Hace dos años compré por internet -en la librería El Astillero de Barcelona- K, el ensayo de Roberto Calasso sobre Kafka.
Cuando llegó el libro descubrí -la sorpresa no pudo ser más grata- que el ejemplar había pertenecido a Vila-Matas.
No sólo eso, el libro venía anotado y subrayado -con tinta negra- por el autor de Bartleby y compañía, que tanto cita a Kafka (y tanto irrita a tantos -¿o no tanto ni a tantos?- con tanta cita de Kafka y Cía). Sin ir más lejos en su último libro, Kassel no invita a la lógica:
Me acordaba de aquello tan sencillo y candoroso que se había preguntado Kafka en cierta ocasión: “Será cierto que uno puede atar a una muchacha con la escritura?” Pocas veces se ha formulado con tanta ingenuidad, tanta precisión y tanta hondura la esencia misma de la literatura… Porque contrariamente a lo que creen tantos, no se escribe para entretener, aunque la literatura sea de las cosas más entretenidas que hay, ni se escribe para eso que se llama “contar historias”, aunque la literatura está llena de relatos geniales. No. Se escribe para atar al lector, para adueñarse de él, para seducirlo, para subyugarlo, para entrar en el espíritu de otro y quedarse allí, para conmocionarlo, para conquistarlo…
También me acordé de haber leído esa cita sobre el aquel de atar a una chica con la escritura hace veinte años en El otro proceso de Kafka, el estupendo ensayo de Canetti sobre las Cartas a Felice, como aquella del 14 de enero de 1913, donde el autor de La metamorfosis le cuenta que nunca puede estar uno lo bastante solo cuando escribe, ni rodearse de bastante silencio, y hasta la noche resulta demasiado poco noche, y es fácil extraviarse, y espantar a los fantasmas, esos que evoca en La guarida, uno de sus últimos relatos (traducido también como La madriguera, La construcción o La obra): En cierto modo tengo el privilegio de ver los fantasmas de la noche no sólo en el estado de inerme y beato abandono del sueño, sino además y al mismo tiempo encontrándolos en la realidad, cuando poseo toda la fuerza de la vigilia y una serena capacidad de juzgar.
Kafka se planteó la cuestión de la escritura como una lazada para el lector, cuando una chica (la hija del portero de la casa de Goethe en Weimar) le contestó a una carta cuando antes le había dado plantón en una cita. Tiene su aquel que concibiera esa idea -la escritura como ritual de encantamiento- seis meses antes de que comenzara su correspondencia con Felice Bauer, una de las obras capitales del género epistolar en el siglo XX. (No olvidamos las Cartas a Milena.) En las Cartas a Felice, la escritura deviene una herramienta de seducción, donde el leer lía a aquella mujer -y a nosotros lectores imprevistos, sobrevenidos- con la invisible soga de las palabras que nos anudan los adentros. Y para esa soga de palabras necesitaba la soledad cósmica de un sótano, como le cuenta a Felice en la carta mencionada, para explicarle que no podría tenerla al lado (como a ella le gustaría) mientras escribe:
Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de un sótano espacioso con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera sentado, tras la puerta más exterior del sótano. Ir a buscarla, en camisón, a través de todas las bóvedas sería mi único paseo. Acto seguido regresaría a mi mesa, comería lenta y concienzudamente, y enseguida me pondría de nuevo a escribir. ¡Las cosas que escribiría entonces! ¡De qué abismos las arrancaría!
En esa carta, Kafka le recuerda a Felice otra de siete semanas antes -el 24 de noviembre de 1912- donde le transcribía unos versos del poeta chino Yan-Tsen-Tsai; le observa -con vistas a la cabal comprensión del poemita- que los chinos pudientes antes de irse a acostar perfuman el lecho con esencias aromáticas:
EN LA NOCHE PROFUNDA
En la noche fría, absorto en la lectura
de mi libro, olvidé la hora de acostarme.
Los perfumes de mi colcha bordada en oro
se han volatilizado ya, el fuego se ha apagado.
Mi bella amiga, que hasta entonces a duras penas
había dominado su ira, me arrebata la lámpara
y me pregunta: "¿Sabes la hora que es?".
Al final de K, Vila-Matas subraya este párrafo de los Diarios de Kafka, citado por Calasso: Es perfectamente imaginable que la magnificencia de la vida esté dispuesta, siempre en toda su plenitud, alrededor de cada uno, pero cubierta de un velo, en las profundidades, invisible, muy lejos. Sin embargo está ahí, no hostil, no a disgusto, no sorda, viene si uno la llama con la palabra correcta, por su nombre correcto. Es la esencia de la magia, que no crea, sino llama.
La soledad en la noche (eso sí, una noche noche) de un sótano hondo para llamar a las palabras precisas y así atar a una chica con la soga de la escritura. Todas las mujeres importantes en la vida de Kafka aparecen anudadas por sus textos: Felice (se ofreció como copista), Milena (lo tradujo al checo), Dora Diamant (la oyente maravillada; a Kafka le encantaba leer en voz alta: La marquesa de O de Kleist, los cuentos de Andersen o de los Grimm, y aun sus propios relatos)... y, claro, la niña del parque Steglitz.
Hace cinco años traje a la escuela una de los más bellos cuentos de hadas que uno haya leído nunca: la historia de la muñeca viajera de Kafka, una historia que ha llegado a nosotros gracias al testimonio de Dora Diamant, la mujer con la que Kafka vivió el último año de su vida, y que leímos la primera vez en un artículo de César Aira.
También Pietro Citati en su Kafka (en cuyos agradecimientos finales menciona con especial gratitud a Calasso y Fellini por los consejos), cuenta la historia de la muñeca viajera (que traduzco de la edición de Cotovia en portugués):
No sabemos cuándo ocurrió la historia de la muñeca. Se había encontrado con una niña que lloraba y sollozaba desesperadamente, porque había perdido la muñeca. Kafka la consoló: "Sé que tu muñeca está de viaje; acabo de recibir una carta suya." La niña estaba llena de dudas: "¿La lleva con usted?" "No, la dejé en casa, pero mañana te la traigo." Kafka volvió pronto a casa para escribir la carta. Se sentó a la mesa y empezó a componerla como si tuviese que escribir un cuento, desplegando (liberando) el gran juego dickensiano de calor y fantasía que siempre lo habitara. Al día siguiente, fue al parque, donde la niña lo esperaba. Le leyó la carta en voz alta. En aquellas cuartillas -probablemente tan interminables como las cartas a Felice- la muñeca explicaba con desparpajo que estaba harta de vivir siempre con la misma familia: quería cambiar de aires, conocer nuevas ciudades, otros países, dejar a la niña por un tiempo, aunque la quisiera mucho. Le prometía escribir todos los días, con una minuciosa descripción de sus viajes. Así, por algún tiempo, á la luz de una lámpara de gas, Kafka describió países que nunca había visitado, contó aventuras dramáticas pero con final feliz, y llevó la muñeca a la escuela, donde hizo nuevas amigas. La muñeca le hablaba siempre a la niña de lo mucho que le gustaba y lo bien que lo había pasado con ella, pero aludiendo, no obstante, a las complicaciones de su vida y a otros deberes e intereses. Tras unos pocos días, la niña ya había olvidado la pérdida y sólo la ficción le interesaba. El juego duró tres semanas. Kafka no sabía cómo acabarlo. Pensó, volvió a pensar, le dio vueltas mucho tiempo, lo discutió con Dora, y al final decidió casar a la muñeca. Describió al joven novio, los preparativos, la boda, la casa del matrimonio. "Debes entender", concluía la muñeca, "que en adelante tenemos que renunciar a vernos."
Paul Auster en Brooklyn
Tampoco Paul Auster se resistió a contar la historia de la muñeca perdida en Brooklyn Follies (páginas 159-161 de la edición en Anagrama, 2006), a través de la voz interpuesta de uno de sus personajes, Tom, que se la cuenta a su tío Nathan, el protagonista de la novela:
Todas las tardes, Kafka sale a dar un paseo por el parque. La mayoría de veces, Dora, su pareja, lo acompaña. Un día, se encuentran con una niña pequeña que está llorando a lágrima viva. Kafka le pregunta qué le ocurre, y ella contesta que ha perdido su muñeca. Él se pone inmediatamente a inventar un cuento para explicarle lo que ha pasado. Tu muñeca ha salido de viaje, le dice. ¿Y tú cómo lo sabes?, le pregunta la niña. Porque me ha escrito una carta, responde Kafka. La niña parece recelosa. ¿Tienes ahí la carta?, pregunta ella. No, lo siento, dice él, me la he dejado en casa sin darme cuenta, pero mañana te la traigo. Es tan persuasivo, que la niña ya no sabe qué pensar. ¿Es posible que ese hombre misterioso esté diciendo la verdad?
Kafka vuelve inmediatamente a casa para escribir la carta. Se sienta frente al escritorio y Dora, que ve cómo se concentra en la tarea, observa la misma gravedad y tensión que cuando compone su propia obra. No es cuestión de defraudar a la niña. La situación requiere un verdadero trabajo literario, y está resuelto a hacerlo como es debido. Si se le ocurre una mentira bonita y convincente, podrá sustituir la muñeca perdida por una realidad diferente; falsa, quizá, pero verdadera en cierto modo y verosímil según las leyes de la ficción.
Kafka a los 5 años.
Para entonces, claro está, la niña ya no echa de menos a la muñeca. Kafka le ha dado otra cosa a cambio, y cuando concluyen esas tres semanas, las cartas la han aliviado de su desgracia. La niña tiene la historia, y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir.
Cuando Tomás Eloy Martínez leyó estas páginas de Brooklyn Folies, pensó que Auster se había inventado la historia de la muñeca -lo cuenta en un artículo publicado en La Nación el 20 de mayo de 2006-. Revisó la bibliografía sobre Kafka; leyó los diarios, la correspondencia... y sólo en la biografía de Ronald Hayman encontró una escueta referencia al episodio berlinés en el parque Steglitz.
La fuente primera (y probablemente el único testimonio con el que contaremos) de la historia de la muñeca se encuentra en Mi vida con Franz Kafka, los recuerdos de Dora Diamant, reunidos con otros testimonios por Hans-Gerd Koch en el volumen Cuando Kafka vino hacia mí, que Acantilado editó hace cinco años; un testimonio que se pudo leer por primera vez -al parecer- en una revista francesa allá por 1952, prueba fehaciente de que ni Auster ni Citati (ni cuantos se rindieron al encanto del cuento) se sacaron de la manga (o del caletre) la historia de la muñeca viajera, sólo revivieron el relato de Dora Diamant:
Cuando vivíamos en Berlín, Kafka iba con frecuencia al parque de Steglitz. Yo le acompañaba a veces. Un día nos encontramos a una niña pequeña que lloraba y parecía totalmente desesperada. Hablamos con ella. Franz le preguntó qué era lo que la apenaba, y nos enteramos de que había perdido su muñeca. Enseguida inventa él una historia con la que explicar aquella desaparición. «Tu muñeca tan sólo está haciendo un viaje. Lo sé. Me ha enviado una carta». La niña desconfió un poco: «¿La has traído?». «No, la he dejado en casa, pero mañana te la traeré». La niña, ahora curiosa, ya había olvidado en parte su pena. Y Franz volvió enseguida a casa para escribir la carta.
Se puso manos a la obra con toda seriedad, como si se tratara de escribir una obra. Estaba en el mismo estado de tensión en el que se encontraba siempre en cuanto se sentaba al escritorio, aunque sólo fuera para escribir una carta o una postal. Por lo demás era un verdadero trabajo, tan esencial como los otros, porque había que preservar a la niña de la decepción costara lo que costase, y había que contentarla de verdad. La mentira debía, por tanto, convertirse en verdad a través de la verdad de la ficción. Al día siguiente llevó la carta a la pequeña, que le estaba esperando en el parque. Como la pequeña no sabía leer, él lo hizo en voz alta. La muñeca le explicaba en la carta que estaba harta de vivir siempre en la misma familia, y expresaba su deseo de experimentar un cambio de aires, en una palabra, quería separarse por algún tiempo de la niña, a la que quería mucho. Prometía escribir todos los días. Y Kafka, de hecho, escribió una carta diaria en la que siempre informaba de nuevas aventuras, que se desarrollaban muy deprisa, de acuerdo con el ritmo de vida especial de las muñecas. Al cabo de unos días, la niña había olvidado la verdadera pérdida de su juguete y ya sólo pensaba en la ficción que se le había ofrecido como sustituto. Franz ponía en cada frase de la historia tanto detalle y sentido del humor, que el estado en que se encontraba la muñeca resultaba del todo comprensible: la muñeca había crecido, había ido al colegio, había conocido a otras gentes. Aseguraba una y otra vez que quería a la niña, pero aludía a las complicaciones que iban surgiendo, a otras obligaciones y otros intereses que de momento no le permitían retomar la vida en común. A la niña se le pidió que reflexionara, y así se la preparó para la inevitable renuncia.
El juego duró por lo menos tres semanas. Franz tenía un miedo terrible ante la idea de cómo darle fin, pues aquel final debía ser un verdadero final, es decir, debía hacer posible el orden que reemplazara el desorden provocado por la pérdida del juguete. Pensó largamente y al final se decidió por hacer que la muñeca se casara. Primero describió al joven marido, la fiesta de compromiso, los preparativos de boda. Después, con todo detalle, la casa de los recién casados: «Tú misma comprenderás que en el futuro tendremos que renunciar a volver a vernos». Franz había resuelto el pequeño conflicto de la niña a través del arte, gracias al medio más efectivo del que él personalmente disponía para ordenar el mundo.
¿Resultan una prueba convincente estas memorias de Dora a propósito de la veracidad del episodio del parque Steglitz? ¿Conoció Kafka a una niña que lloraba desconsolada a su muñeca perdida y escribió las cartas para que pudieran despedirse y seguir con sus vidas? ¿O Kafka inventó para Dora esa historia sobre una niña que había perdido su muñeca, porque les encantaban los cuentos de hadas? ¿O fue Dora quien se inventó que Kafka escribía para aquella niña unas cartas de la muñeca perdida, porque era su forma de imaginar que se despedía de ella, su forma de duelo por la muerte del escritor que tanto amó? Y sabiendo que Dora cautivó a Kafka contándole cuentos jasídicos, ¿qué nos impide imaginar que le contó el cuento de la muñeca viajera haciendo de él su protagonista y luego lo rememoró como obra del amor de su vida? Y qué importa. Si es una historia tan bella, si nos parece un cuento tan bueno (como para contarlo una y otra vez), cómo no va a ser verdad. Antonio Machado escucha y sonríe y calla; y escribe: ...también la verdad se inventa.
Dora Diamant fue la única mujer con la que vivió Kafka (para el caso no cuentan los ocho meses que vivió con Ottla, su hermana preferida, en Zürau). Dora tenía veinticinco años cuando lo conoció , quince menos que el escritor. Vivieron juntos en Berlín entre septiembre de 1923 y marzo de 1924, y (excepto un par semanas este último mes cuando se agravó la enfermedad de Kafka y volvió al domicilio familiar) ya no se separaron cuando hubo que hospitalizar al escritor. Murió el 3 de junio de 1924. Dora estaba a su lado. Si no los más felices, los días que vivió con Dora se cuentan entre los más alegres de la vida de Kafka.
Dora Diamant en 1928
Dora cuenta en sus memorias que respetó la voluntad de Kafka de quemar sus escritos (algunos de los textos que tenía con él o había escrito en Berlín). Ricardo Piglia habló en una entrevista de una escena contada por distintos contemporáneos del escritor: Kafka está tendido en un diván, hay una estufa y él mira cómo ella va quemando esos cuadernos. Salva apenas las cuartillas de La guarida, su último texto, al que le falta el final. Lo que resulta interesante para Piglia es que había una mujer quemando los papeles de Kafka. En otro lugar leí que la pira literaria no fue para tanto, quizá Dora no quemó tanto como dijo o Kafka quería quemar bastante menos de lo que ella da a entender.
Unos años antes de morir, Dora le escribió una carta a Max Brod, amigo de Kafka y custodio de su legado (quien ignoró la petición del escritor de que quemara sus papeles), donde le confesaba que había conservado cuadernos y cartas de Kafka, pero con la llegada de los nazis al poder en 1933, la Gestapo registró su casa -Dora, a la sazón militante comunista, tuvo que huir a la URSS- y se llevaron todos sus papeles. Según su biógrafa, Dora salvó 20 cuadernos y 35 cartas del escritor. Quién sabe si algún día aparecerán los últimos cuadernos del diario de Kafka o alguna de las cartas de la muñeca perdida que le leía a aquella niña del parque Steglitz de Berlín para atarla con la escritura.
(Los dibujos son obra de Kafka.)
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