28/2/16

La tentación japonesa


Muy triste que un gran cineasta portugués suene menos aun (aquí) que, pongamos por caso, un tailandés. Quiero recordar a Paulo Rocha, que se nos fue hace tres años. Iba a escribir por eso. Pero no traigo a Paulo Rocha por remediar una recíproca (e ibérica) ignorancia tan triste. Todo lo contrario. Viene aquí por el contento que depara Mudar de Vida (1966), la segunda película del cineasta, una obra mayor del cine portugués, o sea, del Cine, ese país que no viene en los mapas, como le gusta decir a Víctor Erice, pero nos convierte en ciudadanos del mundo. Para celebrar que se pueda ver una obra tan bella, recientemente restaurada por la Cinemateca Portuguesa bajo la supervisión de Pedro Costa.


Paulo Rocha descubrió el cine en el Trindade de Oporto, escapándose de las clases del colegio Almeida Garrett. Recordaba haber visto (tendría 19 o 20 años) La puerta del infierno (1953), con Machiko Kyô, la primera película en color de  Teinosuke Kinugasa, que acababa de ganar la Palma de Oro en Cannes. Ahí comenzó la tentación japonesa.


Durante sus años en París, cuando estudiaba en IDHEC, Rocha llegó a convertirse en un íntimo del cineasta japonés cuando pasaba a presentar sus películas. En la Cinemateca de Langlois estudia la obra de Mizoguchi, y empieza a estudiar japonés. Tras la presentación de Mudar de Vida en el Festival de Venecia, en 1966, viaja por primera vez a Japón. Las páginas que le dedica Cahiers de cinéma pueden servirle como carta de presentación, pero tampoco lo necesita, allá donde va Kinugasa pregona el talento del joven cineasta. Con todo, no consiguió abrirse camino en el cine japonés, como quizá soñaba, y tuvo que esperar casi veinte años para rodar una película allí; aún así valió la pena, si podemos disfrutar de un filme tan hermoso como A Ilha dos Amores (1984). Tuvo otro maestro, Jean Renoir, de quien fue ayudante en Le caporal epinglé (1962); lo marcó, aun más como ser humano que como artista,

Paulo Rocha tras Jean Renoir 
en el rodaje de Le caporal épinglé.

Claro que cabe apuntar como experiencia cardinal su encuentro con Manoel de Oliveira a finales de los 50. Verle en la sala de montaje, que tenía en casa, trabajando en Acto de primavera (1963), en la que Rocha ejerció como ayudante de dirección, pero sobre todo ver cómo cargaba la cámara, los focos, el equipo de sonido e irse con su mujer a rodar en una aldea, volver otro día y retocar la escena que ya habían rodado, casi más como un pintor que como un cineasta, y luego trabajar en la moviola experimentando las posibilidades de las distintas versiones, descartando planos que a Rocha le parecían sublimes.


Esa disposición hacia la forma fílmica, la actitud ante el cine de Oliveira representó una experiencia primordial para el futuro cineasta que le rendirá homenaje al maestro en Oliveira, o Arquitecto (1993), una película para la mítica serie Cineastas de nuestro tiempo, producida por Janine Bazin y  André S. Labarthe. Casi podríamos decir que el cine de Paulo Rocha -y hasta el hombre y el cineasta- gravitan entre los vértices del triángulo magnético que trazan el magisterio de Mizoguchi, Renoir y Oliveira.


Cuando rueda Mudar de Vida, Paulo Rocha es consciente de que está capturando un mundo en trance de desaparecer, el mundo que había impresionado su infancia y encantado su mirada; sabía que el mundo de aquellos pescadores de Furadouro -en el distrito de Ovar, donde acontece la primera parte de la película- sería olvidado y que en cierto modo iban a desaparecer en vano, si el cine no amparaba su memoria. Furadouro era la tierra de la madre y los abuelos del cineasta.
Desde pequeño me crié jugando entre los barcos y las redes [en Furadouro], durante dos o tres meses cada verano. Yo no veía la miseria, las moscas, las pulgas y el alcoholismo. Los del mar eran gigantes; nosotros, los de la ciudad, unos enanos. Como las Companhas [empresas de pesca que comprometían a toda la comunidad] se estaban acabando a principios de los sesenta, sentía que era necesario hacer cualquier cosa para salvarlas o, por lo menos, levantar un monumento a su gloria... aquel reino escondido entre la arena durante siglos, lejos de todo... Visualmente era muy potente. Había una monumentalidad y una dignidad trágica en las casas de madera, en los barcos, en los cabos y en las redes cubriendo la laya hasta perderse de vista. Recordaba las construcciones de madera de los templos japoneses, las imágenes del cine ruso del tiempo del mudo. El mar destruía las casas, las Companhas se acababan, había una nube negra sobre todo aquello. 

Haber dormido de niño a la sombra de aquellos barcos, haber convivido con aquella gente del mar se transfiguró con el tiempo en un sentimiento de reverencia por aquellos lugares, por aquellos pescadores...
Era una raza de gigantes, cubiertos de pulgas y enfermos, pero unos tipos bigger than life.

Paulo Rocha veía las casas de madera de los pescadores de Furadouro como figuraciones de templos japoneses. Y los pescadores, en los barcos, y las mujeres, en la playa, cobraban ese aire de las figuras japonesas que formaban un solo cuerpo con el trabajo en que faenaban...


También los pescadores del río (con mayor presencia en la segunda parte de Mudar de Vida) iban al mar en busca de los sargazos para cultivar la tierra; las plantas crecían en la arena y por debajo de las raíces asomaban cangrejos blancos: el mar y la tierra interpenetrándose en una fascinante armonía de contrarios. Ese ámbito donde todo se enhebraba y se fertilizaba mutuamente cautivaba la mirada del cineasta.


De hecho debía ser declarada Patrimonio nacional, si no de la Humanidad. A veces la película vuelve a Furadouro. Allí hay un cine (o lo había hace diez años) y asisten al pase los descendientes de quienes aparecen en la pantalla, los nietos de aquellas mujeres, de aquellos pescadores. Paulo Rocha recordaba una de aquellas proyecciones. Es un jolgorio. Se pasan el rato diciendo, "mira mi abuelo", "ahí está mi abuela". No se oye una palabra del diálogo, y cantan las canciones del filme a coro. Para Pedro Costa, Mudar de Vida es un gran documento sobre Furadouro.
El cine entró en la vida de aquella gente y mostró cosas que apenas conocían (...), a cambio recibió confianza y trabajo. Se nota el empeño, el esfuerzo colectivo, el placer...

Cuarenta años después del rodaje, Paulo Rocha recuerda como si fuera ayer:
Aquí estaba la ría y las matas a orillas del mar. Y las dunas y las casas de madera. Había una especie de reino aparte. El mar aquí era muy violento. Los campesinos venían aquí con los bueyes… para ayudar a empujar los barcos y las redes. En ese tiempo había todavía mucha pesca… y existían muchas compañías. Era un proceso que involucraba unas 300 personas. Los hombres de los bueyes dormían aquí muchas veces… dejaban los corrales cerca de los barcos… así, si el mar se ponía malo, servían para arrastrar los barcos lejos de la orilla. Esto era de una escala enorme: tirar las redes, que tenían kilómetros, con esas juntas de bueyes… tardaban casi una hora y media. Para mí, de pequeño, eso era todo un imaginario, algo mayor que la vida. Nada en la ciudad me impresionaba tanto. La compañía para mí era una entidad extraordinaria. Sin duda, acabó. Sólo quedó en la memoria.
 

Podría haber sido la primera película de Paulo Rocha. Allá por 1959, cuando estudiaba en París, había escrito un argumento localizado en la ría y los bosques de Furadouro. Se titulaba A viagem de inverno. Tenía mucho que ver ya con una cierta idea de paisaje a la japonesa y se contagiaba de la atmósfera de El grito, de Antonioni.


Para los diálogos habló primero con Cardoso Pires quien, a su vez, le recomendó a António Reis, un poeta de Oporto (por entonces sólo había rodado un par de cortos documentales), muy interesado en la literatura popular, que había realizado un trabajo de documentación lingüística sobre los pescadores de la zona de Gaia. António Reis también había sido otro de los ayudantes de dirección de Manoel de Oliveira en Acto de primavera y se apasionó por la historia de Mudar de vida. Paulo Rocha admiraba el oído musical tan preciso del poeta, sus ritmos infalibles; eso sí, no se podía quitar o poner una coma. (Y quizá gracias a la experiencia en Mudar de Vida, sin dejar de ser poeta, António Reis descubrió el cineasta que también llevaba dentro.)


Cómo suenan los diálogos de António Reis. En la voz de los personajes y en las imágenes que los capturan propician una aleación mágica, ese oír con los ojos (de amor don delicado) del que hablaba Shakespeare en el último verso del soneto XXIII. Unos diálogos con líneas que matan, donde alienta ese dolor que arde en silencio. António Reis venía cada diez días pero su presencia era patente. Sabía mucho de todo aquello, conocía muy bien aquel mundo del mar, aquella comunidad de mareantes.
El texto de António Reis llegaba siempre poco a poco. Se percibía que estaba allí para batallar con el texto. Se quejaba -y se enorgullecía- de que aquello le daba un trabajo horroroso. Era muy intenso en cuanto abordaba. Decía: "Tengan mucho cuidado, porque una coma, un punto o una alteración del ritmo... Lo pensé cien veces y no conviene descuidarlo". Era como si estuviese escrito en las piedras. También hay poso de Pavese, al que leía por entonces...  

A mitad de rodaje se acabó el dinero, los 200.000 escudos que había adelantado Victoria Films, como avance de ingresos de distribución, al productor Cunha Telles. La mitad del equipo se marchó, pero se quedaron los mejores. Casi fue un alivio para el director, y las cosas hasta funcionaron mejor. Paulo Rocha consiguió semana a semana la financiación imprescindible para continuar pidiendo prestado (a la familia, a amigos); con 20.000 escudos podía aguantar una semana. El presupuesto total debió rondar los 600.000 (una película muy barata aun para la época). Zéni d'Ovar construyó los interiores en un plató improvisado en la bodega de la vivienda donde el equipo se alojó, aprovechando las tablas de las casas que el mar se había llevado. Fue imposible rodar dentro de las casas de la aldea, eran tantas las pulgas que no había modo de acabar con ellas, nos comían las piernas...

Vivienda donde se alojaba el equipo y en cuya bodega 
se improvisó un plató para los interiores.

Geraldo Del Rey, el Manuel de Deus e o Diabo na Terra do Sol (1964), de Glauber Rocha, acabó en Mudar de Vida por la amistad que unía al cineasta brasileño con Paulo Rocha. Se veían en París o en festivales, y pasaban noche enteras hablando. Fue en Acapulco, en 1965, cuando Paulo le comentó el proyecto de Mudar de Vida (quizá entonces aún se llamaba Entre aguas), Glauber, que preparaba a la sazón Terra em transe, le insistió en el baiano Geraldo. Nada más llegar a Furadouro, el actor se vistió con ropas de los pescadores. Fue como un milagro, ya era uno de ellos. Enseguida se adaptó al trabajo con los remos y los cabos, se hizo amigo de uno de los pescadores e iban juntos a beber por las tabernas. Y fue Adelino.


Paulo Rocha ya conocía a Isabel Ruth, la protagonista de Os Verdes Anos (1963), su opera prima. Lo había impresionado. En Mudar de Vida encarna a Albertina, una trabajadora rebelde que quiere romper con todo y emigrar a Francia. En un momento de la película le suelta a Adelino,
Tu ainda tes a perder, eu não, é por isso que vou por aí quase ás cegas.


Y al cineasta (que le sería fiel -cómo no iba a serlo- por el resto de su obra) le encantó aún más que en su primera película: parecía una llama ardiente...


Y no regatea palabras para ponerla por las nubes, nada que no se merezca Isabel Ruth:
Era una maravilla porque era la cosa más imprevisible del mundo, con ella nada era como estaba en el guión; tenía un encanto salvaje... Ese lado dolorido en ella, una adolescente quemada ya por la vida, no tiene nada de académico... Creo que tuve una suerte inmensa.

Treinta años después de Mudar de Vida, Isabel Ruth  evocaba a Paulo Rocha contándole increíbles historias japonesas durante las pausas del rodaje. Recuerda que cuando empezó a rodar con el cineasta se estrenaban las películas de Godard con Anna Karina y de Antonioni con Monica Vitti; ellos tenían mucho más cuidado con las actrices, eran sus mujeres, ya conocían todos sus ángulos. (Quizá Isabel Ruth echa de menos que Rocha no se atreviera a filmarla de otra manera, o mejor, ¿de una manera más amorosa?) Pedro Costa, que trabajó con ella en Ossos, considera a la actriz como una especie de Anna Karina portuguesa, la chica más bonita del cine portugués de los 60. Rocha cuenta cómo se fraguó el personaje de Albertina:
El personaje de la Isabel ladrona vino, extrañamente, del resumen de una película japonesa que nunca vi. Allí se hablaba de una chica que robaba el peto de las limosnas de un templo budista. Antes había escrito para ella la historia de otra ladrona que robaba en la periferia de Lisboa. Era algo más fantasioso. La situación de una trabajadora, de una mujer moderna, le dio otro peso al personaje. El pozo donde ella corta la mano de Adelino es una imagen de un texto de Pavese. 
Me gusta mucho cuando aparece Isabel Ruth... La encontramos en una cueva de arena, escondida como si fuera un bicho, como un perro que tuviera allí sus crías... Es muy orgánico. 

A María Barroso la eligió después de verla en La voz humana, de Cocteau; le interesaba ese lado de coraje moral, de integridad combativa que transmitía. Es la Julia de Mudar de Vida, la mujer que se ha casado con el hermano de Adelino, mientras el amor de su vida cumplía el servicio militar en Angola:
La escena con el molho de agullas... [La maravillosa escena del reencuentro de Alelino con Julia] Estaba fascinado por aquel claro del bosque... aquella luz al fondo, en el final de la tarde. Me parecía una escena de Los amantes crucificados. Pero las grandes escenas de María Barroso son en interiores, sobre su rostro, con su voz inolvidable.

Paulo Rocha cuenta que el director de fotografía Elso Roque se preocupó mucho de encontrar la película adecuada, que aguantara bien los verdes del bosque sin llegar al negro negro.


Hablando de los cuerpos de los pescadores de Furadouro, Costa apunta el lado oscuro de las imágenes, los cuerpos enfermos, que se doblan, que van a envejecer y pudrirse... un elemento muy fuerte en la película que le recuerda a Faulkner, los vencidos del universo de Yoknaphatawpha.
No hay muchas películas como Mudar de Vida que digan: el trabajo hace daño, duele, mata. Y que la resistencia es tan natural como el sol o el aire que respiramos.

En Mudar de Vida, el trabajo pesa, la fatiga de siente, se experimenta el trabajo de gigantes, el esfuerzo gigantesco que compromete a toda la comunidad. El propio equipo aprendió a admirar a aquellas mujeres, a aquellos hombres... El hecho mismo de que tuviesen tan poco dinero y estar allí perdidos en medio de aquellos arenales y de aquel bosque, a merced del mar (si había mala mar no se podía rodar), favoreció una cohesión y un compromiso con la película especialmente fecundo.


La magnífica secuencia del temporal que socava la arena y se lleva las casas de madera allí plantadas, y las mujeres apenas pueden rescatar algunos humildes enseres del oleaje, me recordó unas viejas fotografías de una desgracia similar en Vieira de Leiria (en Marinha Grande), donde pasamos unos días hace unos años.

Arriba, construcciones de madera 
en la playa de Vieira de Leiría y las casas en la arena, 
socavadas por un temporal.
Debajo, fotogramas de Mudar de Vida, tras el temporal.

Para Costa, la película no tuvo herederos. (Me atrevo a añadir: salvo el propio Costa.) Y aventura una razón, en Mudar de Vida no hay un mínimo trazo de experimentación. La película nos hace sentir el fin de una comunidad de mareantes y sus relaciones vitales, y el nacimiento (más sugerido que mostrado), de un mundo de seres desarraigados (esos zombis que transitan por filmes como Ossos o No quarto de Vanda, de Pedro Costa). Ese momento de transformación es el tiempo de la película de Paulo Rocha, angustioso y complejo, el tránsito entre la historia antigua -la del mito (la historia de las gentes de Furadouro, sus amores y penas)- y la historia contemporánea -la del capitalismo (de las luchas e indecisiones del presente). En Mudar de Vida se impone el lado fatalista mizoguchiano, pero resulta visible el legado de Dovjenko, una vertiente orgánica que vertebra las relaciones de una comunidad con el lugar de las raíces.


Y justo esa vertiente orgánica -esa intimidad con la naturaleza- se quiebra con las relaciones capitalistas. Pero Paulo Rocha tampoco idealiza la vida de los mareantes; el título es muy explícito, no quedaba otra que cambiar de vida, pero lo nuevo no fue (es) menos injusto. El discurso cinematográfico -por así decir- de Mudar de Vida me trajo a la memoria De sus fatigas, la trilogía de John Berger - Puerca tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag- sobre los campesinos de la Alta Saboya, en los Alpes franceses. En concreto, me acorde de estas líneas del ensayo -Epílogo histórico- que clausura los relatos de Puerca tierra (creo que no las cito aquí por primera vez):
...nadie en su sano juicio puede defender la conservación y el mantenimiento del modo de vida tradicional del campesinado. El hacerlo equivaldría a decir que los campesinos deben seguir siendo explotados y que deben seguir llevando unas vidas en las cuales el peso del trabajo físico es a menudo devastador y siempre opresivo. En cuanto uno acepta que el campesinado es una clase de supervivientes (...), toda idealización de su modo de vida resulta imposible. En un mundo justo no existiría una clase social con estas características.
Y, sin embargo, despachar la experiencia campesina como algo que pertenece al pasado y es irrelevante para la vida moderna; imaginar que los miles de años de cultura campesina no dejan una herencia para el futuro, sencillamente porque ésta nunca ha tomado la forma de objetos perdurables; seguir manteniendo, como se ha mantenido durante siglos, que es algo marginal a la civilización; todo ello es negar el valor de demasiada historia y de demasiadas vidas. No se puede tachar una parte de la historia como el que traza una raya sobre una cuenta saldada.

Paulo Rocha se sentía culpable de no haber rodado más, de no haber aprovechado más su oficio para dotar a la memoria viva de un sudario de cine que le concediera otro tiempo en la pantalla.
He tenido grandes remordimientos a lo largo de mi vida por no haber sido fiel a las experiencias de las personas que vivieron frente a mí, y que yo podría haber salvado del olvido y de la muerte. Porque me entregaron, en un momento de confianza, un aspecto de sí mismos. He conocido centenas de personas y lugares, árboles que murieron, calles que fueron destruidas, personas que yo conocía, y lo que tenían de único y frágil desapareció. No soy lo suficientemente enérgico para filmar todos los días. Soy un poco como Camões en Macao: curador de difuntos y ausentes. En parte, mis películas son eso. En ellas preservé alguna memoria de familia y amigos… y de la playa… a lo largo de mi vida preservé eso en cada película.

Pero basta ver Mudar de Vida para sentir la bendición de nuestra mirada y absolver a Paulo Rocha de cualquier culpa y aliviarlo de cualquier remordimiento. Me bastaría ese plano sublime con una imagen primordial -un emblema de la memoria- de mi infancia. Cuántas veces habré rememorado a mi abuelo subido en la grade, mientras yo tiraba de las vacas en los días de labranza. En Mudar de Vida son dos mujeres faenando la tierra...


Y recordé la oración de cada día de Godard en el capítulo 3b, Une vague nouvelle, de sus Histoire(s) du cinéma.


Hay películas como Mudar de Vida que (de)muestran hasta qué punto la plegaria de Godard ha sido atendida.

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