Llevo más de veinte años sin ponerle los ojos encima a La tierra (1930) de Dovjenko.
Iba a escribir llevaba, pero mentiría. La he vuelto a ver en una mala copia, así que sólo puedo rememorar aquella proyección en el CGAI de A Coruña, donde nos arrebató el maravillado mirar de Dovjenko. Y comprobar -para eso sirven, en realidad, las malas copias- que la memoria no me había hecho de las suyas, que mis escenas inolvidables de un filme tan bello existen -empezaba a dudar si las había inventado, retocado o soñado-, eran la pura verdad de Zemlya. Tierra. Pero desde la primera historia del cine que leí me acostumbre a mencionarla -y a desear mirarla- como La tierra. La tierra, entonces.
No sé de ninguna edición decente, que le haga justicia, al menos, al excelso trabajo de su director de fotografía, Danylo Demutsky, Tampoco se la hacen las imágenes de los fotogramas que hilvano entre líneas. De hecho, quizá debía esperar a mirar La tierra otra vez como mandan los dioses lares del cine (la proyectaron en la Cinemateca Portuguesa, en Lisboa, el 30 de abril, pero no pudo ser)... Quizá.
Sus evidencias son sus secretos -escribió Bénard da Costa- y sus secretos son sus evidencias. Y unas líneas después, nunca (salvo en Dreyer) una muerte fue tan metamorfosis (...) Y nunca vi, a no ser en Bresson y su "Balthazar", un desnudo de mujer más austero y más riguroso que el desnudo de Elena... Un desnudo que llegué a temer en estos años habérmelo inventado...
Para Barthélemy Amengual -autor de un libro esencial sobre Dovjenko- La tierra era el más bello filme del cine. (No se lo vamos a discutir, sólo apuntar que en el altar de los filmes más bellos La tierra estaría muy bien acompañada por los más bellos filmes de Chaplin, Murnau, Lubitsch, Keaton, Ford, Lang, Renoir, Mizoguchi, Dreyer, Ozu, Rossellini, los dos Ray, Bergman, Naruse, Bresson, Godard, Cassavetes, Pasolini o Erice.)
Nunca se ha visto nada más bello en una pantalla que la muerte del viejo Semion -un amoroso retrato del propio abuelo del cineasta- como el último banquete de la vida, el abuelo se despide como quien se va de una fiesta, del baile de la cosecha, con las manzanas en el prado, saboreando la fruta en compañía del niño.
(En su Poética del cine, Raúl Ruiz habla del viaje clandestino del cinéfilo, de película en película, enhebrando las imágenes cardinales de un filme secreto; en esa película íntima de nuestra vida cobijamos esa despedida del viejo Semion con visos de alumbramiento, esa muerte tan metamorfosis, que decía Bénard da Costa.)
Dovjenko filma La tierrra como un poema, o mejor, como veía Francis Ponge el prado, un plato servido a nuestros ojos. Nunca el cine fue más banquete de la vida. El ritual amoroso de la luz y el tiempo.