31/3/19

Letty Mason en los dominios del viento


Ingmar Bergman cuenta en Imágenes, a propósito de Smultronstället (Fresas salvajes, 1957), que Victor Sjöström era un narrador magnífico, divertido y seductor, sobre todo si había una chica joven y guapa presente. Y había más de una. A Sjöström le encantaba rodar con Bibi Andersson, una actriz que iluminó aquellos días, en sus últimos años ya, de un cineasta legendario.
Estábamos sentados al pie de la fuente de la historia del cine, tanto del sueco como del norteamericano.
Ingmar Bergman, Bibi Andersson y Victor Sjöström 
en el rodaje de Smultronstället.

Bergman lamenta que a nadie se le ocurriera grabar lo que contaba Sjöström entre toma y toma de Fresas salvajes. ¿Que les contaría de The Wind (El viento,1928), una de sus últimas obras maestras? ¿Qué les contaría de Lillian Gish? Seguro que la película salió en sus historias, o Bergman le preguntaría por ella, porque le gustaba mucho. Y a ver, ¿a quién puede no gustarle mucho El viento, una de la últimas películas sublimes del cine silente (por resumirlo en un axioma)?. Ya tardaba en venir a la escuela, la verdad.


Fue cosa de Lillian Gish. Ella levantó El viento. Leyó la novela (con el mismo título) de Dorothy Scarborough, escribió un tratamiento de cuatro páginas, le pidió a Frances Marion que escribiera el guión, eligió a Victor Sjöström (en los créditos del cine USA figuraba como Victor Seastrom) para dirigirla y a Lars Hanson para el primer papel masculino (había trabajado con la guionista, el director y el actor  en The Scarlet Letter, estrenada en 1926), y tuvo la última palabra sobre resto del reparto y equipo técnico.

Lillian Gish con Victor Sjöström 
en el rodaje de The Scarlet Letter.

Conocía muy bien la obra fílmica de Sjöström (también las películas suecas) y sabía muy bien cuánto podían hablarle a la imaginación del cineasta un paisaje descarnado y las fuerzas de la naturaleza. Sobra decir que se reservó la protagonista, Letty Mason, una chica virginiana que va al Oeste y queda atrapada en los dominios del viento. Lillian Gish ya no era la jovencita que aparentaba en el papel, tenía 35 años y todo ese poder en la MGM, con el respaldo de quien la había contratado, el productor ejecutivo del estudio Irving Thalberg.

Victor Sjöström, Lillian Gish 
y el director de fotografía John Arnold 
en el rodaje de El viento.

El rodaje en exteriores fue un tormento muy parecido al que padece Letty Mason, con temperaturas en el Mojave a finales de la primavera que rozaban los 50º; la emulsión del negativo se derretía y había que congelar las latas de película. Por no hablar del viento de arena lacerante generado por ocho motores de avión. Sjöström despliega en el filme el conflicto físico -y metafísico- de un ser frágil y desvalido en un medio hostil con los elementos desatados. O mejor dicho, el conflicto deviene metafísico a fuerza de desbordarse en toda su evidencia física.


En ese sentido, El viento alcanza la abstracción a través de lo concreto, como esa ventanilla del tren en el viaje inaugural de Letty hacia el Oeste, que delimita -en palabras de Raymond Bellour- el motivo que habrá de habitar la película, por la abstracción sensible con la que impresiona la doble mirada del personaje y del espectador: esos admirables planos reiterados que condensan la furia de la arena arremolinándose, como iluminada, ante los ojos temerosos de Lillian Gish, condenada durante toda la película a esa arena y ese viento.


Comparado con la fuerza de los elementos, los triángulos melodramáticos con Letty como vértice común, con los rústicos cowboys que la pretenden, contrariados porque ella prefiere a un tipo más refinado (aunque descubrirá demasiado tarde que nada de fiar), representan vectores subordinados a la oposición cardinal encarnada por Lillian Gish, atormentada por el galope salvaje del viento desbocado, hasta la pura alucinación, cuando el viento insomne descubre el cadáver que acaba de enterrar.


Y cuando decimos encarnada, hablando de Lillian Gish, decimos hecha cuerpo, desde la coronilla hasta la punta del pie; entero y por partes. Los ojos (¡los ojos de Lillian Gish!).


Los hombros. Los pies(¡esa noche de bodas contada a través de los pasos!).


Las manos (¡las manos de Lillian Gish!). La nuca (¡ese travelling hacia la nuca de Lillian Gish!).


Cada mínimo gesto preñado de gloriosa elocuencia, iluminado por John Arnold, que Sjöström captura hasta el arrebato en ese final con una Letty perdida en el desierto, errante carne de viento en su desvarío, Lillian Gish.


Bueno, no, ese no es el final que vemos en la película. Ese es el final de la película (como en la novela) que filmaron Sjöström y Gish, y que, al parecer, también contaba con la conformidad de Thalberg, sólo que pudieron más los encargados de la distribución y se rodó un final romántico que la actriz siempre consideró un pegote. Y lo es, claro, pero vemos a Letty, enamorada al fin del rústico cowboy con el que se casó y hermanándose con el viento, y qué queréis que os diga, ni siquiera un pegote así con Lillian Gish puede menoscabar semejante maravilla.


Abro paréntesis. (Prefiero ver las películas silentes sin la música que se les compone con motivo de su restauración, quizá como prótesis para que los espectadores actuales no se pongan nerviositos viendo una película sin aditamento sonoro: si no se oye nada, se escucha mucho más. El viento, por ejemplo.)


En la porfía de lo real El viento cobra visos fantásticos prefigurados en la imagen de ese tren en la noche que lleva a Letty hacia el Oeste, nunca tan remoto, nunca tan no man´s land, en la frontera del delirio.


Ese es el verdadero viaje que nos proponen Lillian Gish y Victor Sjöström en 75' tan concisos como pasmosos en su economía narrativa para destilar ideas (e intimidades) complejas: el Oeste más allá de la razón, más allá del Oeste, pura materia del sueño. Por eso nadie se atrevería a llamar western a una película como El viento.

Víctor Sjöström con Lillian Gish en el rodaje de El viento.

La película se estrenó el 13 de noviembre de 1928. Fue un fracaso. Es un clásico de reclinatorio. Henri Langlois la veía como una admirable conjugación de lo mejor del cine sueco con lo mejor del cine norteamericano en los tiempos del cine mudo. El 21 de junio de 1969, hace casi cincuenta años, la Cinemateca Francesa rendía tributo a Lillian Gish.

Lillian Gish con Henri Langlois 
en la Cinemateca Francesa el 21 de junio de 1969.

Trece años antes, Henri Langlois había escrito algo muy parecido a una elegía por el cine silente:
La era del cine mudo se acababa como había empezado. Quedaba aún en dos cines olvidados de los grandes bulevares que sobrevivían gracias a las entradas baratas y a las chicas de la calle que podían descansar allí sin perder la oportunidad de encontrar un cliente. Así pude ver en París todavía hasta 1934 los grandes Charlot y los grandes Buster Keaton. (...) En los bancos de los cines ambulantes de Vendée y Bretaña, por una perras apenas, los solitarios, las criadas, los niños, los pescadores aún lloraban ante los gestos expresivos de Lillian Gish.

Y así hasta hoy. Y mil primaveras que vendrán.

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