¿Qué os pasa a todos con el amor?
¿Alguien me ama a mí?
(Zobel/Michel Simon en
Le quai des brumes.)
Hoy es domingo y los cines están llenos, decía Jacques Prévert en un poema dedicado a ese día. A esos días. Cuando el cine era la escuela de los domingos, que decía el maestro Fernando Fernán-Gómez. (También podríamos decir: cuando el cine era lo que pasaba en el cine o cuando el cine era lo que veíamos en el cine.)
Desde que vi Le crime de Monsieur Lange, de Renoir, hace treinta y cinco años, tengo a Jacques Prévert en el altar mayor de los guionistas, y en aquellos proyectos más míos, a la hora de escribir los diálogos, me encomendaba a su magisterio (la verdad, para que algún aquel suyo se me pegara, debería haberme encomendado a Santa Rita, abogada de los imposibles).
Yves Montand cantó por primera vez Les feuilles mortes
en una escena de Les portes de la nuit (1946),
de Marcel Carné, con guión de Jacques Prévert.
Yves Montand canta Les feuilles mortes
en una escena de Parigi è sempre Parigi (1951)
de Luciano Emmer.
Y, ya puestos a confesar mi devoción por Prévert, reconozco cuánto le envidio (sin resquemor, sobra decir), casi más que sus guiones, una canción como Les feuilles mortes (Las hojas muertas), con música de Joseph Kosma. (También inventó la etiqueta série noir para la famosa colección con tapas amarillas y negras publicada por Gallimard a partir de 1948.)
Gracias a Prévert llegué a Le quai des brumes (1938), de Marcel Carné, un director al que me resistía por culpa del realismo poético. Detestaba esa etiqueta. Sigue sin gustarme, pero ya me da igual. También nos gusta mucho mucho, quizá aún más, Le jour se lève, otra película de Carné con guión de Prévert, donde Jean Gabin encarna un héroe de la clase obrera; quizá su mejor filme y un emblema del dichoso rótulo.
Por lo visto a Carné tampoco le gustaba lo de realismo poético; veía Le quai des brumes más cerca de lo fantástico que del realismo, y confesaba el magisterio de Lang con You Only Live Once (1937). Por su atmósfera neblinosa, turbia y fatalista, puede verse como un filme-puente entre el cine de Sternberg (pongamos por caso The Docks of New York, de 1928) y los primeros noir de los cuarenta.
Boceto de Trauner para Le quai des brumes.
Como uno (y salvando todas las distancias), Marcel Carné descubrió a Jacques Prévert gracias a Le crime de Monsieur Lange. Fue verla e ir en busca del guionista, como si de un único movimiento se tratase: le encantaría trabajar con él. Dicho y hecho. Trabajaron juntos en ocho películas; la tercera, Le quai des brumes. A Carné le gustaba (y agradecía) que Prévert no lo apartara de la escritura, que contara con él, que le consultara, que compartiera el proceso del guión, viéndose con frecuencia en un café para comentar la deriva de algún personaje o situación que el guionista había concebido.
Le quai des brumes tuvo por detonante, en buena medida, a Jean Gabin, o más precisamente, a su mujer de entonces, Jeanne Mauchain (una vedete del Folies Bergère, de nombre artístico Dorianne: la belle Dorianne, como rezaban los carteles). En familia le decían Dodo; fue ella quien insistió para que Gabin fuera a ver Drôle de drame (1937), la segunda película de Carné (la segunda también que escribía con Prévert). Y fue verla y reunirse con los dos, y preguntar si tenían entre manos alguna historia para él.
A Carné y Prévert les gustaba la novela de Pierre Mac Orlan, Le quai des brumes. Gabin la leyó esa noche y estuvo de acuerdo: buen material para una película; y ya por aquellos años, y por muchos más, bastaba su interés para poner en marcha una producción (también usó ese privilegio para proteger a Carné de las injerencias del productor durante el rodaje). Carné y Prévert cambian el escenario de la novela -Montmartre- por ese territorio fantasmal colmado por la bruma en el puerto de Le Havre, la época -de principios de siglo al presente-, situaciones y la caracterización de los personajes. Cuando Mac Orlan vio la película les dijo:
Formidable. Cambiasteis todo; época, lugar, personajes... Y, qué cosa tan extraordinaria, reconozco totalmente el espíritu del libro...
Uno de esos personajes -principales- trasfigurados por Prévert fue Nelly. Como la producción se retrasó, Carné pudo contar con la actriz deseada para encarnarla, una Michèle Morgan (de 17 años).
Coco Chanel la viste con un impermeable transparente (para irradiar la luz y propiciar un aire irreal) y una boina negra (para resaltar sus ojos azules), delineando una de las figuras emblemáticas del cine francés de los años treinta.
Nelly y Jean, almas perdidas que sólo encuentran amparo en un refugio tan acogedor como pasajero, en un Panamá precariamente asentado en tierra de nadie, uno de esos descampados que tanto nos gustan y tanto le gustaban a Pasolini. (Ah, la memoria habla cuando quiere: recuerdo muy bien aquel quiosco del Berbés, el Almas perdidas de nuestra juventud, rendidos contra el amanecer después de quemar la noche por los bares de Vigo allá por los 70 y primeros 80, cuando nosotros también nos sentíamos un poco así.)
En cuanto Vittel se da cuenta de que Jean necesita un lugar donde ocultarse (no tarda en imaginar que es un desertor del ejército francés) le habla del Panamá y se lo describe a la perfección:
Cuatro tablas con una puerta y un techo.Un refugio que Panamá (su dueño) quisiera tan fuera del tiempo como de la geografía, a salvo del mundo y sus tinieblas:
Panamá: No hay niebla aquí. Siempre hace buen tiempo.
Donde el azar ha tramado el encuentro (fatal) de Jean y Nelly.
En aquel refugio de almas perdidas, el pintor -un cliente habitual- le comenta a Panamá: el azar hace bien las cosas (Jean necesita ropa y calzado, y él gasta la misma talla).
Eso de que las hace bien (a la película me remito) suena a ironía, pero desde luego las hace, y el azar (o llámale destino) deviene un personaje decisivo en Le quai des brumes, el tercer vértice de un triángulo con Nelly y Jean. Donde se inscriben otros triángulos que arman el filme.
Cuando llega el sucio amanecer, Nelly y Jean se disponen a marchar del Panamá.
Jean: ¿Dónde vas?
Nelly: No lo sé.
Jean: Pues vamos en la misma dirección.Nelly se queda arreglándose ante un espejo. Jean se va hacia el bar; el pintor le pregunta si ama la vida. Jean mira a Nelly.
Jean: Tiene sus días.Nelly, aún frente al espejo, lo mira. No hace falta más para saber a ciencia cierta que el azar ha hecho su trabajo. A conciencia. Los mejores diálogos no son cosa de arabescos verbales ni juegos de ingenio o réplicas centelleantes (aunque disfrutemos con líneas así). Los mejores diálogos son aquéllos donde una frase de lo más común, una sencilla expresión coloquial, se conjuga con un plano sin énfasis (sin subrayados: efectos de iluminación o ángulos acusados) y revela en la mirada del espectador una imagen íntima, verdadera, perdurable. Él la mira (plano medio frontal). Tiene sus días. Ella lo mira (plano medio frontal). Tres palabras bastan para cifrar el arte de Prévert destilado aquí por Carné (como antes por Renoir y más tarde por Grémillon).
Pero Prévert también escribía de cine en parlamentos más sostenidos (ya lo vimos cuando Jean le dice a Nelly cuánto le gusta, nada más ponerle los ojos encima en el Panamá), como en una de las primeras escenas, cuando el protagonista (soldado del ejército francés en la guerra de Indochina) le cuenta al camionero que lo acerca a Le Havre qué se siente al matar a alguien:
Disparar no es gran cosa. (Se lleva un cigarrillo a los labios.) Como disparar en la feria. Disparas y entonces (prende una cerilla y con ella el cigarrillo) un tipo grita y se agarra las tripas con una mueca graciosa, como un niño que ha comido demasiado. Después sus manos se tiñen de rojo y cae. Te quedas solo sin entender nada. Y todo queda en silencio, como si el paisaje se desvaneciera.En Le quai des brumes respiramos el aire de un fracaso existencial irremediable y gánsteres de tres al cuarto como Lucien inspiran lástima. Y hasta podemos compadecernos de un tipo corrompido como Zobel cuando se queja a Nelly con una línea dolorida:
No tienes idea de lo que es estar enamorado como un Romeo con la cara de Barba Azul.
Por momentos la película se vela con la nostalgia de la inocencia de quien ha visto demasiadas cosas o de quién se ha visto expulsada de la infancia.
En la feria, Nelly compra un collar para el perro sin dueño que ha buscado la compañía de Jean nada más llegar a Le Havre y no se ha separado de él, primero, ni de ellos, después.
Nelly: Sería una pena que se perdiera. Me he acostumbrado a él... y a ti.
Jean: Eres una chica extraña. Te miro, te escucho y... me entran ganas de llorar.
Nelly: Cuando me llamas así, Nelly, es como si vinieras a buscarme de muy lejos, cuando era niña.
Al principio de la secuencia de la feria se hacen una fotografía en un barco de mentira.
La imagen de un viaje imposible (a Venezuela, para más señas: confín de fuga antes que tierra de promisión). Y la sentimos como un mal presagio.
Las ventanas no se abren para ellos con la promesa de un horizonte, apenas encuadran el sueño de Le quai des brumes.
Un sueño fílmico que anida en las notas de una vieja canción en una taberna portuaria una noche de niebla. El sueño fílmico de un fado, por ejemplo. Un fado, digamos, con letra de Jacques Prévert.
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