Hasta hace unos días sólo había visto cuatro películas de Frank Borzage:
Adiós a las armas (1932),
Deseo (1936),
Tres camaradas (1939) y -aunque no aparece acreditado como director-
Billy el Niño (1941). Apenas cuatro películas de las sesenta que se conservan de un cineasta que rodó más de cien; no sólo eso, de un cineasta que hasta los primeros años 40 figuraba entre los grandes, y en la edad de oro del cine mudo era un grande entre los grandes; baste un dato: cuando Murnau llega a la Fox -todavía no 20th Century- para rodar
Amanecer, Borzage cobraba lo mismo que Raoul Walsh, sólo John Ford cobraba más, y en 1933 era uno de los cuatro directores mejor pagados de Hollywood (con Mamoulian, Sternberg y Lubitsch). ¡Y uno sin ver nada del cine mudo de Borzage! Hasta hace unos días. Hemos visto otras cinco películas suyas, pero sobre todo nos hemos llenado los ojos con
El séptimo cielo (1927) -no confundir con el
remake sonoro de Henry King estrenado en 1937- y
Lucky Star (1929), que ya tiene su lugar entre las películas de mi vida. Lo diré en pocas palabras: La primera me parece una maravilla; la segunda, sublime. (Creo que Ángeles invertiría los adjetivos.)
Fotograma de El séptimo cielo.
Debajo, un fotograma de Lucky Star.
Probablemente sea el más olvidado de los grandes directores. Cabría hablar de Borzage como de un cineasta para cineastas. El propio Murnau, con quien Borzage aprendió tanto durante el rodaje de
Amanecer (un rodaje que llegó a solaparse en las últimas semanas con el de
El séptimo cielo, con Janet Gaynor -protagonista en ambas- yendo de un plató a otro, por el día en
Amanecer, por la noche en
El séptimo cielo), declaró tras la proyección del filme de Borzage que ésa era la película que él habría preferido hacer. En 1964, Fuller proclamó:
Frank Borzage es uno de los grandes directores del cine americano de todos los tiempos. Y cinco años después, Sternberg, tan poco propenso a la admiración confesó que, de todos aquellos que trabajaron en Hollywood, Borzage fue sin duda el más digno de una admiración sin límites por su parte.
Borzage con Janet Gaynor en el rodaje de El séptimo cielo.
En su
50 años de cine americano, Tavernier y Coursodon le reservan
un lugar eminente en el séptimo cielo de los grandes cineastas. Allan Dwan menciona a Borzage entre sus directores predilectos y Leo McCarey entre aquellos cineastas que más le influyeron. Dragones (que cuidaron) de los tesoros del cine como Langlois o Bénard da Costa cultivaron el asombro por el cine de Borzage y conservaron el fuego de la memoria de un cine que nunca debió olvidarse. Un cineasta que ha merecido la suerte de uno de los mejores libros (de cine) que se hayan publicado nunca, obra de Hervé Dumont; decir que se trata de un libro monumental no resulta en absoluto hiperbólico, sólo el justo tributo al cine de Frank Borzage y al estudioso de su filmografía.
El jueves 28 de septiembre de 1933, Ozu escribe en su diario: "Llamo, en mi memoria, a Diana y a Chico, la pareja de
El séptimo cielo [encarnados por Janet Gaynor y Charles Farrell]. DIANE! CHICO! HEAVEN! ME AND MY SHADOW! [Ozu recuerda con mayúsculas uno de los memorables intertítulos del filme de Borzage]. En
Días de juventud (
Waikiki hi, 1929) de Ozu puede verse un cartel de
7th Heaven en el cuarto de uno de los personajes y alguna réplica del filme usa el título de la película de Borzage en clave de humor.
A la hora de escribir sobre el cine que ama le asalta a uno (siempre) la certeza del fracaso: ¿cómo dar cuenta de lo indescriptible, de lo inefable?, ¿como palabrear el misterio de las imágenes? Un sentimiento que se acentúa a la hora de hablar de las películas milagrosas. Milagrosas en un doble sentido: los milagros argumentales y los fílmicos. Y de los dos hay en los dos filmes de Borzage que bendicen hoy esta
escuela. Fracasemos, pues, pero con la cabeza muy alta, como le enseña Chico a Diane en
7th Heaven.
Chico le enseña a mirar siempre hacia arriba.
Diane aprende la lección y, llegado el momento ,
se convierte en la maestra.
Una sesión continua con dos joyitas como
El séptimo cielo y
Lucky Star no sólo depara cuatro horas exquisitas de cine mudo -o mejor, de Cine- sino que propicia el tránsito de múltiples pasajes entre ambas películas. Los dos filmes comparten la misma pareja protagonista, Janet Gaynor y Charles Farrell -Diane y Chico en
El septimo cielo, Mary y Tim en
Lucky Star-; la pareja de enamorados favorita del público americano a finales de los veinte y principios de los treinta, una pareja "creada" por Borzage en
El séptimo cielo y con la que rueda también
El ángel de la calle (1928), una película que procura un delicado goce visual pero sin la temperatura fílmica que enciende el delirio (fantástico) de nuestra sesión continua. (A Murnau le gustó tanto el trabajo con la luz que comprometió a los directores de fotografía de
El ángel de la calle, Ernest Palmer -a quien se le debe también la iluminación de
El séptimo cielo- y Paul Ivano -con quien ya había colaborado en
Amanecer- para su siguiente película,
Los cuatro diablos.)
La escalera hacia el séptimo cielo:
un icono de la edad de oro del cine.
En la secuencia final de Lucky Star,
Mary contempla la milagrosa -fantasmal y onírica-
aparición de Tim (en palabras de Bénard da Costa)
como la materialización de sus deseos.
El séptimo cielo y
Lucky Star representan sendos viajes hacia la luz (por obra y gracia del amor), y en ese sentido devienen cantos a los poderes del éxtasis amoroso, unos poderes -en palabras de Miguel Marías-
tan cercanos a los de la imaginación liberada en los sueños y a los del propio cine. Borzage es uno de los grandes cineastas románticos y ambos filmes pueden verse como arrebatos líricos de
amour fou, venerados en su día por los surrealistas: en cuanto André Bretón salió de ver
7th Heaven mandó a sus acólitos al cine, no podían perdérsela (bajo pena de excomunión). Hay quien vio en las historias del cineasta variaciones sucesivas del cuento de la Cenicienta; desde luego, tanto
El séptimo cielo como
Lucky Star pueden verse como deliciosas versiones del mito. Melodramas incandescentes hilvanados con miradas y
esas pequeñas cosas que Borzage transfigura en latidos del corazón, en bolsillos de tiempo para cobijo de desamparados, como esa chaqueta de Chico con la que se abraza Diane en
El séptimo cielo.
O un vestido nuevo (uno de los
leitmotiv borzagianos por excelencia).
Fotograma de El séptimo cielo.
Debajo, un fotograma de Lucky Star.
Pero también en pespuntes eróticos, porque en su cine hay una conciencia táctil y luminosa de los cuerpos, cuerpos atravesados por corrientes de amor: cuando Diane le corta el pelo a Chico.
O cuando Tim le lava el pelo a Mary en
Lucky Star, una de las más bellas escenas de amor de la historia del cine.
No estoy acostumbrada a ser feliz -le dice Diane a Chico en
El séptimo cielo-.
Es raro. Duele.
Como los grandes creadores de la historia del cine, inventan lo inolvidable con
esas pequeñas cosas de la rutina doméstica. Unas manos sucias, por ejemplo.
Fotograma de Lucky Star.
El séptimo cielo y
Lucky Star declinan el amor como una forma de creación. El amor transforma a los amantes. Los amantes se (re)inventan: el/la amante inventa al amado. Una idea -la del amor como acto de creación- que se encarna en una forma de luz: el amor como forma suprema de iluminación. (No podemos olvidar a Chester A. Lyons y William Cooper Smith, directores de fotografía de
Lucky Star, ni a Harry Oliver, el director artístico de ambos filmes y uno de los más estrechos colaboradores de Borzage en aquellos años postreros del cine mudo.)
Borzage con Janet Gaynor y Charles Farrel
en el set de Lucky Star.
Cada plano de Diane y Chico, de Mary y Tim, decantan la iluminación del amor como revelador del alma de unos seres -por lo demás- desvalidos. Ahí radica la belleza de esos planos, en la medida en que devienen la forma justa de la idea del amor de Borzage: encarnan su credo. Una forma que respira en cada plano de Chico y Diane, de Tim y Mary.
Diane y Chico
Tim y Mary
Pocas veces se ha mostrado tan dolorosamente (ni ha durado tanto) la fugacidad de los momentos felices y la fragilidad de los seres que los viven como en la escena de la despedida de
El séptimo cielo, donde Borzage monta en paralelo -y dilata hasta lo imposible- el desfile de los hombres que marchan a la guerra con el abrazo -quizá el último- de los amantes que han de separarse.
(En ambos filmes se enhebra la Primera Guerra Mundial, aunque en
Lucky Star se elide y sólo vivimos las secuelas que sufre Tim.)
El abrazo, otro de los motivos predilectos de Borzage. En
El séptimo cielo:
En
Lucky Star:
Lo dijo muy bien Hervé Dumont:
En la obra de Borzage, la redención es inseparable del abrazo. Como en la última secuencia de
Lucky Star:
O esas ventanas que enmarcan las miradas y dan forma a los anhelos de los personajes; umbrales, también, de otro mundo.
Diane en el umbral de un mundo sin miedo (a las alturas),
en El séptimo cielo.
Las ventanas de Lucky Star.
Creo que ya lo dije más de una vez, así que me repetiré (de otra manera): si el cine mudo no es
otro cine, se le parece mucho. Si vemos de la misma forma que vemos el cine sonoro, al cine mudo siempre le
faltará algo. Pero el cine mudo nos quiere (y requiere) de otra forma. Con otro tiempo, con otra cadencia. Con otro miramiento. El cine mudo y el cine sonoro habitan el mismo universo fílmico, pero con formas distintas; de ahí la mixtificación que suponen películas como
The Artist, que ven el cine mudo con la forma del cine sonoro, pero sin sonido, o sea, como un cine mutilado (o minusválido), fruto de quien -quizá- haya visto cine mudo, pero sin haber germinado su forma en una mirada.
Fotograma de Lucky Star.
En el cine mudo no nos distraen las voces y podemos ver más. Ver, si no mejor, más ensimismados. Nuestra mirada puede
escanear los rostros sin ruidos que estorben a los ojos. No escuchamos a los personajes, es verdad; no los escuchamos con el oído, los oímos con los ojos, y como escribió el Bardo en aquel verso que remata el soneto XXIII,
oír con los ojos es de amor don delicado (en versión de García Calvo). O sea, nos llenamos los ojos con ellos -como Chico se llena los ojos con Diane cuando tienen que separarse en
El séptimo cielo- y la mirada va dando forma a las emociones de los personajes con nuestros íntimos deseos, como si habláramos por ellos. (El cine de Borzage se demora -y se deleita- en su aquel de mirar.)
Fotograma de Lucky Star.
Hasta las palabras -en los intertítulos- eran palabras para los ojos, para ser vistas y leídas. Por eso Godard dijo que
la palabra del cine mudo era superior a la palabra del sonoro. Y algo más (decisivo): como no escuchamos las voces ni los ruidos de lo real, el cine mudo se ve liberado -por su propia condición- de algunas de las ataduras de la realidad. Su naturaleza es menos
realista que el cine sonoro (de la misma forma que el cine en blanco y negro es menos
realista que el cine en color). Pues bien, hubo cineastas que trabajaron por acercar el cine mudo a la realidad, por hacerlo más
realista -Stroheim, por ejemplo-, pero otros cineastas porfiaron en esa naturaleza
irrealista hasta lo
surreal, uno de esos poetas del cine mudo fue Frank Borzage.