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19/4/20

La luna


No hay nada que hacer. Así son los hombres, le asegura Lisette/Paulette Dubos a Christine/Nora Gregor que no entiende la reacción intempestiva de su amigo, el aviador, en una de las primeras escenas de La règle du jeu (1939) de Jean Renoir. Entonces...


Diecisiete años después, encontramos a Paulo/Daniel Cauchy con Anne/Isabelle Corey, una chica que lo saca de sus casillas, en Bob le flambeur (1956), de Jean-Pierre Melville:


La(s) regla(s) del juego.

Se pide la luna -nunca falta quien suspira por que se la pidan- y luego las películas acaban como acaban.

En fin, los hombres, el amor y la luna.

No aprendemos nada.

Y sin embargo...

Ángeles también la pidió. Una vez, que yo sepa. No a mí, aunque sí por mi culpa. Se la pidió al maestro. ¿A quién si no? Y, sobra decirlo, le regaló la luna.

14/2/09

La conversación

Hay una docena de películas que me sé de memoria, plano a plano, diálogos incluidos. Son mi filmoteca íntima. Puedo pasar horas ensimismado mirando por la ventana la Illa de Sálvora o el Con de Agosto, pero, en realidad, viendo alguno de esos filmes, degustando fragmentos, pasando una y otra vez en la moviola de la memoria ésta o aquella secuencia y disfrutarlas con fruición en ese cine imaginario que no cierra nunca.


Una de esas películas es La regla del juego de Jean Renoir. Mañana, 15 de febrero, se cumplen setenta años del comienzo del rodaje. Y anteayer, treinta de la muerte del director. En sus memorias, Mi vida y mis films, Renoir cuenta que el público la consideró un insulto personal y el fracaso lo deprimió tanto que consideró la posibilidad de renunciar al cine o abandonar Francia. Eligió la segunda opción, aunque urgido por una razón mucho más grave: la ocupación nazi.

Pero hay tantas películas de Renoir que me gustan –aunque gustar sea quedarse corto-: El crimen de Mr. Lange, La gran ilusión, Un día de campo, El hombre del sur, El río, La carroza de oro… Claro que La regla del juego representó un descubrimiento inagotable, quizá porque, de la misma forma que hay muchas novelas en la Rayuela de Julio Cortázar, también hay muchos filmes en la película de Renoir. Hay días que uno disfruta la película ligera, otros la sátira inclemente, algunos la melancólica, o el artefacto metafílmico que encierra, o… Es una película que siempre está dispuesta a hablar contigo, a proponerte temas nuevos, a confirmarte en cada nuevo visionado que La regla del juego te ha elegido. Y te exige estar a la altura, porque reclama una conversación entre iguales.



Para amar una película hay que ser un cineasta en potencia; hay que decirse: pero yo, yo habría hecho esto o lo otro; hay que hacer uno mismo las películas, quizás sólo en la imaginación, pero hay que hacerlas, si no, no se es digno de ir al cine.
Así de claro lo expresaba Renoir en una entrevista. Y sus películas, quizá más que las de cualquier otro cineasta, te estimulan para abordar esa confrontación, para montar y remontar el filme en tu cabeza, como el puzzle –rompecabezas, qué apropiado, le llamábamos en nuestra infancia- más apasionante que se haya inventado. Y ninguno más que La regla del juego.


Jean Renoir

No es casual ni gratuito que Jean-Marie Straub definiera a Renoir como el hombre que mejor percibió lo que era el cine. O que, cuando le preguntaron a John Ford qué director le gustaba, respondió que Renoir. Y cuando le insistieron para que concretara qué películas, concluyó que todo Renoir.


El cine de Renoir suspira por las máscaras. Realidad y representación juegan al escondite, naturaleza y teatro se miran en el espejo, el tiempo se disfraza de puesta en escena, el documento y la ficción se miran e intercambian sus papeles. Renoir sabía de sobra que se miente para acceder a la verdad, para encontrar el camino hacia una experiencia de la realidad, que no otra cosa es el cine, o, por lo menos, el cine que más me interesa. Escribo estas líneas y recuerdo aquella semana memorable de julio de 1994, en que Víctor Erice impartió un curso en la Escola de Imaxe e Son de A Coruña titulado precisamente “El cine como experiencia de la realidad”, que se adentraba en los entreveros siempre misteriosos del cine como proceso de conocimiento, de desvelamiento y/o revelación del mundo.


Fotograma de La regla del juego
(Renoir, segundo por la izquierda)

En La regla del juego, Renoir planta la cámara en esa encrucijada de la realidad y la representación para descifrar las máscaras de la condición humana, cuya opacidad sólo es posible conjurar si le colocamos a la mirada una máquina de visión, la cámara, y la sometemos a “las reglas del juego” de la escritura fílmica. La etimología relampaguea sobre la operación iluminadora del cineasta a través de sus filmes: el teatro es un lugar para ver. Para comprender el mundo, primero hay que saber cómo mirarlo: arquitectura de la mirada, pues. El filme como teatro de la vida. La pantalla como escenario donde advertir, entre las aberturas del telón, un atisbo de verdad, la única verdad a la que podemos aspirar: fugitiva, frágil, furtiva.

El artificio fílmico como revelador de lo verdadero: he ahí la poética de Renoir. Y La regla del juego, su evidencia, su libro de estilo. Una conversación inacabable sobre las herramientas de la mirada. Sobre el cine. Sobre la vida. Sobre las sombras animadas por un incesante proyector de luz invocado por la memoria de una obra cristalina e insondable. La conversación (inacabada).

9/2/09

La intimidad

Lo único que de verdad importa es lo que pasa entre dos personas que están en la misma habitación. (Francis Bacon)



Todos los filmes, que merecen ser llamados filmes, son todos filmes peligrosos para todos los implicados en su realización. Quizá no hay un gran filme sin el sentimiento de que podría haber sido una catástrofe, que incluso debería haberlo sido sin esa especie de milagro que lo salvó. Estas palabras de Jacques Rivette podrían haber sido escritas a propósito de algunos filmes de Nobuhiro Suwa (Hiroshima, 1960). En especial de Un couple parfait (Una pareja perfecta, 2005).

La filmografía de Suwa puede contemplarse como una conversación inacabada –quién sabe si inacabable- con la modernidad cinematográfica europea. Una modernidad que Rivette, entonces crítico de Cahiers, auscultó y proclamó a partir de Viaggio in Italia (1953) de Rossellini, precisamente el filme con el que Suwa dialoga en Un couple parfait y con el que establece un productivo juego de espejos: tan semejantes, tan distintos. Desde Viaggio in Italia, cualquier filme cuenta la historia de cómo se hizo, una huella de la modernidad que hoy podríamos rastrear en una película capital –de cabecera- como La regla del juego (1939) de Jean Renoir. En ese sentido, no resulta exagerado afirmar que las películas de Suwa llevan su making of incorporado.


Rodar supone, entonces, encarar con alegría lo imprevisible, hasta el punto en que distinguir entre ficción y documental deviene superfluo –otra huella de la modernidad-. Tengo siempre la impresión de que todos mis filmes son documentales sobre “mis” actores y sobre la manera de hacer cine”, asegura Suwa. Así, Un couple parfait puede verse como un documental sobre la actriz Valeria Bruni-Tedeschi que interpreta a Marie, su protagonista. De igual forma que Viaggio in Italia era, y continúa siendo, un fascinante documental sobre Ingrid Bergman, más aún, sobre su relación con Roberto Rossellini; en la misma medida que la primera película que hicieron juntos, Stromboli (1949), puede –incluso debe- contemplarse como el documental sobre una actriz –o mejor, una estrella- arrancada del cine de Hollywood que acaba en una isla perdida del cine europeo.


Roberto Rossellini, Ingrid Bergman y George Sanders
en un momento del rodaje de Viaggio in Italia

Desde 2/Duo (1997), pasando por M/Other (1999), Nobuhiro Suwa elimina la fase de escritura del guión y, a partir de una situación argumental definida, involucra al equipo –actores, director de fotografía y sonidista- en el proceso de creación del filme. En Un couple parfait, el rodaje más corto del cineasta de Hiroshima –once días-, parten de un esbozo de argumento de seis páginas, o más bien de un diseño tonal –una partitura-, sobre la idea del colapso de un matrimonio. Y, claro está, la referencia de Viaggio in Italia. De ahí en adelante Un couple parfait se transforma en un filme a corazón abierto: malestar, sorpresa, desamparo… se convierten en materiales que la cámara de Caroline Champetier, responsable de la dirección artística y de fotografía-, registra con delicadeza. Quién sabe si esos materiales son hijos de lo real o de la ficción, pero llevan la marca del método de Suwa que filma sin la red del guión.


Valeria Bruni-Tedeschi en el rodaje
de Un couple parfait

Si en el cine clásico la cámara permanece a las puertas de la intimidad –recordemos el “toque Lubitsch”, por ejemplo-, el cine moderno la transfigura en savia nutricia. La intimidad deviene tema central. La pareja, el matrimonio, se convierte en figura dominante de los filmes más representativos de la modernidad: el ya citado Viaggio in Italia, los de Cassavettes –con Gena Rowland-, los de Ingmar Bergman –con Harriet Andersen, Ingrid Thulin, Liv Ullman-, los de Godard –con Anna Karina-, los de Eustache, los de Garrel…


Nobuhiro Suwa en el rodaje
de Un couple parfait

En los filmes de Suwa, la intimidad resulta una idea nuclear. La pareja es su tema. Idea y tema que en Un couple parfait se encarnan en un matrimonio –Marie y Nicolas- en proceso de disolución, que acude a París para asistir a la boda de unos amigos. La cámara se planta, por así decir, ante una pareja que se rompe. Entonces asistimos a un delicado tratamiento del espacio –piedra angular de la puesta en escena de Suwa-: el cineasta tiene que resolver en la planificación la misma cuestión que Marie y Nicolas: ¿dónde dormimos?/¿dónde pongo la cámara? Un problema íntimo convertido en un problema de puesta en escena. Un couple parfait se transforma desde ese momento en una experiencia cinematográfica que añade vacilaciones, azares, emociones que brotan… encuadrados con rigor por Suwa.


Fotograma de Un couple parfait

Marie/Valeria Bruni-Tedeschi visita el museo Rodin –escena en la que resuena la visita al museo de Nápoles de Ingrid Bergman en Viaggio…- y, mientras contempla a los amantes –abrazados, fundidos- esculpidos por el artista, una guía cita a Rilke: el cielo próximo aún no alcanzado/ el infierno vecino aún no olvidado. El filme de Suwa abraza el aquí y el ahora de la pareja, y su cámara se convierte en un fonendoscopio del vértigo al que se ve abocada, por eso contemplarla en su cruda belleza nos resulta conmovedor.

En el cuarto del hotel, Marie y Nicolas duermen en espacios improvisadamente separados pero suficientemente próximos. En términos de Suwa, no están en el mismo plano, viven en campo/contracampo. Cuando Valeria Bruni-Tedeschi susurra “duerme bien, mi amor”, algo que Nicolas no puede escuchar, asistimos a un momento estremecedor de la intimidad emocional que sólo nosotros, espectadores privilegiados, podemos compartir, pero, lástima de reglas de juego del cine, no aliviar.

Fotograma de Un couple parfait

Y nada hay más emocionalmente violento que cuando Marie solicita la ayuda de su marido para elegir el vestido que va a llevar a la boda y le pide que la mire: ese “mírame” representa una forma de forzarlo a compartir el mismo plano, a convivir en el mismo espacio, pero también, como ha señalado Luís Miguel Oliveira, una invocación casi mágica a una intimidad que se esfuma ante nuestros ojos, plano a plano, y que no pasa por las palabras sino por algo misterioso e inefable.


Fotograma de Un couple parfait

Quizá por eso, Suwa, al final de la película, invoca, no ya el milagro, como Rossellini, sino los orígenes del propio cine. Quizá estamos ante un nuevo comienzo para todos, de volver a mirar a mujeres y hombres como si fuese la primera vez.