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5/10/14

Caravana


Hace casi cuarenta años compramos nuestro primer tocadiscos. Y media docena de elepés; uno, de Django Reinhardt.


En La pirueta de Eduardo Halfon (un escritor guatemalteco de origen judío, que descubrimos con Monasterio hace poco y lo seguiremos en El boxeador polaco dentro de nada) leo esta vida breve del gran guitarrista:
Django Reinhardt nació en Bélgica, pero igual pudo haber nacido en cualquier otro país de la ruta en que transitaba su caravana de gitanos manouche. Su padre era músico y su madre una cantante. De niño, Django tuvo las siguientes destrezas: robar gallinas; encontrar y limpiar cartuchos de las balas de la primera guerra mundial que su madre luego transformaba y vendía como joyas y chinchines de latón; pescar truchas metiendo la mano en el río y haciéndoles cosquillitas hasta que éstas, aleladas y contentas, se dejaban simplemente atrapar; y por último, claro, la guitarra. A los doce años, con su familia viviendo en un campamento gitano justo a las afueras de París, Django tocaba ya la guitarra banjo en todos los bals musettes de la ciudad. A los dieciocho años, un fuego instigado accidentalmente por su esposa Bella le dejó la mano izquierda atrofiada, hecha casi un garfio, pero de alguna manera él cambió su técnica musical (usaría ya sólo dos dedos) y continuó tocando hasta convertirse en el guitarrista de jazz más grande del mundo. Pero siempre, en el fondo, un guitarrista gitano. Andrés Segovia lo escuchó tocar alguna vez y quedó tan impresionado que quiso ver la partitura, pero Django, riéndose, le dijo que no había, que era una simple improvisación. De Django dijo Jean Cocteau: Él vive como uno sueña vivir, en una caravana. Y aun cuando ya no era una caravana, de algún modo lo era.  Aunque su nombre legal era Jean Reinhardt, desde niño lo apodaron Django. Django en gitano quiere decir despierto o más bien yo despierto. Es un verbo en primera persona. Yo despierto. 
Django Reinhardt con su hijo y su madre 
en Le Bourget, a las afueras de París, en 1949.

Cuando era un chaval, los carros de los gitanos pasaban cada tanto por delante de casa con su zarabanda de cachivaches y el silencio de los perros amarrados por un cordel. Más de una vez escuché contar en la aldea historias de gitanos ladrones de niños. En cuanto divisaba en la carretera los carros de gitanos, me apostaba en la cuneta, viéndolos acercarse, creciendo el fragor de los cacharros, hasta llegar donde los esperaba. Y la caravana pasaba de largo, carretera adelante. Y los perdía de vista en el lungo drom (el largo camino). Hasta que los gitanos dejaron de pasar. Y dejé de esperarlos. Tardaron años en volver. Con Lorca. Y Cien años de soledad. Y las películas de Kusturica. Y ahí van estas Nubes del gran Django Reinhardt, en caravana, en busca de los gitanos en la infancia.



18/4/14

Chau, Gabo


Desayuno con la noticia de la muerte de García Márquez. Pasan las horas lentas de esta mañana y me acuerdo de las horas felices entre sus páginas. Leer de una sentada Crónica de una muerte anunciada en mayo de 1981, en Tui, con nuestro hijo de tres meses en la cuna apretándome el dedo índice, y lo veo quince años después en un bosque de la Serra do Xurés leyendo Cien años de soledad, un verano ardiente, sin más pausas que para comer o bañarse en un río de  aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.


Hago un alto en el trabajo -in memoriam- y abro Cien años de soledad -aquella cubierta de Vicente Rojo con la E invertida, como en un espejo (¿o fue un error tipográfico?)-, un ejemplar que compré en la librería Xuntanza de Pontevedra hace más de cuarenta años, y vuelvo a leer aquellas líneas encantadas, aunque me las sé de memoria: El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

13/3/14

No somos dioses


Un librito precioso me alivia por momentos de horas de trabajo en un guión (la mar de estimulante, por otra parte) con una cargazón -esta cabeza mía en un globo- que me aniebla y asorda. No lo comprendo, no lo comprendo. Conversaciones con Akira Kurosawa que ha editado primorosamente Confluencias. (El título remite a las primeras palabras que se escuchan en Rashomon, palabras bajo una lluvia inclemente: No lo comprendo, no lo comprendo, dice uno de los personajes que se cobija en la gran puerta. De verdad que no lo comprendo.) Sólo por la portada ya valía la pena. (Felicidades.)


Apenas 110 páginas de pequeño formato acogen tres conversaciones con el sensei en un arco de treinta años. La primera, con Donald Richie -que prologa el volumen- en 1960, durante el rodaje de Yojimbo (1961), donde el cineasta revisa su filmografía desde El ángel ebrio (1948) pasando por Rashomon (1950), Vivir (1952), Los siete samuráis (1954) o La fortaleza escondida (1958). Casi nada. Tiene su aquel la atmósfera que envuelve la entrevista... en un minúsculo bar de un pequeño hotel de provincias iluminado tan sólo con una luz de neón, y de fondo, los ronquidos del camarero detrás de la barra. El rodaje empezaba a las seis de la mañana, pero Kurosawa no quería irse a la cama: Me gusta hablar y me gusta esto, señalando el güisqui que se acaba de servir. Ya en plena conversación, fue tras la barra, cogió otra botella de güisqui y volvió a ponerse otro. Y hablando y hablando el cineasta se remonta a 1941, cuando era ayudante de dirección de Yamamoto y en el rodaje de Caballos se enamora de la maravillosa Hideko Takamine, una actriz de 17 años en su primera película. (Quince años después Kurosawa era el director más famoso y más cotizado de Japón; ella, otro tanto, la actriz favorita y mejor pagada, ha encarnado a la inolvidable Yukiko en Nubes flotantes de Naruse, por citar sólo uno de sus filmes memorables; y hasta coinciden trabajando en la productora Toho, pero nunca hicieron una película juntos.)

Kurosawa en el rodaje de Yojimbo

La segunda conversación representa la pieza mayor -dos tercios de las páginas- del pequeño volumen, tiene lugar en la casa de Kurosawa con Nagisa Oshima en 1993 y dedica buena parte de su desarrollo a los años de formación del sensei, en particular, a su periodo como ayudante de  dirección y guionista. (La entrevista, leída hoy, cuando ya se han ido los dos cineastas, deviene un hermoso tributo de Oshima al maestro al que había criticado en su juventud, quizá cuando Kurosawa, que ya había llegado al final de su actividad como cineasta -pero no lo sabía o no quería reconocerlo-, más lo necesitaba -cuando nadie quería financiar sus películas-, y quién sabe si sentirse reconocido y comprendido por un colega y paisano le deparó algo parecido a un consuelo.) La última -y la más breve- de las piezas del librito (de bolsillo, sí,  pero en realidad es de ésos que, como le gusta decir a Godard, a quien se meten en el bolsillo es a uno) acontece el último día de octubre de 1991, cuando Kurosawa rodaba su última película, Rapsodia de agosto, y se encuentra con el autor de Cien años de soledad. García Márquez quiere saber cómo escribe el cineasta sus guiones. Kurosawa le cuenta que cuando tiene una idea para una película se encierra en la habitación de un hotel con papel y lápiz.

En ese instante suelo tener una idea sobre el asunto y conozco también, más o menos, cómo sería su final. Si no sé cuál es la primera escena, sigo el curso de las ideas, que brotan naturalmente.

El escritor le pregunta qué le viene primero a la cabeza, una idea o una imagen. Pero eso es algo difícil de concretar:

No puedo explicarlo muy bien. Pero creo que todo empieza con una serie de imágenes dispersas. En cambio, aquí en Japón los guionistas, primero, crean una visión general de la obra, organizándola por escenas y, después, sistematizan el tema antes de empezar a escribir. Pero no sé cuál es el modo correcto de hacerlo, dado que no somos dioses.

Una joyita de libro.

21/11/13

El sueño de Malcolm Lowry


Por pocas novelas porfiaron tanto -tantos- por llevarla al cine como por Bajo el volcán. Y aun por menos que tantos escritores (novelistas) fueran sucesivamente enredados en su adaptación: Carlos Fuentes, García Márquez, Cabrera Infante, Jorge Semprún... Luis Buñuel quiso rodarla pero no encontró la forma de ponerla en imágenes, eso decía (aunque Juan Cobos asegura, por lo que el cineasta le contó, que la había imaginado de maravilla); también decía que no sabía hacerla, pero lo dijo cuando tuvo la certeza de que no iba a rodarla. Eso sí, le echó una mano con las localizaciones a Jules Dassin, que viajó a México para preparar la adaptación; al final la cosa quedó en nada. También Joseph Losey quiso rodarla con Richard Burton, que se había implicado en el proyecto, encarnando al Cónsul. (Huston, que al final consiguió llevar la novela de Lowry a la pantalla -Bajo el volcán se estrenó en 1984-, aseguró haber conocido más de 150 versiones.)


Pocas obras literarias destilan una visualidad (o una visibilidad) tan intensa y despliegan tantos recursos deudores del cine como la novela de un autor tan cinéfilo como Lowry. Y, sin embargo, esa visibilidad se le resiste a la cámara y esos recursos rehúsan su traslación al lenguaje cinematográfico. La novela se resiste a verse en la pantalla. Porque la visualidad de Bajo el volcán no es un efecto del ojo -como apunta muy bien Villoro- sino de los adentros. Si se dramatiza, se simplifica. (O mejor, si se somete el material a un corsé narrativo convencional, perdemos el fulgor lírico, la poesía íntima de Bajo el volcán, y entonces ¿para qué llevarla a la pantalla?)  La potencia visual de la obra de Lowry desafía la mirada para transfigurar aquel paraíso de la desesperación del cónsul, hilvanada el Día de los Muertos de 1938, justo cuando se pierde la Batalla del Ebro -así, con mayúsculas- la última batalla (perdida) de la República.  

Lowry con Margerie. 
Y Centenario.

Nada de lo que he leído me ha influido tanto en la escritura como los primeros veinte minutos de "Amanecer" de Murnau, le escribió Lowry a su traductor alemán. Y recuerda el entusiasmo  por el cine alemán de los veinte en sus años de colegial, cuando tenía que jugársela porque le tenían prohibido el cine; un entusiasmo que nunca lo abandonó, porque hace muy poco -la carta data de 1951- nos dimos una verdadera paliza -Lowry y Margerie, su mujer- viajando por la nieve en varias ocasiones (jugándonosla literal y físicamente a causa del hielo) sólo para estar al día y ver "El último" de Murnau, "Las tres luces" de Fritz Lang (obra pionera donde las haya) y otras películas coetáneas en la Sociedad Cinematográfica [de Vancouver].

Lowry en 1957

A Lowry le hubiera gustado ver su Bajo el volcán en la pantalla, bajo las formas de una película en la mejor tradición del gran cine alemán de los veinte. Y hasta le hubiera encantado escribir el guión con Margerie (con quien ya había escrito una adaptación de Suave es la noche de Scott Fitzgerald entre 1949 y 1950). Lowry llegó a definir Bajo el volcán como una película loca, una bobina montada en un proyector de cine, como un dispositivo insolente maquinado por el delirio de la mirada de un alcohólico o como una mirada ebria destilada por una máquina infernal. Más de una vez debió soñar con una película titulada Bajo el volcán. Dirigida por F. W. Murnau. O por Fritz Lang.

11/11/12

Lo insólito



He vuelto estos días a La saga/fuga de J. B. La primera edición data de hace cuarenta años. Dicen, y supongo que es verdad -sin dejar de ser insólito-, que año y medio después de su publicación -más o menos en 1973 por estas fechas- se llevaban vendidos cuatro mil ejemplares y se preparaba una segunda edición. Para hacerse una idea cabal de la cifra basta señalar que de sus obras anteriores apenas se habían vendido unos cientos, pongamos por caso de su Don Juan: aquella indiferencia con que fue acogida -quizá su obra más querida- no sólo le dolió sino que lo empujó a aceptar la invitación para impartir un curso de literatura en la universidad de Albany.

Torrente Ballester emigró a América a mediados de los sesenta por despecho literario, porque sentía que aquí no tenía sitio como escritor, justo cuando -aquí- había encontrado el lugar perfecto para escribir, en una casa con vistas al río Lérez: un abuhardillado donde montó su estudio con visos de camarote de bergantín, abierto a la ría, propicio para que lo colmaran ocasos y vendavales. En Pontevedra, donde ejercía de profesor en el instituto femenino, germinó La saga/fuga y ensoñó Castroforte del Baralla, y en ese estudio -corazón de su nostalgia de la ciudad- escribió el capítulo tercero, Scherzo y Fuga (probablemente durante unas vacaciones en sus años americanos), que comienza así: Ese día, o más bien esa noche, me encontré con que yo ya no era quien solía, sino yo mismo.

Torrente Ballester, fotógrafo. (Fotografía de Colita.)

Conocí a Torrente Ballester, de vuelta de América, cuando La saga-fuga de J. B. llevaba un par de años en las librerías, pero sólo había leído Los gozos y las sombras -y era de los pocos entonces, porque esa trilogía sólo se vendió gracias a la popularidad de la serie estrenada en 1982 (cómo olvidar aquella Clara Aldán encarnada por Charo López)-. Después de aquel encuentro, lo primero que hice fue ir a una librería a por La saga/fuga y leer aquellas páginas como si él me hablara, como si continuara escuchando su voz.


A Torrente Ballester le debo a Pessoa, es de esas deudas memorables, la de los descubrimientos cardinales. Le debo también la lección del humor como un asunto mayor de la literatura. Y releer el Quijote como si fuera la primera vez. Hubo otras lecciones, pero ésas fueron las primordiales. Recuerdo que le preguntaban -a propósito de La saga/fuga- por Cien años de soledad que se había publicado unos años antes y -lo estoy viendo- apenas podía disimular cuánto le enojaba la referencia, sobre todo de quienes saltaba a la vista que no habían leído su novela y quizá tampoco la de García Márquez. Y no digamos cuando sacaban a colación el realismo mágico quienes no debían saber del Félix Muriel y a Cunqueiro sólo lo conocían por el forro. En fin, que sigue pareciéndome inverosímil que fuera precisamente La saga/fuga la primera novela suya que se convirtió en un éxito, no por minoritario menos relevante. Me gustó mucho saber que Borges, a otra pregunta tópica de un periodista íbero sobre Cien años de soledad, comentó que no entendía tanto interés por ese libro cuando tenían mucho más a mano La saga/fuga de Torrente Ballester, que es una novela excepcional.

No resisto la tentación de citar unas cuantas líneas del informe del censor sobre la novela: De todos los disparates que el lector que suscribe ha leído en este mundo, éste es el peor. Y se explica: Totalmente imposible de entender, la acción pasa en un pueblo imaginario, Castroforte del Baralla, donde hay lampreas, un cuerpo santo que apareció en el agua y una serie de locos que dicen muchos disparates. De cuando en cuando, alguna cosa sexual, casi siempre tan disparatada como el resto. El diagnóstico no puede ser más esclarecedor: Este libro no merece ni la denegación ni la aprobación. Y añade esta perla cultivada: Se propone se aplique el silencio administrativo. Algo así merecería figurar en La saga/fuga y quién sabe si Torrente no se sintió alguna vez tentado de enhebrarlo en alguna figuración de J. B.

(Fotografía de Chema Conesa.)

Lástima que entonces sólo le pregunté sobre la literatura, si fuera hoy le hubiera tirado de la lengua sobre el cine. Cada vez que volvía de Albany aprovechaba para ver alguna película en Nueva York: el Satyricon de Fellini, una vez; El discreto encanto de la burguesía de Buñuel, la última. No sé si le gustaban los fantasmas del cine, pero hubo una casa de fantasmas que le marcó para siempre y devino la matriz de su literatura, la casa de su abuela en Serantes, una casa grande, destartalada, llena de muebles hermosos y desvencijados, de puertas y ventanas con vida propia; caja de resonancia de todos los vendavales, de todos los ruidos, de los pasos quedos de todos los fantasmas... animados en el teatro de sombras que despierta una palmatoria temblorosa en la mano de un niño caminando por un pasillo en la noche oscura.


Pero si finalmente ya no hace falta reivindicar la imaginación y el humor en Torrente Ballester, suele olvidarse -o no se recuerda o valora lo suficiente- el erotismo que destilan sus obras. Tan cegato para tantas cosas con los años, hasta para leer -quizá el menoscabo más doloroso para un lector empedernido como él-, nunca le faltó la vista para ponerle los ojos encima a las mujeres hermosas. No faltan los testimonios. Os dejo el de Félix de Azúa, quizá el más gozoso:

Un viejo glorioso

De mis Encuentros con Grandes Hombres de Antaño guardo un magnífico recuerdo del que me permitió conocer y simpatizar con Gonzalo Torrente Ballester. Debió de ser hacia 1990, en pleno verano parisino, y le estábamos esperando en La Closerie des Lilas, al final del Bulevar Raspail, un grupo de amigos españoles.

Uno de ellos, personaje descomunal que ahora no quiero nombrar, había citado también allí al hijo de un hermano suyo que vivía desde hacía décadas en Extremo Oriente y a quien no había vuelto a ver. Tampoco su sobrino le había visto nunca, desde una lejana visita al cumplir los tres años, cuando se despidieron de la familia antes de emprender el gran viaje al Este.

Torrente llegó muy puntual, muy contento, muy bien colocado detrás de sus enormes gafas de megamiope. Lo cierto es que en una primera impresión, a don Gonzalo, que era delgado como un alambre, sólo se le veían las gafas, dos colosales rosetones semiopacos, tras los cuales vivía el literato.

Fue muy amable con todos y procedió a contar dos anécdotas encadenadas, realmente jocosas y bien narradas, aunque no acabé de entenderlas porque me distraía verle consultar la carta, operación que duró toda la segunda anécdota. La estudiaba de lado, es decir, por el borde, como si tratara de desentrañar una anamorfosis de Holbein.

Cuando había ya decidido pedir un Negroni, llegó el sobrinito, el cual era ya un mocetón de casi treinta años, alto y apuesto, al que acompañaba la mujer más espectacular que yo haya visto en toda mi vida.

Era a todas luces nórdica y muy joven, medía unos dos metros de altura y bajo su cabellera habríamos podido dormir todos los presentes, como bajo el manto de la Virgen de los Desamparados. Las curvaturas y grosores anatómicos que la adornaban eran de una rotundidad soberbia, barroca, salomónica. Y como en París hacía muchísimo calor, iba casi desnuda.

Mediante enormes esfuerzos logramos simular una naturalidad perfectamente farisea y procedimos a inverosímiles acrobacias con tal de no mirar las abundancias de la soberana criatura, lo que causó algún derrame de botellas y la caída de una silla.

Era sumamente difícil y doloroso no mirar aquella masa radiactiva de erotis­mo salvaje cuya jovialidad y fortaleza vital se manifestaban en unas risas wagnerianas que hacían vibrar las copas de martini y palpitar sus enormes senos casi por entero ajenos a todo cubrimiento.

Debo decir que, a diferencia de los presentes, don Gonzalo no disimuló en ningún momento. A la semiextinguida luz de su tristísima y casi muerta visión, aquella presencia debió de haber sido como la del ángel del séptimo sello, y en consecuencia, desde que alcanzó a divisarla la miró con un descaro y una agresividad que a todos los presentes nos llenó de zozobra.

De pronto, sin previo aviso y ante el pánico general, se levantó mascullando excusas en voz baja y fue aproximando su silla a la de la muchacha con breves saltitos de rana hasta casi sentarse en su falda, todo ello sin dejar de escrutar las partes superiores para ir luego lentamente bajando hacia las inferiores como si se tratara de la carta de los cocteles.

Cuando ya se encontraba a media inspección, apartóse unos centímetros y pió con dulce acento gallego: “No le importa, ¿verdad hijita? ¡Es que es tan insólito!”.

La tremenda walkiria estalló en unas carcajadas que limpiaron el aire de toda miasma y fantasmagoría, lo que no sólo nos alivió, sino que nos permitió, también a nosotros, echar una miradita. Se lo debemos a don Gonzalo, a quien Dios tiene en su gloria.

21/7/12

El sentido de los pasos


Apenas conocía a John O'Hara. Había leído un relato suyo, ¿Nos vamos mañana?, en una antología del relato norteamericano y sabía que había participado en la escritura de algunos guiones (de películas nada memorables) en el Hollywood de los primeros cuarenta en la Fox.

John O'Hara

No hace mucho supe algo más por unas líneas de Quemar los días, las memorias de James Salter: "escritor deslumbrante del New Yorker", "personaje complicado e imprevisible", "maestro del desaire". Y la semana pasada buscando en una librería de Santiago algo con que entretener una más que previsible espera encuentro Cita en Samarra, en una (estupenda) traducción de Miguel Temprano García.



La edición (de bolsillo) se abre con un prólogo de John Updike que se debe leer como un (perfecto) epílogo. Como se la recomendé a Ángeles -y leerá (y editará) estos parrafitos-, ya os imagináis (por la cuenta que me tiene) cuán cuidadoso voy a ser para no desvelar ni el más mínimo ingrediente de la trama. Pero también porque esta historia de una caída se pespunta con nudos que son poca cosa, pero su tejido deviene la trama oculta del destino, y con esta línea basta de momento para señalar uno de los logros mayores de la novela.

John O'Hara bebía lo que no está escrito -para tomarse vacaciones de sí mismo (por una noche, muchas noches), apuntó alguna vez-, no se privaba de derramar su acidez por donde iba y se metía en cuantos charcos se topaba; era un broncas, vamos. Sobra decir que no le duraban los empleos y su carrera de escritor quedó amojonada por despidos, por muy bien que escribiera (que escribía). Publicó su primer artículo en el New Yorker en 1928. Cita en Samarra era su primera novela. le llevó menos de cuatro meses, entre mediados de diciembre de 1933 y primeros de abril de 1934. Decía que tenía que trabajar mucho más en pulirla, corregirla, y quizá contaba con hacerlo mientras el libro viajara de editorial en editorial, pero la mandó en abril y en agosto ya se había publicado. Quedó tal cual. Una obra perdurable.

El título -Cita en Samarra- proviene de un texto de Somerset Maugham que John O'Hara coloca como pórtico de la novela bajo el rótulo de Habla la Muerte. Aunque sería mejor decir que ese texto lo firma Somerset Maugham, una historia tan suya como de Jean Cocteau -El gesto de la muerte (en Cuentos breves y extraordinarios, la antología de Borges y Bioy Casares)-, de García Márquez -La muerte en Samarra (en Cómo se cuenta un cuento)-, de Juan Benet -Fábula novena (en Trece fábulas y media)-, de Bernardo Atxaga -El criado del rico mercader (en Obabakoak)-, de Godard -en una escena de Pierrot le fou Marianne Renoir (Anna Karina) se la cuenta a Pierrot (Jean Paul Belmondo)-, y, desde luego, de Yalal Al-Din Rumi -Salomón y Azrael-, un poeta sufí del siglo XIII (¿el original?). En fin, variaciones de una historia sobre la ilegibilidad de la trama del destino y una parábola sobre lo impredecible e ineluctable del final de un relato.

Cita en Samarra representa una muestra exquisita de prosa fluida cuyo ritmo transparenta una mirada que encadena seres y lugares -intimidad y geografía-, alumbrando con los faros de un coche que circula hacia ninguna parte las tinieblas domésticas del sueño americano; un sutil ejercicio de composición enhebrando unos incidentes de baja intensidad que, gracias a la maestría de su disposición -orden, combinación, estructura-, y concentrados en el curso de tres días, cobran una potencia inexorable y acaban transformándose en una fuerza fatídica. Y sólo en las últimas páginas empezamos a advertir el (secreto) sentido de los pasos (de la trama) en el dispositivo de John O´Hara, ese hilo de irremediable desamparo que seguimos devanando cuando el libro ya ha terminado, síntoma definitivo del pulso de un escritor que no ha perdido (ni olvidado) detalle, que no ha olvidado (ni perdido) la ternura y la piedad con Julian English, ese protagonista tan desesperante y calamitoso -tan desastriño, diríamos por aquí- que casi maravilla que acabemos queriéndolo. Milagritos de John O'Hara.     

4/4/12

Un cristal cubierto de polvo



Han pasado once años desde que vimos por primera vez In the Mood for Love (2000), aquí se tituló Deseando amar. Nada más salir del cine llamamos a nuestro hijo para que no se la perdiera y después de verla montó una sucesión encadenada de fotogramas de la película como salva-pantallas en su primer portátil. Volvimos a verla muy pronto y nos gustó aun más, en la tercera Ángeles empezó a contar los preciosos vestidos de Maggie Cheung pero cuando llevaba veinticinco desistió (por lo visto son más de cuarenta), en la cuarta deseamos que se editara en dvd cuanto antes... Todo eso en un mes, y en los siguientes la película de Wong Kar-wai colonizó buena parte de nuestras conversaciones de cine. Y pronto compartimos con el maestro y Esther nuestra fascinación por una declinación del tiempo destilada en formas tan exquisitas. A propósito de In the Mood for Love viene como nunca a cuento el aquel de una película hipnótica.


El título original en chino mandarín -Hua yang nian hua- significa la frescura de las flores y la expresión se usa para referirse a una mujer en el esplendor de su belleza. Pero también aparece como Fa yeung nin wa, que puede traducirse, al parecer, como "el esplendor de los años pasa como las flores". En todo caso, la idea de fugacidad late en cada plano de una película donde el cine acude al rescate del tiempo fugitivo para embalsamar los recuerdos, las formas de un pasado inaprensible y nebuloso. A modo de homenaje, Kar-wai eligió para la distribución internacional In the Mood for Love, el título de una canción de Bryan Ferry, aunque no se escucha en la película.

Wong Kar-wai

A estas alturas quizá resulta superfluo presentar a un cineasta como Kar-wai, sobre todo porque, gracias a la Palma de Oro que se llevó en Cannes In the Mood for Love, en los años siguientes se editaron sus películas anteriores y las siguientes alcanzaron una distribución comercial perfectamente normalizada sin menguar su prestigio autoral ni empañar su lustre de cineasta de culto. Puestos a elegir prefiero las películas anteriores, en particular la "argentina" Happy Together (1997); de las siguientes me quedo con La mano (2004), un maravilloso filme de apenas media hora que forma parte de  Eros, que incluye otras dos piezas, de Antonioni y Soderderg respectivamente; y, desde luego, In the Mood for Love por encima de todas. Todas ellas melodramas o thrillers pasionales donde percibimos ecos del cine de Ophüls y Sirk, de Naruse y Demy.


Kar-wai contó más de una vez que comenzó a dirigir porque de niño su madre lo llevaba al cine. Aunque había nacido en Shanghai en 1958, cuando tenía seis años sus padres se trasladaron a Hong Kong donde no tenían parientes, y madre e hijo se pasaban muchas horas en el cine. Veían todo tipo de películas, tanto cine chino como americano o  las películas francesas de la nouvelle vague. A su madre le debe también el gusto por los boleros; en casa siempre tenían la radio puesta y los escuchaba en castellano en la voz de Nat King Cole, al que pinchaban asiduamente en las emisoras de Hong Kong. Su padre le contagio la pasión por la lectura; le gustan Steinbeck y Chandler, pero le marcaron especialmente García Márquez y Manuel Puig, con sus quiebras narrativas y un tratamiento del tiempo que despedazaba el curso cronológico del relato: posiblemente mi forma de contar las películas sea culpa suya.


Dirige su primera película As Tears Go By en 1988 después de trabajar varios años como guionista. Y si atendemos a que muy pronto empezó a prescindir del guión como punto de partida de sus filmes y a descubrirlos -y revelarlos- en el curso del rodaje y durante el proceso de montaje, cabe suponer que debió quedar harto del oficio de guionista: Para mí una película es más contar una experiencia que contar una historia.


En los tiempos que corren, después de un par de décadas o tres de convertir el guión en una ortodoxia, cuando no en un dogma, conviene recordar que también Griffith o Chaplin rodaban sin guión y nadie puede negar su condición de padres fundadores de esto que llamamos cine. Y al recordarlo no restamos un ápice a la consideración que merecen los grandes guionistas, desde Carl Mayer a Aaron Sorkin pasando por los gemelos Epstein, Leigh Brackett, Ernest Lehman o Ben Hecht. Digamos que la escritura de una película es un proceso de mudas sucesivas entre el papeleo del guión y el montaje; un trabajo que consiste sobre todo en dar forma, o sea, en que el filme cobre forma, porque sólo en la forma puede respirar y vivir una película. No cuenta si hay mucho o poco guión (escrito), lo que cuenta es lo escrito que esté el filme, es decir, si ha cobrado forma -aliento, vida- en la pantalla.


La propia gestación de In the Mood for Love dilucida con elocuencia el método de Kar-wai. En un principio, la película iba a desarrollar tres historias de media hora cada una, en torno a la comida y a diferentes formas de guardar un secreto, hasta que la historia de la (secreta) relación entre Chow (Tony Leung), un periodista y escritor, y Su (Maggie Cheung), una secretaria, cuyos conyuges son amantes, ambientada en el Hong Kong de los primeros años sesenta del siglo pasado y donde las comidas denotan (para los conocedores) el paso de las estaciones, acabó por apoderarse del proyecto.



El rodaje se prolongó durante quince meses, los actores tuvieron que compaginar su trabajo con otros rodajes y acabaron agotados, el director de fotografía Christopher Doyle abandonó la película cuando el control del encuadre por parte de Kar-wai resultó asfixiante -y eso que sus mejores filmes son deudores de la luz de Doyle- y llegó un punto en que ya estaban rodando 2046, la siguiente película, cuando aún no habían terminado In the Mood for Love. (Para relevar a Doyle llegó otro gran director de fotografía, Mark Lee Ping-bing, el iluminador preferido de Hou Hsiao-hsien.)

Kar-wai con Chris Doyle 
en el rodaje de In the Mood for Love

Y no sería exagerado decir que el filme, tal como lo conocemos, sólo cuajó en el montaje cuando William Chang, amigo de Ka-Wai y su más estrecho colaborador desde su primera película -diseño de producción, decorados, vestuario, atrezo y montaje-, lo convenció para desprenderse de  las escenas de sexo entre los protagonistas (que habían sido rodadas), transfigurando una relación amorosa consumada en la historia de unos seres que encuentran en el otro un abrigo en el abandono, y entonces cada gesto, cada paso, cada mirada se carga de sentido, en la medida en que amojona una historia sin final, abocada a un "y si..." sin consuelo.



Gestos, pasos, miradas que, sobra decir, se cargan con un erotismo de la forma, con la forma de un bolero, como ese Quizás, quizás, quizás que canta Nat King Cole, o ese tema de Shigeru Umebayashi que desprende el sabor del pasado perdido y recobrado  por una memoria de crea tanto como recuerda: La música me permite llevar de viaje a los espectadores. Es como ofrecerles un sabor, una salsa específica para un plato que, al probarla, les permita viajar en el tiempo y revivir su propio pasado.

      
El cine de Kar-wai germina en una pregunta: qué hacemos con nuestros recuerdos. Los personajes de sus películas viven aferrados a las imágenes de la memoria, como sombras de la hoguera del pasado donde arde aún un amor imposible, y la embriaguez de la melancolía da forma a cada plano, como burbujas de tiempo donde se condensan las pérdidas.


Si el cine es esencialmente melancólico, ya que por efecto del montaje las imágenes siempre están a punto de desaparecer de la pantalla -son imágenes ontológicamente fugaces, diríamos-, In the Mood for Love es melancólica hasta el arrebato. A través del cristal de la memoria esos corazones a la intemperie sólo consiguen percibir imágenes empañadas de un remoto fulgor, frágil huella sensitiva de una emoción a punto de extinguirse sin remedio.


Por eso el cineasta filma los lugares, para fijar la memoria de lo perdido a través de un ritual de tiempo recobrado, aprehendido por un cedazo de formas donde se expande la duración y las horas se coagulan, para tenerlas un poco más, y las figuran se re-encuadran en ventanas, espejos, puertas, escaleras y pasillos, para mejor retenerlas;




donde la lluvia, el humo y las lágrimas envuelven los silencios del corazón;


donde los movimientos de los cuerpos se ralentizan hasta configurar una danza; donde, dueños de un tiempo propio en un territorio mental que sólo pertenece a quien vive en los recuerdos, consiguen abolir el tiempo de los relojes, como si los personajes, heridos por la ausencia, fluyeran desde las nacientes del río de la memoria, allí donde, solos y desamparados, se remontan en busca del único -y último- refugio.


Por eso la música deviene una gramática de las emociones para estas criaturas que se aman a contratiempo y no pueden huir -cómo podrían- de unas canciones que suenan insomnes en sus cabezas, transfigurando la memoria en una enfermedad y lo perdido en un laberinto.



Y así In the Mood for Love deviene una elegía a un amor sepultado en las ruinas del tiempo.


Un bolero de cine que se cierra con estas palabras: Él recuerda esa época pasada como si mirase a través de un cristal cubierto de polvo. El pasado es algo que se puede ver pero no tocar. Y todo cuanto se ve está borroso y confuso.

18/7/11

La herida de los signos



Uno de estos días, aprovechando una escena que se me resistía, enderezaba la espalda caminando por el pasillo y recorría los anaqueles de libros que frecuento apenas, muy de tarde en tarde, cuando venimos a Tui por más tiempo que una "visita de médico", que dice la madre de Ángeles. Le puse entonces la vista encima al lomo de Las palabras y las cosas, un libro de Foucault que compré, como dejé constancia en la portadilla, el 25 de mayo de 1985 en Tui, en una de esas colecciones -baratas- de bolsillo que se vendían en los quioscos. Recuerdo muy pocas cosas de ese libro, creo que sólo leí dos o tres capítulos, los dedicados a las Meninas y al Quijote, al que describe como un largo grafismo flaco como una letra, [que] acaba de escapar directamente del bostezo de los libros, y poco más; encuentro subrayados que no son míos sino de Ángeles, aquel año de finales de los ochenta cuando preparó unas oposiciones de Filosofía (se va a llevar una sorpresa cuando se lo recuerde en estas líneas). Me sigue gustando el título -Las palabras y las cosas- que remite al hiato entre el significante y el significado, a la herida -de los signos- que se abre entre las cosas y las palabras que las nombran, a esa quiebra entre el mundo y el lenguaje.  


Este libro nació de un texto de Borges -cuenta Foucault en el prólogo de Las palabras y las cosas-del encanto de otro pensamiento, el destilado en El idioma analítico de John Wilkins -publicado en Otras inquisiciones-, que cita "cierta enciclopedia china donde los animales se dividen en a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluidos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas". Las palabras y las cosas nace del asombro de esta taxonomía y busca comprender dónde hunde sus raíces el conocimiento y cómo el lenguaje deviene un desgarro con el mundo que nos define, que define al hombre. El arte no sería otra cosa que la tentativa -no inútil pero, quizá sí, ya condenada al fracaso- de restaurar la armonía entre las palabras y las cosas, entre el mundo y el lenguaje, ese mundo remoto, contiguo con aquél tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo, que García Márquez cartografía en Macondo con las primeras líneas de Cien años de soledad. Creo que iban por ahí las cosas que me rondaban en las cavilaciones de hace más de veinticinco años y que a veces se enhebraban con las conversaciones gozosas -el güisqui, el tabaco, las horas de la madrugada- con el maestro, con Ángeles y Esther. Y en ésas andaba, olvidada ya la escena que se me resistía, cuando recordé un hatillo, de palabras y cosas, de cosas y palabras.   




Cuenta Alberto Manguel en Historia de la lectura que en 1964, a sus dieciséis años, encontró un trabajo para después de clase en la librería Pygmalión de Buenos Aires. Una tarde entró Borges, acompañado por su madre de 88 años, en busca de libros para sus estudios de anglosajón. ¡Ah, Georgie!, dijo la madre de Borges, no sé por qué pierdes el tiempo con eso en vez de estudiar algo útil como el latín o el griego. Cuando ya se despedía, Borges le preguntó a aquel diligente muchacho que le había encontrado los libros si estaba ocupado por las noches, porque -se disculpó- necesitaba a alguien que le leyese, puesto que su madre se cansaba pronto. Durante los dos años siguientes, Manguel leyó para Borges. Un día "mientras me escuchaba leer el relato de Kipling  Más allá del muro, Borges me interrumpió después de una escena en que una viuda hindú envía a su amante un mensaje hecho con diferentes objetos recogidos en un hatillo, y me señaló lo poéticamente adecuado de la acción, preguntándose en voz alta si Kipling había inventado aquel lenguaje simbólico y concreto al mismo tiempo". 


En una nota al texto -de Historia de la lectura-, Manguel añade una fuente que por entonces ni Borges ni él conocían, la Historia de la escritura de Ignace J. Gelb, que despeja las dudas sobre el mensaje de Kipling. No se trataba de una invención. Una joven del Turkestán Oriental envió a su amante un hatillo que contenía un puñado de té, una brizna de hierba, un fruto rojo, un orejón [pedazo de fruta seca], un trozo de carbón, una flor, un terrón de azúcar, un guijarro, una pluma de halcón y una nuez. El mensaje decía: "Ya no puedo beber té, sin ti estoy tan pálida como la hierba, mi corazón arde como el carbón, eres tan hermoso como una flor, tan dulce como el azúcar, pero ¿tienes una roca en lugar de corazón? Volaría hasta ti si tuviese alas, soy tan tuya como una nuez que estuviera en tu mano".   
   
En el lenguaje ordinario, las palabras sirven para nombrar las cosas, pero cuando el lenguaje es realmente poético, las cosas sirven para nombrar las palabras, escribía Joseph Joubert. Sólo la poesía cicatriza la herida de los signos. Con un hatillo de palabras y cosas.


[Las fotografías son de Chema Madoz]