Estos días volví a ver La promesa de Shanghai. Quiero decir, la volví a leer. Pero en realidad la vi. Es una película que no existe. Ni existirá. Pero la veo. O la sueño. O mejor, la vislumbro. Porque verla, lo que se dice verla, duele. Duele que no exista. Duele el sueño. La promesa. Duele verla confinada en el papel. Duele cada palabra de un guión espléndido que nunca veremos en la pantalla. Duele una maravillosa película que nunca atravesará el umbral de un sueño.
DANI
A que no sabes qué es lo que más se hace
en Shanghai.
SUSANA
Ni idea.
DANI
Fumar opio. Lo vi en una película que pasaba allí.
Salían unos gángsters chinos y un casino lleno de
gente jugando a la ruleta sin parar. Todo el mundo
tenía cara de sueño. Y eso era porque fumaban opio.
Es lo que más se hace en Shanghai.
SUSANA
¿Y era bonita?
DANI
Pss... Regular.
SUSANA
La peli, no: ¡Shanghai!
DANI
Casi no se veía. Toda la historia pasaba en el casino ese.
Y cuando salía una calle siempre era de noche.
No sé por qué, pero a mí los sitios, cuando los veo
en una peli, me parece que no son de verdad.
SUSANA
A mí eso no me pasa. Y aunque me pasara,
A mí eso no me pasa. Y aunque me pasara,
me daría igual.
(Fragmento de la escena 64 de La promesa de Shanghai.)
SUSANA
Quiero que me dibujes así, como si ya estuviera curada,
igual que ella.
Señala el dibujo de Gene Tierney.
SUSANA
Me pondré un vestido verde muy bonito que tengo.
Nada de camisón ni de toquilla de lana,
nada de lo que ves. ¿Qué te parece?
(Fragmento de la escena 43 de La promesa de Shanghai.)
NARRADOR
Entonces yo aún no sabía que a pesar de crecer
y por mucho que uno mire hacia el futuro, uno
crece siempre hacia el pasado, en busca tal vez
del primer deslumbramiento.
(Fragmento de la escena 168 de La promesa de Shanghai.)
Han pasado veinte años desde que nos enteramos de que nunca veríamos La promesa de Shanghai. Vienen a cuento unas palabras de Marsé hace diez:
Uno no sabe que una película está fallida hasta que no se ha rodado, hasta que no la ve en una pantalla. Uno siempre espera el milagro, al ceder los derechos. La única vez que estuve seguro de que la versión cinematográfica de una novela mía sería una buena película, quizá mejor incluso que la novela [El embrujo de Shanghai] fue cuando el proyecto de adaptación estaba en manos de Víctor Erice, un director que sólo tiene obras maestras en su haber. Escribió un guión extraordinario, pero el proyecto se frustró por culpa del productor, Andrés Vicente Gómez, que no confió en el talento de Erice -y de lo cual debería avergonzarse toda la vida.Cada vez que escucho a alguien llenarse la boca con la industria del cine español, recuerdo La promesa de Shanghai como prueba fehaciente de su vuelo apocado, aliento timorato y táctica rutinaria; de su terco y mustio apego al monocultivo, de su fatuo desdén por la fértil diversidad fílmica.
Erice, que tampoco pudo llegar al sur en El sur, consiguió, al menos esta vez, regalarnos la promesa de una película (digna del más grande cineasta español vivo), la ofrenda de un viaje imaginario en la pantalla de los adentros, al fin y al cabo todos los caminos llevan a Shanghai, donde todas las historias pueden suceder.
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