Una de ellas la tomó el fotógrafo húngaro Martin Munkacsi con una Leica -entre 1929 y 1930- en el lago Tanganika y se publicó en 1931 en la revista Photographies:

El sentido de la composición de las líneas de espuma, las huellas y sombras en la arena, con el ritmo de las siluetas y el movimiento que preña el encuadre, esa coreografía de brazos y piernas, la gracia de los cuerpos... A Cartier-Bresson le reveló el sentido profundo de la fotografía. Ojo y mirada. Geometría y vida. La alegría desnuda, quizá irrepetible, que cobra forma en un encuadre. Un hecho -minúsculo, si se quiere- que, en el encuentro con nuestra mirada, deviene una epifanía.
La otra foto data de 1917 y es obra del mejicano Agustín Casasola:

El tipo que está fumando de espaldas al muro era Fortino Samano, un lugarteniente de Emiliano Zapata y, en cuanto acabe el cigarro, lo van a fusilar. Aún no había cumplido los treinta años. Eran los tiempos de la Revolución Mejicana. Mirad esa figura esbelta: las manos en los bolsillos, el cigarro en la boca, el gesto tranquilo, el cuerpo relajado, la sonrisa. Pura elegancia y convicción. La libertad desnuda ante lo irremediable.
Ambas fotografías cifran la poética que cultivará Cartier Bresson, una suerte de estado de gracia que le permite, a través de un estado de disponibilidad -merodeo y espera-, encontrar la fotografía que no ha buscado, ese instante eterno que no desvela el misterio sino que lo hace más hondo, una fugaz armonía entre lo real y la pura mirada. Algo así, diría María Zambrano, como acompasar el ritmo de nuestro corazón con el corazón del mundo, que también lo tiene.
La fugacidad y la fatalidad. La vida y la muerte. El azar y el destino. La eternidad en un instante. El escalofrío.
Desde que tuvo en las manos su primera Leica,

nunca se separó de una cámara. Para Cartier-Bresson, la Leica era el maestro del instante (decisivo).