28/7/19

El libro de cada verano


Desde que vi Phoenix (2014) empecé a tomar notas por traer a la escuela el cine de Christian Petzold. Entonces sólo había visto otra película suya, Barbara (2012). Las dos con Nina Hoss en el papel protagonista. A día de hoy vi otras seis películas suyas; cuatro de ellas también con Nina Hoss (en tres con papel protagonista y una con papel principal). Sobra decir: me gusta el cine de Petzold y me gusta Nina Hoss. De esas ocho películas que vi siento especial predilección por Phoenix, con una Nina Hoss (sería imperdonable racanearle el adjetivo) sublime.


Hace casi cuatro años (y después de tantas notas) empecé este texto que se quedó en cinco párrafos (y no hubo más) de un borrador olvidado (vete a saber por qué). Llevaba por título Como antes:


De las películas recientes (estrenadas en 2014) que pudimos ver estos últimos meses, dos o tres nos gustaron mucho y (no siempre sucede) hasta despertaron el deseo de escribir sobre ellas. Empezaré por la última que vimos (un par de veces) estas últimas semanas: Phoenix, de Christian Petzold.


Un estupendo melodrama -de memorias, identidades heridas- que empieza con resonancias de Senda tenebrosa, de Delmer Daves, pero sobre todo de Los ojos sin rostro, de Franju, y deviene un Vértigo (desde el otro lado del espejo, por así decir, invirtiendo el punto de vista articulado por Hitchcok: vivimos la transfiguración desde ella, aquí Nelly/Nina Hoss) en territorio Fassbinder, un paisaje devastado que despierta ecos de El matrimonio de María Braun (una película que Petzold vio con Nina Hoss más de una vez mientras preparaban Phoenix).


Nelly regresa de Auschwitch, o sea, de entre los muertos, con el rostro destrozado por un balazo, pero a la hora de reconstruirlo ni por asomo le tienta cambiar de cara, quiere ser como antes, para que pueda reconocerla Johnny/Ronald Zehrfeld, su marido, y  así recuperar el amor de su vida, y hasta su vida perdida, esa pareja artística que habían formado, él como pianista y ella como cantante. Como una reconstrucción del rostro resulta imposible, el trabajo del cirujano consistirá, más bien, en una recreación. Pero llegado el momento del reencuentro, Johnny no la reconoce (o se niega a reconocerla) y ella se niega a reconocer que su marido la ha traicionado, por eso se presta a que la transforme en la Nelly de antes (para quedarse con su herencia), por ver si de esa forma vuelve a enamorarse de ella. Phoenix deviene, entonces, una encrucijada de ficciones. Las ficciones de dos fantasmas.


Y habiendo traído a cuento Vértigo conviene apuntar dos precisiones. La primera, aun cuando Phoenix nos sitúa al otro lado del espejo -con Nelly-, el dispositivo del suspense es idéntico (sabemos más que Johnny aquí, como sabíamos más que Scottie allí); la única diferencia es que ese desajuste en la información se establece en Phoenix  muy pronto y se demoraba mucho más en Vértigo. Y la segunda, era el amor la fuerza que movía a Scottie a transformar a Judy en Madeleine, mientras que es una herencia lo que mueve a Johnnie a transfigurar a Nelly en la de antes; pero otra vez encontramos también otra identidad, en ambas películas ellas experimentan el proceso como un sacrificio, sólo que con desenlaces bien distintos. Y una última acotación, eso sí, decisiva: si en Vértigo (salvo por unos instantes primordiales) asistíamos a la tragedia desde el punto de vista de Scottie, en Phoenix asistimos a la historia desde el punto de vista de Nelly.


Como no suelo leer en su momento las reseñas de las películas que me interesan, en todo caso sólo después de haberlas visto, no me enteré hasta hace nada del debate en torno a la verosimilitud del argumento de Phoenix. ¿En que se basaban los que tachaban la película de inverosímil? Esgrimían una razón cardinal, que Johnny no reconociera a Nelly por más que su rostro -recreado quirúrgicamente- hubiera cambiado (tenía que saber que era ella, cómo no iba a sonarle su voz, recordar su cuerpo). Y al calificar la razón como cardinal quiero señalar que Phoenix se sostiene (transita y se columpia) en esa cuerda floja. Justo una de las razones por la que nos gustó tanto la película.


Hasta aquí el borrador de lo que apenas era la apertura del texto proyectado a juzgar por las notas recogidas en la libreta de aquellos días (y bien lo merece Phoenix, pero no es cuestión de zaherirse en pleno verano por haber descuidado una película que tanto nos gusta).

Christian Petzold con Nina Hoss en el rodaje de Phoenix.

No era la primera vez que Petzold hacía una película con otra en el espejo (retrovisor), pongamos por caso Jerichow (2008), remirando (y reescribiendo) El cartero siempre llama dos veces (la novela de Cain más que las películas que la llevaron a la pantalla), con Nina Hoss como Laura, otra vez Laura, como en Wolfsburg (2003), la segunda película que hicieron juntos.

Nina Hoss en un fotograma de Jerichow.

No he mencionado hasta aquí, como tampoco lo hiciera (aún) en el borrador sobre Phoenix, alguien muy importante en la obra de Petzold pero ya (fatalmente) desaparecido: Harun Farocki, una figura cardinal de la experimentación cinematográfica y del cine-ensayo, y del pensamiento sobre el cine agavillado en libros como Desconfiar de las imágenes y (con Kaja Silverman) A propósito de Godard; cómo olvidar su legendaria y radical película sobre la guerra de Vietnam, Nicht löschbares Feuer (El fuego inextinguible, 1969). Con el director de fotografía Hans Fromm y la montadora Bettina Böhler, el triunvirato cómplice del cineasta.

Christian Petzold y Harun Farocki en Berlín.
(Fotografía de Andrea Wagner, quizá en 2011.)

Petzold fue alumno de Farocki en la escuela de cine de Berlín, trabajaron juntos y se hicieron amigos (o viceversa, o a la vez) y el maestro devino algo así como su ángel de la guarda. A veces figura acreditado en sus películas como guionista, pongamos por caso en Gespenster (2005), o co-guionista, como en Phoenix (la escribieron con una foto de Nina Hoss delante), pero las más de las veces aparece en los créditos finales como Dramaturgische Beratung, que podría traducirse como "consejero de dramaturgia"; en la práctica, editor de guión.

Fotograma de los créditos finales de Jerichow
con Farocki acreditado como Dramaturgische Beratung.

Y cuando ya no puede tener cerca a Farocki  (murió el 30 de julio de 2014, dos meses antes de la presentación de Phoenix en el festival de Toronto), Petzold le dedica su última película, Transit (2018), ya desde el primer fotograma.


Desde el estreno en Numax, en junio del año pasado, volví a verla un par de veces y cada vez me gustó más. Así que vamos a palabrearla siquiera unos cuantos párrafos (no me preguntéis ahora cuantos).


Cada verano, Farocki y Petzold se juntaban en una piscina pública y se zambullían en Tránsito, la espléndida novela de Anna Seghers (con una presencia significativa del exilio republicano español  tras la guerra civil). Era su rutina literaria favorita, y una referencia (más o menos escondida) de todos los proyectos de Petzold con Farocki. Pero ya en 2015 nadie se sentó a leer Tránsito (la leí el verano pasado por culpa de la película y la releo esos días). Petzold había pensado más de una vez en llevarla al cine. Cuando faltó Farocki, apartó la idea y la novela de la cabeza. Tardó dos años en retomar una y otra.


Cuenta Petzold que escribió el guión recordando el libro. Por la tarde, en la cama (aclara: una cama más pequeña que la de dos de sus directores favoritos, Eisenstein y Rossellini, que por lo visto gastaban camas muy grandes de 9 m² o así). Como no  se puede dormir profundamente por la tarde, es un buen momento para soñar, así que escribió las biografías de los personajes, la historia, el guión, en la cama, sin volver a leer la novela. Quienes sí volvieron a leerla fueron los actores. Paula Beer, la actriz que interpreta a Marie, le comentó al director:
En la novela no tengo cuerpo. Sólo soy una idea de la subjetividad masculina. [La novela afluye en la voz del refugiado sin nombre que se enamora de ella.] Y el nombre, María, en el puerto, hay tantas canciones de marineros donde el nombre de la mujer es María... Necesito un cuerpo, no quiero ser una idea.

Y se fueron a buscar ropa y zapatos, sobre todo Paula Beer quería unos buenos zapatos con los que pudiera caminar y correr, y que le ayudaron a darle cuerpo al personaje, ya no sólo objeto de la imaginación del protagonista. Pero uno y otro, al fin, no dejan de ser fantasmas en tránsito. Nada extraño al mundo de Petzold, basta recordar -y citar por orden cronológico- películas como Toter Mann (2001), Wolfsburg (2003), Gespenter, Yella (2007) y, desde luego, Phoenix, donde las protagonistas o personajes principales aparecen investidos de una condición movediza -onírica o fantasmal- o bien son perseguidas por el fantasma de una desaparición traumática.


Esa condición fantasmal de los protagonistas de Transit se refuerza por el dispositivo armado por Petzold desde el guión y destilado en la puesta en escena. La historia original transcurre entre la rendición de Francia en 1940 y la primavera de 1941, donde un fugitivo de la Alemania nazi y de la Francia ocupada suplanta en Marsella la identidad de un escritor para conseguir un visado y viajar a México. Pero Petzold no filma una película de época, sino que crea un tránsito entre el pasado y el presente, trae a los refugiados de la novela  a nuestros días y los hace convivir con los refugiados de ahora mismo, fantasmas también (que nadie quiere ver), perdidos unos y otros en -son palabras de Anna Seghers- el bosque de absurdos de (sin)papeles sin cuento: permisos de residencia, visados de salida, visados de tránsito, pasajes... En tránsito también nosotros, espectadores, entre la butaca y el mundo de la pantalla: el cine ama los viajeros, apunta el cineasta.


Farocki y Petzold habían empezado a escribir Transit en 2013 como una película de época, ambientada en el marco temporal de la novela:
No estábamos pensando en los refugiados que llegaban a Europa como en 2015, con un millón llegando a Alemania o Francia. Después de la muerte de Farocki todo cambió.
Fue entonces cuando pensó en la correspondencia entre los refugiados de 1940 o 1941 y los de 2017, y viendo Portrait d'une fille de la fin des années 60 à Bruxelles (1994), donde Chantal Akerman filmaba el 68 en el presente del rodaje, se le ocurrió la inserción del pasado en el presente, que, digámoslo ya, no resta un ápice a la fidelidad de la traslación a la pantalla de la novela de Anna Seghers por Petzold; aun más, diría que el anclaje de los personajes del pasado en el presente deviene no sólo pertinente, sino sobre todo revelador de la energía perdurable que anida en la novela. No puedo sino evocar esa escena espléndida, que no figura en la novela pero que muy bien pudiera haber escrito Anna Seghers, donde el protagonista, Georg/Franz Rogowski, ante la mirada del niño que acaba de conocer, repara con pericia la radio y entonces escucha una canción que le cantaba su madre: el protagonista (un refugiado sin papeles del pasado) recupera por un momento la infancia perdida y el niño (un refugiado sin papeles del presente) encuentra una figura paterna, vínculos emocionales que afloran en el seno de un trabajo manual, algo que Petzold confiesa haber aprendido de Anna Seghers.


Quizá lo más conmovedor de Transit se cifra en verla como una historia de fantasmas de los primeros cuarenta del siglo pasado transitando por una Marsella de 2017, como si aquellos exiliados aún no se hubieran ido y siguieran deambulando por aquí. Una idea con ecos fantasmales de Walter Benjamin: la imagen dialéctica del ayer relampagueando en el ahora, el pasado alumbrando el presente en un instante de peligro (la xenofobia, el fascismo, la barbarie... entre tantos rasgos crueles y devastadores del capitalismo). Petzold recordaba que a Benjamin le había encantado Marsella y había escrito un texto sobre la ciudad publicado en 1929 (y recogido en Imágenes que piensan). A Marsella fue a parar Walter Benjamin en agosto de 1940 huyendo de los nazis; había conseguido su transit que le permitiría atravesar España y llegar a Lisboa para embarcarse hacia EEUU. En septiembre le entregó a su amiga Hannah Arendt (ella le llamaba Benji) una copia de las tesis Sobre el concepto de historia, unos días antes de cruzar la frontera por un paso de montaña a través de los Pirineos (gracias a eso llegó hasta nosotros un texto cardinal que puede leerse como el testamento de Walter Benjamin). En Portbou se encontró  con que su transit ya no era válido y, ante la perspectiva de ser devuelto a los nazis, se suicidó con una sobredosis de morfina. Hacia el final del capítulo 7 de la novela de Anna Seghers, el protagonista escucha en un café de Marsella una de tantas historias de refugiados:
En un hotel de Portbou, al otro lado de la frontera española, un hombre se había pegado un tiro durante la noche porque, a la mañana siguiente, las autoridades iban a devolverlo a Francia.

En contra de la opinión de su productor, Petzold se empeñó en rodar en Marsella. No podía rodar Transit en otro sitio. En busca de los fantasmas del pasado y del presente, que acuden a la llamada de su libro de cada verano con Harun Farocki.

21/7/19

El taller de costura


Hay películas que se parecen a lo que se vivió mientras se rodaron. Otras (las menos) se parecen a lo que se vivió mientras se escribieron; es el caso de Édouard et Caroline (1951) de Jacques Becker, una película (digámoslo ya: tan deliciosa como admirable) que desde luego no se parece nada a lo vivido mientras se rodaba.


En una prueba del casting para Rendez-vous de juillet (1949), su anterior película (que me gusta mucho pero no funcionó en taquilla), Jacques Becker conoció a Annette Wademant (una veinteañera -Miss Ciné Revue, en Bélgica- que iba para actriz), se enamoraron y empiezan a salir (o viceversa, o a la vez). Robert Sussfeld, el director de producción de Le journal d'un cure de campagne recuerda la visita de Jacques Becker a su amigo Robert Bresson durante el rodaje de la película en la primavera de 1950:
Lo acompañaba una chica absolutamente encantadora, Miss Bélgica [sic], Annette Wademant, que más tarde se convirtió en guionista.

Jacques y Annette se van a vivir juntos al apartamento de Clouzot (el director de Le CorbeauManon...), amigo de Becker y a la sazón de viaje por Brasil. Allí, Annette y Jacques escriben Édouard et Caroline. En los créditos figuran acreditados uno y otra como autores del guión y sólo ella como dialoguista. Unos años después Becker les dirá a Truffaut y Rivette (en una entrevista para Cahiers du cinéma publicada en febrero de 1954) que la película había sido escrita y dialogada por Annette Wademant. La guionista recuerda la escritura del guión:
Era extraordinario porque yo vivía al mismo tiempo esta historia. Mis vínculos con Jacques Becker eran muy fuertes, aunque él fuera mayor que yo [ella tenía veintidós años y él, cuarenta y cuatro]. Por entonces vivíamos juntos, es un hombre al que le debo todo y que me enseñó muchísimo.

De hecho fue Becker quien la (re)orientó hacia el oficio de guionista. Édouard et Caroline fue el primer guión de Annette Wademant; luego escribirá -también con Becker- la maravillosa Casque d'or (aunque no figure acreditada) y Rue de l'Estrapade (donde figura acreditada en solitario, tan deliciosa pero quizá no tan admirable como Édouard et Caroline), y, con Max Ophüls, nada menos que Madame de... y Lola Montes. Conviene recordar el curriculum como guionista de Annette Wademant en apenas cinco años para colocar en perspectiva su trayectoria profesional: sin duda, Becker descubrió -y hasta propició- una guionista, pero a la chica le sobraba talento, algo que se vio ninguneado durante el rodaje de Édouard et Caroline (y muy probablemente en otras películas que escribió).


Pero quedémonos aún en la construcción, o mejor, en el taller de costura del guión (la madre de Becker era costurera y la costura tiene un papel crucial en películas como Falbalas y -no lo olvidemos- en la película que nos ocupa). La escritura -la preparación de  Édouard et Caroline- se gestó con visos similares a la accidentada preparación para la fiesta de la pareja protagonista (ese primer acto preñado de gracia, encanto y levedad).


Becker -quedó dicho- venía de un fracaso con Rendez-vous de juillet y, como Édouard/Daniel Gelin ante el recital de piano en la fiesta que el tío de Caroline/Anne Vernon ofrece a sus amistades influyentes para dar a conocer el talento e impulsar la carrera de su sobrino político, no las tenía todas consigo, se sentía inseguro, nervioso, desasosegado.


Como Caroline, la primeriza Annette Wademant debía experimentar un sentimiento de exaltación donde se conjugaban el ardor y el poderío como sólo acontece las primeras veces. Becker ejerció muy probablemente funciones de editor, cortando escenas (que ella no se cansaba de escribir) y manteniendo firme un hilo conductor -en palabras de Jacques Lourcelles- tenue pero sólido: sabían adonde llegar, pero no cómo; finalmente, como las páginas no paraban de aumentar, tuvieron que atajar.


Todo lo que tiene que ver con el pequeño apartamento de Édouard y Caroline, la historia de amor y reconciliación, y los incidentes relacionados con el chaleco (que echa en falta Édouard) y el vestido (que se arregla Caroline y desencadena la ruptura de la pareja, porque ahora sugiere demasiado un cuerpo que antes velaba mejor) fueron aportaciones de Annette Wademant. El episodio de la instalación del piano en casa de Claude Beauchamp/Jean Galland, el tío de Caroline, para el recital de Édouard, fue cosa de Becker.


En la biblioteca del apartamento de Clouzot donde escribían la película, Annette encontró En busca del tiempo perdido y devoró con fervor las páginas de Proust que, de paso, le sirvieron de inspiración para las escenas de atmósfera burguesa en el lujoso apartamento de Claude Beauchamp, tan espacioso y decorado con gusto tan snob, que Édouard se siente fuera de lugar.


Édouard et Caroline se rodó entre el 14 de noviembre de 1950 y el 12 de enero de 1951. Esta vez Becker tuvo que lidiar con un calendario muy ajustado (en el contrato figuraban penalizaciones económicas a su cuenta en caso de rebasar los días de rodaje), y dos decorados (el apartamento del matrimonio protagonista y el del tío de Caroline). Becker detestaba rodar con prisas. Ya durante la escritura del guión Annette Wademant y él tuvieron en cuenta esas limitaciones de producción y concentraron la acción respetando las unidades de lugar (los dos apartamentos) y tiempo (entre las siete de la tarde y la medianoche, más o menos), de forma que la película pudiera rodarse prácticamente en continuidad.


La estructura de Édouard et Caroline puede dibujarse de forma meridiana: primer acto (preparativos para la fiesta de los protagonistas) en el apartamento del matrimonio, segundo acto (la fiesta con el recital y crisis matrimonial) en el apartamento de Claude Beauchamp, y tercer acto (reconciliación matrimonial) de vuelta en el apartamento de los protagonistas.


Las evocaciones de aquellas semanas de rodaje destilan perspectivas distintas según quien rememore. Annette Wademant vivió el rodaje de forma tan apasionada como la escritura del guión:
Yo estaba en el plató con él, porque nunca nos separábamos y era una experiencia maravillosa. Yo tenía 22 años y dirigía a Anne Vernon, me identificaba completamente con ella. (...) [Becker] se sentía angustiado rodando esta película... Para fijar un movimiento de cámara eran horas para decidirse. Él tenía preocupaciones que yo ni por asomo... (...) Mi única preocupación eran el guión y los actores. Hasta tal punto que si, por un movimiento dado ella no decía el texto como yo quería, le pedía rodar otra toma.
Becker, por otra parte, nunca fijaba un movimiento de cámara hasta haber acordado (trazado) con los actores la puesta en escena, y hay que ver la milagrosa fluidez y ligereza de la cámara en el curso de la película. Para Anne Vernon,
el rodaje no fue un viaje de placer. La atmósfera en el plató estaba cargada. El productor, que no tenía confianza alguna en el guión de esta reina de la belleza, colaboraba lo mínimo... En esas condiciones Becker debía decidir con rapidez, no dudar jamás ni rodar demasiadas tomas... Para este artista, siempre al borde de la ansiedad,  era una fuente de horribles tormentos.

Sobra decir que Annette Wademant sólo contó con la complicidad de Anne Vernon. Y, en principio, claro está, con la de Becker, que la quiso en el rodaje, pero no cuesta nada imaginar (cuidado: ahora me pongo en modo guionista) que él mismo se llegara a arrepentir, tanto por la excesiva implicación de Annette Wademant, como por el recelo y el menosprecio (probados) que despertaba entre quienes consideraban inapropiadas su autoría del guión e intervención en el rodaje, conseguidas -según ellos- sólo por la condición -y único mérito- de ser amante del director. Es de suponer que, en adelante, la ayudó el éxito de la película pero quizá no durante mucho tiempo o no lo suficiente.


Uno debería conformarse con citar a Jacques Lourcelles cuando escribe que el refinamiento y la limpidez de Becker alcanzó su cumbre con Édouard et Caroline, donde la verdad, capturada con una extrema precisión, se permite el lujo de parecer superficial. Pero uno quiere evocar también la puesta en escena que extrae toda la rentabilidad a las escasas dimensiones del apartamento y nos otorga el papel de mirones entrometidos en la intimidad de la pareja protagonista; un apartamento que se ve prácticamente invadido con la visita de la portera y su hijo militar de permiso para escuchar al pianista, mientras Caroline (una maravillosa Anne Vernon) tiene que hacer números para llamar por teléfono y conseguirle un chaleco a Édouard; un apartamento tan pequeño que Caroline no tiene una habitación propia y tiene que mandar a su marido a comprar algo para escuchar la música que le gusta o hacer sus cosas; tan pequeño el apartamento que la cámara a menudo hace las veces de espejo donde ella se contempla, investidos nosotros mismos como espectadores-espejo donde se mira Anne Vernon, digo Caroline.


Annette Wademant murió el 1 de septiembre de 2017 y le debía un homenaje. Celebrar por ejemplo su primer guión en el taller de costura con Jacques Becker. O el propio taller de costura que montó la guionista casi treinta años después para L'enfant secret (1979), una película cardinal en la obra de Philippe Garrel, con Anne Wiazemsky.


Nada como las palabras de Garrel para celebrar a Annette Wademant:
Con L'enfant secret decidí sumergirme de nuevo en mi autobiografía, que había abandonado [en películas de hechuras más vanguardistas o experimentales]. Entonces escribí una serie de cosas que me habían ocurrido y se los di a leer a Annette Wademant, una guionista de la vieja escuela [que le había aconsejado partir de (o sea, volver a) su propia experiencia y contar las cosas que le habían ocurrido: Cuéntame la historia por primera vez en un cuaderno, y una segunda vez con tu cámara, no te preocupes por tener estilo o no, le dijo]. Ella me ayudó mucho a no tener miedo de contar cosas íntimas. Así que escribí un cuaderno y se lo di, y de ahí Annette escogió escenas. [...] Fue como un médico del alma, alguien que me curó del hermetismo y me liberó del miedo a contar las cosas; había llegado a pensar que si contaba mi propia vida, serían cosas triviales.  

Una bendición para Garrel: hilvanes para coser las heridas del alma en el taller de costura de Annette Wademant.

14/7/19

El 4º tuerto


Hubo una vez cuatro tuertos en el cine. ¿O eran cinco? Los tres primeros tuertos -con parche en el ojo- eran (son) gigantes: FORD, LANG, WALSH. ¿Qué os voy a contar? El quinto igual no era tuerto, pero también llevaba parche; claro que, con según cuántas copas encima (o con lo que fuera que se metiera aquel día) cambiaba el parche de ojo, pero, cuidadito, Nicholas Ray es Nicholas Ray y tiene venia, así que podía hacerse el tuerto cuanto quisiera y ponerse el parche donde le petara. El cuarto tuerto era el húngaro André De Toth.


No era un gigante como los tres primeros ni fue tan amado como el quinto, pero era un gran director. Cito apenas seis películas suyas espléndidas -no son las únicas (sí, las que más me gustan)- que avalan con creces el adjetivo: la antinazi None Shall Escape (1944), dos noir -Pitfall (1948) y Crime Wave (1953), un par de westerns (con su aquel noir también) -Ramrod (1947) y Day of the Outlaw (1959)- y su última película, Play Dirty (1969); incluso títulos como Slattery's Hurricane (1949 o Man in the Saddle (1951), sin gustarme tanto, deparan siempre alguna secuencia memorable, ideas fulgurantes de puesta en escena y ambición formal.


De las que más me gustan siento predilección por Day of the Outlaw (a Ángeles también le gusta mucho, volvimos a verla este viernes). Un western de atmósfera tan glacial que hasta los interiores (tan desnudos, tan dreyerianos, diríamos) destilan una intemperie turbia de almas y espacios, donde el hielo amenaza con enlodarse sin remedio con los gritos de unos personajes que se ahogan en el silencio de una naturaleza inclemente. Un poema de amarga desolación. El topónimo de aquel villorrio perdido en aquel paraje helado resulta de lo más elocuente: Bitters.


Como autor del guión, a partir de la novela (con el mismo título) de Lee E. Wells, figura acreditado Philip Yordan, el guionista más sospechoso de la historia del cine. Según Ben MaddowYordan no escribió una palabra en su vida. Durante años le sirvió de pantalla a guionistas blacklisted (como el propio Ben Maddow), que pudieron seguir trabajando y cobrando sin acreditar. André De Toth asegura que escribió los diálogos con Robert Ryan, el actor protagonista (se implicó a fondo en la película), aunque no le importó que Yordan se llevara el crédito; le gustaba aquel tipo (y no era el único: al parecer, Yordan caía simpático). Cabe sospechar, si pensamos en la minuciosa preproducción del director, que la reescritura del guión fue más allá de los diálogos.


André De Toth trabajó con un presupuesto muy ajustado pero pudo decidir asuntos cardinales como rodar en blanco y negro, en lo más crudo del invierno, construir el villorrio en las montañas de Oregón (en la película, Bitters es un poblacho perdido de Wyoming) con una precisa orientación geográfica en su trazado (de hecho tuvieron que construirlo dos veces: la primera vez no respetaron las indicaciones del cineasta) y elegir a un magnífico director de fotografía como Russell Harlan (no habían vuelto a colaborar desde Ramrod). No olvidemos el gran trabajo (por sustracción) del director artístico Jack Poplin.


El reparto se quejó lo suyo por tener que rodar en tan duras condiciones meteorológicas. La verdad, debía hacer un frío que pelaba: atraviesa la pantalla y lo experimentamos al ver la película. Pero las quejas desaparecieron en cuanto André De Toth se presentó una mañana desnudo de cintura para arriba y empezó de esa guisa una nueva jornada de rodaje (imagino que la treta funcionó porque el reparto lo formaban mayormente hombres, muy sensibles a esas demostraciones masculinas). Quien no se quejó, sino que se lo pasó de lo lindo, fue Russell Harlan, encantado de rodar en exteriores. Se palpa la alianza del cineasta con su director de fotografía en esa panorámica de 360º (una figura tan cara a De Toth) que destila toda la desolación del lugar justo cuando más lacerante nos resulta.


El primer movimiento de Day of the Outlaw se correspondería con el tercer acto de un western centrado en la lucha ganaderos/granjeros donde estaría a punto de estallar el enfrentamiento entre el ganadero Blaise Starret/Robert Ryan y el granjero Hal Crane/Alan Marshal que viene a Bitters a recoger el alambre de espino para cercar sus tierras, un conflicto anudado también por el triángulo con Helen Crane/Tina Louise, en un tiempo amante de aquél y ahora esposa de éste.


Pero el enfrentamiento definitivo que preludia ese soberbio travelling siguiendo una botella de güisqui vacía que rueda por el mostrador, como cuenta atrás de una violencia a punto de estallar, se quiebra y suspende cuando irrumpe Jack Bruhn/Burl Ives al frente de su banda de forajidos, un giro que lanza la película en una dirección inesperada, cargada con una tensión y urgencia crecientes que compromete a todos los avecinados en el villorrio por el tiempo que los forajidos, perseguidos por el ejército después de atracar el convoy con la paga de los soldados, los tengan secuestrados; la banda hace un alto obligado en Bitters: Jack Bruhn tiene una bala profunda en el pecho, que le sacará el barbero, y necesita recuperarse.


La irrupción de los forajidos desplaza el eje de los antagonismos, preñados de matices y complejidad; el principal, encarnado por el jefe de la banda y Blaise Starret, sin olvidar el de Bruhn con los más insolentes y peligrosos de sus hombres, durante todo un segundo movimiento de la trama preñada de un atmósfera claustrofóbica, gravitando en torno a la espera (dilatada hasta lo angustioso en la secuencia del baile con una obsesiva y amenazante panorámica circular), y así en una gradación sostenida hasta su culminación.


Y qué culminación esa extraordinaria secuencia final con la banda, guiada (es un decir) por Blaise Starret, en una huida a ninguna parte, adentrándose en las montañas, donde el tiempo se dilata, con los hombres a caballo enterrándose en la nieve, helándose animales y hombres (ese forajido que ya no puede disparar a Blaise Starret porque se le han congelado los dedos), prisioneros del silencio blanco, en palabras de André De Toth. Pocas veces el cine nos ha deparado un sufrimiento tan vívido destilado por un dolor helado.


En esa última secuencia, Day of the Outlaw deriva hacia lo fantasmagórico (y hasta lo metafísico) y pudiera muy bien verse entonces como el ritual funerario de un género (con Track of the Cat, de Wellman, en la memoria), un western extraño, terminal, tan olvidado (quizá) como hermoso, que le debemos a la mirada ardiente del cuarto tuerto.
  

7/7/19

Andar por ahí con un alfanje...


A los ocho años empecé a ir solo al cine. Hay pocas conquistas tan cardinales: ya podía quedarme cada película para mi solo durante horas sin necesidad de hablar de ella con nadie y, llegado el caso, elegir el momento de palabrearla (viene a ser lo mismo, o casi, paladearla) con alguien. De aquellas primeras películas para mí solo, sobre todo cuando me gustaban mucho, recuerdo salir del cine con el ánimo suspendido entre la alegría y el pesar, entre el encanto y la melancolía, entre la exaltación y la zozobra: aquella maravilla se había acabado, y no podía consolarme un futuro tan remoto como la película del domingo venidero. Como le dijo una vez Rivette a la Duras, me gustaría poner debería seguir continuando al final de todas aquellas películas, como El signo del Zorro (The Mark of Zorro, 1940), de Rouben Mamoulian.


¿Quién se iba a creer que el Zorro fuera a eclipsarse para siempre tras la máscara de Diego Vega/Tyrone Power? Porque, no nos engañemos, el Zorro usaba máscara para mostrarnos su verdadera identidad; Diego Vega iba a cara descubierta para enmascarar su condición de Zorro, y no al revés como aparentemente (sólo aparentemente) contaba la película, para enmascarar lo que verdaderamente contaba. Como dice Bob Dylan en Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story by Martin Scorsese:
Cuando alguien lleva una máscara, te dice la verdad. Cuando no la lleva puesta, es poco probable.
Tampoco es que haga falta aventurarse en jardines hermenéuticos: basta mirar la película.


A ver, ¿de quién se enamora Lolita Quintero/Linda Darnell? Se enamora del Zorro y sólo después acepta a Diego Vega como utilitario avatar del justiciero. En pocas palabras (aristotélicas), el Zorro deviene la condición sustantiva del personaje, mientras que Diego Vega cobra visos de una apariencia accidental. Y, en fin, aceptamos lo inverosímil del desenlace por su aquel irónico: ¿quién se iba a creer que el Zorro y Lolita Quintero sólo se iban a dedicar en adelante a criar niños rollizos y a ver crecer las viñas, como asegura Diego Vega?



El signo del Zorro, de todas todas, debería seguir continuando.


Desde que la vi en el Teatro Principal de mi infancia, no quise volver a verla. Hasta hace un par de años (Ángeles tampoco había vuelto a verla desde niña: quién sabe si la vimos en la misma sesión). Volvimos a verla esta semana. Aquel día (estoy casi seguro de que era de invierno pero lo recuerdo de verano) salí enamorado de Linda Darnell, una jovencita de 17 años encarnando a Lolita Quintero; ya la había visto, adulta (bueno, seis años mayor), en la Chihuahua de Pasión de los fuertes unos meses antes, pero lo que se dice enamorarme, me enamoré de ella en El signo del Zorro (Linda Darnell murió a los 41 años en un incendio en su casa mientras veía una película suya en la tele; lo conté aquí, a propósito de Fallen Angel, de Preminger).


La verdad, en el cine me enamoraba perdidamente cada dos por tres, no era un niño como aquél que le pide a su abuelo que se salte las escenas de amor de La princesa prometida. A mí me gustaba (sin saberlo) la estructura canónica del folletín hollywoodense, articulando su trama de aventura y su subtrama amorosa. Y justo en la subtrama amorosa con Lolita Quintero se destila el baile de máscaras, el duelo de identidades entre el Zorro y Diego Vega, el juego de equívocos (tan de comedia) que la puesta en escena de Rouben Mamoulian despliega con maestría en El signo del Zorro, conjugando la iluminación (un admirable trabajo del gran Arthur C. Miller), el fuera de campo, el movimiento y las miradas de los personajes en una coreografía de calculado ocultamiento y velada revelación.


Viene a cuento evocar tres escenas de Lolita Quintero con el Zorro/Diego Vega, tres momentos cardinales de la subtrama amorosa. En la primera, la chica reza en la capilla, implorándole a la Virgen que alguien, a quien pueda amar y respetar, se la lleve de allí y la libre de la reclusión en un convento por rechazar un matrimonio arreglado por sus tíos con Diego Vega, un pisaverde al que no soporta.


Aparece entonces  el Zorro enmascarado con el hábito y la capucha de fraile que le va a permitir saber (en confesión) de los secretos temores y anhelos de Lolita, y avivar sus deseos ocultando sus ojos del asedio de la mirada de la chica en la intimidad de la penumbra...


Hasta que ella, harta de que le esquive los ojos, traza con su mirada una panorámica oblicua y descendente que descubre bajo el hábito la punta de la espada y cae en la cuenta de que el fraile es puro disfraz pero, cuando su tía Inés (magnífica Gale Sondergaard) irrumpe en la capilla en su busca alarmada porque el bandolero entró en la casa y amenazó a su tío, Lolita ni lo delata ni experimenta temor alguno, todo lo contrario: su rostro resplandece.


Un segundo momento de la subtrama amorosa acontece durante el festín para celebrar el compromiso entre Lolita y Diego Vega. La chica, aún bajo el efecto del encuentro con el Zorro, no oculta su disgusto ante la perspectiva de un futuro con semejante petimetre. Diego no hace sino reforzar ese sentimiento con sus palabras y maneras. Hasta que son empujados a bailar. El novio pide a los músicos que toquen El sombrero blanco.


Y en el curso del baile Lolita experimenta, a su pesar, primero, y para su asombro, después, una inusitada exaltación. Diego le cae fatal pero disfruta bailando con él (una danza que traduce una vibración del alma).


Cuando el baile termina, ella se siente feliz, pero Diego finge cansancio. La escena deviene un segundo movimiento en el ballet de identidades que nos depara la subtrama amorosa.


Y llegamos a la culminación del duelo de máscaras. Con un alado movimiento de grúa nos encaramamos en el balcón del dormitorio de Lolita. Lo recordáis (si no, ya os lo imagináis): es el Zorro quien se ha encaramado y envía una rosa blanca como heraldo a los pies de la chica que se cepilla el pelo ante el espejo, dolida aún por la hiriente decepción que acaba de experimentar en el desenlace del baile.


Ella la recoge y se acerca a la puerta entreabierta, y el Zorro se deja ver, viene a confesarle algo, pero debe ocultarse otra vez porque llega el tío Luis/J. Edward Bromberg a reprocharle a Lolita que haya escapado del hombre con quien la ha prometido. En este momento, estamos en el dormitorio y el Zorro ha quedado en el balcón, fuera de campo. Mientras continúan los reproches del tío Luis, se han acercado a la puerta entreabierta. Se escucha un ruido. Al tío, ya en el umbral, se le pinta la sorpresa  en la cara, luego sonríe satisfecho y cómplice, y hace mutis. Ahora la sorprendida es Lolita que no entiende la reacción de su tío, sobre todo cuando entra en el dormitorio, no el Zorro, sino Diego Vega, o sea, cuando aún no sabe que el detestado pisaverde es una máscara de su amado Zorro; es más, está convencida de que Diego fingía ser el Zorro, es un impostor. Tanto es así que, al reparar que aún tiene la rosa en la mano, la tira al suelo con desprecio. Diego le recuerda la conversación en la capilla y ella acaba comprendiendo que el justiciero deba servirse de aquella atildada apariencia.


Deben despedirse con premura porque llaman a la puerta. Es la tía Inés, viene a consolar a la sobrina (en realidad ella no era partidaria de la boda, quiere a Diego como amante) y le brinda su apoyo en caso de que la chica rechace el compromiso. El disgusto inicial de Lolita se torna ahora puro fingimiento, como el agradecimiento que dice sentir por su tío Luis y el deseo de no contrariarlo.


Cuando la chica se queda a solas con su felicidad descubre la rosa en el suelo, y aun se sorprende al verla tirada, como si ese hecho hubiera acontecido en un pasado muy remoto. Lolita la recoge amorosamente, hasta los pétalos que se han desprendido, la prenda del Zorro. Una escena desarrollada en tres actos pautados por las tres estaciones de una rosa en un vaivén de máscaras.


Claro, en su trama de aventura, El signo del Zorro nos procura también sus cabalgadas, sus zetas rayadas a punta de espada o aquella esplendida Z imaginaria firmada por Rouben Mamoulian, que traza el Zorro con su desplazamiento entrando y saliendo del camino a través del bosque, perseguido por los soldados. Y el duelo de espadachines.


Por algo figura como antagonista del Zorro el capitán Esteban Pasquale/Basil Rathbone, que había sido maestro de esgrima en Barcelona, un título que asombraba a Ringo y sus amigos en el capítulo 9 de Caligrafía de los sueños, de Juan Marsé, que jamás habrían imaginado oír el nombre de su ciudad en una película de Hollywood. Como los chavales de la novela, uno también conocía a Basil Rathbone: unos meses antes lo había visto en Robín de los bosques, como el villano  Guy de Gisbourne, batirse con Errol Flynn en un soberbio lance (y volvería a verlo otra vez meses después en El capitán Blood blandiendo la espada, una vez más contra Errol Flynn).


Cuenta Richard Cohen en Blandir la espada que Basil Rathbone hacía siempre todas sus escenas de esgrima calzado con botas altas y rígidas para acentuar la línea dramática de su entrada a fondo; el maestro Fred Cavens, que colaboró con Rouben Mamoulian en la coreografía del culminante desafío en El signo del Zorro (con ese final donde Pasquale cae herido de muerte y, al deslizarse con la espalda contra la pared, deja al descubierto la Z que el Zorro había grabado allí unas escenas antes), aseguraba que, a efectos de imagen, Basil Rathbone era el mejor tirador de esgrima del mundo (por lo visto, el gran George Sanders rehuyó el papel de Esteban Pasquale porque detestaba la esgrima y no quería ni oír hablar de la escena del duelo; él sí diría completamente en serio aquello que dice Diego Vega enmascarando al Zorro: Andar por ahí con un alfanje ya no está muy de moda... Es algo que ya no se hace desde la Edad Media). 


En la folha de la Cinemateca Portuguesa dedicada a la película, Bénard da Costa destilaba el arte de Rouben Mamoulian en el aquel de coreografiar el baile como un duelo y el duelo como un baile. No se podría definir mejor. El signo del zorro fue la primera película suya que vi, por supuesto sin reparar en el directed by.

Cartel de Gösta Åberg.

Cartel de Eryk Lipinsk.

Unos años después, cuando ya empezaba a fijarme en la firma del director, pude ver Queen Christina (1933) con uno de los mejores papeles de Greta Garbo y, quizá, la mejor escena que la actriz haya rodado nunca, aquella secuencia prácticamente muda (citada de forma rutinaria por Bertolucci en The Dreamers) donde Cristina recorre el cuarto de la posada, donde acaba de pasar la noche con su amante, acariciando objetos y rincones: Estoy memorizando este cuarto. En el futuro, en mi memoria, pasaré mucho tiempo aquí.


Tres minutos para toda una vida por obra y gracia de la Garbo dirigida por Mamoulian, un director (uno de aquellos fantasmas de Hollywood que honraron a Buñuel en 1972), quizá ninguneado, con quien felizmente (sin saberlo) me topé por primera vez en El signo del Zorro.


Una de esas gozosas y memorables películas que cobijaron nuestra infancia cuando el cine era la escuela de los domingos.