17/11/19

Último deslumbramiento


Debía represar lo que voy a escribir y esperar. Unos días, o mejor, semanas, incluso meses. Igual entonces podría escribir algo más atinado. Pero no me da la gana. Quizá vosotros ya lo sabéis, seguro que sí, y soy el último de la fila en descubrirlo, así que: esperar para qué.  


Bastan cinco fotogramas de una escena tan bella y delicada de Anma to onna (1938), iluminada por Masao Saito, para revelar uno de los rasgos primordiales del cine de Hiroshi Shimizu: el tratamiento del paisaje para destilar la intimidad de un personaje, como aquí la melancolía de la mujer encarnada por Mieko Takamine (nunca sabemos su nombre: según Toku, el masajista ciego protagonista, esa mujer huele a Tokio), en ese corte sublime entre el gran plano general y plano medio, donde su mirada se pierde en el curso del riachuelo rociado por la lluvia. Una estampa que muy bien podría haber pintado el gran Hiroshige.


También bastarían unos cuantos fotogramas de otra escena de Anma to onna donde la mujer de Tokio coquetea con Toku (que se ha enamorado de ella) jugando con la distancia que los separa, sabiendo que él la ve por el olor, para mostrar la cautivadora inventiva de Hiroshi Shimizu cuando destila esa situación sinestésica conjugando el olor en términos de enfoque y desenfoque.


Pero fue Hachi no su no kodomotachi (1948), con una de las secuencias más sobrecogedoras que hayamos visto en mucho tiempo, la primera película de Shimizu a la que puse los ojos encima.


Puede reseñarse como una suerte de emblema del neorrealismo japonés y no cuesta nada emparentarla con películas cardinales del italiano, como El limpiabotas, de Vittorio De Sica, o el episodio napolitano en Paisà, de Rossellini. Ese primer encuentro con la obra de Shimizu me maravilló y dejé pasar horas antes de ver Anma to onna. Y luego un día sin Shimizu, por si fuera un espejismo.


Entonces vi Utajo oboegaki (1941) con una admirable Yaeko Mizutani en el papel de la actriz ambulante Uta y una espléndida fotografía de Suketarô Inokai, donde se despliega otro de los rasgos primordiales del cineasta: esos travellings soberbios, que comienzan en un bosque antes de que descubramos a Uta y terminan, tras haberla dejado fuera de campo, con un corte a un plano fijo donde volvemos a recuperarla, después de haberla acompañado en el tránsito por sus adentros. Una belleza.


Hiroshi Shimizu y Yasujiro Ozu nacieron en 1903 y murieron en 1963. Trabajaron desde muy jóvenes en la productora Sochiku: Shimizu como ayudante de dirección y  Ozu como ayudante de cámara. Fueron amigos de por vida. Pero no podía haber cineastas más distintos: No sé hacer películas como las de Hiroshi Shimizu, decía Ozu. Y Mizoguchi: La gente como Ozu y como yo hacemos películas con enorme dedicación y trabajo, pero Shimizu es un genio. Si Ozu y Mizoguchi, siendo tan diferentes, eran cineastas obsesivos del control, Shimizu nunca rodó filmes demasiado escritos; más bien escribía poco, unas cuantas páginas le bastaban y con frecuencia escribía los diálogos a pie de obra, improvisaba durante el rodaje, le encantaba trabajar con niños, daba instrucciones mínimas a los actores -a menudo, no profesionales- y no faltaban jornadas en las que suspendía el rodaje y se llevaba reparto y equipo a nadar. Al parecer rodó 166 películas. Sólo se conservan sesenta y tantas.


Hace unas horas volví a ver, esta vez con Ángeles, las tres películas. Le encantaron. No fue un espejismo lo tuyo, Shimizu es un gran director, me dijo; ella, que también tiene a Ozu en un altar. Es verdad, sólo vimos tres películas suyas, pero nadie rueda maravillas de chiripa. Un deslumbramiento, Shimizu. El último. De momento.

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