Es raro que haya tardado tanto en traer a Manuel Puig a la
escuela (apenas lo cité una vez, como un escritor que había marcado a
Wong Kar-wai), un novelista, guionista y desmedido cinéfilo que leímos mucho hace treinta años o incluso antes. Viene ahora por un capricho de la memoria y el azar de un libro con pocos días de diferencia.
Fotograma de El beso de la mujer araña.
Ya no recuerdo a cuento de qué le conté a Roberto (uno de esos días de agosto que Carmen y él encantan con su visita este finisterre) cómo había conocido a Manuel Puig en el cénit de su renombre y a un paso de la cima de su popularidad, cuando se estrenó por aquí la adaptación cinematográfica de su novela más conocida (también la primera que le leímos),
El beso de la mujer araña, de Héctor Babenco, a partir de un guión de Leonard Schrader; leí en alguna entrevista con Manuel Puig que le habían ofrecido dirigirla (no me suena verosímil) pero no le gustaba el trabajo de dirección, le parecía un oficio muy autoritario, en cambio habría escrito el guión pero no se lo pidieron, ya habían decidido que lo iba a escribir un americano.
Fotograma de El beso de la mujer araña.
El encuentro con Manuel Puig ocurrió en agosto de 1984 durante las primeras Xornadas de Cine e Vídeo de Galicia (Xociviga) en O Carballiño, con motivo de una sección temática del festival dedicada ese año a cine y literatura. Recuerdo como si fuera ayer al escritor, con un moreno reluciente, en compañía de su madre, doña Male (de la que no se separó durante su estancia), en el vestíbulo de la Casa da Cultura de O Carballiño, donde iba a participar en una mesa redonda. (La verdad, me extrañaba la presencia de un escritor tan famoso en un evento tan modesto y primerizo.) Más que de sus novelas, quería que me hablara del guión de
El lugar sin límites (1978), la adaptación de la novela de José Donoso (me había gustado mucho) dirigida por Arturo Ripstein (la película me había gustado algo menos); aunque no aparece acreditado (el director figura como autor único del guión), ya sabíamos que Manuel Puig había escrito la primera versión.
Pero no hubo forma de dirigir la conversación por ese rumbo, ni por ese ni por otro, fue un fracaso total; él parecía no tener ni pizca de ganas de hablar conmigo y yo tampoco atiné a motivarlo. Y lo que son las cosas, tampoco recuerdo nada de lo que habló en la mesa redonda. Nadita. Ni palabra. Ni de esa mesa redonda ni de ninguna otra, y eso que allí estaban tipos como Julio Pérez Perucha o Paulino Viota a los que en otras circunstancias escuché con sumo interés. De aquella primera edición de Xociviga sólo conservo recuerdos felices de algunas películas (de una muestra de cine portugués y brasileño) que no he vuelto a ver:
Como era gostoso o meu francês (1971), de Nelson Pereira dos Santos;
Manhã Submersa (1980), de Lauro António;
Conversa acabada (1981), de João Botelho...
Fotograma de Como era gostoso o meu francês.
A mediados de los 70, Manuel Puig vivía en la Ciudad de México, donde acabó de escribir
El beso de la mujer araña. En julio de 1976, Ripstein le encargó el guión de
El lugar sin límites y en septiembre entregó la primera versión. Por lo visto, Donoso estaba encantado de que fuera Manuel Puig quien lo escribiera. Luego llegaron los desacuerdos entre guionista y director. Puig temía que Ripstein tratara el personaje del travesti (la Manuela) de forma grosera, y probablemente se ofendió al enterarse de que
José Emilio Pacheco le estaba metiendo mano a su guión (también Cristina Pacheco y Carlos Castañón), quizá para darle un toque más mexicano o para materializar ideas de Ripstein con las que Puig no comulgaba.
Fotograma de El lugar sin límites.
Como apunta Catherine Grant en un ensayo sobre la adaptación de
El lugar sin límites, aparte de la admiración de Ripstein (y Donoso) por Puig, motivaron el encargo del guión el yo y las circunstancias del autor de
La traición de Rita Hayworth: un homosexual que conocía de primera mano la vida y costumbres homosexuales de México (la adaptación requería trasladar allí el universo chileno de la novela) y que había experimentado una auténtica inmersión en la cultura mexicana: por puro ardor cinéfilo se había convertido en un verdadero experto en el cine musical mexicano de los 40 y 50, y en la cultura ranchera, tanto en la música norteña como la tradición cinematográfica del charro, y llegó a escribir un musical para la cantante Lucha Villa, venerada también por Ripstein, que la eligió para el papel de la Japonesa Grande de
El lugar sin límites.
Lucha Villa en un fotograma de El lugar sin límites.
Pero llegado el momento, el propio Puig pidió que retiraran su nombre de los créditos de la película. Luego, cuando vio la película, le gustó, y se arrepintió, y más adelante echó mano de razones políticas para explicar su decisión: la dictadura argentina podría pasarle factura a su familia allí por firmar una película
así... Algún crítico señaló que los personajes de la adaptación para la pantalla parecen más criaturas del escritor argentino que del chileno.
Fotograma de El lugar sin límites.
El caso es que me quedé sin conocer de primera mano los intríngulis del trabajo de Puig en el guión de
El lugar sin límites. En alguna entrevista confesó que, como se trataba de una novela corta, le resultó más llevadero que adaptar su propia novela
Boquitas pintadas para Torre Nilsson (donde tampoco aparece acreditado); cualquier guionista sabe que resulta más fácil añadir escenas o desarrollar situaciones, al trabajar sobre un relato breve, que decidir cuáles cortar si se faena con una novela larga.
Fotograma de El beso de la mujer araña.
Y también me quedé con las ganas de que me contara qué otras películas barajó durante la escritura de
El beso de la mujer araña. Molina (el personaje que encarna en la película William Hurt) le cuenta seis películas al preso político con quien comparte celda: una versión bastante fiel de
Cat People (
La mujer pantera, 1942), de Jacques Tourneur; una película de propaganda nazi con una heroína a lo Marlene Dietrich, inspirada en las producciones de la UFA; una adaptación de
The Enchanted Cottage (
Su milagro de amor, 1945), de John Cromwell; una película sobre carreras de coches en un ambiente de jet-set; un filme de fantasmas titulado -en la novela- "La vuelta de la mujer zombie", basado -sobra decirlo- en la maravillosa
Yo anduve con un zombie (1943), de Jacques Tourneur; y un melodrama con cabarets mejicanos al estilo Cukor. Pero muy bien podría haberle contado -o versionado- otras, y seguro que Puig tuvo sus dudas, habiendo visto infinidad de películas en su vida, y le costó lo suyo decidirse; quizá hasta hizo listas de melodramas para Molina, y quién sabe si llegó a esbozar relatos de otras películas en la voz de su protagonista... En fin, una lástima.
Fotograma de Yo anduve con un zombie.
Y pocos días después de este capricho de la memoria que me enredó con el recuerdo de aquel encuentro tan mustio con Manuel Puig en O Carballiño, vuelvo a topármelo en el magnífico ensayo
Varados en Río, de Javier Montes, que se lee como una novela, y eso que lo leí sobre todo por otro de sus personajes principales, la poeta Elizabeth Bishop, pero disfruté de lo lindo con las páginas estupendas que le dedica al escritor argentino, y más concretamente a su voraz y desatada cinefilia. Manuel Puig se había mudado a Río desde Nueva York en 1980 y acabó montando un cine a pequeña escala en su casa, lo llamaba
el cinito de la Rua Aperana (en el barrio Leblón). Y para garantizarse la provisión de películas montó todo un operativo mundial con proveedores y porteadores,
los videoesclavos, como los llama en sus cartas, amigos cinéfilos que le grababan películas en Los Ángeles, México DF, Nueva York, Roma, París o Buenos Aires; si hacía falta hasta les compraba el televisor y el magnetoscopio (y mira que era tacaño, aprovechando cada cinta hasta el último milímetro, por ejemplo).
En una carta le cuenta a su madre que consiguió
Zu neuen Ufern (1937), de Douglas Sirk (aún Detlef Sierck):
...bárbara, la mejor de Zarah Leander.
Por su
cinito, Puig aceptaba conferencias o giras en el extranjero y así aprovechaba para recolectar las grabaciones de sus
videoesclavos. Ahora me explico su aparición en O Carballiño: no le pagarían gran cosa pero seguro que también en Barcelona o Madrid tenía alguno de sus
camellos y así cubría gastos. Isidoro Manzi, amigo íntimo y otro cinéfilo compulsivo, reflejó así el vicio que compartían:
Comenzamos a grabar y coleccionar películas, no podíamos creer en lo que íbamos teniendo y en lo que podíamos tener. En cierto momento Manuel me dijo: "¿Te das cuenta? ¡Tenemos la vejez asegurada!"
Fotograma de The Strange Woman (1946), de Ulmer.
Manuel Puig podía repetir una y otra vez
el momento en que Hedy Lamarr se probaba un sombrero,
atisbando las primeras arrugas en el rostro de la actriz.
Durante los ochenta, en Río, llegó a reunir más de tres mil películas (murió en 1990, en Cuernavaca, no llegó a cumplir 58 años). Os parecerá todo desaforado. Lo era hasta un punto que roza lo inverosímil, lo que cuento aquí es apenas el aperitivo de un apetito insaciable. Una gozada, las páginas de Javier Montes sobre el Puig
cinémano. Todo empezó cuando tenía tres años y sus padres lo llevaron por primera vez al cine a ver
La novia de Frankenstein (1935), de James Whale, en el Cine Teatro Español de General Villegas, una ciudad de la Pampa Seca donde
todo estaba a más de mil kilómetros, rebautizada como Coronel Vallejos en
La traición de Rita Hayworth y
Boquitas pintadas.
Aquel niño encontró un refugio en las sesiones diarias de aquel cine, primero acompañado por su madre, doña Male, y luego solo: ¡todos los días cambiaban la película! Fuera del cine,
lo otro, era un mal
western en el que Manuel Puig había entrado por equivocación y del que no se podía salir, o sólo podía salir entrando en el cine, lo único malo era que la película sólo duraba hora y media, así que no le quedaba otra que transfigurar el resto del día en cine, por eso siempre salía a
pescar algún incauto para contarle una película; aquel niño no lo sabía pero ya estaba preparándose para escribir el personaje de Molina de
El beso de la mujer araña, que se
fugaba de la cárcel contando películas, como el autor se
fugaba de General Villegas.
Debió llegar un momento en que Manuel Puig se hartó de que siempre relacionaran sus novelas con el cine, porque había otra posibilidad de escape en aquel lugar a más de mil kilómetros de todo. Lo contó en una entrevista con su amiga Silvia Oroz:
Recordé que cuando era chico se hacían en el campo, donde yo vivía, unos churrascos que hacia el final, y con todo el mundo bebiendo bastante, comenzaban a llenarse de historias... Los gauchos las contaban... había algunos que se especializaban en historias de fantasmas. Y claro que nunca habían ido al cine. Pero ¡¡¡cómo dosificaban la historia!!! Las personas se quedaban hasta las dos de la mañana, en aquel frío y al aire libre, escuchando y escuchando. Ahí empezaban a traer los "ponchos" para cubrirse y continuar aquellas historias. Adoro la velocidad del relato, olvidarme de mí mismo. Esa cosa de ser absorbido por la historia me causa un tremendo placer. Eso lo aprendí del cine, pero el cine no inventó esos valores. Yo digo valores, para otros tal vez no lo sean. Para mí, lo son.
No seguí las Olimpiadas, y eso que estaba varado en Río, felizmente perdido en las páginas del libro con Rosa Chacel, Stefan Zweig, Manuel Puig y Elizabeth Bishop. Vale la pena. Hacedme caso.