28/6/20

La tentación de Tourneur


En una entrevista publicada en Cahiers du cinéma (en agosto de 1966), Patrick Brion y Jean-Louis Comolli le preguntaron a Jacques Tourneur cuáles de sus películas prefería:
I Walked with a Zombie, por su poesía, y sobre todo Stars in My Crown, un filme muy pequeño que nadie ha visto.
Fue la película de Tourneur que más tardé en ponerle los ojos encima. Luego pasaron días y días que no se me iba de la cabeza.


Empieza como un western y termina como una película de terror.


De monstruos.


El cineasta le contó a Brion y Comolly que Joel McCrea (el actor y Tourneur eran amigos desde el instituto) le pasó el libro de Joe David Brown en que se basa la película y le dijo que era una historia muy bella y que iba a rodarla en la Metro. En cuanto la leyó, Tourneur se presentó en el estudio y dijo que quería dirigir esa película. Le dijeron que imposible; tenía un presupuesto muy pequeño, la rodaría uno de los directores que tenían bajo contrato. Pero aquella historia lo había cautivado y aceptó rodarla por casi nada.


Hay otra versión de la historia: el cineasta se entusiasmó con el proyecto nada más leer el guión de Margaret Fitts que le había pasado el productor (amigo suyo también) William H. Wright con la advertencia de que se trataba de una película muy modesta, con un presupuesto muy pequeño y doce días de rodaje; podrían pagarle muy poco, porque iban a contratar a un director que cobraba por semana. Tourneur estaba dispuesto a hacer la película sin cobrar. Al final le pagaron lo que tenían previsto para un director novato.


Dos versiones complementarias. Cabe imaginar que Joel McCrea comentara con William H. Wright qué gran historia de Joe David Brown para Jacques Tourneur, el director de títulos recientes como Canyon Passage (1946), Out of the Past (1947) o Berlin Express (1948). Y que el cineasta, tras haber sido tentado por el actor con el libro, hablara con el productor que lo tentó con el guión, aun sabiendo que no se podían permitir a alguien como Tourneur para un proyecto de presupuesto tan limitado.


Tourneur cayó en la tentación y empezó a trabajar enseguida con la joven guionista (26 años) Margaret Fitts, que también escribirá los guiones de Moonfleet (1955), de Fritz Lang, y The King and Four Queens (1956), de Raoul Walsh). Tourneur recordaba que muchas de las historias hilvanadas en la novela habían acontecido realmente en Birmingham (Alabama), donde nació el autor.


Margaret Fitts y Tourneur eligieron unas cuantas de esas historias (la muchacha que se enamora del médico, el médico enfrentado al pastor, la epidemia, el Ku Klux Klan...), las que se prestaban mejor a un tratamiento cinematográfico.


Tourneur estaba encantado con Margaret Fitts:
Por primera vez me encontraba con un guión provisto de un humor delicado y sutil, y al mismo tiempo con un gran respeto por el tema. 
A Tourneur también le encantó trabajar con Ellen Drew, 
que encarna a Harriet Gray, la mujer del pastor. 
Y con Dean Stockwell, el niño que rememora de adulto 
aquel verano de su infancia.

Stars in My Crow (1950) conjuga -en palabras del cineasta- una serie de viñetas humanas que trazan la vida de una pequeña ciudad. Esas pequeñas cosas que, destiladas por la memoria, cobran un significado cardinal. La memoria que cobija la nostalgia de la infancia. La infancia como un verano perpetuo.


Todos los personajes evocados por el narrador (un niño en el tiempo rememorado, John Kenyon/Dean Stockwell) ya han muerto, incluso aquel pueblo, adonde llega un día en tren el pastor Josiah Gray/Joel McCrea, ya no existe. En la atmósfera casi onírica de la película -iluminada por Charles Schoenbaum- se respira un aire fantasmagórico (resuenan muy cerca los ecos de I Walked with a Zombie), como si los personajes fueran a desaparecer, y sólo la mirada del niño los animara y sostuviera con la sola porfía de la memoria. Stars in My Crown cobra así una tonalidad memoriosa y melancólica como, pongamos por caso, How Green Was My Valley (1941), de John Ford.


João Bénard da Costa escribía en la folha da Cinemateca dedicada a Stars in My Crow que todo se trenzaba en este filme asombrosamente bello, atravesado por todos los fantasmas (el miedo, el deseo, el sexo, la muerte) en una edad -la de John Kenyon, claro- donde todo eso acontece en una oscura aleación, sin disponer aún de nombre para tales imágenes.


Hasta nosotros nos quedamos sin palabras ante la escena del milagro. Decimos milagro por echarle el lazo a una luz. Deberíamos limitarnos a nombrar apenas una vela encendida, el soplo del viento en las cortinas, el resplandor en el rostro de la maestra (moribunda o ya muerta)... Y callar. Algo así sólo podemos verlo en Ordet. Tan lejos, tan cerca.


Cuando Joe David Brown vio Stars in My Crown, le escribió una carta a Tourneur donde le decía cuánto le había emocionado la película. El cineasta conservó esa carta del escritor toda su vida. Joel McCrea siempre le decía a Tourneur que nunca había sido más feliz en su carrera que rodando Stars in My Crown.


El 1 de septiembre se cumplen 70 años del estreno de Stars in My Crown. Aquel pecado tuvo consecuencias. De ahí en adelante, Tourneur cobró la tercera parte de su salario habitual: ése fue realmente el  precio que pagó por el deseo de rodar Stars in My Crown. Nunca se arrepintió, sobra decir.

21/6/20

Algo así como...


Casi diría que Los Soprano fue lo mejor que le pasó a la televisión en los últimos veinte años. Desde luego no vimos nada mejor que Tony Soprano.


O lo que viene siendo lo mismo: lo mejor que le pasó a la televisión en los últimos veinte años fue James Gandolfini. Qué digo veinte, en los últimos cuarenta por lo menos. Se nos fue hace siete años (se cumplieron el viernes).


Recuerdo dos textos espléndidos in memoriam Gandolfini. Uno de nuestro querido Roberto (Villar Blanco). El otro de Marcos Ordóñez (el germen podéis encontrarlo en la nota de un cuaderno agavillada en la página 135 de Una cierta edad).


Uno te hacía preguntarte (te obligaba a imaginar) qué tal si tu padre fuese Tony Soprano (atrévete a pensarlo). Otro te hacía ver al niño agazapado en Gandolfini, escondido en la esquina de un plano.


Decía un viejo (y sabio) director que a los actores no se les dirige: se les elige; y, como mucho, se les corrige. Debemos estarle eternamente agradecidos a David Chase por haberle encomendado a James Gandolifini encarnar a Tony Soprano.


Durante años le tuve envidia (de la sana y de la otra) al creador de Los Soprano, pero uno ya tiene una edad y Ángeles, que me prescribe siempre lenitivos propicios, sólo me permite, en casos así, la rendida admiración.

Muhammad Ali con James Gandolfini 
en el set de Los Soprano.

En una entrevista le preguntaron a James Gandolfini qué le gustaría que le dijese Dios si existiera el paraíso. Se lo quedó pensando y se echó a reír:
Algo así como: hazte cargo un rato de todo esto, vuelvo enseguida.

A ver, Dios, ya estás tardando. No sé si me explico.

14/6/20

Ven y mira (Eric Rohman)


Os dejo una antología de los más de 7000 carteles de cine que pintó el artista sueco Eric Rohman (1891-1949). Por lo visto a principios de los 20 se dedicaba a tiempo completo a producir carteles de cine y en los 40 pintaba cuatro o cinco por semana.

Shanghaied (Charles Chaplin, 1915)

The Devil's Circus 
(Benjamin Christensen, 1926)

So This Is Paris (Ernst Lubitsch, 1926)

Two Can Play (Nat Ross, 1926)

Alraune (Henrik Galeen, 1928)

A Woman of Affairs 
(Clarence Brown, 1928)

Where East Is East (Tod Browning, 1929)

Dangerous Curves 
(Lothar Mendes, 1929) 

The Sky Hawk (John G. Blystone, 1929)

Broadway (Paul Fejos, 1929)

Words and Music (James Tinling, 1929)

Wharf Angel (William Cameron Menzies 
y George Somnes, 1934)

Le roi des Champs-Élysées 
(Max Nosseck, 1934)


7/6/20

Huesos y lodo


Pialat filmó cada película como si fuera la última. Pero también como si fuera la primera, como si las anteriores no contaran. Siempre al borde del abismo. A tumba abierta. Cada película le costaba más que la anterior. La última aun más que la primera. Antes de saltar, se aseguraba de haber quitado la red. Ese era el paso decisivo a la hora de afrontar cada proyecto. Como en La gueule ouverte (1974), una de sus obras más extremas y radicales.


Cada película realizada devenía una dificultad añadida a la hora de filmar la siguiente: costaba más desprenderse del oficio adquirido, renunciar a los trucos aprendidos, olvidar lo sabido, desnudarse, arriesgarse a la intemperie. Pialat gastaba un temperamento kamikaze; elegía el sesgo más difícil, el lugar más expuesto, para capturar aquello que sólo puede ser don del accidente: un destello tembloroso, volátil y fugitivo de súbita verdad  en carne viva en el curso del caos que propiciaba durante el rodaje, algo que ni siquiera podía conjeturar.


Néstor Almendros trabajó con el cineasta francés iluminando -y encuadrando- La gueule ouverte. En las páginas que le dedica a la película en Días de una cámara cuenta que Pialat puede rodar treinta o cuarenta tomas de un plano (en sus ochenta minutos La gueule ouverte tiene menos de cien planos; el director dice que ochenta)...
hasta que salte la chispa de vida deseada, quizá distinta de la que habían previsto el actor o el propio director. Estas y otras razones hacen que trabajar con Pialat sea agotador. Pero hay una recompensa, la certeza de saber que se ha colaborado con un artista cuya independencia y sinceridad rayan en la locura, un artista de una pureza absolutamente excepcional.

Si las películas de Pialat nos duelen -y siempre duelen-, a él no le dolían menos. Quizá ninguna más dolorosa que La gueule ouverte. La boca abierta. Es verla y -como con todas las suyas- tienes la certeza de que sólo Pialat podía filmar una película así. Quizá como ninguna de las suyas puede resumirse en tan pocas palabras: Monique/Monique Mélinaud tiene los días contados, apenas unos meses; su marido, Roger 'Le Garçu'/Hubert Deschamps, su hijo Philippe/Philippe Léotard y la mujer de éste, la nuera, Nathalie/Nathalie Baye, la acompañan hasta que muere. En menos palabras aún: La gueule ouverte acompaña la agonía de Monique. Cuenta una agonía y esa agonía es lo que cuenta.


Decía Cocteau que el cine muestra la muerte trabajando, pues bien, La gueule ouverte muestra -literalmente- el trabajo de la muerte en Monique, la que se va, y, más importante si cabe, cómo la muerte trabaja sobre Roger, Philippe y Nathalie, los que se quedan, como nos trabaja a los que quedamos, a los testigos, porque como tales nos unge -así nos quiere- Pialat a los espectadores.


Sobra decir que no es una película fácil de ver. Pero no hay muchas películas tan necesarias, que merezcan tanto el adjetivo; casi mejor, el sustantivo: ver La gueule ouverte, si no es debería ser, una necesidad. Por decir algo, a modo de tentativa de aproximación: se despliega en torno al mismo centro de gravedad que Gritos y susurros, de Bergman, estrenada dos años antes, pero no pueden ser más distintas; son películas de latitudes distantes, y hasta en las antípodas, una el reverso de la otra. Podrían componer una sesión continua sobre la agonía, pero quizá -o sin quizá- demasiado dura de soportar.


En Días de una cámara, el gran Néstor Almendros escribe a propósito del autor de La gueule ouverte:
De todos los directores con los que he trabajado, Maurice Pialat es seguramente el que más respeta la realidad de las cosas. Es también uno de los grandes directores franceses actuales [Días de una cámara se publicó en septiembre de 1982; Pialat murió el 11 de enero de 2003]. Por desgracia su cine es raramente comercial. Sus exigencias con sus colaboradores y consigo mismo son tales que cada día le resulta más difícil llevar a cabo una obra con continuidad.

Pialat había montado una productora aprovechando el éxito -tan raro- de  una película tan desgarradora como Nous ne vieillirons pas ensemble (Nosotros no envejeceremos juntos, 1972). Y produjo Le gueule ouverte. Se empeñó hasta las cejas. Casi nadie fue a verla. Una ruina. Tardó cinco años en levantar cabeza. En palabras de Néstor Almendros:
El tema no podía tener menos atractivo para el público cinematográfico, que generalmente sólo busca distracción: la enfermedad, la vejez, la muerte. Durante dos horas largas Pialat mostraba, paso a paso, la destrucción progresiva, física y psicológica, de una persona, de la madre del protagonista, víctima de un cáncer. [En realidad, como señalamos, la película sólo dura 80 minutos; a Néstor Almendros le engaña la memoria o vio un montaje previo. Nunca se menciona el cáncer.] La gueule ouverte se mantuvo en cartel unos días. Fue vista por un escasísimo número de espectadores.

Aunque los rodajes con Pialat eran de todo menos fáciles y por así decir se cargaban con la tensión de (sus) mil demonios, Néstor Almendros guardaba un grato recuerdo de la colaboración en La gueule ouverte (la única película que rodaron juntos):
En lo que respecta al encuadre y la iluminación, nuestro encuentro fue afortunado. Cada vez que filmaba una escena sin artificio alguno, aprovechando las luces existentes -la luz "clínica" del hospital, la luz fluorescente de la mercería, la luz de la ventana en el piso superior-, Pialat se mostraba sumamente feliz. No se empleó maquillaje, por supuesto, y la película fue rodada casi enteramente en decorados naturales, voluntariamente antiestéticos, exentos además del pintoresquismo posible en un pueblo francés de la Auvernia. 

Las formas del cine de Pialat cuajan en el curso de una escritura, o mejor, de un proceso de re-escritura que comienza a pie de obra en el aquel de preparar, fraguar una situación de rodaje, montar una escena. Y tratándose de Pialat, montar una escena debe entenderse en todos los sentidos, también -y sobre todo- como provocar el desconcierto, desestabilizar, sacar de quicio a los actores... con vistas a propiciar la sorpresa, el accidente, la emergencia de lo imprevisible, la incierta revelación, la descarga fugitiva.


En La gueule ouverte sólo los actores mencionados que encarnaban los personajes principales (la madre, el padre, el hijo y la nuera) eran profesionales, los demás (parientes y vecinos) no eran actores, y no olvidemos la casa familiar (con la mercería del padre en el bajo), que deviene un actor primordial.


Cada toma de Pialat procura arrancarle un bloque de tiempo a lo inesperado que más tarde se hilvanará en el mesa de montaje para configurar -en la secuencia de situaciones- una constelación de incandescencias.


Ese pálpito de lo irremediable que destila la primera secuencia entre madre e hijo, donde -sin saberlo aún con certeza- la vivimos en verdad como su última conversación, como una silenciosa despedida cuando el hijo pone el disco y escuchan/escuchamos Così fan tutte, de Mozart, la única música de la película.


Esa fugitiva emergencia de un destello de complicidad entre suegro y nuera en la cocina, que el cineasta consigue capturar en su milagroso e intacto esplendor de lo repentino y definitivo por azar (que decía Godard, a quien tanto detestaba Pialat).


Esa escena de Nathalie y Philippe tras hacer el amor junto a unas viñas cerca de la carretera: el sexo y la carne para huir de la muerte, de la agonía de la carne, en la tierra que abrigará los restos de Monique.


Ese desamparo que destila el abrazo desencajado de padre e hijo, como uncidos a la caja con la madre muerta, cuando los empleados de la funeraria proceden a cubrirla y atornillar la tapa.


Ese alivio en la banalidad que encuentran en la conversación sobre geranios, begonias y petunias o en la (buñueliana) caminata carretera adelante tras el entierro, las pequeñas cosas que vuelven soportable la desgracia.


Ese travelling (con un tiro de cámara a través de la ventanilla trasera del coche en el que viajan Nathalie y Philippe) dejando atrás al padre, alejándonos del pueblo. Porfiando por la vida en otra parte, en la urgencia de esa fuga. Lejos del hospedaje de la agonía y la muerte.


Durante el rodaje de La gueule ouverte, Pialat decidió exhumar los restos de su madre muerta catorce años antes, en 1959. Quiere ver/saber lo que queda. Un equipo reducido con Néstor Almendros y Philippe Léotard viajan al cementerio de Tours-sur-Meymont (Puy-de-Dôme). Los sepultureros cavan y sacan el ataúd. En el fondo de la caja se mezclan huesos y lodo. Se rueda el plano. Nunca se montará. Por así decir, Pialat drenaba en la película el lodo de la propia experiencia durante la agonía de su madre.


También llegaron a rodar una escena en la que padre e hijo tratan de cerrar la boca abierta de la madre muerta sin conseguirlo, una escena que se eliminó del montaje definitivo. En realidad, La gueule ouverte/La boca abierta tiene más que ver con las palabras que llevamos a cuestas, con lo no dicho y con lo dicho de más, con lo indecible, con el silencio y con el grito.


La gueule ouverte nos confina con la muerte, en la espera de la muerte, y justo ahí anida, despierta, aviva la pulsión de vivir, a pesar de todo. El reverso de aquellos huesos y lodo, que Pialat captura y cobija con amor airado y ardiente lucidez en su rabiosa, sucia, candente, absurda y descarada humanidad: el desvalimiento, la cobardía, el amparo, la mezquindad, la devastación, la ternura, la crueldad, la decepción, la impotencia, la angustia, el desconsuelo, la piedad, el daño... y una desesperada vitalidad, pasoliniana digamos.