Pasaban casi veinte minutos de la medianoche cuando el locutor de Radio Renascença, Leite de Vasconcelos, recitaba la primera estrofa de Grândola, vila morena:
Grândola, vila morena
Terra da fraternidade
O povo é quem mais ordena
Dentro de ti, ó cidade
Luego pinchó la canción. Los pasos de los caminantes y la voz de Zeca Afonso... Era la señal que esperaba el Movimiento de la Fuerzas Armadas para iniciar la Orden de Operaciones diseñada por el mayor Otelo Saraiva de Carvalho, quien las coordinará desde el puesto de mando en el cuartel de Pontinhas, en Lisboa. Había comenzado el 25 de abril de 1974. Una hora después el capitán Salgueiro Maia manda formar a la tropa de la Escuela Práctica de Caballería de Santarém y se dirige a los soldados con estas palabras:
Meus senhores, como todos sabem, há diversas modalidades de Estado. Os estados sociais, os corporativos e o estado a que chegámos. Ora, nesta noite solene, vamos acabar com o estado a que chegámos! De maneira que, quem quiser vir comigo, vamos para Lisboa e acabamos com isto. Quem for voluntário, sai e forma. Quem não quiser sair, fica aqui!
Todos quieren integrarse en la columna de blindados que va a marchar sobre Lisboa y ocupar el Terreiro do Paço. (El problema va a ser seleccionarlos, porque no pueden dejar desguarnecido el acuartelamiento.) Unas horas más tarde, Alfredo Cunha fotografía al capitán Salgueiro Maia en el Largo do Carmo, una de las imágenes emblemáticas de aquella jornada memorable.
En cuanto escucha el disparo de la cámara, Salgueiro Maia le pregunta al fotógrafo, ¿Ya está? El capitán de abril tiene cosas que hacer, exigirle la rendición a Marcelo Caetano, sin ir más lejos.
De todas las canciones que cantaron aquel 25 de abril siento especial debilidad por la de Lluís Llach, Abril 74. ¿Cuántas veces la escucharíamos, desde que salió Viatje a Itaca -en 1975-, que la incluía?
Companys, si sabeu on dorm la lluna blanca,
digueu-li que la vull
però no puc anar a estimar-la,
que encara hi ha combat.
Companys, si coneixeu el cau de la sirena,
allà enmig de la mar,
jo l’aniria a veure,
però encara hi ha combat.
I si un trist atzar m’atura i caic a terra,
porteu tots els meus cants
i un ram de flors vermelles
a qui tant he estimat,
si guanyem el combat.
Companys, si enyoreu les primaveres lliures,
amb vosaltres vull anar,
que per poder-les viure
jo me n’he fet soldat.
I si un trist atzar m’atura i caic a terra,
porteu tots els meus cants
i un ram de flors vermelles
a qui tant he estimat,
quan guanyem el combat.
(Compañeros, si sabéis donde duerme la luna blanca, / decidle que la quiero / pero que no puedo acercarme a amarla, / porque aún hay combate. // Compañeros, si conocéis la guarida de la sirena, / allá en medio del mar, / yo me acercaria a verla, / pero aún hay combate. // Y si un triste azar me detiene y caigo en tierra, / llevad todos mis cantos / y un ramo de flores rojas / a quien tanto he amado, / si ganamos el combate. // Compañeros, si buscáis las primaveras libres, / con vosotros quiero ir / que para poder vivirlas / me hice soldado. // Y si un triste azar me detiene y caigo en tierra // llevad todos mis cantos / y un ramo de flores rojas / a quien tanto he amado.)
Ahora me gusta mucho esta versión en la voz de Silvia Pérez Cruz.
¿Cuándo vas a terminar Don Quijote? Así acabó por titular Welles su filme inacabado por excelencia quince años después de rodar las primeras pruebas en el Bois de Boulogne en París, con Akim Tamiroff, su amigo y actor favorito en el papel de Sancho Panza, y con Mischa Auer en el de don Quijote; venía de rodar con ellos Mr. Arkadin (1955). Dos años después -apartado del montaje de Sed de mal- empieza el verdadero rodaje de su Don Quijote a finales de julio de 1957 en México, durante cuatro o cinco semanas de aquel verano, yendo y viniendo a Hollywood para visionar el montaje de Sed de mal o a Baton Rouge en Louisiana para rodar El largo y cálido verano, de Martin Ritt (una adaptación de El villorrio de Faulkner), un dinero que le venía de perlas para financiar una película que -imaginó entonces- podía llevar por subtítulo (como le escribió a Jonas Mekas en noviembre de ese mismo año) "Variaciones sobre un tema de Cervantes", ya con Francisco Reiguera, un actor español exiliado en México, como don Quijote.
Lo acontecido en el curso de 1957 deviene una miniatura del proceso que ocupará a Welles hasta el final de su vida en 1985. Un verdadero work in progress, su Don Quijote. Sin guión, aunque en una carta a Akim Tamiroff, mientras está rodando El largo y cálido verano,le agradece las sugerencias y le asegura:
Tenemos un guión completo sobre el papel y sin embargo queda espacio para introducir mejoras. Antes de que quede libre lo tendré muy revisado y a punto, con un detallado plan de rodaje.
Nadie vio nunca ese guión completo, pero sí páginas con escenas sueltas. Tampoco un detallado plan de rodaje, pero sí páginas con requerimientos sobre diferentes aspectos de la producción (localizaciones, logística, atrezo, figuración, vestuario...). Y desde luego nunca hubo un presupuesto: Welles financiaba Don Quijote de su propio bolsillo. Vale la pena mencionar algunas de esas operaciones financieras. Se hace pagar su trabajo en Las raíces del cielo (1958), de John Huston, con una moviola de segunda mano, así podrá trabajar (en casa) en el montaje (donde colaborarán sucesivos montadores: en México, Alberto Valenzuela; en Italia, Renzo Lucidi y su hijo Mauricio; en Madrid, Peter Parasheles; y de vuelta en Italia, Mauro Bonnani).
En agosto de 1959, puede traer a Reiguera y Tamiroff a Italia para rodar en los alrededores de Roma nuevas escenas de Don Quijote, gracias a que lo contrataron para hacer el papel de Saúl en David y Goliat (1960), de Ferdinando Baldi y Richard Pottier, en la que puede dirigirse a sí mismo de 5 de la tarde a 2 de la madrugada, mientras de 6 de la mañana a 4 de la tarde trabaja con Reiguera y Tamiroff, como en México -como siempre en esta película- con un equipo muy reducido, un rodaje más parecido al de una home movie que a otra cosa, y como en David y Goliat le pagan por día trabajado, alarga hasta donde puede las jornadas de rodaje, ganando tiempo para la película de su vida.
Y en 1961 le llega como caído del cielo El proceso (1962), una adaptación de la obra de Kafka que escribe y dirige (e interpreta un papel secundario), un trabajo que le permitirá ir saldando las deudas que genera Don Quijote. Y así sigue rodando escenas a salto de mata, hasta que las muertes de Francisco Reiguera en 1969 y de Akim Tamiroff tres años después lo dejaron huérfano de nuevas imágenes de sus protagonistas (aunque sin dejar de pensar en incluir nuevos pasajes sin su presencia, y hasta poco antes de morir el propio cineasta continuaba faenando en la copia de trabajo de Don Quijote, grabando una nueva narración over, por ejemplo). Nada describe mejor el placer que le deparaba rodar con Reiguera y Tamiroff, que la descripción del propio Weles (del rodaje en México) en una celebre entrevista de André Bazin publicada en Cahiers du cinéma en 1958:
Cada mañana, los actores, el equipo técnico y yo nos encontrábamos delante del hotel, salíamos e inventábamos el filme en la calle, como Mack Sennett [una biografía de Mack Sennett era uno de los pocos libros de cine que Welles tenía en su biblioteca]. Por eso es apasionante, porque es una verdadera improvisación: la historia, los pequeños incidentes, todo es improvisado.
Esa pasión por rodar y montar esta película -más que ninguna otra- fue su gloria y en cierta manera su gozosa perdición. En 1960, Welles decía en una entrevista que su Don Quijote estaba prácticamente terminado y que se trataba de una película experimental. (Home movie, ensayo fílmico, cine experimental: por lo que sabemos, podemos conjeturar que el Don Quijote de Welles cobija, transita y conjuga cada una esas derivas, y más; hay diez películas diferentes en este filme, dirá el cineasta en 1982, más o menos como novelas en el Quijote de Cervantes.)
En 1961, hablaba de llegar a tiempo para estrenarla en el Festival de Venecia. Más adelante confesaba que le había pasado lo mismo que a Cervantes, que empezó escribiendo una novela corta -otra de sus novelas ejemplares- y acabó poseído por los personajes. Y al final ya se enconaba con quien le preguntaba cuándo iba a terminar Don Quijote: la pagaba de su bolsillo y tenía todo el derecho a acabarla cómo y cuándo quisiera. Más que una película inacabada, una película inacabable. La película de nunca acabar. Más que ninguna otra, la película que lo retrata como cineasta, el espejo en el que podía (quería) reconocerse, la clave de su poética.
De esas escenas que Welles escribió para su Don Quijote, dos cobraron visos de leyenda. La del baile de máscaras y la del cine. En una carta a Tamiroff -fechada el 5 de abril de 1961- le cuenta la escena de un baile donde los asistentes van disfrazados de personajes de la literatura universal (el propio cineasta aparecía disfrazado también), cada uno con unas líneas de diálogo que los caracterizaba, y por supuesto, Don Quijote y Sancho, los únicos que no iban disfrazados. Había pensado rodar la escena en una sala del viejo palacio Gangi (de Lampedusa), donde poco después Visconti filmaba el baile de El gatopardo, pero Welles no pudo reunir el dinero suficiente para afrontar los gastos. La escena del baile de máscaras nunca se rodó. El 14 de julio de 1959, cuando vive en Fregene (al sur de Roma), el cineasta redacta una lista de localizaciones con sus requerimientos para el operador, entre ellas...
9. SALA DE CINE PROVINCIANA. En todas la ciudades por las que pasemos hay que ver el cine, pues debe tener el máximo de personalidad... Habría que buscar una sala de cine pequeña, la menos moderna del mundo... y lo más latina... (lo menos parecido a las salas de hoy que pueda encontrarse). Quizá nunca demos con ella, pero hay que buscarla y hacer fotos de todas las posibilidades... (Sólo necesitamos el exterior).
Dos años antes había escrito la escena del interior:
SALA DE CINE
(Esto es una continuación de la secuencia de La búsqueda. Si cabe podríamos decir que se la puede considerar más muda, al menos, en el sentido de que no irá acompañada de diálogo ni de narración. Durará unos seis minutos, pero aquí sólo damos una breve sinopsis).
Dando traspiés por la sala a oscuras, SANCHO se cruza con MISS GUMP, la institutriz de DULCIE, que sale. Es evidente que MISS GUMP sobrelleva mal el calor reinante. Abanicándose nerviosamente, va hacia la calle en busca de aire fresco.
Sin embargo, DULCIE se queda en su butaca, chupando un pirulí y mirando a la pantalla.
(No vemos la pantalla. Vemos el haz de luz y el movimiento en los rostros de los espectadores. Sí que oímos la banda sonora. Está claro que se trata de un espantoso film de época).
SANCHO, escudriñando en la oscuridad mientras busca a DON QUIJOTE, cae sobre un grupo de espectadores, que le repelen violentamente.
SANCHO recorre el patio de butacas en busca de su señor... DON QUIJOTE está allí, pero SANCHO no le ve. Acaba buscando una butaca del pasillo lateral, pasmado de asombro por las maravillas de la pantalla.
SANCHO molesta mucho y parte del público, indignado, le obliga a sentarse. Ocupa justamente el lugar que MISS GUMP ha dejado vacante junto a DULCIE.
Es su primer encuentro...
La niña y el achaparrado escudero cambian breves y amistosas miradas; luego, DULCIE vuelve a mirar a la pantalla. SANCHO sigue su movimiento y pronto queda totalmente embebido...
DULCIE le da un pirulí... Ambos chupan sus caramelos y devoran la película con los ojos...
Por sus rostros seguimos el desarrollo del film...
Hay ocasionales irrupciones de diálogo pomposo y enfático, diálogo de estilo histórico (grandilocuencia con acento americano), pero el pequeño altavoz de este pequeño cine provinciano emite más alta la música que las palabras... (música de persecución, Corazones y flores..., Peligro nos acercamos al número diecinueve..., todo el archivo de música de fondo...).
En las caras de DULCIE y de SANCHO se reflejan todas estas emociones: felicidad, aprehensión, sobresalto, melancolía y dicha...
Las cosas empiezan a ponerse al rojo vivo... Se prepara una batalla encarnizada... Los chicos del gallinero silban y aplauden... DULCIE y SANCHO, asombrados, están muy juntos... Si SANCHO está dominado por su primera experiencia como espectador cinematográfico, el efecto sobre DON QUIJOTE es realmente tremendo...
Ahora, cuando la acción de la película se acerca a su climax de violencia, el caballero se pone en pie de un salto.
SANCHO le ve, se levanta presuroso y va hacia él..., pero es demasiado tarde. Desenvainando su espada enmohecida, y blandiéndola enérgicamente, DON QUIJOTE ha saltado al escenario.
¡¡¡Sensación!!! El público se levanta como un solo hombre gesticulando al estilo latino.
DON QUIJOTE desafía a los caballeros que aparecen en la pantalla, y luego... ¡entra en combate!
En el patio de butacas, SANCHO, bloqueado por el público, ve, profundamente consternado, cómo DON QUIJOTE carga contra la tela de la pantalla y la hace jirones.
Vemos los altavoces que la tela blanca tapaba. La espada de DON QUIJOTE, impotente contra la banda sonora, continúa atacando encarnizadamente, mientras fragmentos de la violenta acción de la película se proyectan en el rostro del caballero...
El público se acerca, y DON QUIJOTE, volviéndose para hacer frente a esta nueva amenaza, descubre a DULCIE...
Ella alza la mirada hasta él...
Él la mira desde arriba...
Es evidente que sus ojos están llenos de la visión de su señora DULCINEA...
En la banda sonora, la orquesta sigue in crescendo, para llegar al final de la secuencia y disolver; nos ofrece la más dulce de las músicas de amor.
Llegó a pensarse que esta escena no existía, que nunca había llegado a rodarse. Pero existe. Se rodó durante aquellas primeras semanas de Don Quijote en México. Jonathan Rosenbaum pudo verla en 1992 durante una conferencia sobre Welles en Roma, la conservaba (junto con los demás materiales de la película) Mauro Bonnani, el último montador que trabajó con Welles en Don Quijote. Hace cosa de un mes, nuestro hijo me recomendó que leyera Profanaciones (Anagrama 2005) de Giorgio Agamben. El último de los ensayos reunidos en el libro se titula Los seis minutos más bellos de la historia del cine:
Sancho Panza entra en un cine de una ciudad de provincias. Está buscando a don Quijote y lo encuentra sentado aparte, mirando a la pantalla. La sala está casi llena, y su galería superior –una especie de gallinero– se halla enteramente ocupada por niños alborotadores. Después de algunos intentos inútiles por reunirse con don Quijote, Sancho se sienta de mala gana en la platea, junto a una niña (¿Dulcinea?), que le ofrece una golosina. La proyección ha comenzado, es una película histórica, sobre la pantalla corren los caballeros armados, en un momento determinado aparece una mujer en peligro. De golpe don Quijote se pone en pie, desenvaina su espada, se precipita sobre la pantalla y sus mandobles empiezan a rajar la tela. En la pantalla siguen todavía la mujer y los caballeros, pero el agujero abierto por la espada de don Quijote crece cada vez más y devora implacablemente la imagen. Al final casi no queda nada de la pantalla, solamente el bastidor de madera que la sostenía. El público, indignado, abandona la sala; pero en el gallinero los niños no paran de animar frenéticamente a don Quijote. Sólo la niña de la platea lo mira con reprobación.
¿Qué debemos hacer con nuestras imaginaciones? Armarlas, creérnoslas al punto de deber destruirlas, falsificarlas (éste es, quizás, el sentido del cine de Orson Welles). Pero cuando, al fin, éstas se revelan vacías, insatisfechas; cuando muestran la nada de la que están hechas, sólo entonces hay que pagar el precio de su verdad, comprender que Dulcinea –a la que hemos salvado– no puede amarnos.
Os dejo aquí una copia (de mala calidad) de la escena, probablemente una copia de una grabación de su pase por la Rai (¿donde la vio Agamben?):
Sé de sobra que no le hace ninguna falta, pero siendo el día que es me permito -haciendo gala de un inofensivo despotismo ilustrado- exigir el Cervantes para Orson Welles.
Creeréis que exagero, pero que en Tui se celebre la XII edición del Play-Doc es un milagro. Un festival de cine documental que ha programado en ediciones pasadas retrospectivas de Raymond Depardon, Artavazd Pelechian (que viajó a Tui para la ocasión) o Claire Simon (que también), y este año trajo las películas de Charles Burnett y al propio cineasta... De verdad, no exagero. Me quedo corto. Será que Sara García, Ángel Sánchez, Pablo Comesaña y compañía tienen de mano a los volubles y traviesos dioses lares del cine.
Pero es que este año el festival se estrenó en la edición de libros. Un libro necesario -y aun imprescindible-, Charles Burnett: un cineasta incómodo, editado por María Míguez y Víctor Paz, autores también de la entrevista con Burnett, corazón de un libro que incluye colaboraciones como las de James Naremore o Mark A. Reid, sobre el humor y el blues en el cine de Burnett respectivamente.
El viernes, Fugas(el suplemento de La Voz de Galicia), que coordina Montse Carneiro (mi editora preferida, más allá de esta escuela), llevaba a Charles Burnett en portada, umbral de la (estupenda) entrevista de Héctor Porto. El mismo viernes a las once de la noche, el Play-Doc proyectó Killer of Sheep (1977), la opera prima -quizá también la obra maestra- de Burnett. Seríamos cuatrocientos espectadores. Creeréis que exagero, pero todo esto -por junto- es muy raro. Como si este país fuera otro. No sé si mejor, desde luego más civilizado.
A menudo se califica a Burnett como el mejor cineasta negro de la historia del cine americano. Un calificativo tacaño. Charles Burnett es uno de los grandes cineastas americanos. Ni más ni menos. Y bastaría con Killer of Sheep para ganarse esa reputación. La película fue su trabajo de fin de estudios en la UCLA, la rodó en 16 mm y costó diez mil dólares. Me decía Montse en un correo que le había parecido algo tan puro como un poema. Y tiene razón. Killer of Sheep es un puro poema sobre la vida cotidiana en el barrio de Watts, en Los Ángeles.
Burnett enhebra momentos desde el puro gesto fílmico -la captura de la gracia del movimiento-, secuencias de pura comedia y hasta escenas de puro cine musical, desbordantes de verdad.
Como ese plano secuencia prodigioso con la pareja protagonista moviéndose al son de This Better Earth, de Dinah Washington, sacando a bailar el erotismo, el deseo, el desgarro, la amargura, la melancolía... Una de las grandes escenas del cine americano. De siempre.
Tengo recuerdos que no parecen míos,
como una tarta a medio comer,
o pieles de conejo tendidas
en la valla del patio trasero...
Una hora después de acabada la película, Burnett continuaba aún hablando con los espectadores. Luego nos fuimos callejeando, con Lilian, con nuestro hijo, con Isa, con Ricardo, palabreando Killer of Sheep, hermosa e inagotable, como nos ha (mal)acostumbrado el Play-Doc todos estos años. Y creeréis que exagero, pero es que todo esto no es normal. Sólo es verdad.
Otro día volveré sobre este poema de cine, pero hoy me quedo a solas con la resaca de esas horas memorables con Charles Burnett en Tui.
Hay películas que desde el título cifran los motivos primordiales del género. Nigh and the City (1950), de Jules Dassin, por ejemplo. El título español, Noche en la ciudad, resulta un tanto restrictivo, mientras que el original define ya la esencia del noir. Y desde luego la textura visual del filme -la noche con sombras, la aleación inspirada de una materia realista y su deriva onírica, la topografía laberíntica, la atmósfera febril...- es puro noir. Tras los créditos iniciales y sobre las primeras imágenes escuchamos un breve off en la voz del propio Dassin:
La noche y la ciudad. La noche es esta noche, mañana por la noche o cualquier noche. La ciudad es Londres.
Cabe pintar una negrura aun más fosca (una negrura que parece exudada en el blanco y negro iluminado por Mutz Greenbaum) si pensamos que la propia trama donde se enreda la fuga sin fin de su protagonista, ese buscavidas llamado Harry Fabian, un estafador de segunda fila, encarnado por un magnífico Richard Widmark (¿en su mejor papel?), un hombre acosado desde la primera secuencia, se corresponde muy bien con la situación personal que atravesaba el propio Jules Dassin, inmerso en la paranoia de traiciones durante la caza de brujas, mientras rodaba Nigh and the City, quizá su obra señera, una cumbre del noir.
El cineasta trabaja entonces en la Fox. Había ido a parar allí después de que la Universal mutilara La ciudad desnuda (1948), para purgar la propaganda roja que veían en el devenir de sus imágenes rodadas en las calles de Nueva York por un cineasta -del que todos conocían su militancia comunista- en plena caza de brujas (el famoso episodio de los diez de Hollywood -con Trumbo y compañía- había empezado un año antes), cuando la lista negra ya se atestaba de nombres. En la Fox había rodado Mercado de ladrones (1949); Zanuck, productor ejecutivo del estudio se encargó de suavizar una escena en la que los camioneros acaban impartiendo justicia por su cuenta (¿hace falta decirlo?: el edulcorante es lo único que suena falso en la película). Con todo, Zanuck y Dassin se llevaban bien. Incluso mejor que bien. Hasta se animaron a poner en pie un proyecto con el propósito de reventar la lista negra, la adaptación de una novela de Albert Maltz -uno de los diez de Hollywood- cuyo guión iba a escribir John Huston. No tengo muy claro cómo se frustró el proyecto, pero desde luego tenía todos los números en contra; de hecho, la lista negra no se reventó de forma oficial hasta que Dalton Trumbo (re)apareció en los créditos de Espartaco (1960) como autor del guión.
Quizá escarmentado, Zanuck le encarga a Dassin un proyecto (tiempo atrás había pensado en Jacques Tourneur para dirigirlo) que lo lleve lejos de Hollywood. Los dos tienen claro que los mandamases de los estudios recelan de la visión política del director, que más pronto que tarde lo delatarán y/o lo llamarán a declarar ante el HUAC (Comité de Actividades Antiamericanas) y, como se negará a dar nombres, lo incluirán en la lista negra. (Por entonces los diez de Hollywood ya estaban en la cárcel.) Dassin tiene los días contados. Así que le pone en las manos un guión de Night and the City (de Jo Eisinger) y la novela (de Gerald Kersch, con el mismo título) en que se basa, y lo manda a Londres con la consigna de rodar primero las escenas más caras para que el estudio no pueda parar el proyecto. Dassin es consciente de que puede ser su última película en Hollywood. (Lo fue.)
Y Zanuck le pide de paso que apañe un papel para Gene Tierney, la actriz (ya de por sí tan frágil) también necesita un océano de separación para recuperarse de una relación fallida que la dejó tocada. Dassin apenas tuvo tiempo de leer el guión y la novela en el avión (años después contó que la novela ni siquiera la leyó, o sólo unas páginas) y se inventó el personaje de Mary Bristol, la novia de Harry Fabian, que se gana la vida cantando en el club nocturno que regenta Nosseross (encarnado por un memorable Francis L. Sullivan, dominando el local desde su jaula de cristal), y lo encajó mal que bien en la trama; no tiene nada de extraño que el personaje de Gene Tierney resulte de muy menor entidad, cogido con pinzas como está (aunque uno agradezca siempre verla en la pantalla).
Encontré en IMDb el dato de dos contribuciones al guión de Night and the City no acreditadas: una, de William E. Watts, encargado del doblaje y montaje de diálogos en varias películas, pero aun más curiosa resulta la otra, de Austin Dempster, un operador de cámara que también ejerció como tal aquí; la verdad, me intrigaron esas colaboraciones: ¿reescribió Dempster escenas durante el rodaje? ¿Y Watts durante la postproducción? De momento me quedé con las ganas de saber más.
Desde luego Zanuck ya había revisado el guión de Eisinger (la novela se publicó en 1938), eliminando un comienzo bastante convencional, para mostrarnos al protagonista, ya desde la apertura, como un hombre perseguido, corriendo, y acentuar su vulnerabilidad. (No sé si es cosa del guión, de Dassin o del propio Widmark el precioso detalle de que Harry Fabian sólo detiene su escapada en la secuencia inicial el tiempo imprescindible para recoger del suelo el clavel que se le ha caído en la carrera y, poco después, limpiarlo y devolverlo al ojal de la solapa: qué decisiva la máscara de las apariencias para un estafador.) Al final de la película, Harry Fabian -un personaje trágico, dominado por la hybris de ser alguien (en el capitalismo significa tener dinero)- se preguntará cuándo va a parar de correr; se diría que no hace otra cosa en los cien minutos de metraje. Desde el principio tiene las horas contadas, es un tipo condenado. (Como Dassin.)
Quizá venga a cuento de Zanuck -y la caza de brujas- una acotación (histórica). No cabe duda que el productor, a su manera, protegió a Dassin, pero sólo en la medida que no representaba un riesgo para él. El director sabía que si los ejecutivos del estudio lo vetaban, Zanuck obedecería. Un hecho elocuente: fue Zanuck quien presionó a Kazan para que diera nombres (en la primera declaración ante el HUAC se había referido a su militancia comunista pero sin delatar a nadie) si quería seguir trabajando en Hollywood. Obviamente, Kazán podría haberse negado, así que suya es la responsabilidad como delator. Pero conviene tener en cuenta que si la caza de brujas -que claramente buscaba acabar con la izquierda y atemorizar a los rojos y a sus compañeros de viaje- no afectó -o de forma muy limitada- al mundo teatral en Broadway, por ejemplo, fue porque los productores teatrales -a diferencia de los cinematográficos- se negaron a colaborar con el HUAC y la lista negra.
En las imágenes de Night and the City resuenan páginas de Dickens sobre los bajos fondos de Londres pero también la descarga anticapitalista de La ópera de cuatro cuartos, de Brecht; unas imágenes que van tramando una figuración de la ciudad como laberinto existencial que deviene un callejón sin salida, una telaraña fatal, metáfora de una economía política que hace del dinero la medida de todas las cosas y patrón de las relaciones humanas (explotadores que explotan, explotados que explotan, y así sucesivamente). Como Force of Evil (1948), de Abraham Polonsky (otro distinguido blacklisted), Night and the City radiografía el capitalismo, revelando un sistema devorador de almas.
A a vuelta del rodaje en Londres, Dassin ya no pudo pisar el estudio y comunicó sus ideas sobre el montaje (a Nick De Maggio y Sidney Stone) y sobre la música (a Franz Waxman) por teléfono; tenían miedo de que un encuentro con el apestado pusiera en peligro su trabajo. En 1951, los directores Edward Dmytrick y Frank Tuttle delatan a Dassin como comunista ante el HUAC. Como es sabido, el director de Night and the City continuó haciendo películas en Europa, pero creo que fue su última obra en Hollywood la que le garantiza un lugar de honor en la historia del cine. Como otras víctimas de la lista negra, nunca se recuperó de las heridas de aquel tiempo de canallas, como lo definió Lillian Hellman. Dassin lo resumió así:
Todo el que pasó por la caza de brujas tuvo que pensar en esto: ¿puedes perdonar? ¿Puedes olvidar?
Se pasó cinco años sin rodar, con proyectos en Italia y Francia que no llegaron a cuajar, hasta que un productor francés le propuso dirigir Rififí (1955). No sólo se puso detrás de la cámara, también aprovechó para ponerse delante. En el papel del delator. No había olvidado. Ni perdonado. Cómo podía.
Rififi fue (es) la obra maestra de Dassin en el cine europeo. Pero esa es (será) otra historia.
Ya conté aquí mis querencias de programador. Cuántas veces habré soñado de adolescente en Tui con programar las películas del cine Yut o del Bolívar, o -quizá más que nada- los programas dobles del Teatro Principal. Cuántas veces habremos hablado el maestro y yo de los ciclos temáticos que programaríamos en el Teatro Principal (cerrado desde 1972) cuando fuera -cuando sea- restaurado como lleva soñando Esther tantos años como ha perseverado bregando por su rehabilitación. Cómo no envidiar entonces a aquellos cinéfilos imberbes que consiguieron hacerse con la programación del cine Mac Mahon (donde Charles Simic vio Cantando bajo la lluvia doce veces siendo adolescente) cuando aún iban al instituto. Claro que era en París, y en los 50, y hablando de cine -y cinefilia-, era como jugar en casa. La banda de los macmahonianos.
Emile Villion compró en 1943 el cine Mac Mahon, próximo a los Campos Elíseos y que llevaba el nombre de la calle donde se había construido cinco años antes. Como no podía permitirse grandes estrenos, tras la guerra empezó a proyectar películas americanas, prohibidas en Francia durante la Ocupación, para atraer a los soldados americanos estacionados en París, y le fue bastante bien (unos años después será un cine popular entre los militares americanos de la OTAN). Pierre Rissient y sus amigos Michel Mourlet, Marc Bernard, Michel Fabre y compañía, estudiantes de secundaria en el Liceo Carnot (a dos pasos) son asiduos espectadores del cine Mac Mahon. La verdad, más que espectadores, unos locos del cine (frecuentaban también la Cinemateca de Langlois en la avenida de Messine y tantos cines y cine-clubes de París, procurándose los filmes deseados que llevarse a los ojos). Pertenecen a esa primera generación de cinéfilos (sus hermanos mayores eran los cahieristas, otra banda, los Rohmer, Rivette, Truffaut, Godard, Chabrol o Douchet).
Rissient recuerda que vio Night and the City (Noche en la ciudad, 1950) de Jules Dassin a los 15 años en el Studio Parnasse (otro templo de la cinefilia) y el hecho de que se la ninguneara lo experimentó como la primera injusticia en su vida de cinéfilo.
Cinéfilos (Rivette, Domarchi, Godard, Moullet)
en el Studio Parnasse, en 1956.
En 1953, Rissient y sus amigos le proponen a Emile Villion encargarse de la programación, El Mac Mahon era un cine pequeño y desde luego tenía que conocerlos, no sólo como espectadores habituales sino como cinéfilos empedernidos, y seguramente ya le habían comentado las películas de la cartelera y hasta le habrían sugerido títulos a proyectar, porque la propuesta de aquellos jovenzuelos (Rissient tenía 17 años) no le extrañó, sólo les pidió una lista de las que ellos consideraban grandes películas de grandes cineastas. La primera que le recomendaron fue They Live by Night (Los amantes de la noche, 1948), de Nicholas Ray. A Villion no le pareció una buena idea (Ray no figuraba en su constelación de grandes directores, además aquella película era una opera prima), pero ellos insistieron, él transigió al fin y la película fue un éxito.
Y cargados de razones, refrendadas además por la taquilla contante y sonante, siguieron programando la cartelera del cine Mac Mahon, amojonando su venidera leyenda.
The Big Sky (Río de sangre, 1952), de Howard Hawks.
Ruby Gentry (Pasión bajo la niebla, 1952), de King Vidor.
Villion siempre destacaba en la marquesina del cine el nombre del director. Y cuando recomendaron The Reckless Moment (Almas desnudas,1949), la última película americana de Max Ophüls, se resistió (se ve que tampoco brillaba en su cielo de directores con mayúsculas), pero acabó dando el brazo a torcer; eso sí, puso con letras grandes y brillantes en la marquesina el nombre de Max Ophüls.
En diciembre de 1954 la banda de Rissient empezó una nueva fase. No sólo películas de director, también de género.
The Prowler (El merodeador,1951), de Joseph Losey.
Whirlpool (Vorágine, 1949), de Otto Preminger.
El Mac Mahon se convirtió muy pronto en una sala de referencia para los cinéfilos parisinos. Los intelectuales del Barrio Latino tomaron nota y acudieron. Y Rissient y compañía, se ganaron el apodo de los macmahonianos (un término inventado al parecer por el periodista Philippe Bouvard). La buena acogida de la programación de aquella banda de cinéfilos imberbes favoreció que Villion aceptase la idea de colocar en el vestíbulo del cine cuatro carteles a modo de cartas de la baraja, cada uno con la fotografía de un director venerado por los macmahonianos: Fritz Lang, Raoul Walsh, Otto Preminger y Joseph Losey. Los cuatro ases del cine Mac Mahon.
Aún hoy sigue siendo un templo de la cinefilia. Un templo consagrado, por así decir, desde que Godard rueda allí una escena de À bout de souffle con Jean Seberg, donde aparece el propio Villion; también tienen su momento en la película macmahonianos como Mourlet o Fabre, y Rissient ejerce como ayudante de dirección.
La banda de los macmahonianos amplió su nómina de locos del cine: Alfred Eibel, Bertrand Tavernier, Patrick Brion... Y su ámbito de influencia desde las páginas de la revista Présence du Cinéma (de 1959 a 1967), donde Alfred Eibel, Michel Mourlet y Jacques Lourcelles se van relevando en la dirección.
Pero el texto cardinal de los macmahonianos, quizá su manifiesto (no declarado), lo publica Michel Mourlet en la rival Cahiers du cinéma (en el número 98, de agosto de 1959), un artículo titulado Sobre un arte ignorado; en el epígrafe de un apartado cuaja la cuestión central: Todo está en la puesta en escena, donde reivindica la perfección suprema -son sus palabras- de El tigre de Esnapur y La tumba india, por entonces las últimas películas de Fritz Lang.
Más adelante, bajo el epígrafe Vértigos y centelleos, leemos:
Puesto que el cine es una mirada y un oído mediadores entre el espectador y las apariencias, puesto que la organización de las apariencias y su aprehensión más eficaz constituyen la puesta en escena, ¿cómo se convertirá ésta en belleza, es decir, en exorcismo de maleficios y canto? La respuesta es: por la selección de las apariencias, el relato sobre el rectángulo blanco de ciertos movimientos privilegiados del universo. Dicho de otro modo, sobre todo en lo que tienen de más íntimo las acciones y reacciones de un hombre en su decorado. (...) la línea melódica, con sus crescendos, con sus pausas, con sus estallidos, con los movimientos secretos del ser, que nos conciernen en lo más vivo de nosotros mismos por las vías del peligro y de la exaltación.
Y hacia el final del artículo encontramos esa línea que Godard cita en el umbral de Le mépris, atribuyéndosela (a sabiendas) a André Bazin, justo al final de los créditos hablados en la voz del propio Godard:
...el cine sustituye nuestra mirada por un mundo más acorde con nuestros deseos.
Sí, cuando éramos muy jóvenes, no digo felices, pero desde luego sobradamente indocumentados, esa profesión de fe que era nuestra cinefilia bien podría cifrarse en esa línea de Mourlet, la divisa también de aquella envidiable banda de cinéfilos imberbes,