27/8/17

Veranos Benjamin


Cuando cumplí los 60, Ángeles, nuestro hijo y Lilian me regalaron la Obra de los pasajes de Walter Benjamin (la espléndida edición de Abada). Llevo dos veranos enredado con esos Pasajes que abren irremediablemente otros con el resto de su obra que tengo a mano, ayudándome a veces de quienes la estudiaron con mayor fundamento como Michael Löwy, Mariana Dimópulos, Terry Eagleton... O César Rendueles y Ana Useros, que editaron un valioso (y precioso) Atlas/Constelaciones Walter Benjamin (catálogo, DVD con citas audiovisuales y de texto, y CD-Rom) con motivo de la exposición (complementada con un ciclo de cine y un congreso) sobre el pensador, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en 2010/2011. (La verdad, que la estudio es mucho decir, digamos que trato de leerla mejor cada verano).

Walter Benjamin 
en la Biblioteca Nacional de París, 1939.
(Fotografía de Gisèle Freund.)

De los géneros que Benjamin cultivó (y aun inventó o reinventó, como el de crítico) el epistolar figura entre los más queridos. Buscaba, compraba, leía y coleccionaba cartas antiguas. Entre tantos temas de interés para un curioso impenitente, las cartas eran un gozoso asunto de estudio. Uno de los últimos libros que consiguió publicar, Personajes alemanes, consiste en una antología de cartas de escritores. Cuando se vio apremiado por las penurias vendió su colección para ir tirando. Él mismo escribió cientos (quizá miles) de cartas, una escritura que puede leerse como su autobiografía (nunca escrita), desde luego como un mapa de su vida, un atlas de su pensamiento o la derrota de un errante.

Fotografía del pasaporte de W. B.  en 1928.

Las cartas de Benjamin dan cuenta de sus  amistades, proyectos, lecturas, frustraciones, tentativas, iluminaciones, disgustos, amores y viajes. Si tuviera que señalar tres de esos viajes como cruciales, apuntaría el viaje a Capri en el verano de 1924, donde conoce a la bolchevique Asja Lacis, quizá el gran amor de su vida (tan enamoradizo él); el 7 de julio le escribe a su amigo Gershom Scholem:
He conocido a una revolucionaria rusa de Riga, una de las mujeres más increíbles que me haya encontrado nunca.
Actriz y directora teatral, colaboradora  de Meyerhold y Eisenstein, Asja Lacis pone a Brecht en contacto con las experiencias de la vanguardia soviética. Según Ricardo Piglia (en Formas breves), Brecht descubre el efecto de distanciamiento gracias al papel de Asja Lacis en el montaje de Eduardo II de Marlowe.


Para Benjamin enamorarse de ella representa un verdadero giro vital y le dedica Dirección única (también titulado Calle de dirección única), un libro cardinal que terminó en septiembre de 1926 y se publicó en enero de 1928. La dedicatoria reza: Esta es la Calle de Asja Lacis, / la ingeniera que la ha abierto en el autor. En la entrada del 8 de diciembre de 1926 en el Diario de Moscú, Benjamin anota:
Por la mañana me visitó Asja. Le di sus regalos y le enseñé de refilón mi libro [el manuscrito o una prueba de imprenta de Calle de dirección única] con la dedicatoria. (...) Le mostré (y regalé) la cubierta del libro hecha por Stone. Le gustó mucho.
Cubierta de Sasha Stone 
para la 1ª edición de Calle de dirección única.

Desde luego cabe subrayar el viaje a Ibiza, con dos estancias, la primera entre el 19 de abril y el 17 de julio de 1932, y la segunda entre el 11 de abril y el 26 de septiembre de 1933 (con un amor en cada una: Olga Parem y la pintora Anna Maria Blaupot ten Cate), un viaje fundamental para dar forma a uno de sus asuntos primordiales, el ocaso del arte de narrar; llevaba años dándole vueltas y lo desarrolla en textos escritos en la isla, como el ensayo Experiencia y pobreza (el contar declina porque entra en crisis la propia experiencia, empobrecida por el modo de producción capitalista, y el arte de contar no es otra cosa sino el diestro e inmemorial ejercicio de la facultad de intercambiar experiencias) o el relato El pañuelo (empieza así: ¿Por qué se está acabando el arte de contar historias? A menudo me he planteado esta pregunta...), y lo culmina en uno de sus ensayos capitales, El narrador (también se podría traducir como El cuentacuentos), publicado en 1936, del que recomiendo la edición de Pablo Oyarzun en Metales Pesados, de Santiago de Chile.

W.B. (a la dcha.) en Ibiza en1932 
con sus amigos, Jean Selz y su mujer.

No hace falta enfatizar el último viaje, el viaje fatal a Portbou en septiembre de 1940, huyendo de los nazis, camino de América, adonde nunca llegó. Cuando la policía franquista le impide proseguir el viaje y lo va a devolver a la Francia ocupada, Benjamin se suicida con tabletas de morfina en el cuarto del Hotel Francia de Portbou donde se hospeda aquella noche del 25 al 26 de septiembre. Tenía 48 años. (El suicidio se admite como la hipótesis más probable aunque hay otras, como se apunta, por ejemplo, en el interesante documental Quién mató a Walter Benjamin, de David Mauas.) Si hubiera llegado un día antes o un día después habría cruzado la frontera sin problemas, de Portbou por tren a Barcelona, de allí a Lisboa, y en barco a Nueva York, como sus compañeros de viaje. En Nueva York lo esperaba Gretel, su querida Felizitas.


Si tuviera que quedarme con uno de sus epistolarios, no dudaría: la correspondencia con Gretel Karplus (luego Gretel Adorno) entre 1930 y 1940. Además tenemos la suerte de contar con una edición ejemplar en español a cargo de Eterna Cadencia, de Buenos Aires, con traducción, prólogo y notas (justas, necesarias, oportunas) de Mariana Dimópulos.


Gretel Karplus y Walter Benjamin se conocieron en Berlín en 1928; para entonces ella ya estaba comprometida con Theodor Adorno. Era química de profesión y socia de una fábrica de guantes de la que queda a cargo en 1934 y tiene que vender en 1937. Fue el sostén económico de Benjamin durante el exilio a través de giros (los papelitos rosas) que él agradece en las cartas, y con ser importante lo es más aún el íntimo sostén que le depara, pero es que, además, rescata su biblioteca, copia o manda copiar sus manuscritos y colabora tras la muerte del escritor en la edición de sus textos. Un hada, Gretel Karplus.

W. B. en 1926.
(Fotografía de Germaine Krull.)

Las cartas que se escribieron trazan el retrato de Benjamin au travail, así podemos seguir el desarrollo de los trabajos más importantes del escritor, del ya citado El narrador, de La obra de arte en la época de su reproducción mecánica, los ensayos sobre Baudelaire, las tesis recogidas bajo el título Sobre el concepto de historia (quizá el texto crucial -por excelencia- de Benjamin, un ensayo escrito -en un instante de peligro- unos meses antes de morir, que nos interpela ahora, porque sabía de sobra que acontecerían otros instantes de peligro, y había que usar la historia como una herramienta para encontrar en el presente las posibilidades de acabar con la barbarie capitalista, valga la redundancia), o la Obra de los pasajes. En esas cartas asistimos al cultivo de una amistad que linda con el amor. Para Benjamin, ella es Felizitas; para Gretel, él es Detlef. En una carta de 26 de marzo de 1934 le dice Felizitas:
Estuve pensando mucho en ti y hubiera deseado tanto que estuvieras conmigo, que hasta deberías haberlo sentido en el cuerpo.
Ella ve en su amistad un refugio para nuestra vida, y en una carta  de 17 de marzo de 1935 se pregunta: Y a fin de cuentas, ¿dónde está el límite sutil entre la amistad y el amor?, y siete días después acaba una carta con estas líneas: no hay persona con la que me sienta más cerca en las cartas como contigo, en ningún lugar hay tanta ternura como en esas palabras que sólo me insinúas. Cómo no vamos a leerlas como una correspondencia amorosa.

Fotograma de la escena final de Tiempos modernos (1936), 
de Chaplin.

A los dos les gusta mucho el cine y las películas también hilvanan esas cartas. Sobre el 19 o 20 de abril de 1933, Benjamin le escribe a Gretel desde San Antonio en Ibiza (entonces un pequeño pueblo de pescadores en la costa oeste de la isla). Le cuenta que (gracias a los giros) Felizitas lo "acompaña" en las excursiones a la ciudad de Ibiza para disfrutar de modestas diversiones, más que nada el café, porque -se queja Benjamin- en el cine el aire es demasiado malo (en la edición de Cartas de la época de Ibiza -traducidas por Germán Cano y Manuel Arranz- se lee: en el cine no hay un buen ambiente). Seguramente se refiere a una deficiente ventilación en la sala, Benjamin padecía problemas respiratorios.


Hice mis pesquisas y con toda probabilidad se trataba del cine Serra; su dueño, Ángel Serra, fue uno de los empresarios pioneros del cine ibicenco. Un año antes, gran taquillazo del cine sonoro, la superproducción Luces de Buenos Aires (1931), de Adelqui Millar, con Carlos Gardel. Al parecer el cine Serra cerró en fecha tan reciente como el 2 de noviembre de 2014. Y, sorpresa, me entero también de que el 5 de abril de 1931 se inauguró precisamente en San Antonio -donde Benjamin vivió durante sus dos estancias en la isla- el cine Torres; lleva cerrado veinte años pero, por lo visto, lo intenta comprar el ayuntamiento para convertirlo en auditorio municipal. Quién sabe si Benjamin habrá visto alguna(s) película(s) en ese cine que le quedaba tan cerca.


Volvamos entonces al hilo cinéfilo de la correspondencia entre Felizitas y Detlef. Aquel 26 de marzo de 1934, Gretel le pregunta a Benjamin (ya en París) si vio alguna de las últimas películas norteamericanas. A ella le gustó mucho Cena a las ocho (1933), de George Cukor. Sobre el 3 de abril, Benjamin le cuenta que vio la película hace unos meses con sumo placer, y en una carta de 10 septiembre de 1935, se refiere a la magia medicinal de las estrellas de cine como variante contemporánea de las aguas medicinales de Karlsbad (Karlovy Vary).


El 29 de septiembre de 1937, Gretel -ya Adorno-, con Theodor en Londres, camino de América, le cuenta que vieron dos buenas películas: Easy Money (1936), de Phil Rosen, y Topper (1937), de Norman Z. McLeod, con Cary Grant y Constance Bennett.

Brecht y W.B en Svendborg
Se conocieron en mayo de 1929 por Asja Lacis.

Desde Svendborg, en Dinamarca, donde vive con Brecht, le escribe Benjamin a su querida Felizitas el 20 de julio de 1938:
Hace poco vi -¡por primera vez!- a Katherine Hepburn. Es magnífica y tiene mucho de ti. ¿Nunca te lo habían dicho hasta ahora?
Seguro que la vio en La fiera de mi niña. La deliciosa comedia de Hawks se estrenó en París cuatro meses antes.


El 3 de agosto de 1938, ella le escribe desde Bar Harbor, en Maine:
A mí también me gusta mucho la Hepburn y me alegra que te haga recordarme, hasta ahora no se le había ocurrido a nadie. Hace un par de días vimos a la hermosa Hedy Lamarr (antes se llamaba Hedy Kiesler, de Viena) junto a Boyer en Algiers [Árgel (1938), de John Cromwell].

La última carta que le escribe Benjamin está fechada el 19 de julio de 1940, en Lourdes. Ya va camino de la frontera. La última frontera. Empieza así:
Mi querida Felizitas:
Tu carta, escrita el día 8 [no se conserva], me llegó en una semana. No tengo necesidad de decirte cuánto consuelo me ha dado. Diría más bien: alegría, pero no sé si podré experimentar este sentimiento en estos tiempos. Lo que más me ensombrece de todo es el destino de mis manuscritos. 
Otro verano Benjamin se va acabando. Me resulta difícil imaginar un escritor tan melancólico, desdichado y con tanta mala suerte, y un pensador tan espléndido, lúcido e iluminador como Walter Benjamin. Claro que a la hora de pintarlo me quedo con la ternura de Felizitas, quizá la mujer que más y mejor lo quiso: el maestro de las pequeñas cosas delicadas.

20/8/17

Carpintería



Un poeta debe ser capaz de hacer un árbol con unos muebles, decía Anne Sexton.


Una artesanía del birlibirloque, digamos. O, ya puestos, el poeta como hacedor de misterios (el de la transustanciación, nada menos), por no decir de milagros (el de la resurrección). Por lo visto, ella trataba de advertir sobre la mentira subyacente en toda obra poética. O sea, avisaba que todos los poetas mienten. Pero, si vamos a eso, también debería señalar que los poetas -en verdad merecedores de esas cinco letras- no saben realmente qué escriben (o lo que es lo mismo: quién les escribe, todo poeta es un cuerpo abierto). Dicho de otra forma, el poeta escribe pero no (siempre) sabe leer lo que escribe (ni siquiera es su trabajo: la obra de sus manos ya no es cosa suya). Hacer un árbol con unos muebles, tal como cifró la tarea Anne Sexton, nos dice -fuera cual fuera su intención- algo mucho más importante, algo cardinal y primordial: un poeta nos recuerda de dónde venimos, nos devuelve a los orígenes. Un poeta nos anida. Ahí es nada.

13/8/17

El sur, esa herida...


A finales de febrero volví a ver El Sur. Desde que lo había traído aquí hace ocho años no le había puesto los ojos encima. No sé cuántas veces la habré visto, pero ante la idea de verla otra vez sentía una cierta aprehensión. No era el temor de que no me gustara tanto, no; hay películas -como las de Erice- que ya se pespuntan con el adn de uno. Era otra cosa, el presentimiento de que iba a trastornarme los adentros. Pero no podía imaginar hasta qué punto. Como nunca otra película. Menos mal que Ángeles me acompañaba (hay películas que ya sólo puedo ver con ella).



El sur me dejó no ya tocado, abrumado, exhausto. Casi me sonaba absurdo que la hubiera palabreado tanto, en clases y cursos años y años, sin haberme derrumbado o deshecho en lágrimas, mientras les pasaba a los alumnos algunas escenas cardinales. Lo recuerdo y me parece inverosímil. Creo que ninguna otra película me llega tan adentro a propósito de la relación entre padres e hijos. Y nunca, nunca tanto esa escena en el Gran Hotel, donde (por así decir) descarga la película entera, me deparó una experiencia tan dolorosa, esa herida tan profunda en la memoria que nada podrá curar, una herida por la que respira El sur.


En los primeros noventa peregriné por colegios e institutos de toda Galicia impartiendo un curso (de formación del profesorado) sobre cine y literatura; sobra decir que El sur era uno de los filmes que comentaba. Claro que se trata de un proceso de adaptación, digamos, de ida y vuelta. Me explico. Con vistas a rodar su segundo largometraje (habían pasado casi diez años desde El espíritu de la colmena) Erice le propone algunos temas a Elías Querejeta. Entre ellos había elegido un relato de Adelaida García Morales y se lo presentó como argumento de un proyecto -provisionalmente titulado El sur- por el que se acabaron decidiendo. Se trataba de una narración que la escritora había escrito en La Alpujarra granadina (donde vivía con Erice) a mediados de 1981, pero aún no había dado por definitivo y, si tenemos en cuenta que finalmente lo publicó en 1985, dos años después del estreno de la película (el libro llevaba uno de sus fotogramas en la portada), podemos considerar que el cineasta partió de un borrador de la escritora o de una versión provisional del relato.


Acordado el proyecto, Erice trabaja -durante dos meses con Ángel Fernández-Santos (con el que había colaborado en la película anterior) y luego por su cuenta- en un guión que llega a las 395 páginas (y firma en solitario), unas dimensiones engañosas si lo medimos con la relación aproximada minuto/página de los guiones convencionales; en realidad se trataba de un guión con descripciones muy detalladas pero, medido, se preveía una película que rondaría las dos horas y media. El plan de trabajo contemplaba 81 días de rodaje, pero la producción se interrumpió cuando se llevaban 48 y se habían rodado 170 páginas del guión, justo cuando el director, el equipo y los actores (como la protagonista al final de la película) hacen las maletas para viajar al sur, donde parte del equipo de producción y decorados llevaba un tiempo preparando las localizaciones en Carmona; es decir, el proyecto se suspende cuando falta por rodar el sur de El sur.


El mismo Erice os cuenta aquí la peripecia de la producción y los pormenores del viaje que no pudo consumar, un documento singular y emocionante que destila el dolor de una ausencia irreparable. El cineasta sin el sur perdía...
...la dimensión moral del relato que había guiado la escritura de la película, el elemento de iniciación y de conocimiento que tiene toda la historia. Porque Estrella, viajando a Andalucía, cumplía el viaje que su padre nunca pudo hacer y, al cumplirlo, obedecía el mandato paterno. ¿De dónde brotaba ese mandato? Del gesto postrero de un hombre que, la última noche de su vida, deja debajo de la almohada de su hija el objeto que más les unió en el pasado: un péndulo. Ese acto la comprometía en cierto modo. ¿A qué? A hacer ese viaje al sur para descubrir la vida secreta de su padre, la otra parte de su identidad. Y en ese descubrimiento completaba una experiencia y se reconciliaba con la figura paterna.

Treinta años después del estreno de El sur, a Erice aún se le quiebra la voz mientras presenta su filme herido en la Cinemateca de Lisboa (el 13 de septiembre de 2013), evocando el viaje de Estrella al sur para cumplir el mandato paterno, un viaje que el padre nunca pudo realizar, y él mismo tampoco pudo llevar a la pantalla. Erice, eso sí, tuvo el gran honor de estar en el festival de Cannes (donde el último día de la edición de 1983 se presentó El sur) con Tarkovski, que presentaba Nostalgia, y Robert Bresson con su última película, L'argent.


Cabe plantearse en qué medida el guión y la película de Erice llevaron a Adelaida García Morales a replantearse la escritura de El sur desde aquel borrador o versión provisional que el cineasta adaptó. O dicho de otra forma, hasta qué punto el guión y la película influyeron en la versión definitiva de la obra literaria que conocemos. La escritora estudio guión en la EOC y le gustaba mucho el cine (su hijo mayor contó que en sus últimos años vivía bastante recluida, había renunciado a escribir y veía muchísimas películas). Es decir, ni la escritura del guión ni la escritura fílmica le eran ajenas, y tampoco las complejas relaciones entre la obra literaria y la cinematográfica durante el proceso de adaptación.


En el libro de Camen Arocena sobre el cineasta se lee que son las imágenes de Erice las que inspiran el relato de Adelaida García Morales, donde los nombres cambian en un intento de la escritora de independizarse de la película (Estrella, en la película; Adriana, en el relato, por ejemplo). Claro que en ese caso habría cambiado algo más que los nombres... Creo que es un juicio, más que injusto, simplista. Me gustaría cotejar la versión del relato que Erice tomó como base de la adaptación con el guión y con la versión definitiva del relato publicada.


Me pregunto, por ejemplo, si esa maravillosa escena del baile de la primera comunión en la película ya figuraba en el texto de la escritora sobre el que trabajó el cineasta o si, como se lee en el relato, se contaba que la niña había soñado que se casaba con su padre, o si Erice transfiguró el sueño en el baile, o aun si la escritora se decidió por una escena onírica en lugar de la primera comunión para distanciarse de la película o porque pensaba que era una opción más acorde con la evocación de un paisaje interior por la voz narradora.


Viene muy a cuento recordar que la escena del pasodoble En er mundo que baila Estrella con su padre -como dos novios- durante el banquete de la primera comunión ante la mirada de los invitados en torno a la mesa con los cafés y las copas (un pasodoble que bailan los novios en la boda que se celebra en el Gran Hotel, la última vez que Estrella, ya adolescente, se encuentra con su padre, y destila todo el dolor de la escena que acabamos de contemplar), tal como la vemos en la película, resuelta en un espléndido y luminoso plano secuencia ni siquiera figuraba en el guión; Erice pensaba rodarla en exterior un día soleado, delante de la casa de La Gaviota, con los personajes distribuidos en tres niveles aprovechando las escaleras: la familia, los invitados con el acordeonista y al pie padre e hija, pero en la jornada prevista llovió y el cineasta cambió la planificación al rodarla en un interior. Quién sabe si fue justo al ver esa escena -con padre e hija como si fueran novios- cuando a Adelaida García Morales se le ocurrió convertirla en el sueño de Adriana -en el relato- de casarse con su padre.


En El sur, el off de una Estrella adulta (con la voz tan bella de María Massip) evoca, interpreta, crea una memoria, ensueña un recuerdo... Casi podríamos decir que la voz proyecta -en buena medida- las imágenes que vemos, nos las da a ver, y nos las hace ver como si El sur emanara de la conciencia de Estrella, como si su voz destilara con visos de elegía una proyección de la conciencia. Una voz que inventa una memoria para recuperar -y reconciliarse- con la figura paterna.


Recordemos la escena donde Agustín/Omero Antonutti sostiene el péndulo sobre el vientre de Julia/Lola Cardona para predecir el sexo de la criatura. Escuchamos la voz de Estrella:
Es lo primero que de él me viene a la memoria: una imagen muy intensa que, en realidad, yo inventé.  
La voz -en ese sentido- remedia hasta cierto punto los deslices -de El sur, tal como llegó a las pantallas- en cuanto a la enunciación de una película contada en primera persona (desde el punto de vista -articulado en torno a la memoria- de Estrella), cuando vemos escenas que ella no pudo ver (como las imágenes de la película Flor en la sombra que ve su padre en el cine Arcadia), aunque podemos imaginarnos el desgarro íntimo que tales deslices (obligados para suturar hasta cierto punto las heridas de la interrupción del rodaje y propiciar una legibilidad narrativa) pudieron causar en un cineasta casi puritano a propósito de las formas en la escritura fílmica.


Desarreglos en el punto de vista, agujeros narrativos, elipsis forzadas, más dolorosos aun si pensamos que el propósito del cineasta -de acuerdo con el productor- era hacer una película -quizá por última (y única) vez- con hechuras cercanas a una escritura clásica, traicionada por las imágenes ausentes; así el camino de iniciación y aprendizaje que debía consumarse en el sur y que la película ya no puede recorrer (la dimensión moral del relato, de la que hablaba Erice), deviene en El sur una elegía que, por admirable que sea, no figuraba en el propósito original del cineasta.


Una ausencia, en definitiva, que la belleza estremecida y conmovedora de la película alivia, pero en ningún caso nos consuela de un hecho irremediable: la obra inacabada de uno de los grandes autores de la historia del cine, uno de los cineastas íntimos y cardinales de esta escuela.



El sur; esa herida incurable en la memoria de Erice.

6/8/17

Un guionista al teléfono


Tras el adiós a Jeanne Moreau me enteré de la muerte de Sam Shepard; la precedió en unos días (hace diez, si no cuento mal). Conozco muy poco de la obra del escritor (por ejemplo, nada de lo principal, el teatro); sólo leí dos libros suyos: Crónicas de motel (conmigo desde el 22 de marzo de 1985, el germen de París, Texas, que habíamos visto unos meses antes; casi un amuleto) y El gran sueño del paraíso (dedicado a Jessica Lange, y donde figura Wim Wenders entre los agradecimientos; me gustó mucho); también fue un actor convincente (creo que la última vez que lo vi fue en Mud, de Jeff Nichols, hace cuatro años o así).

Sam Shepard en 2016. 
Una imagen suya muy beckettiana.
(Fotografía de Chad Batka.)
Samuel Beckett en 1980.
(Fotografía de John Minihan.)

CreditHoy quiero recordarlo con gratitud sobre todo por su trabajo en París, Texas, rememorando la peripecia de la escritura de aquel guión con versión extendida -y matizada- de lo anotado aquí hace siete años, partiendo de fuentes que no tenía a mano entonces, como la entrevista con Wim Wenders publicada en el nº 42 -mayo, 1984- de la revista Casablanca, o que todavía no estaban disponibles, como los comentarios del cineasta  y la entrevista de Kent Jones con Claire Denis incluidos en los extras de la edición blu-ray de la película.


La primera idea de París, Texas se gesta a partir de la imagen que aflora en Wenders al leer una frase de Crónicas de motel, la imagen de alguien que sale de la autopista y se adentra en el desierto:
Se queda quieto junto a la reventada maleta, contemplando las que fueron sus pertenencias. Aplastadas pastillas de jabón que se llevó del baño de los moteles. Chatas latas de judías. Un magullado mapa de Utah. El recalentado alquitrán negro empapa la blanquísima toalla que se guardaba para el primer baño a fondo de todo un mes. 
De un extremo a otro de la carretera, nada se mueve. Ni un sólo tallo se agita. Ni siquiera se mueve la solitaria pluma de alondra enganchada en el clavo del poste de la valla. 
Avanza con la puntera de la bota por la negra pista de caucho quemado del patinazo. Sigue con la vista el brusco y enloquecido viraje de los neumáticos. El acre olor del caucho. El dulce olor de la arena abrasada. 
Ahora salta un lagarto. Deja una estela pisciforme con la cola. Desaparece. Tragada por el mar de arena. 
¿Debería esforzarse por salvar alguna cosa? Un simple botón de muestra. ¿Un par de calcetines? ¿Las pilas de la linterna? Debería tratar de recoger alguna cosa para llevársela a ella a su regreso. Algún detalle. Un recuerdo para que ella no pueda creer que no ha estado haciendo absolutamente nada. Que se ha pasado todos estos meses errando de un lado para otro. 
Revuelve los restos con una rama de mezquite. Busca un regalo. No parece que valga la pena salvar ninguna cosa. Ni siquiera las que no se han estropeado. Ni siquiera la ropa que lleva puesta. El anillo de Turquesa. Las botas de punta afilada. La Hebilla india. 
Lo arroja todo al montón de chatarra. Se queda sentado en cuclillas, completamente desnudo, en medio de la ardiente arena. Prende fuego a los restos. Después se pone en pie. Vuelve la espada a la Highway 608. Se pone a caminar hacia las desiertas extensiones. 
17/02/80 
Santa Rosa, Ca.

Y otra imagen: mirar el mapa de carreteras de EEUU en un motel y dirigirse hacia un lugar determinado localizado en el mapa:
Abrí mi mapa de carreteras Rand McNally, lo extendí sobre la cama y me quedé mirando el estado de Wyoming. Pasé el dedo por la serranía Big Horn.
Me fui a la mañana siguiente. 

Aquí arranca la película para Wenders (o más bien empieza a germinar el proyecto de la película):
Antes de configurar una biografía, aun antes de la existencia del niño y la mujer, Travis era alguien que miraba el mapa y se perdía. Un día estaba en Texas, dos días después aparecía en Illinois, porque había visto el nombre de una ciudad que le gustaba.
El título [París, Texas] tiene una clara relación con esta idea primera de un hombre que viaja sin parar de una manera impulsiva. Yo hacía lo mismo cuando se me ocurrió la película. Empecé escribiendo una historia de cincuenta folios; no era en realidad un guión, más bien una novela corta. Era por los años 79-80. La titulé Motels. Narraba la historia de alguien que viajaba sin rumbo, sin otra motivación que decidir tras ojear el mapa de carreteras. También empecé a escribir una lista de ciertos nombres: en el mapa de EEUU encontré 22 ciudades con el nombre de París; 16 con el de Berlín. Así me hice con el nombre de bastantes ciudades europeas. Ganó París. Cuando empezamos a inventar una historia con Sam [Shepard], las peripecias de Travis no tenían un título definitivo. En un momento determinado, cuando Travis quiso ir al lugar donde fue concebido, no donde nació, yo dije: "¿Por qué no París?" 

La gestación del guión de París, Texas acontece mientras Wenders rueda Hammett (1982) en los estudios Zoetrope (de Coppola). Allí Shepard se encuentra rodando Frances (1982), de Graeme Clifford, con Jessica Lange. El escritor y actor le da a leer a Wenders un manuscrito que en un principio se titulaba Transfiction y  se acabó publicando como Motel chronicles en la City Lights Books de San Francisco en 1982. Aquellos poemas y relatos cortos le causan una honda impresión, pero en ese momento Wenders tenía entre manos la escritura de un guión basado en una serie de textos de Peter Handke, un proyecto que debería llevarle precisamente a través de EEUU y para el que había escrito aquella historia titulada Motels. Ante la imposibilidad de abordar un proyecto tan ambicioso y la necesidad de rodar una película enseguida para su productora, Wenders se pone manos a la obra con un guión que, inspirado por el manuscrito de Shepard, lo titula igual, Transfiction. El cineasta nos cuenta las líneas generales del planteamiento:
La película comienza en el desierto americano: un accidente entre dos coches; en uno, un hombre; en el otro, una pareja. Ningún testigo. La pareja, culpable; el hombre muere. La pareja decide huir, y en el último momento la mujer mira en el coche del muerto y encuentra un manuscrito. La pareja cruza EEUU y la mujer empieza a leer el manuscrito que va cobrando cada vez mayor importancia...

Wenders le remite el tratamiento a Shepard. El escritor lo encuentra demasiado cerebral, demasiado frío, y le propone  escribir uno nuevo partiendo de cero. En el verano de 1982, los dos se pasan varios días dándole vueltas a historias sin que ninguna llegue a convencerles, hasta que encuentran una imagen como punto de partida: un hombre, en estado catatónico, camina sin rumbo por el desierto. Esta imagen (destilada en los planos de apertura de la película), será la única descrita de forma precisa en el guión. El resto de la historia se desarrolla de forma esbozada, con referencias a la Odisea, que Wenders acaba de leer, y a Centauros del desierto. Escritor y cineasta estaban enamorados de la película de Ford, pero el libro de Alan Le May en que se basaba aún les parecía mejor (Wenders ya había citado el libro y la película en El estado de las cosas).


A partir de esa escena germinal, y trabajando juntos, imaginan que Travis, ese hombre errante (cuyo origen se encuentra en el conductor muerto en el accidente del tratamiento de Wenders) tenía un hermano, Walter, que lo buscaba mientras él intentaba encontrar a su mujer, una chica más joven llamada Jane. En una primera versión del tratamiento, estos tres eran los únicos personajes de la película, y al final Travis no conseguía reunirse con Jane. En esta fase de gestación del guión surge el título definitivo de la película; Shepard necesitaba encontrar cuanto antes el lugar adonde se dirigía Travis (un viaje a la semilla). Fue entonces cuando Wenders sugirió París. París, Texas.


Poco después, Shepard o Wenders (cada uno atribuye la idea al otro), imaginan que Travis tenía un hijo y tirando de ese hilo escriben una segunda versión articulada en torno a una familia dispersa que Travis intenta reunir de nuevo. Ahora Jane vivía con un predicador televisivo que Shepard -para esquivar el sesgo político- transforma después en padre de la chica, un viejo tejano rico que la dominaba (un tipo que veían encarnado por Jonh Huston). En una de esas versiones, Walter y su mujer Anne seguían a Travis y Hunter cuando se iban en busca de Jane, llegando a intercambiarse los papeles entre los hermanos.


Las limitaciones de presupuesto y una ausencia imprevista propiciaron que la película se centrara en el núcleo familiar: Travis, Jane y el hijo, Hunter, y se acotara geográficamente. En un principio Wenders quería rodar desde la frontera mejicana hasta Alaska, pero Shepard lo disuadió asegurándole que Texas era un EEUU en miniatura. Las localizaciones se realizaron -ya con Claire Denis como ayudante de dirección- en el curso de un largo viaje en zigzag por todo Texas y otros lugares del Oeste en agosto de 1983, pautando sesiones de trabajo de guión con el escritor en Santa Fe.


Cuando empieza el rodaje el 29 de septiembre toda la primera parte -hasta Los Ángeles- está bastante elaborada y prácticamente cerrada; la segunda parte, apenas está esbozada, se encuentra muy abierta y el final aún no está resuelto. Habían barajado hasta tres desenlaces distintos: en uno, Travis llegaba a París, Texas; en otro, se le veía otra vez caminando por el desierto; y en un tercero, recogía en la oficina de correos de París, Texas, un paquete con un rollo de super 8 que habían rodado Jane y Hunter durante su viaje juntos.


Una vez filmada la primera parte, tanto Shepard como Wenders están convencidos de que hay que eliminar el personaje del padre de la chica, un mero pretexto para no enfrentarse al trabajo de definir el personaje de Jane e imaginar el encuentro con Travis. En palabras de Wenders,
cada vez era más evidente que el olvido de Jane en el tratamiento anterior era una forma de no coger el toro por los cuernos.

Wenders rueda la primera parte confiando en contar con Shepard al llegar a Los Ángeles y dar forma a la segunda parte a medida que la fueran rodando. Pero llegado el momento nada ocurre según lo previsto (aunque a la vista de la película todo ocurrió para bien). Por una parte, en Los Ángeles hay que suspender el rodaje durante dos semanas por problemas de financiación para afrontar la segunda parte (quince días que le venían de maravilla a Wenders para trabajar en el guión); por otra, Shepard se encontraba en pleno rodaje de Country (Richard Pearce, 1984), con Jessica Lange, una producción muy complicada y muy lejos de allí. Wenders evoca aquella encrucijada:
Le comenté que debía reescribir el final a toda prisa, que se nos perdía el personaje de Jane. Me dijo que podía hacer un último esfuerzo y escribir de noche y los domingos, pero se sentía incapaz de resolver el problema argumental. Le propuse mandarle un tratamiento y que él escribiera los diálogos. "Mándame una sinopsis, yo no puedo hacer más".

Wenders, con la ayuda de Claire Denis (lo primero que le hizo leer cuando se incorporó al proyecto fue Crónicas de motel), pergeña unas diez páginas de notas que le manda a Shepard, donde desarrolla el último tramo de la película en torno al peep-show, y perfila el final con el reencuentro de la madre y el hijo, y la vuelta de Travis a la carretera.
Lo del peep-show [un local raro, tanto que sólo existía en París, Texas; ¿alguien habrá montado un confesionario así después de la película?] se me ocurrió de pronto y dio a Jane la caracterización que tiene en la película. En todas las versiones anteriores era siempre víctima de alguna otra historia. (...) Trabaja en ese local no sólo para ganarse la vida, sino que hay algo en su pasado que su personaje lo necesita. No ser tocada y estar en contacto.  

Jane le cuenta a Travis, en la última escena del peep-show (separados por el espejo), que soñaba que hablaban, era su manera de seguir recordándolo; tuvo que esperar cuatro años para escucharlo de viva voz y recuperar su imagen, que ya se empezaba a desvanecer en la memoria, pero todo eso, en su momento, lo escucharemos con palabras recién salidas de la mano de Sam Shepard.

Oigo tu voz todo el tiempo. Cada hombre tiene tu voz.

Cuando se reanuda el rodaje, Wenders va improvisando escenas -escribiendo algunas con Kit Carson (el padre del niño)- hasta la escena del banco en Houston.


Claire Denis recuerda que el guión de la segunda parte de París, Texas lo fueron arreglando Wenders y Shepard por teléfono.


Cuando todo había terminado, el cineasta le confesó a Claire Denis que las interrupciones del rodaje, los aprietos con el presupuesto, los momentos en que parecía que ya nada tenía solución (Wenders vivió en carne propia durante el rodaje de París, Texas la ficción del rodaje que había contado en El estado de las cosas), le depararon el tiempo necesario para ordenar las ideas y escribir las escenas que iba rodando entre Los Ángeles y Houston, como aquélla que parece brotar del primer relato de Crónicas de motel:
En Rapid City, South Dakota, mi madre me daba cubitos de hielo envueltos en servilletas para que los chupase. Estaban saliéndome los dientes y el hielo me insensibilizaba las encías.
Aquella noche atravesamos los Badlands. Yo viajaba en la bandeja que hay detrás del asiento trasero del Plymouth, mirando las estrellas. El cristal estaba helado al tacto.
Nos detuvimos en la pradera, en un lugar donde había un círculo de enormes dinosaurios de yeso blanco. No era un pueblo. Simplemente los dinosaurios iluminados desde el suelo por unos focos.
Mi madre me llevó a dar una vuelta abrigado bajo una manta parda del ejército. Tarareaba una canción lenta. Creo que era “Peg a´My Heart”. La tarareaba bajito, para sí misma. Como si sus pensamientos estuvieran muy lejos de allí.
Serpenteamos lentamente por entre los dinosaurios. Por entre sus patas. Bajo sus tripas. Describimos círculos en torno al Brontosauro. Miramos desde abajo los dientes del Tyranosaurus Rex. Todos tenían unas lucecitas azules a modo de ojos.
No había nadie. Sólo nosotros y los dinosaurios.
9/1/80 
Homestead Valley, Ca.

Claire Denis evoca las sensaciones que le transmitía Wenders en el curso de un rodaje plagado de contratiempos, en aquellos días en que no se sabía muy bien adónde iba la película, ni siquiera si finalmente habría película:
Alguna gente del equipo estaba harta de no saber qué iba a pasar. Para mí era obvio que Wim se aprovechaba de todo eso. Él se sentía libre. (...) Veía que era algo especial para Wim, como tomarse un licor que estuviera saboreando en paz; ése era el efecto que le provocaba no saber exactamente cómo iba a ser el día siguiente. Nada le daba miedo. 

Mientras continúa el rodaje de Country, en un par de fines de semana Shepard escribe las escenas del peep-show y se las dicta a Wenders por teléfono dos días antes de que se rodaran (además, por si no tuvieran suficientes problemas en la producción, sólo podían contar con Nastassja Kinski una semana para todas sus escenas). Páginas maravillosas con diálogos (casi un diálogo de monólogos) admirables, acordes con una espléndida idea fílmica. A Nastassja y Harry Dean Stanton les encantan esas páginas y se aprenden de memoria los textos para que Wenders pueda filmarlos de un tirón, cada plano de principio a fin; si se equivocaban, volvían a empezar, como si se tratara de una obra de un acto.
Al acabar la película, Wenders estaba sin un duro, había invertido cuanto tenía. Pero qué importaba, le quedaba París, Texas...
...el film que había querido hacer desde que empecé a hacer películas.

Claire Denis asistió a la proyección de la película en el festival de Cannes de 1984, donde se llevó la Palma de Oro:
Nunca sentí nada igual, ni siquiera con mis películas [aún se emociona al evocar aquella noche]. (...) La película poseía tal gracia que transportó a la gente en aquel momento. Esa comunión entre cine y público se da pocas veces, pero en aquella ocasión notaba la respiración de la sala. Y escuché las lágrimas... 
Claire Denis durante la entrevista con Kent Jones.

Veinticinco años después, Claire Denis tiene los ojos húmedos... ¿Y quién no, pase el tiempo que pase por París, Texas?


No se sabe cuánto, pero sé que mucho se lo debemos a la inspiración, a las palabras, al guión de Sam Shepard.