31/3/19

Letty Mason en los dominios del viento


Ingmar Bergman cuenta en Imágenes, a propósito de Smultronstället (Fresas salvajes, 1957), que Victor Sjöström era un narrador magnífico, divertido y seductor, sobre todo si había una chica joven y guapa presente. Y había más de una. A Sjöström le encantaba rodar con Bibi Andersson, una actriz que iluminó aquellos días, en sus últimos años ya, de un cineasta legendario.
Estábamos sentados al pie de la fuente de la historia del cine, tanto del sueco como del norteamericano.
Ingmar Bergman, Bibi Andersson y Victor Sjöström 
en el rodaje de Smultronstället.

Bergman lamenta que a nadie se le ocurriera grabar lo que contaba Sjöström entre toma y toma de Fresas salvajes. ¿Que les contaría de The Wind (El viento,1928), una de sus últimas obras maestras? ¿Qué les contaría de Lillian Gish? Seguro que la película salió en sus historias, o Bergman le preguntaría por ella, porque le gustaba mucho. Y a ver, ¿a quién puede no gustarle mucho El viento, una de la últimas películas sublimes del cine silente (por resumirlo en un axioma)?. Ya tardaba en venir a la escuela, la verdad.


Fue cosa de Lillian Gish. Ella levantó El viento. Leyó la novela (con el mismo título) de Dorothy Scarborough, escribió un tratamiento de cuatro páginas, le pidió a Frances Marion que escribiera el guión, eligió a Victor Sjöström (en los créditos del cine USA figuraba como Victor Seastrom) para dirigirla y a Lars Hanson para el primer papel masculino (había trabajado con la guionista, el director y el actor  en The Scarlet Letter, estrenada en 1926), y tuvo la última palabra sobre resto del reparto y equipo técnico.

Lillian Gish con Victor Sjöström 
en el rodaje de The Scarlet Letter.

Conocía muy bien la obra fílmica de Sjöström (también las películas suecas) y sabía muy bien cuánto podían hablarle a la imaginación del cineasta un paisaje descarnado y las fuerzas de la naturaleza. Sobra decir que se reservó la protagonista, Letty Mason, una chica virginiana que va al Oeste y queda atrapada en los dominios del viento. Lillian Gish ya no era la jovencita que aparentaba en el papel, tenía 35 años y todo ese poder en la MGM, con el respaldo de quien la había contratado, el productor ejecutivo del estudio Irving Thalberg.

Victor Sjöström, Lillian Gish 
y el director de fotografía John Arnold 
en el rodaje de El viento.

El rodaje en exteriores fue un tormento muy parecido al que padece Letty Mason, con temperaturas en el Mojave a finales de la primavera que rozaban los 50º; la emulsión del negativo se derretía y había que congelar las latas de película. Por no hablar del viento de arena lacerante generado por ocho motores de avión. Sjöström despliega en el filme el conflicto físico -y metafísico- de un ser frágil y desvalido en un medio hostil con los elementos desatados. O mejor dicho, el conflicto deviene metafísico a fuerza de desbordarse en toda su evidencia física.


En ese sentido, El viento alcanza la abstracción a través de lo concreto, como esa ventanilla del tren en el viaje inaugural de Letty hacia el Oeste, que delimita -en palabras de Raymond Bellour- el motivo que habrá de habitar la película, por la abstracción sensible con la que impresiona la doble mirada del personaje y del espectador: esos admirables planos reiterados que condensan la furia de la arena arremolinándose, como iluminada, ante los ojos temerosos de Lillian Gish, condenada durante toda la película a esa arena y ese viento.


Comparado con la fuerza de los elementos, los triángulos melodramáticos con Letty como vértice común, con los rústicos cowboys que la pretenden, contrariados porque ella prefiere a un tipo más refinado (aunque descubrirá demasiado tarde que nada de fiar), representan vectores subordinados a la oposición cardinal encarnada por Lillian Gish, atormentada por el galope salvaje del viento desbocado, hasta la pura alucinación, cuando el viento insomne descubre el cadáver que acaba de enterrar.


Y cuando decimos encarnada, hablando de Lillian Gish, decimos hecha cuerpo, desde la coronilla hasta la punta del pie; entero y por partes. Los ojos (¡los ojos de Lillian Gish!).


Los hombros. Los pies(¡esa noche de bodas contada a través de los pasos!).


Las manos (¡las manos de Lillian Gish!). La nuca (¡ese travelling hacia la nuca de Lillian Gish!).


Cada mínimo gesto preñado de gloriosa elocuencia, iluminado por John Arnold, que Sjöström captura hasta el arrebato en ese final con una Letty perdida en el desierto, errante carne de viento en su desvarío, Lillian Gish.


Bueno, no, ese no es el final que vemos en la película. Ese es el final de la película (como en la novela) que filmaron Sjöström y Gish, y que, al parecer, también contaba con la conformidad de Thalberg, sólo que pudieron más los encargados de la distribución y se rodó un final romántico que la actriz siempre consideró un pegote. Y lo es, claro, pero vemos a Letty, enamorada al fin del rústico cowboy con el que se casó y hermanándose con el viento, y qué queréis que os diga, ni siquiera un pegote así con Lillian Gish puede menoscabar semejante maravilla.


Abro paréntesis. (Prefiero ver las películas silentes sin la música que se les compone con motivo de su restauración, quizá como prótesis para que los espectadores actuales no se pongan nerviositos viendo una película sin aditamento sonoro: si no se oye nada, se escucha mucho más. El viento, por ejemplo.)


En la porfía de lo real El viento cobra visos fantásticos prefigurados en la imagen de ese tren en la noche que lleva a Letty hacia el Oeste, nunca tan remoto, nunca tan no man´s land, en la frontera del delirio.


Ese es el verdadero viaje que nos proponen Lillian Gish y Victor Sjöström en 75' tan concisos como pasmosos en su economía narrativa para destilar ideas (e intimidades) complejas: el Oeste más allá de la razón, más allá del Oeste, pura materia del sueño. Por eso nadie se atrevería a llamar western a una película como El viento.

Víctor Sjöström con Lillian Gish en el rodaje de El viento.

La película se estrenó el 13 de noviembre de 1928. Fue un fracaso. Es un clásico de reclinatorio. Henri Langlois la veía como una admirable conjugación de lo mejor del cine sueco con lo mejor del cine norteamericano en los tiempos del cine mudo. El 21 de junio de 1969, hace casi cincuenta años, la Cinemateca Francesa rendía tributo a Lillian Gish.

Lillian Gish con Henri Langlois 
en la Cinemateca Francesa el 21 de junio de 1969.

Trece años antes, Henri Langlois había escrito algo muy parecido a una elegía por el cine silente:
La era del cine mudo se acababa como había empezado. Quedaba aún en dos cines olvidados de los grandes bulevares que sobrevivían gracias a las entradas baratas y a las chicas de la calle que podían descansar allí sin perder la oportunidad de encontrar un cliente. Así pude ver en París todavía hasta 1934 los grandes Charlot y los grandes Buster Keaton. (...) En los bancos de los cines ambulantes de Vendée y Bretaña, por una perras apenas, los solitarios, las criadas, los niños, los pescadores aún lloraban ante los gestos expresivos de Lillian Gish.

Y así hasta hoy. Y mil primaveras que vendrán.

24/3/19

Pasos por el pasado


Os voy a hablar de Woman on the Run, una joyita negra de 1950 dirigida por Norman Foster.


Que podamos verla a estas alturas tiene un aquel de historia detectivesca que conjuga porfía, catástrofe y rescate inesperado con su puntito pirata. Eddie Muller (fundador y presidente de la Fundación Film Noir) y Gwen Deglise (programadora de la Cinemateca Americana) se enteraron por casualidad del contrato firmado entre Fidelity Pictures, la productora de Woman on the Run, y la Universal, que había distribuido la película en 1950, donde se estipulaba que, en caso de no renovarse el acuerdo de distribución, el estudio debía conservar una copia de archivo de la película, cuya propiedad recuperaría la productora. Eddie Muller y Gwen Deglise encontraron la copia de Woman on the Run en los archivos de la Universal. Como Fidelity Pictures hacía mucho tiempo que no existía, la Universal no había considerado digitalizarla. Que se supiera era la última copia superviviente.


Hacía mucho tiempo que Anita Monga, la programadora del Castro Theater, quería mostrar la película de Norman Foster, que llevaba más de cincuenta años sin verse, pero hasta entonces la Universal se negaba a prestarla. Finalmente,  Woman on the Run  se proyecta en el Festival de Cine Negro de San Francisco en 2003 (compartiendo cartel con The Lady From Shanghai, como veremos una compañía muy bien elegida), y Eddie Muller aprovecha para hacer una copia pirata en vídeo, eso sí, con las mejores intenciones. Cinco años después la copia de archivo de Woman on the Run arde en un incendio en la Universal que destruyó parte de las instalaciones y afectó a la cámara donde se almacenaban las copias en 35 mm.


Gwen Deglise y Eddie Muller emprendieron una búsqueda exhaustiva por todo el mundo hasta encontrar latas con negativos de la película en el British Film Institute. Y al fin pudo restaurarse Woman on the run por la UCLA Film & Television Archive... gracias a la copia pirata en vídeo, que sirvió de guía para la reconstrucción. Eddie Muller está convencido de que si hubiese sido dirigida por Raoul Walsh, Don Siegel o Joseph H. Lewis ya habría sido redescubierta hace décadas y presentada como una obra maestra menor del noir.


¿Entonces quién era Norman Foster? Un director que tuvo la gran (mala) suerte de ser un "protegido" de Orson Welles y acabó siendo poco más que una nota a pie de página en la biografía del genio de Kenosha. Cuando Welles lo "descubrió", Foster ya había dirigido quince películas; de ellas, seis de la serie dedicada al personaje de Míster Moto y otras tantas de la serie Charle Chan. Eran grandes amigos, pero lo más importante para el caso: Welles sabía que Foster era un director con todas la letras, un realizador con oficio, habituado a manejarse con presupuestos y planes de trabajo muy ajustados, por eso le encarga My Friend Bonito, el episodio mejicano del inconcluso proyecto "panamericano" It's All True, a partir de una historia de Robert Flaherty. Welles quedó encantado con las escenas filmadas por Foster con el director de fotografía Floyd Crosby (el mismo de la sublime Tabú, de Murnau): No he visto nada más hermoso en mi vida, le telegrafió.

Norman Foster, agachado junto a la cámara, 
en el rodaje de Journey Into Fear.

Corría el mes de octubre de 1941 y Welles, como siempre, tiene varias películas entre manos: está rodando The Magnificent Ambersons, prepara Journey Into Fear (Estambul, 1943) y ya tiene previsto viajar a Brasil en febrero de 1942 para filmar el carnaval de Río, así que decide interrumpir el rodaje de My Friend Bonito (nunca se acabará) y encargarle a Foster dirigir Journey Into Fear, motivo cardinal del ninguneo: se consideró que había dirigido Journey Into Fear al dictado de su "mentor".


De nada sirvió, por lo visto, el testimonio del propio Welles, tal como se lo contó a Bogdanovich:
Yo la produje, y Joseph Cotten y yo escribimos el guión, basado en la novela de Eric Ambler. El director fue Norman Foster, que era un gran amigo mío. 

Algo parecido sucedió con Carol Reed a propósito de El tercer hombre. Para más inri, un arquitecto muy famoso se llama como él, así que si tecleas Norman Foster en un buscador tienes que fijarte bien para encontrar al cineasta. Seguro que aprendió mucho de Welles, pero a la vista de un filme como Woman on the Run no cabe obviar su innegable talento como director.


Es hora entonces de volver a la desaparecida Fidelity Pictures, la productora de nuestra joyita noir (entre sus créditos figuran también dos filmes de Fritz Lang, House of the River y Rancho Notorious, y Montana Belle, de Allan Dwan). ¿De dónde sale esa compañía independiente? Pues de la actriz protagonista, Ann Sheridan, la Eleanor de la película. Harta de los papeles decepcionantes que le asignaban en la Warner -aunque la recordamos en buenas películas, como They Drive by Night (1940), y hasta en muy buenas, como Silver River (1948), las dos de Raoul Walsh-, compra su libertad, rueda para la Fox como freelance la  estupenda I Was a Male War Bride (1949), de Howard Hawks, y monta Fidelity Pictures con el productor Howard Welsch para poder decidir sobre su carrera y elegir qué películas hacer. Para empezar, Woman on the Run. Eddie Muller sospecha que fue la propia Ann Sheridan quien eligió a Norman Foster para dirigirla.


Howard Welsch se encarga de poner en pie el proyecto. En 1949, compra un relato de Sylvia Tate publicado el mes de abril del año anterior en la revista American. Su título: Man on the Run, y con ese título Norman Foster y Alan Campbell (el marido de Dorothy Parker) escriben el guión y se rueda la película, y sólo en junio de 1950, terminado el rodaje, se cambia por Woman on the Run.


Foster y Campbell cambian la localización de la trama (Nueva Orleáns por San Francisco) pero respetan la premisa del relato de Sylvia Tate: Frank/ Ross Elliott, el marido de Eleanor, es un pintor fracasado que trabaja como escaparatista, esculpiendo maniquíes; forman un matrimonio en fase terminal. Por azar, Frank presencia el asesinato de un testigo clave en un juicio contra una banda de gánsteres. Y se salva por los pelos cuando el asesino le dispara antes de largarse. Ante la perspectiva nada apetecible de convertirse en un testigo valioso para la policía y, por lo tanto, objetivo prioritario de los gánsteres, Frank desaparece. Ahora policía y gánsteres lo buscan. Eleanor quiere ayudarlo, aun convencida de que ya no la quiere (de que en realidad huye de ella), pero no sabe cómo ni dónde encontrarlo. "Frank no ha hecho nada malo", argumenta Eleanor, a lo que el veterano inspector responde: "Oh, sí, lo ha hecho. Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado ”. Sobra decir: una situación clásica del cine negro.


A partir de la premisa, Foster y Campbell introducen cambios significativos. En el relato, el policía se enamoraba de Eleanor mientras buscan a Frank, seguidos a su vez por los gánsteres que también quieren localizarlo. En la película, los gánsteres (el jefe y dos esbirros) se condensan en el periodista de sucesos Dan Legget/Dennis O'Keefe y -lo más importante- se trabaja su relación con Eleanor: se gana su confianza y, en el curso de la búsqueda, ese vínculo va cobrando visos de enamoramiento. Cuando llevamos poco más de media hora de película, descubrimos que Dan es el asesino que disparó contra Frank, testigo involuntario de la escena que desencadena la trama. Pero Eleanor no lo sabe y, para más inri, cada vez confía más en él (de quien menos debía fiarse): la línea de suspense se refuerza de ahí en adelante hasta el clímax, al convertirse la protagonista en cómplice involuntaria del asesino; un asesino que debe matar a Frank, pero también se encariña con su mujer. La investigación policial dirigida por el inspector Ferris/Robert Keith cumple en la película una función secundaria, complicada porque Eleanor y Dan (aunque por motivos antagónicos) procuran esquivar su vigilancia para llegar hasta el desaparecido.


Hasta aquí las líneas que tejen la trama del guión de Woman on the Run, que entonces aún se titulaba Man on the Run. En realidad hay otro guión (dentro del guión), el verdadero guión que despertó el deseo de palabrear esta joyita noir. Pero antes unas notas sobre los diálogos y el rodaje. Probablemente el humor agrio que destilan los diálogos se debe a Alan Campbell (aunque no falta quien sospecha la mano de Dorothy Parker; se habían casado en 1934, se divorciaron en 1947 y se volvieron a casar justo cuando Woman on the Run quedó enlatada; habían escrito juntos varios guiones, pongamos por caso A Star Is Born, de Wellman). Al parecer no hubo un guión definitivo, por lo menos no en cuanto a los diálogos, y la propia Ann Sheridan reescribió buena parte de sus líneas e hicieron lo propio Dennis O'Keefe (había reescrito sin acreditar T-Men, de Anthony Mann, que había protagonizado) y Robert Keith (ya había escrito teatro a finales de los 20 y estrenado en Broadway, y la Universal lo contrató para escribir guiones y diálogos a comienzos del sonoro).


Foster rodó tres semanas en San Francisco. El director de fotografía Hal Mohr (entre otras, de la citada Rancho Notorious y de una joya noir como Underworld, de Samuel Fuller) había nacido en San Francisco y ya de niño se había construido su propia cámara, y muy joven había filmado documentales en la ciudad en fechas tan tempranas como 1912, así que estaba sobradamente familiarizado con la luz y las localizaciones de San Francisco y resultaba muy adecuado para el rodaje en exteriores que convierte la ciudad en un personaje más de Woman on the Run, desde su apertura en Bunker Hill hasta el clímax en el muelle de Santa Mónica, con la montaña rusa de Ocean Park donde su maestro Welles había rodado The Lady from Shanghai; un clímax resuelto de forma brillante por Foster al filmarlo desde el punto de vista de Eleanor (atrapada en el vértigo emocional de la montaña rusa), cuando ya sabe que Dan es el asesino y va a matar a su marido (la cara de la anagnórisis, el reconocimiento del error), justo cuando ha descubierto que estaba equivocada (al leer el verdadero guión) y quería desesperadamente salvarlo (la cruz de la anagnórisis).


Hablemos entonces de ese dichoso verdadero guión.  Eleanor recibe una carta de Frank (con una cita secreta), pero escrita de tal forma (por si cayera en otras manos) que sólo ella puede entender. Pero no la entiende. No consigue descifrarla. O sea, no puede leerla. Pero sólo ella podría, porque la clave (de lectura) no es otra que la memoria común (de la historia de amor) con su marido. Woman on the Run deviene entonces un itinerario emocional con esa carta como guión en pantalla de una revelación que Eleanor experimenta (como un renacimiento) cuando al fin consigue leerla, pero también un mapa de la memoria que la lleva a dar pasos por el pasado (sin flashbacks) de su relación con Frank. Para Eleanor, leer es recordar. Y actuar (los actores son lectores que actúan lo leído, anota Piglia en El último lector). Ésa es la función de todo guión, y el objetivo último de la carta de Frank, el mensaje cifrado en la cita secreta.


La idea subyacente consiste en reconstruir el rompecabezas de su relación y su lectura lleva a Eleanor por los lugares donde fueron felices. Woman on the Run cobra visos, entonces, de topografía amorosa, donde habita la memoria de lo perdido y quizá la posibilidad de avivar las brasas de una pasión. En definitiva Frank se juega todo a la competencia lectora de Eleanor, a que sepa leer (o sea, encontrar el sentido que se esconde en lo literal), aunque eso sólo lo descubriremos, ella y nosotros, llegado el momento, pero se trata de una lectura peligrosa, aunque eso lo sabremos nosotros antes, de ahí el suspense, y ella demasiado tarde, porque va a compartir sus descubrimientos con Dan, que también se ve afectado por la carta en una vertiente íntima, porque su lectura reanima el amor por Frank de la mujer de la que se está enamorando. Mientras Eleanor lee, camina y recuerda (sólo los pensamientos que tenemos caminando valen algo, decía Nietzsche): caminar, una forma de leer; leer, una forma de (re)enamorarse.


El viaje interior de Eleanor transita entre la atracción por Dan, convencida además de que Frank no la quiere y que la huida (de los gánsteres y la policía) es un pretexto para huir de ella, y la inesperada catarsis de una relación amorosa que el verdadero guión desentierra y resucita. En el desvelamiento de ese viaje interior cumple una función decisiva el montaje (de Otto Ludwig), con un espléndido uso del corte para mostrar las reacciones de Eleanor (soberbia, Ann Sheridan) a medida que lee el pasado en el presente, descubriendo un Frank que desconocía; descubriendo, al fin, que la carta es una carta de amor.


En apenas 77', Woman on the run consigue destilar la impresión de toda una vida y cada personaje, aunque sólo aparezca en una escena, deja su huella. Fue un fracaso de público (de ahí que se olvidaran de ella en los archivos de la Universal) y no sirvió para relanzar la carrera de Ann Sheridan (tres años después rueda Appointment in Honduras, de Jacques Tourneur, otra película tan memorable como olvidada). Que haya llegado hasta nosotros y podamos disfrutarla casi podemos considerarlo un milagro de los dioses lares del cine. Y así celebramos los pasos por el pasado de una actriz que quizá no consiguió (re)enamorarse de un Hollywood que no hizo nada por merecerla.

17/3/19

El poeta de los descampados



[La revolución] es también volver a colocar en su sitio
cosas muy antiguas pero olvidadas.
(Charles Péguy, citado por Huillet y Straub.)

Únicamente la revolución puede salvar a la tradición.
(Pasolini, carta a un lector publicada el 18/10/1962 
en Vie Nuove; p. 191 de Las bellas banderas.)

¡Soy Comunista
por Instinto de Conservación!
(Pasolini, Una desesperada vitalidad, 1963)



Los primeros años en este finisterre, vivimos al lado de un descampado que confinaba en el mar. Por primavera se vestía el encarnado de las amapolas y el amarillo de las santimonias (aquí le dicen pampullos), como un monet asilvestrado que daba gloria verlo (como un monet primitivo si eso fuera posible), por no hablar de la constelación de luciérnagas (vagalumes) que brillaba en las noches de verano, con las calvas de tierra figurando nebulosas.

Unos años después lo urbanizaron, o sea, lo enlosaron, le plantaron un parque infantil ridículo (como si un descampado no fuera el mejor paisaje que pueda concebirse para la imaginación de un niño), unos bancos donde jamás vimos sentarse a nadie, unas farolas para espantar la noche y unos metrosideros, imagino que de sombra repelente porque nadie la buscaba ni en los días más candentes del verano, y años después acaban por levantar el enlosado.

Ángeles, como protesta y denunciando el despropósito por anticipado, escribió una carta al director que dejó en la oficina barbanzana del periódico con páginas locales que se lee por aquí; mejor ni lo mencionamos, tampoco se la publicaron, debieron considerarla impertinente, una blasfemia, un pecado mortal contra el culto al progreso.

Y llegaron las excavadoras.


Entonces (no la única vez, claro) nos sentimos huérfanos de Pasolini: Yo soy una fuerza del Pasado / Sólo en la tradición está mi amor. Por pérdidas así cómo no vamos a echar de menos a quien escribió ese bellísimo poema recogido en Las cenizas de Gramsci (que leí por primera vez en 1983 por estas fechas): El llanto de la excavadora por los barrios populares de los arrabales romanos (de Accattone), derribados para construir urbanizaciones (adonde va a vivir Mamma Roma con su hijo). Un poema destilado en el salto de tigre hacia el pasado, que decía Walter Benjamin en la tesis XIV de Sobre el concepto de historia.

Fotograma de Mamma Roma.

Os lo tengo dicho: Pasolini amaba los descampados, ese paraíso pobre de los niños de la periferia, donde Roma no era Roma, y los jóvenes subproletarios aún llevaban pegada a la piel la tierra y el habla de las aldeas de sus padres, paraíso perdido.

Pasolini juega al futbol en un descampado.

Descampados de los Chavales del arroyo (la novela escrita en 1955), tierra de nadie de quienes nada tenían, donde Pasolini rastreaba con pasión las huellas de lo sagrado, una pasión que devenía reserva inagotable de inocencia y una procura de lo sagrado como resistencia ante el fetichismo de la mercancía y contra la religión del consumo.

Fotograma de Accattone.

(Tan cercano en el salto de tigre, el cine de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub; cuánta afinidad con la mirada del maestro en la porfía por lo sagrado, pongamos por caso adivinando la genealogía campesina en los andares de aquella chica que caminaba delante de nosotros, en Tui, una mañana de verano.)

Fotograma de Mamma Roma.

En sus Cartas luteranas, hablaba de la nueva forma del poder, el poder del consumismo, la última de las ruinas, la ruina de las ruinas. A Pasolini le dolía esa pérdida y se rebela con una desesperada vitalidad contra esa sociedad de consumo que él odiaba (en un sentido físico, hasta la náusea) y veía como una verdadera mutación antropológica. Hablando con Jean Duflot (Conversaciones con Pier Paolo Pasolini) le dice: Cada vez me siento más escandalizado por la ausencia de sentido de lo sagrado en mis contemporáneos.

Fotograma de Teorema.
Emilia/Laura Betti, la sirvienta, elige
un descampado como tumba.

En los descampados, que cultivaba con devoción de campesino y filmó como nadie (en Accattone, Mamma Roma, La ricottaUccellacci e uccellini, Teorema, Appunti per un'Orestiade africana...), en aquellos arrabales de barrios tristes, beduinos, pervivía esa Italia pobre y premoderna (africana) que el cineasta amaba y que los italianos no querían ni ver ni oír.

Fotograma de Mamma Roma.

Que lo asesinaran en aquel descampado de Ostia (que visita Nanni Moretti con su vespa en Caro diario) cuesta no verlo como un bucle tan trágico como cruel.

Fotogramas de Accattone.

Un no reconciliado, Pasolini. Con un aquel profético, esa fuerza del Pasado.

Fotograma de Uccellacci e uccellini.

El poeta de los descampados.

Pasolini con su Olivetti Lettera 22.
Octubre de 1975.
(Fotografía de Dino Pedriali.) 



Marx dijo que las revoluciones son la locomotora
de la historia mundial. Pero tal vez las cosas se presenten
de muy distinta manera. Puede ser que las revoluciones
sean el acto por el cual la humanidad que viaja en ese tren
tira del freno de emergencia.
(Walter Benjamin, notas preparatorias
a las tesis Sobre el concepto de historia.)


10/3/19

El cine en las manos


El 26 de febrero pasado fui a Numax a ver Le livre d'image (2018). Quiero dejarlo anotado porque se trata de un acontecimiento.


Pasaron más de treinta años desde la última vez que vi en una sala comercial una película de Godard en España: Je vous salue, Marie, en los cines Alphaville de Madrid, un día de julio de 1985; un estreno que los franquistas trataron de boicotear por considerarlo un filme blasfemo (ya hay que ser ignorantes); en fin, tan cerriles aquellos fachas como los de ahora mismo, sólo que los de entonces ya no nos parecían tan peligrosos.


Al salir de Le livre d'image (es un decir, quién puede salir de esa caverna platónica, de esa utópica noche del cine), aún conmovido por ese final maravilloso donde Godard se autorretrata con humor en el bailarín de Le masque, el primer segmento de Le plaisir (1952), de Ophüls, recordé un texto del cineasta Nicolas Klotz a propósito de Adieu au langage (2014) que leí en el número 33 de La Furia Umana. Su título, Nos yeux sont des animaux. Pour Jean-Luc Godard.  Nuestros ojos son animales. Cabe añadir: animales nictálopes, animales amigos de la noche del cine. Traduzco unas líneas:
Godard es quizá el único cineasta contemporáneo que realmente corre el riesgo de poner en crisis nuestra experiencia de espectador. Porque si Godard siempre ha sido y seguirá siendo un cineasta experimental es porque, como en Hitchcock y Lynch, la experiencia del espectador se sitúa en el corazón de su trabajo. Pero Godard va mucho más allá. Lo que pone en crisis es nuestra capacidad para ver (o no) y de escuchar (o no) lo que está allí, en el instante del espectro cinematográfico que se despliega.

Y en el penúltimo párrafo, sobre la muerte del cine, considera que habría que hablar más bien de la desaparición del espectador cineasta. Lo que éramos todos hace unas décadas. (En adelante un montaje de frases sueltas.) Cuando el cine estaba en todas partes y lo llevábamos en la cabeza. Amábamos el cine y a los amigos con los que íbamos al cine y hablábamos de cine. Y el cine nos hablaba y nos daba ideas. Y nos enseñaba a vivir y a inventar nuestras vidas. Los buenos filmes eran aquellos que no entendíamos del todo, que se nos resistían, que había que volver a ver. Éramos espectadores. Y viendo Adieu au langage pienso en la vida y la muerte, no del cine sino del espectador cineasta.


Volver a ver, cómo no, Le livre d'image. Porque somos espectadores. Una forma de resistencia.

Pongamos que son malos tiempos para la lírica.


Malos tiempo para el cine de Godard. Aunque, la verdad, dudo que fueran buenos buenos alguna vez.

Igual no quedan muchos espectadores dispuestos a hacer su trabajo. Desde luego no aquellos varados en el encanto de los filmes con Anna Karina (por cierto, la Cinemateca Portuguesa le dedica una retrospectiva en mayo).


El trabajo que propicia (aunque no obliga) el cine de Godard.

El trabajo de hacer nuestra película con lo que nos da a ver y oír (oír con los ojos y ver con los adentros) o hacer su película nuestra, que vienen siendo momentos de un mismo movimiento en el cine íntimo del espectador.

Digamos que no son buenos tiempos para pedirle al espectador que piense.

Que piense el cine, que viene siendo la manera de hacer cine de Godard. Desde siempre.


Hacer cine como un pensar con las manos, que es lo propio del ser humano, como decía Denis de Rougemont, y nos recordaba el cineasta en su JLG/JLG - autoportrait de décembre (1994) y en la monumental y sublime Histoire(s) du cinéma. Como nos vuelve a recordar al comienzo de su última obra, Le livre d'image.

Porque una imagen no es -en un sentido godardiano- un plano, un cuadro, una fotografía, una instantánea: es el resultado instantáneo (o sea, mental) de una relación. Como en ese momento donde cuaja la guerra como pecado original con esa lanza que atraviesa a Sigfrido (en Die Nibelungen, de Fritz Lang) y a Cocteau (en Le testament d'Orphée).

Lo propio del cine se hace montando, uniendo, conectando, acercando fragmentos, imágenes y sonidos por lejanos que puedan parecernos, pero llamados a encontrarse: un arte manual que Godard domina -hay que decirlo- como nadie.


Un filme-mano, Le livre d'image. Con cinco partes. Como los cinco dedos de una mano.
Lo de los cinco dedos fue algo que vino bastante rápido: el primer dedo es el de los remakes, el de las copias; el segundo dedo es la guerra, y después encontré ese viejo texto en francés de Las veladas de San Petesburgo [de Joseph de Maistre, escrito en 1821]; y más tarde, el tercero, era un verso de Rilke (Esas flores entre los raíles, en el viento confuso de los viajes); el cuarto dedo era -justo vinieron casi juntos estos dedos- el libro de Montesquieu El espíritu de las leyes; y el quinto es La Région centrale, que es la película de un americano, Michael Snow (...). Y después tuve la idea de que la región central era el amor que había entre un hombre y una mujer, que está cogido de La tierra, de Dovjenko.

El primer dedo, el de los remakes, despliega el método de Le livre d'image, la regla del juego del dispositivo armado -y amado- por Godard, una regla cifrada en una cita de Brecht: Sólo en el fragmento es posible encontrar la verdad, y anunciada en un escueto y precioso tráiler.


El método -a la manera de Walter Benjamin en la Obra de los pasajes- consiste en reactivar fragmentos del archivo del cine (U samogo sinego morya, de Boris Barnet; Vértigo, de Hitchcock; Johnny Guitar, de Nicholas Ray; Paisà, de Rossellini; Salò, de Pasolini...), pinturas, textos, voces (la más presente, sobra decir, la cavernosa voz de Godard), música..., sacándolos -alejándolos- de su órbita -habitual- para convertirlos en meteoritos que cobran un rumbo imprevisto y chocan de forma inusitada, y cristalizan -justamente- en una imagen. En una forma que piensa (y da que pensar). En las imágenes (mentales) del espectador que hace su trabajo con Le livre d'image.


Ese verso de Rilke sirve de pórtico al segmento admirable de los trenes (de la historia, del cine). Los trenes de Berlín Express, de Jacques Tourneur; de Arsenal, de Dovjenko; de Shanghai Express, de Sternberg... Y cómo iba a  faltar The General, de Buster Keaton.


Y esa región central deviene también el mito de la Arabia feliz. (Para Nicole Brenez, cómplice de Godard en Le livre d'image, la película es un panfleto a favor del mundo árabe.)

Un filme memorioso y laberíntico, peregrino y contemplativo, experimental y exuberante, radical y melancólico, ardoroso y lírico.

Un filme libre, estimulante, inagotable.


Un filme político. Caviloso, airado, dolorido, resistente, esperanzado.


Donde aflora una poética de la discontinuidad y el contrapunto.

Un filme pintado también. Godard lleva toda la vida haciendo cine de pintor. Aquí, de un pintor fauve, diríamos.


Un libro iluminado, Le livre d'image.

Al final, sobre negro, la voz de Godard nos habla de la necesidad de la revolución, de la utopía... Y se enciende.


Un ataque de tos está a punto de interrumpir su discurso pero aún tiene aliento para unas últimas palabras, una cita de Estética de la resistencia, de Peter Weiss:
Même si rien ne devait être comme nous l’avions espéré, ça ne changerait rien à nos espérances.
Incluso si nada resultara como esperábamos, eso no cambiaría nada de nuestras esperanzas.  Entonces calla y vemos la escena del bailarín de La masque en Le plaisir, de Ophüls: ese viejo (lo descubrimos al quitarle la máscara) que muere bailando. Bailando hasta el final, el viejo Godard. Con el cine en las manos.