24/11/19

Donde todas las historias pueden suceder


Estos días volví a ver La promesa de Shanghai. Quiero decir, la volví a leer. Pero en realidad la vi. Es una película que no existe. Ni existirá. Pero la veo. O la sueño. O mejor, la vislumbro. Porque verla, lo que se dice verla, duele. Duele que no exista. Duele el sueño. La promesa. Duele verla confinada en el papel. Duele cada palabra de un guión espléndido que nunca veremos en la pantalla. Duele una maravillosa película que nunca atravesará el umbral de un sueño.

DANI
A que no sabes qué es lo que más se hace 
en Shanghai.

SUSANA
Ni idea.

DANI
Fumar opio. Lo vi en una película que pasaba allí.
Salían unos gángsters chinos y un casino lleno de
gente jugando a la ruleta sin parar. Todo el mundo
tenía cara de sueño. Y eso era porque fumaban opio.
Es lo que más se hace en Shanghai.

SUSANA
¿Y era bonita?

DANI
Pss... Regular.

SUSANA
La peli, no: ¡Shanghai!

DANI
Casi no se veía. Toda la historia pasaba en el casino ese. 
Y cuando salía una calle siempre era de noche. 
No sé por qué, pero a mí los sitios, cuando los veo 
en una peli, me parece que no son de verdad.

SUSANA
A mí eso no me pasa. Y aunque me pasara, 
me daría igual.  

(Fragmento de la escena 64 de La promesa de Shanghai.)

Había leído el guión cuando se publicó en 2001, aunque ya nos habíamos enterado dos años antes de que nunca íbamos a ver La promesa de Shanghai. Esperaba la película desde el mes de abril de 1994 cuando Erice le daba vueltas al proyecto de la adaptación cinematográfica de la novela de Juan Marsé, El embrujo de Shanghai, y había publicado en El País unas notas de lectura, Todos los caminos llevan a Shanghai, a modo de pasajes entre el universo literario del escritor y el universo fílmico del cineasta, dietario también de las huellas del filme de Sternberg, The Shanghai Gesture, en la novela y en la proyectada adaptación, en uno y otro creador.


SUSANA
Quiero que me dibujes así, como si ya estuviera curada,
igual que ella.

                                   Señala el dibujo de Gene Tierney.

SUSANA
Me pondré un vestido verde muy bonito que tengo.
Nada de camisón ni de toquilla de lana,
nada de lo que ves. ¿Qué te parece?

(Fragmento de la escena 43 de La promesa de Shanghai.)


Cuando unos meses después, durante un descanso del seminario El cine como experiencia de la realidad, pude hablar un rato con Erice a propósito del proyecto, percibí en sus palabras una pizca de desazón; en realidad el productor quería otra película de Erice, es decir, otra película como las que ya había hecho, como otra versión de El sur, sin ir más lejos. Y después de El sol del membrillo, el cineasta necesitaba explorar otros caminos, o sencillamente echarse al camino, y ver lo que hubiera que ver. Quizá. En todo caso, es lo que creí entender que se desprendía de sus palabras, o de los silencios con que las envolvía.

NARRADOR
Entonces yo aún no sabía que a pesar de crecer
y por mucho que uno mire hacia el futuro, uno
crece siempre hacia el pasado, en busca tal vez
del primer deslumbramiento.

(Fragmento de la escena 168 de La promesa de Shanghai.)

Han pasado veinte años desde que nos enteramos de que nunca veríamos La promesa de Shanghai. Vienen a cuento unas palabras de Marsé hace diez:
Uno no sabe que una película está fallida hasta que no se ha rodado, hasta que no la ve en una pantalla. Uno siempre espera el milagro, al ceder los derechos. La única vez que estuve seguro de que la versión cinematográfica de una novela mía sería una buena película, quizá mejor incluso que la novela [El embrujo de Shanghai] fue cuando el proyecto de adaptación estaba en manos de Víctor Erice, un director que sólo tiene obras maestras en su haber. Escribió un guión extraordinario, pero el proyecto se frustró por culpa del productor, Andrés Vicente Gómez, que no confió en el talento de Erice -y de lo cual debería avergonzarse toda la vida. 
Cada vez que escucho a alguien llenarse la boca con la industria del cine español, recuerdo La promesa de Shanghai como prueba fehaciente de su vuelo apocado, aliento timorato y táctica rutinaria; de su terco y mustio apego al monocultivo, de su fatuo desdén por la fértil diversidad fílmica.


Erice, que tampoco pudo llegar al sur en El sur, consiguió, al menos esta vez, regalarnos la promesa de una película (digna del más grande cineasta español vivo), la ofrenda de un viaje imaginario en la pantalla de los adentros, al fin y al cabo todos los caminos llevan a Shanghai, donde todas las historias pueden suceder.

17/11/19

Último deslumbramiento


Debía represar lo que voy a escribir y esperar. Unos días, o mejor, semanas, incluso meses. Igual entonces podría escribir algo más atinado. Pero no me da la gana. Quizá vosotros ya lo sabéis, seguro que sí, y soy el último de la fila en descubrirlo, así que: esperar para qué.  


Bastan cinco fotogramas de una escena tan bella y delicada de Anma to onna (1938), iluminada por Masao Saito, para revelar uno de los rasgos primordiales del cine de Hiroshi Shimizu: el tratamiento del paisaje para destilar la intimidad de un personaje, como aquí la melancolía de la mujer encarnada por Mieko Takamine (nunca sabemos su nombre: según Toku, el masajista ciego protagonista, esa mujer huele a Tokio), en ese corte sublime entre el gran plano general y plano medio, donde su mirada se pierde en el curso del riachuelo rociado por la lluvia. Una estampa que muy bien podría haber pintado el gran Hiroshige.


También bastarían unos cuantos fotogramas de otra escena de Anma to onna donde la mujer de Tokio coquetea con Toku (que se ha enamorado de ella) jugando con la distancia que los separa, sabiendo que él la ve por el olor, para mostrar la cautivadora inventiva de Hiroshi Shimizu cuando destila esa situación sinestésica conjugando el olor en términos de enfoque y desenfoque.


Pero fue Hachi no su no kodomotachi (1948), con una de las secuencias más sobrecogedoras que hayamos visto en mucho tiempo, la primera película de Shimizu a la que puse los ojos encima.


Puede reseñarse como una suerte de emblema del neorrealismo japonés y no cuesta nada emparentarla con películas cardinales del italiano, como El limpiabotas, de Vittorio De Sica, o el episodio napolitano en Paisà, de Rossellini. Ese primer encuentro con la obra de Shimizu me maravilló y dejé pasar horas antes de ver Anma to onna. Y luego un día sin Shimizu, por si fuera un espejismo.


Entonces vi Utajo oboegaki (1941) con una admirable Yaeko Mizutani en el papel de la actriz ambulante Uta y una espléndida fotografía de Suketarô Inokai, donde se despliega otro de los rasgos primordiales del cineasta: esos travellings soberbios, que comienzan en un bosque antes de que descubramos a Uta y terminan, tras haberla dejado fuera de campo, con un corte a un plano fijo donde volvemos a recuperarla, después de haberla acompañado en el tránsito por sus adentros. Una belleza.


Hiroshi Shimizu y Yasujiro Ozu nacieron en 1903 y murieron en 1963. Trabajaron desde muy jóvenes en la productora Sochiku: Shimizu como ayudante de dirección y  Ozu como ayudante de cámara. Fueron amigos de por vida. Pero no podía haber cineastas más distintos: No sé hacer películas como las de Hiroshi Shimizu, decía Ozu. Y Mizoguchi: La gente como Ozu y como yo hacemos películas con enorme dedicación y trabajo, pero Shimizu es un genio. Si Ozu y Mizoguchi, siendo tan diferentes, eran cineastas obsesivos del control, Shimizu nunca rodó filmes demasiado escritos; más bien escribía poco, unas cuantas páginas le bastaban y con frecuencia escribía los diálogos a pie de obra, improvisaba durante el rodaje, le encantaba trabajar con niños, daba instrucciones mínimas a los actores -a menudo, no profesionales- y no faltaban jornadas en las que suspendía el rodaje y se llevaba reparto y equipo a nadar. Al parecer rodó 166 películas. Sólo se conservan sesenta y tantas.


Hace unas horas volví a ver, esta vez con Ángeles, las tres películas. Le encantaron. No fue un espejismo lo tuyo, Shimizu es un gran director, me dijo; ella, que también tiene a Ozu en un altar. Es verdad, sólo vimos tres películas suyas, pero nadie rueda maravillas de chiripa. Un deslumbramiento, Shimizu. El último. De momento.

10/11/19

Nada más que cine


En compañía de Carmen y Roberto (este año no pudieron venir en agosto), le dedicamos el pasado fin de semana a Hitchcock. Vimos Encadenados (Notorious, 1946), La ventana indiscreta (Rear Window, 1954), Vértigo (1958) y Psicosis (Psycho,1960), seguidas de sus buenas horas palabreándolas, sin olvidarnos de un libro releído los días previos (por culpa -o contagio- de Carmen), El cine según Hitchcock, de Truffaut, que hace ya más de cuarenta años me deparó una escuela de cine cuando más la necesitaba (claro, fui -soy- uno de tantos cinéfilos que le estamos agradecidos a Truffaut de por vida).


Hacía mucho tiempo (desde luego más de veinte años) que no hablaba tanto de Hitchcock. En 2005, si no recuerdo mal, me invitaron a dar una charla en el instituto de Elviña (donde había estudiado BUP nuestro hijo: o sea, en buena medida por su culpa). Me presentó Ignacio Pardo, un querido camarada en las batallas de los noventa en la Escola de Imaxe e Son y a la sazón profesor (de vuelta) en el mismo instituto (en barrios colindantes de A Coruña). Me pintó un retrato en el que no me reconocí; en pocas palabras: Hitchcock era mi dios y yo, su profeta en la Tierra. No se lo discutí, era su retrato, pero lo cierto es que nunca tuve a Hitchcock, no ya como cineasta de cabecera, ni siquiera en el altar mayor, donde figuraban ya entonces Ford, Renoir o Lang, un lugar que nunca ocupó Hitchcock, ni siquiera después de haber leído y releído el libro de Truffaut unas cuantas veces, y aprenderme de memoria Encadenados y La sombra de una duda. Y sin embargo...


Tenía su explicación. En la EIS, sobre todo en los primeros años, cuando impartía también Narrativa, además de Guión, echaba mano de ejemplos extraídos de las películas de Hitchcock cada dos por tres. El aula de Ignacio Pardo era contigua a la mía, con una puerta (eso sí, cerrada) que las comunicaba. Durante las clases, aún ahora, suelo encenderme, me caliento y acabo hablando alto, entonces aun más; Ignacio Pardo padeció mis comentarios apasionados a propósito de las dichosas escenas de Hitchcock curso tras curso: cómo extrañarse entonces del retrato, aunque hubieran transcurrido unos cuantos años desde aquellos años tan intensos que compartimos en la EIS.


El fin de semana pasado, ya en la madrugada, después de ver sus películas y haberlas evocado con fervor (como hacía tanto), recordé aquellas clases ya lejanas cuando don Alfredo devino una herramienta didáctica tan útil. Y recordé también a quien, no habiendo escrito tanto a propósito de Hitchcock como sus camaradas cahieristas Rohmer, Chabrol o Truffaut, escribió uno de los más bellos textos que se hayan dedicado al autor de Vértigo.


Me refiero (seguro que lo sospechabais) a Godard. Sólo escribió tres artículos sobre otras tantas películas de Hitchcock: Extraños en un tren (nº 10 de Cahiers du cinéma, marzo de 1952), El hombre que sabía demasiado (nº 64, noviembre de 1956) y Falso culpable (nº72, junio de 1957), a la que dedicó un gran artículo titulado El cine y su doble, el texto más largo de los tres con diferencia.


Eso sí, iluminó con frecuencia el cine de Hitchcock en sus entrevistas, como puede comprobarse en Jean-Luc Godard. Pensar entre imágenes, con una estupenda edición de Núria Aidelman y Gonzalo de Lucas, y cuidado diseño gráfico de Aina y Berta Obiols (La Japonesa), que le debemos a Intermedio.


Días después de la muerte de Hitchcock, Libération publica en mayo de 1980 una entrevista de Serge July con Godard. Dice el cineasta:
La historia del cine en la que trabajo [Histoire(s) du cinéma] será más bien la historia del descubrimiento de un continente desconocido. Y este continente es el montaje. (...) Cada uno ha descubierto pequeños principios de ese continente en el cine y creo que alguien como Hitchcock, durante veinte años, lo consiguió todo. Cuando Cahiers du cinéma dijo "eso es cine y los demás son una porquería", los Cahiers y el camarero de la esquina, de golpe, estaban de acuerdo. Y eso define una época.

Un poco más adelante, en la misma entrevista, esboza ya lo que contará de viva voz en las Histoire(s):
Cuando vemos el primer plano de una película de Hitchcock, el público sabe enseguida que está en una película de Hitchcock. (...) Basta con pedirle a la gente que cuente una película de Hitchcock. Es sistemático: responden describiendo una imagen que les ha impactado. E incluso, generalmente, un objeto
Unos zapatos, una taza de café, un vaso de leche, unas botellas de burdeos. Es realmente extraordinario, preguntas a alguien si ha visto Notorious y te responde que es la película de las botellas de Burdeos. Es como Cézanne. Se habla de las manzanas de Cézanne como de las botellas de Burdeos de Notorious.
Hitchcock es el único hombre que podía hacer temblar a mil personas, pero no como Hitler, que decía: "Os mataré a todos", sino como en Notorious, mostrando una hilera de botellas de Burdeos. Nadie ha sido capaz de hacer eso. Sólo los grandes pintores, como Tintoretto. 
Notorious es poesía pura, como Vértigo es pura pintura y The Wrong Man, pura moral.
Alfred Hitchcock es el único poeta maldito que ha tenido un inmenso éxito comercial, tenía una villa en Hollywood, no necesitó irse a Abisinia y no se le impidió hacer películas, como hizo Stalin con Eisenstein.
Efectivamente, yo, que me encuentro un poco entre Hitchcock y Rossellini, hay momentos en que me digo: está muerto. Como si el cine se hubiera acabado.

En una entrevista con Alain Bergala y Serge Daney publicada en el nº 403 de Cahiers en enero de 1988, Godard se refiere también a Hitchcock como el más grande de los técnicos. Siete años después, durante una rueda de prensa en compañía de Youssef Chahine, celebrada el 15 de febrero de 1995, Godard se refiere a sus Histoire(s), trabajadas en soporte vídeo, que sólo concluirá tres años más tarde:
Hitchcock es el único que ha conseguido controlar el universo. Eso lo digo en la penúltima Histoire(s) du cinéma [el capítulo 4a, titulado justamente El control del universo]. Tenía muchísimo público y eso se nota en la elaboración del guión y de la forma. Tuvo un periodo de diez años, la época entre Rear Window y Psycho, que podía compararse al de ciertos pintores del Renacimiento; sólo que ellos no tenían esa difusión, salvo quizá Miguel Ángel entre los cristianos.

Pues bien, a mitad del capítulo 4a. El control del universo, escuchamos, con su voz grave y a modo de letanía, el hermoso texto de Godard sobre Hitchcock, enhebrado por momentos con la propia voz de don Alfredo en la conversación con Truffaut.


Cito el texto de Godard (traducido) con los saltos de línea (/) y saltos de página (//) fijados por el cineasta en la edición de Histoire(s) du cinéma en Gallimard:
olvidamos / por qué Joan Fontaine / se inclina / al borde del acantilado //  y qué es lo que  / Joel McCrea / iba a hacer / en Holanda // olvidamos / por qué razón / Montgomery Clift guarda / un silencio eterno / y por qué Janet Leigh / acaba en el motel Bates / y por qué Teresa Wright / todavía sigue enamorada / del tío Charlie / olvidamos / de qué no es / del todo culpable / Henry Fonda / y por qué exactamente / el gobierno norteamericano / recluta a Ingrid Bergman // 
pero / nos acordamos / de un bolso / pero / nos acordamos de un autobús / en el desierto / pero, nos acordamos / de un vaso de leche / de las aspas de un molino / de un cepillo para el pelo / pero / nos acordamos / de una hilera de botellas / de unas gafas / de una partitura musical / de un manojo de llaves // 
porque con ellos / y a través de ellos / Alfred Hitchcock consiguió / allí donde fracasaron / Alejandro, Julio César / Napoleón / tener el control  del universo // quizá / diez mil personas / no olvidaron / la manzana de Cézanne / pero serán millones / de espectadores / los que se acordarán / del encendedor / del desconocido del Expreso del Norte //
y si Alfred Hitchcock / fue el único / poeta maldito / que tuvo éxito / es porque fue / el más grande / creador de formas / del siglo veinte / y porque son las formas / las que nos dicen / finalmente / qué hay en el fondo / de las cosas /
ahora bien, qué es el arte / sino aquello por lo cual / las formas devienen estilo / y qué es el estilo / sino el hombre //
 
entonces una rubia / sin sostén / seguida por un detective / que siente pánico al vacío / son quienes nos brindarán / la prueba / de que todo eso / no es más que cine / dicho de otra forma / la infancia del arte 
Nunca se le rindió a Hitchcock un homenaje más cálido ni más bello. Nadie lo palabreó mejor que Godard en sus Histoire(s).