Un fiscal, un comisario, un médico, unos cuantos policías y dos detenidos por asesinato viajan en tres coches por una carretera perdida de Anatolia en busca del lugar donde los asesinos confesos enterraron el cuerpo del delito.
Como por lo visto habían bebido lo suyo el día de autos y las únicas referencias geográficas que recuerdan los victimarios son una fuente, un árbol de copa redonda y un campo labrado, o quizá porque es de noche y fuentes, árboles y campos parecen iguales, o quién sabe si voluntariamente, el caso es que tardan en dar con el sitio y no será hasta el amanecer cuando lo encuentren (en una secuencia memorable).
A esas alturas han transcurrido las dos terceras partes de
Érase una vez en Anatolia (2011) de Nuri Bilge Ceylan.
Pero no han hecho falta ni quince minutos para darnos cuenta de que el cineasta turco no está filmando un
thriller o un
noir, ni siquiera un policial. La búsqueda del lugar donde enterraron el cuerpo es un mero pretexto.
Hay otros asuntos enterrados que le preocupan más al cineasta; secretos fantasmas, digamos, tan mal enterrados como la víctima, por otro lado.
La estructura de
road movie deviene una falsilla para trazar otras historias o para balizar los desvíos en la carretera perdida; o si se quiere, la
road movie cobra visos de palimpsesto melancólico donde cada personaje inscribe su relato callado, que se desprende de forma sutil a través de miradas reveladoras (esos zapatos de tacón de la viuda en los que se fija el médico), relámpagos de belleza (ese tren que atraviesa la noche), pinceladas negras (esos melones que van a parar al maletero donde transportan el cadáver) o silenciosos vislumbres (esa lágrima temblorosa prendida del párpado del policía) .
Y gracias a la iluminación de Gökan Tiryaki, la noche entera -colmada de viento y sombras, y pintada a brochazos con las luces de los coches- se nos viste de noche transfigurada (que tanto nos recordó a la de
¿Dónde está la casa de mi amigo? de Kiarostami), propicia a la visita de los fantasmas de la memoria, ese pasado que oprime el corazón de los personajes; propicia también a la deriva onírica, y aun a la epifanía.
Como en esa escena hipnótica -central y cardinal- de
Érase una vez en Anatolia, cuando la comitiva judicial hace un alto en casa del alcalde de un pueblo remoto de la estepa y, mientras cenan, el anfitrión les cuenta cuánta falta les hace una morgue, porque allí sólo quedan viejos, los hijos están en Alemania y sólo se acuerdan del pueblo cuando mueren sus padres, entonces quieren despedirse y darle el último beso, y claro, si mueren en verano y tardan días en llegar, el cuerpo huele... Entonces se va la luz.
Y aparece la hija del alcalde que viene a traerles el té, como si de una visión angélica se tratara.
En el curso de la película, el personaje del médico -el doctor Cemal (Muhammet Uzuner)- no sólo se nos figura un personaje chejoviano, sino un trasunto del propio
Chéjov; una figuración quizá agudizada porque estos días volví a
Leyendo a Chéjov, ese viaje literario de Janet Malcolm que me está gustando mucho más que la primera vez hace casi diez años (quién sabe si porque leo mejor -o más adentro-
La dama del perrito o
El beso).
Pero esa escena en la que aparece la hija de la alcalde, iluminada por una candela, en las sombras de una noche de viento mientras ladran los perros, me recordaba algo más. Confirmé el pálpito en los créditos finales donde se reconoce la deuda de Ceylan con Chéjov, y en
ficcionario, la jugosa bitácora de José Antonio Cascudo, encuentro la fuente de esa escena arrebatadora.
Chéjov cuenta en
Las bellas (1888) un viaje de adolescencia del narrador con su abuelo por las riberas del Don durante una ardiente jornada de agosto. A medio camino paran en una fonda para dar de beber a los caballos y descansar. El dueño del negocio (
un armenio de suprema fealdad) llama a su hija para que les sirva el té a los viajeros. Cuando la chica aparece, quedan extasiados ante su belleza y experimentan una suerte de epifanía,
como si una brisa fresca inundase mi alma, barriendo todas las impresiones del día, todo el tedio, todo el polvo del camino.
Casi me atrevería a decir que, sin serlo de forma literal (y sin necesidad de verla como tal),
Érase una vez en Anatolia se nos aparece como una de las más bellas adaptaciones de Chéjov -no de un relato en particular (más allá de esta escena) sino de un universo chejoviano-, y no ya por razones argumentales, sino -sobre todo- por una sintonía poética, en ese delicado equilibrio entre lo que se vela y lo que se desvela (o en lo que velándose se desvela, y viceversa), entre lo real y lo surreal (lo real como velo de lo surreal); una película chejoviana por reserva, por pudor, por tono. Por iluminación. Y por esos secretos fantasmas en una noche trasfigurada.
Y por un final donde se conjuga la mirada del escéptico y la compasión. Puro Chéjov. Y el silencio del corazón. Puro Ceylan.
Hace tres años, a finales de julio, escribí las primeras líneas de una entrada que se iba a titular "Los elementos", a propósito de
Los climas de Nuri Bilge Ceylan. Y eso fue todo. Esto fue todo:
A menudo se desenfunda el formalismo a propósito del cine de Nuri Bilge Ceylan. Con el pretexto de su película
Tres monos (2008) me referí a
la cuestión de las formas, que, en el fondo, se reduce a cinco palabras: la forma es la cuestión. Ayer vimos
Los climas (2006). Esta mañana me desperté reviviendo (y re-viendo) sus imágenes, que se adherían al cine interior, diríase que con una terca persistencia retiniana. Por los pasajes de la memoria transitaban
Viaggio in Italia de Rossellini,
El eclipse de Antonioni,
Un couple parfait de Suwa,
Reyes y reina de Desplechin, y esas películas de
Bergman en las que el verano deviene una piel finísima que envuelve las pesadillas de las relaciones de pareja.
Ahí se quedó la entrada. En el umbral de
Los climas. Hasta ayer, nuestra película preferida de Nuri Bilge Ceylan.
Hasta que vimos
Érase una vez en Anatolia.
Una película larga (dos horas y media), donde más que la trama cuenta lo que calla (aunque se trata del filme más hablado del cineasta).
Una
road movie, donde más que el viaje cuentan los desvíos por la conciencia de los personajes (una
road movie metafísica acerca de la vida, la muerte y los límites del conocimiento, como la definió Manohla Dargis en una reseña del
New York Times).
Una película preñada de silencios memoriosos, que se hilvana con miradas a los adentros y puntadas de humor negro.
En fin, una película bellísima; tanto, que se hace muy muy corta.
Una maravilla.