dassin, Brute Force (1947) y The Naked City (1947), de la que acababa de grabar el comentario off. En un cajón de su mesa deja un guión inacabado y un contrato para una película con Burt Lancaster y Robert Siodmak (actor y director de The Killers). Universal International asume el proyecto.
Hellinger adaptaba en ese guión una novela de Don Tracy, Criss Cross, publicada en 1934. El productor había investigado el asunto del transporte de dinero en furgones blindados, documentándose entre sus conocidos de los bajos fondos para resolver el atraco a un hipódromo, una idea que -sobra decir- nos trae a la memoria The Killing (1956), de Kubrick. A Hellinger no le debía gustar (o no le convencía) la escena del atraco en el patio de la fábrica (en la novela y en la película) adonde el furgón blindado lleva el dinero de las nóminas.
El caso es que una mañana de julio de 1948 William Goetz, jefe de producción de Universal International, llama a Robert Siodmak y le pone en las manos un montón de páginas mecanografiadas -la herencia de Hellinger-, otorgándole plenos poderes para hacer una película con Burt Lancaster, o sea, puede elegir a sus colaboradores; entre ellos, Franz Planer (el director de fotografía de Letter from an Unknown Woman, recién estrenada) y Miklós Rózsa (el músico de Moonfleet, sin ir más lejos).
Siodmak dirige una escena de Criss Cross
con Yvonne De Carlo y Burt Lancaster.
La actriz acababa de estrenar River Lady (1948), uno de esos westerns estimables (Tomahawk, Border River) que rodó con George Sherman, un cineasta poco menos que ninguneado pero con muy buen gusto, pongamos por caso, para los grandes planos generales.
Hervé Dumont en su libro sobre Siodmak dijo que la actriz conjuga (como Joan Bennett) la belleza sensual y un toque de vulgaridad, una aleación de lo más eficaz para deslumbrar a un personaje como el que encarna Lancaster, un tipo tan atlético como sentimental. (Criss Cross arranca la trilogía de los mejores papeles de Yvonne De Carlo, consumada en los años cincuenta con Passion, de Allan Dwan, y Band of Angels, de Raoul Walsh.)
Y desde luego hay que celebrar (también en River Lady) la presencia de Dan Duryea, espléndido siempre, como Slim Dundee, el tercer vértice del triángulo.
Tras unas semanas dándole vueltas a las páginas de Hellinger (un auténtico rompecabezas por lo visto), Siodmak reescribe el guión con Daniel Fuchs (según sus palabras, no llegó a leer el material de Hellinger, trabajó a partir de lo que le contó el director). Al parecer, también intervino en el guión William Bowers aunque sin acreditar (no sabemos en qué consistió su aportación).
El atraco (núcleo de la novela y motivo de desvelos para Hellinger) pierde relieve en beneficio de la trama de mentiras y traiciones en la que acaban entrampados Anna y Steve, a la que remiten títulos como el portugués, Dupla traição, o el italiano, Doppio gioco. Una de esas parejas tan noir bajo el paradigma "ni contigo ni sin ti".
La película empieza in media res, cerca del momento en que se pone en marcha el plan del atraco. Mientras Steve conduce el furgón blindado irrumpe la memoria y se despliega un flashback que cuenta cómo se vio enredado en esa trama. En ese sentido, Criss Cross representa una depuración estructural respecto al laberinto narrativo de The Killers con su puzzle de flashbacks. El viaje al pasado funciona como engranaje del destino que atrapa a Steve y Anna, como esa cámara que los captura en un aparcamiento, sorprendidos por las luces de un coche, al principio de la película.
En un raro rasgo de lucidez Steve atina a dibujar un retrato certero de Anna: Tú no sabes nunca lo que haces, pero sabes siempre lo que quieres.
En realidad, es una superviviente en un mundo donde los hombres dictan las reglas del juego, una condición que, por otra parte, subyace en cada femme fatale que el noir nos ha deparado.
La madre de Steve/Edna Holland apunta con sorna sobre Anna: De algunas cosas sabe más que Einstein. Y tiene razón. A una superviviente no le queda otra.
Steve pasó tres años recorriendo el país, de ciudad en ciudad, de trabajo en trabajo, en tren, en bus o a dedo, cualquier cosa le valía para irse lejos. Se trataba de olvidarla. Pero vuelve a Los Ángeles. Pensaba que la había olvidado. Pero ya se sabe, lo sabemos. Estaba escrito, dice su voz en off con los primeros compases de flashback. Vuelve porque no puede olvidar a Anna. La memoria insomne se alía con el aciago azar en una conspiración contra el olvido. (Ese olvido -fatalmente- imposible que Anna le promete en la primera escena.)
Y tiene tantas ganas de verla otra vez que ella, como si respondiera a la llamada de su deseo, se materializa ante su mirada cautiva bailando en el Round Up, el local donde tantos buenos ratos juntos vivieron en el pasado. Y ella se lo recuerda... Como si la memoria de Steve necesitara combustible.
Franz Planer y Siodmak utilizaron la luz natural de Los Ángeles para inundar los encuadres en exteriores y crear un contraste potente con el mundo subterráneo del Round Up, acentuando su vertiente de catacumba (clandestina) con la profundidad de campo -usando una lente de 30 mm- en los encuadres (casi) perpendiculares a la barra del bar, ese decorado que cobra visos de ratonera para Steve.
La puesta en escena aprisiona progresivamente a Steve en cada localización, desde la cabina del furgón blindado hasta la cama del hospital y la cabaña de Palos Verdes pasando por las habitaciones donde se encuentra con Anna, ya desde que los vemos confinados -de forma profética- entre los coches del aparcamiento en la primera escena de la película.
Por no hablar de la encerrona con Slim y su banda. Slim los ha descubierto juntos y a Steve, para salir del paso, se le ocurre -maldito azar- proponerles la idea del robo del furgón blindado que conduce. Sois los únicos atracadores que conozco, les suelta a modo de justificación.
Aprisionados Steve y Anna en la magnífica secuencia donde se fragua el plan del atraco, pespuntada por los movimientos subterráneos de la doble traición y el doble juego de la sospecha. Anna y Steve han decidido traicionar a Slim y su banda, y Slim sospecha que Anna lo traiciona con Steve y que ambos se confabularon para quedarse con el botín del atraco, y trata de no perder a ninguno de vista. Pero no sólo eso, la planificación de Siodmak nos implica en los vericuetos del enredo y acabamos sospechando que Slim también trama algo.
La secuencia deviene un tenso juego del escondite con Anna y Steve buscando un momento para verse a solas y, cuando al fin lo logran (hasta cierto punto) en la cocina, vemos (por obra y gracia de la disposición de los personajes en relación al emplazamiento de la cámara) que él sólo tiene en la cabeza lo que han planeado para el futuro (cifrado en Palos Verdes) y ella sólo puede pensar en el pasado (fatal) que los arrastró hasta aquí. Steve sólo tiene ojos para la amenaza que figura al otro lado de esa puerta abierta, donde la banda ultima los detalles del atraco: ya no puede verla, no puede ver/escuchar lo que Anna trata de mostrar/decir.
Para ellos el presente no existe. Lo viven como un apéndice agónico (casi póstumo, dice Jacques Lourcelles) del pasado que los ahoga o como un ilusorio augurio de un futuro juntos. No hay escapatoria. En la última media hora, desde la nebulosa secuencia del atraco que el humo vuelve casi abstracta, la película entra en una deriva alucinada, donde la mirada de Steve, preñada de angustia, contagia cada plano. Primero en el hospital, otra vez una puerta como umbral de la amenaza (física), las sombras en el tragaluz, el pasillo más allá de la puerta que avizora en el espejo.
Después, cuando consigue reunirse con Anna en la cabaña de Palos Verdes, la amenaza apunta a lo más íntimo. En su afán desesperado por llegar hasta allí la ha puesto en peligro (Slim lo ha usado de cebo para encontrarla) y ella quiere marcharse sola. Herido, Steve no está para muchos trotes. Anna (ya lo dijimos, una superviviente) echa mano de su sentido práctico, algo de lo que él nunca anduvo sobrado: Jamás supiste en qué mundo vives. Además ¿dónde está escrito que tengan que perderse juntos? Desde luego, el amor no es una razón:
En este último encuentro resuena la asimetría de la primera escena de la película (que fatalmente lo anunciaba). Anna en una toma frontal (un plano subjetivo de Steve) y él en una toma con angulación de 45º (lo vemos mirar a Anna), pero con una diferencia significativa: aquí el hechizo se ha quebrado, incluso unos visillos enturbian la imagen de Anna en la mirada de Steve.
Anna se va. Contemplamos a Steve, abandonado a su suerte, al otro lado de la puerta (otra puerta, la tercera puerta).
Entonces llega la secuencia final preludiada (como la primera) por los faros de un coche que barren la puerta de la cabaña. Y Anna vuelve, huyendo, asustada, buscando un amparo que un desvalido Steve -lo sabe de sobra- ya no puede brindarle. Vuelve porque ya no hay fuga posible.
No tienen salvación. Y esperan. Imantados por la bella negrura de ese vano negro. Esa negra noche que amenaza con devorar este noir, cualquier noir digno de tal nombre. Esperan.
El tercer vértice del triángulo (la figura motriz de la película).
Ante el fin inminente, Anna se echa en el regazo de Steve. No para hacerle de escudo, desde luego. Sólo para morir en sus brazos. Ahora ya sabe que estaba escrito.
Y quizá escucharle pronunciar su nombre por última vez.
Cada vez que vuelvo a Criss Cross y le pongo los ojos encima a esta pietâ noir, me veo por el camino del río aquella noche hace muchos años, encandilado por una imagen como Steve y Anna por el vano negro. Donde todo estaba escrito.
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