Tenía pendiente desde el cine de los libros (hace ya más de un año) traer Ghost Dog: el camino del samurái (1999) a la escuela, la última película de Jarmusch que nos gustó mucho mucho y a la que volvemos cada tanto, un filme -iluminado por Robby Müller (uno de mis directores de fotografía predilectos)- donde la lectura deviene un asunto cardinal. Su protagonista -Ghost Dog, el samurái encarnado por Forest Whitaker- es un gran lector. (Cuentan que Alejandro Magno dormía con la espada y la Ilíada bajo la almohada.)
Jarmusch señaló que tanto don Quijote como su samurái son lectores arrastrados a la aventura por los libros, o mejor, lectores arrastrados al mundo de sus libros. Como el propio cineasta, arrastrado al mundo del Hagakure, el tratado sobre el bushidô -el código de los samuráis- que leyó mientras escribía el guión de la película. Ya le había pasado algo parecido cuando leyó a William Blake mientras escribía el guión de Dead Man, que entonces -mira por dónde- llevaba como título de trabajo Ghost Dog: en ambas películas su protagonista es ya, desde el comienzo, un hombre muerto, y en Ghost Dog reaparece Gary Farmer en el personaje de Nobody, con su esperada (y celebrada) réplica: Estúpido hombre blanco.
En la obra de Tsunetomo Yamamoto, un samurái del siglo XVIII, encontró Jarmusch un mapa para su protagonista (escribió la película para Forest Whitaker y le hizo ver las películas de samuráis de Kurosawa), además le procuró la clave de la estructura y aun la respiración del filme, hilvanado con citas del Hagakure que pespuntan Ghost Dog: un tramo de película y luego un texto sobre negro en la pantalla a modo de puntuación.
Ghost Dog trama un relato criminal donde resuenan el noir americano, pero también el (polar) francés o el yakuza japonés a través de los ecos de sendos filmes de 1967: Le samourai de Jean-Pierre Melville (aquí, El silencio de un hombre) y Branded to Kill de Seijin Suzuki, cineastas a los que, en compañía de Cervantes o Kurosawa, rinde tributo Jarmusch en los créditos finales.Y si vemos Ghost Dog como un relato criminal -una película de gánsteres, heredera del noir y del polar- viene a cuento recordar que Roger Caillois apuntaba cómo el relato policial no cuenta una historia, sino el trabajo de reconstruirla. O dicho de otra forma, el relato policial es, más que nada, un ejercicio de lectura.
No recuerdo dónde leí que tanto la novela de Cervantes como el filme de Jarmusch representan la puesta en escena de una despedida melancólica del mundo de los libros que leen cada uno de sus protagonistas. Y no anda desencaminada semejante apreciación, sólo que Ghost Dog alumbra también un elogio de la trasmisión, una poética del legado de los libros. Jarmusch destila su humor más tierno en la escena del encuentro del samurái con la niña en el parque. Ghost Dog y Pearline (encarnada por Camille Winbush) conectan enseguida al descubrir que comparten la pasión por la lectura. Serán amigos porque son lectores.
Ah, la mirada de Forest Whitaker cuando la niña abre el maletín donde guarda su biblioteca. (En los veranos de los ochenta, cuando nos preparábamos para viajar donde fuera, nuestro hijo llenaba una mochila azul con los libros y los comics de los que no quería separarse y/o tenía pendientes de leer: era su biblioteca para el viaje. Como Pearline.) La niña va sacando los libros del maletín rojo ante la mirada melancólica y cómplice del samurái: El viento entre los sauces de Kenneth Grahame (la niña comprueba que él también lo leyó), The Souls of Black Folk de W. E. B. Du Bois (aún no lo leyó, pero lo leerá -Tienes tiempo, le dice el samurái-), Night Nurse (no lo leyó, pero le gusta la portada) y Frankenstein de Mary Shelley...
-Es un buen libro, comenta el samurái.
-Lo sé -dice la niña-, es mejor que la peli.
-¿A ti también te lo parece?
No hace falta nada más. Son tal para cual. Entonces el samurái le presta Rashomon de Ryunosuke Akutagawa:
-Te lo dejo, pero prométeme que cuando lo leas me contarás lo que te ha parecido.
El libro de Rashomon pasa de mano en mano, de las de la hija del gánster a las del samurái y de éste a las de Pearline y de vuelta al samurái, trazando la circularidad de Ghost Dog, que acaba -otro círculo- con el Hagakure en manos de Pearline. La mirada y la memoria no dejan de leer en una película con tantos libros, ni de abrir pasajes en un cine con tantos textos como el de Jarmusch.
Ayer se cumplió el centenario de Alberto Caeiro, o mejor, de la invención de Alberto Caeiro por Pessoa. Todo empezó por una broma. A Pessoa se le ocurrió inventar un poeta bucólico y presentárselo a su amigo Sá-Carneiro, como si tal cosa. Pasó unos días dándole vueltas al tal poeta pero, por así decir, no se le manifestaba. Entonces el 8 de marzo de 1914 se acercó a una cómoda alta, cogió papel y empezó a escribir de pie, que era como escribía siempre que podía (eso dice), y, de una tacada, compuso treinta y tantos poemas, uno tras otro, como en éxtasis. Fue el día triunfal de mi vida -escribió Pessoa- y nunca volveré a tener otro igual. Empecé con un título, "O Guardador de Rebanhos", y lo que vino después fue la aparición de alguien a quien di enseguida el nombre de Alberto Caeiro. Pido perdón por lo absurdo de la frase: de mí había surgido mi maestro.
Cuánto me gustaría sentarme en el banco de ese parque con Pearline y prestarle los poemas de Alberto Caeiro y decirle Tienes tiempo... O leerle aquellos versos samuráis: Ser poeta não é uma ambição minha / É a minha maneira de estar sozinho. Qué poco cuesta imaginar a Pessoa en el maletín rojo de Pearline.
No hay comentarios:
Publicar un comentario