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9/2/20

Un hilo de saliva


Mira qué de vueltas a la matraca de la religiosidad, espiritualidad y la divinidad en Ordet (1955) y qué pocas a su sensualidad, carnalidad, materialidad. A su forma fílmica cincelada con blancos, negros y grises de plata y ceniza; cuerpos, andares y gestos; voces, animales y silencios.


André Bazin describió la película como un edificio de nácar y azabache. Y la dirección de Dreyer como una metafísica del blanco, hasta el punto de que Ordet devenía en cierta manera -gracias también a las luces de Henning Bendtsen-  la última película en blanco y negro, la que cierra todas las puertas. Y por ahí, a partir de su materia misma, igual tocamos algo de su misterio.


En Ordet, el viejo Borgen o el pastor Petersen pueden hablar de religión y debatir sobre la verdadera fe o el auténtico cristianismo, pero en realidad ventilan asuntos bastante más terrenales donde afloran viejos resentimientos ahora que sus, respectivamente, hijo e hija se han enamorado y quieren casarse. Ordet viste sin recato trapos de comedia y lidia con humor la locura de Johannes, aun cuando la película desemboca en la tragedia.


El viejo Borgen no se conformaba con tener un hijo pastor de almas, quería un hijo profeta y lo mandó a estudiar teología, pero acabó loco por culpa de Kierkegaard y anda sermoneando por las dunas creyéndose un Jesús de Nazaret resucitado. En fin todo muy terrenal como amasar, cortar juncos o cuidar de una cerda recién parida.


Después de ver la película por primera vez resonaba en la memoria el eco de aquella línea cruda tras el parto de Inger, cuando el viejo Borgen quiere saber si tuvo un niño. Mikkel, su hijo, el marido de Inger y padre de la criatura le contesta, sin levantar la voz y como si hablara de cualquier cosa:
Sí, un niño. Está ahí, en el cubo. En cuatro pedazos.
Ese arañazo del grano de la voz apagada centelleando con toda su crudeza visual, materia verbal con visos de imagen que dota el oído con las potencias del ojo. (Y sólo es un ejemplo: las voces desprenden en el filme una cualidad carnal que se escucha con los ojos.)


El asunto cardinal de Ordet no es la fe o la religión. Es el amor. El amor encarnado (o sea, hecho carne) en Inger y Mikkel. Después de ocho años de casados se siguen queriendo como cuando eran novios.


Mikkel  se confiesa agnóstico; Inger cree, pero hay que estar muy ciegos para no ver que su verdadera profesión de fe es el amor. En ella reside el centro de gravedad, no ya de la propia familia Borgen, sino de Ordet. Y por ella canta Dreyer la belleza del mundo y la gracia de las cosas (un candelabro, una mesa o un tazón).


Cuando Inger, la maravillosa Birgitte Federspiel, muere, Mikkel no quiere separarse de ella, por mucho que le digan que su alma ya está con Dios, él amaba también su cuerpo.


En realidad, y esa es la cuestión central, todos amábamos (amamos) a Inger. Por eso queremos creer con su hija Maren en el milagro y con ella animamos también a que Johannes (cuando parece haber recuperado la razón) diga la palabra.Y que el verbo se haga carne viva en aquella mujer.


Por eso la cámara -en palabras de Paulino Viotaobliga a Inger a resucitar, porque no deja de mirarla: la muerte no puede soportar la fervorosa porfía de esa mirada (ni la fe inquebrantable de una niña en la palabra, cabe añadir). Ése es -y no otro- el milagro del Ordet. El misterio de Dreyer.


Pero la resurrección viene anunciada (o sea, profetizada) por un milagro fílmico, uno de esos planos felinos con la cámara envolviendo a Maren y Johannes, cuando la niña intenta convencer a su tío para que resucite a su mamá, esa cámara que los cerca pero sin perderles el rostro; una cámara que, en el curso de los 114 planos de Ordet, crea -en palabras de Charles Tesson- un campo magnético, una cuna para la propagación de poderes y fuerzas; una sublime coreografía que propicia un trance hipnótico.


Resulta imposible imaginar algo más carnal que la resurrección de Inger, con esa reacción primordial en cuanto se siente viva (antes aun de saberse viva), queriendo comerse a Mikkel y luego, entonces sí (sabiéndose viva), declara su fe... en la vida.


Prendida a Mikkel por un hilo de saliva, ese frágil y maravilloso hilo de vida que también prendió la mirada del poeta, pintor y cineasta portugués Luís Noronha da Costa. ¿Puede haber algo más milagroso que ese hilo de saliva -pura materia glandular- como signo de un milagro?


Como en Stars in my Crown, de Jacques Tourneur, cinco años antes.


O en El espíritu de la colmena, de Víctor Erice, dieciocho después.


Es cierto, salta la vista: Ordet moviliza la fe. Fe en el cine y en la inocencia.

22/12/19

Un relámpago de gracia


Ya vimos de todo en las cocinas del cine. Y me refiero a donde se guisa el sustento de cada día, no donde se alumbran las películas. Desde sexo en harinas (en The Postman Always Rings Twice, cosecha de 1981) hasta un crimen callado (en Torn Curtain, de Hitchcock) pasando por la gestación de un banquete (en Babettes gæstebud, de Gabriel Axel), el sueño de otra vida (en The Naked Dawn, de Ulmer) o un cortejo preñado de melancolía (en The Man Who Shot Liberty Valance, de Ford).


Y cuántas cocinas nos ha mostrado el cine. Hace unos años me pidieron el esbozo de un (posible) texto sobre el asunto; preparé una lista de cincuenta películas donde la cocina era un decorado (por lo menos) relevante. El encargo del texto no se concretó (de momento) pero seguí con la lista y llevo casi doscientas. Algunas tuvieron su eco en la escuela; además de las ya enlazadas, la de Michiyo/Setsuko Hara en Meshi, de Naruse, la de Baxter/Jack Lemmon en The Apartment, de Wilder, o la de Inger/Birgitte Federspiel en Ordet, de Dreyer, quizá nuestra cocina preferida.


Quizá nunca se haya destilado tanta ternura en una cocina. Quizá sólo en la de Katie/Jocelyn Brando  en The Big Heat, de Lang.



Annie Laurie Starr/Peggy Cummins, en Gun Crazy, de Joseph H. Lewis, ve en la cocina todo lo que detesta, la representación de una vida que aborrece.


Isabel/Betsy Blair sueña en Calle mayor, de Bardem, con una de esas cocinas estupendas, tan blancas y limpias que salen en las películas americanas. Tan distintas de la que vemos, por ejemplo, en Sedotta e abbandonata, de Germi, tan verdadera, tan viva. Como la propia Stefania Sandrelli.


Si tuviera que elegir una sola secuencia, me quedo con/en la cocina de Ochazuke no aji/El sabor del arroz con té verde, de Ozu (también le gusta mucho a Ángeles). Una cocina que cobija y propicia una de las más bellas escenas que haya rodado el cineasta, que ya es decir; un cineasta, además, con tal querencia por los espacios domésticos.


En Ochazuke no aji sólo entramos en la cocina con Taeko/Michiyo Kogure y Mokichi/Shin Saburi, el matrimonio protagonista, cuando faltan menos de quince minutos para acabar la película, hasta ese momento era un espacio off, reservado a las criadas.


Es de noche. Una criada duerme allí al lado y habla en sueños. Taeko y Mokichi, hablan bajito para no despertarla. Buscan los ingredientes para preparar el arroz con té verde, un plato sencillo, humilde, que tanto le gusta a Mokichi y tanto despreciaba Taeko hasta esa noche, una comida que cifra cuanto les separaba.


A Ozu le basta ese gesto de Mokichi sosteniendo la manga ancha del vestido de Taeko mientras lava las verduras para destilar la emoción de una íntima cercanía al fin recobrada, la promesa de un nuevo umbral.


No es sólo una reconciliación. Allí se cocina la epifanía de la felicidad doméstica, se gesta la energía que culminará en la escena siguiente con un relámpago de gracia.


El modesto milagro que alumbra el sabor del arroz con té verde.