20/5/11
Sintaxis, esquinas, utopías y naufragios
En mi corta experiencia de narrador, he comprobado que saber cómo habla un personaje es saber quién es; que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino. (Jorge Luis Borges)
El hombre va a su granero de ideas. Esta idea le matará. No importa, tiene que ir. (Henri Michaux Adversidades, exorcismos)
Un pionero debía tener imaginación, debía ser capaz de disfrutar con la idea de las cosas más que con las cosas en sí. (Willa Cather, Pioneros)
Es preciso que el cine filme, no el mundo, sino nuestra creencia en este mundo. (Jean-Luc Godard)
El problema no es pintar la vida sino hacer un cuadro vivo. (Bonnard)
El poeta espera, su lugar es la esquina, como las prostitutas. (Francisco Pino)
Sólo inventa aquel que sabe pedir prestado. (Emerson)
El poema (...) puede ser una botella arrojada al mar, abandonada a la esperanza -tantas veces frágil, por supuesto- de que cualquier día, en cualquier parte, pueda ser recogida en una playa, en la playa del corazón, tal vez. (Paul Celan en Discurso de Bremen)
Recoger en la calle un libro sucio y desgarrado, y limpiarlo con la manga como él ha hecho, tan meticulosamente y tan absorto, comporta cuando menos, (...) una cierta bondad de corazón. (Juan Marsé en Rabos de lagartija)
Los grandes personajes: mitad espejo, mitad sueño. (G. Steiner)
La verdad y la mentira son aparejos de fortuna. Nos mantienen a flote en el naufragio de la vida. (atribuido a Li Po en Mentira de Enrique de Hériz)
El humor es la más discreta de las utopías. (Ernst Bloch)
30/10/09
Con brocha y no con pincel
Lo importante en una película es conseguir reconstruir experiencias humanas, escribe en su diario Luc Dardenne el 19 de diciembre de 1991. Una semana después anota una cita de Paul Celan encontrada en un texto que le dedica Emmanuel Levinas: "No veo diferencia entre un apretón de manos y un poema". Y añade: Me gustaría que llegáramos a hacer una película que fuera un apretón de manos. El 25 de junio de 1992 anota las conclusiones de una larga conversación con su hermano Jean-Pierre tras la mala experiencia que representó Je pense à vous (1991):
Una cosa es segura: presupuesto pequeño y sencillez en todo (narración, decorado, vestuario, iluminación, equipo, actores). Tener nuestro equipo, encontrar actores que realmente tengan ganas de trabajar con nosotros, que no nos bloqueen con su profesionalidad, desconocidos que no nos llevarán, a nuestro pesar, hacia lo ya conocido y más que conocido. Contra la afectación y el manierismo que prevalece: pensamiento pobre, simple, desnudo.
Estar desnudo, desvestirse de todos esos discursos , de todos esos comentarios que dicen qué es el cine, qué no es, qué debería ser, etc. No querer hacer cine y dar la espalda a todo lo que quisiera hacernos entrar en el mundo del cine.
Cinco meses después anota esta frase de Levinas: "La ética es una óptica"
Y el 1 de diciembre de 1992 evoca una vez más la (mala) experiencia de Je pense à vous que aún duele: Nunca más una experiencia así. Saber decir que no a los demás y también a nosotros mismos, lo que no es fácil. El único recuerdo bueno es el momento de la escritura con Jean Gruault en la habitación del hotel Le Chariot d'Or, en la Rue Turbigo. Nos reímos mucho y bebimos mucho, bromeamos mucho. Nos enseñó cómo extraer un personaje de ficción de la realidad y a desconfiar de la grandilocuencia. (...) Trabajamos en un nuevo guión. Buscamos un título para acotar, limitar, conocer nuestro tema. El día 26 anota que ya han encontrado el título: La promesa.

La promesa (1994) nos descubrió el cine de los hermanos Dardenne. Detrás de nuestras imágenes, el diario de Luc Dardenne entre 1991 y 2005 nos descubrió, no tanto la cocina de su cine, sino más bien la óptica de una mirada. Un diario que enhebra encrucijadas, iluminaciones, visiones, libros y películas. Palabras que dejan oír el silencio. Y el placer y las risas mientras ve con su hijo Las vacaciones de M. Hulot de Jacques Tati el 11 de septiembre de 1993, cuando anota: Una de las características de las auténticas obras de arte es permitir el encuentro de varias generaciones, alejar a la muerte que merodea.

Los Dardenne extraen sus ficciones del subsuelo -y pozo negro- de Europa, o sea, de una realidad oculta. Dicho de otra forma, saben que la realidad no se agota en lo visible y afrontan uno de los retos de la modernidad cineamatográfica desde el neorrealismo: filmar lo invisible privilegiando el mundo referencial frente a la retórica. Las tentativas en torno al realismo han forjado las corrientes de vanguardia: cine-verdad, cine directo, o cualquiera de las modalidades de la inserción de lo real en el cine. Los Dardenne, tras una larga experiencia en el documental y en el reportaje de investigación social, irrumpen en la ficción cinematográfica sin desertar del compromiso con la realidad, más aún, convirtiendo lo real en subsuelo germinal de la representación fílmica. En sus películas, apenas una piel de ficción separa los personajes que vemos en la pantalla de esos seres verdaderos que sobreviven ahí afuera, a la intemperie, en un mundo hostil. Un mundo hostil llamado también Europa. La promesa, Rosetta (1999), El hijo (2002) o El niño (2005) devienen catas sucesivas en el subsuelo de la sociedad del bienestar, episodios de desamparo y desesperación que asoman apenas por las grietas de una civilización fundada en pilares ilustrados y despiadados a partes iguales.

Hoy hemos vuelto a ver Rosetta, después de diez años. Nos ha gustado aún más que la primera vez. Es una película a la que los tiempos que corren afilan sus aristas y multiplican su capacidad reveladora. Es la historia de una chica de diecisiete años con una madre alcohólica y que busca desesperadamente un trabajo para, simplemente, existir: si no tienes trabajo, no tienes derechos. Es la historia de la supervivencia cuando han quebrado las utopías y se han roto los lazos de solidaridad que había trenzado la clase obrera a lo largo de dos siglos de sangre y lucha: si tienes trabajo es porque a alguien se lo han quitado. Es la historia de un mundo donde el trabajo es un bien más escaso que el petróleo y conseguirlo representa una guerra. Rosetta es una guerrera y no rehuye el combate. Estremece contemplar el dilema moral que vive la chica cuando se debate entre ayudar a Riquet o dejarle morir y quedarse con su trabajo. Y nos estremecemos porque hemos vivido la vergüenza que la traspasa, el pánico a la exclusión social y la precariedad de cada día. La película se mueve arrastrada por esa chica mientras transita por el campo minado de las relaciones laborales en el capitalismo feroz. Sí, también podría verse como la versión más cruel de Caperucita. Rosetta lucha por sobrevivir en el reino de la barbarie. Y justo ahora me viene a la memoria aquello de Cornelius Castoriadis (¿se acuerda alguien aún?): Socialismo o barbarie. Mira por dónde.

El cine de los Dardenne cuaja en los cuerpos y en los gestos. Comer, beber (casi como si fuera un biberón), los dolores menstruales... La cámara se convierte en la piel visible del cuerpo de Rosetta y trata de filmar algo que se resiste. A la hora de registrar el mundo de Rosetta, los Dardenne se lo ponen (a sí mismos) lo más difícil posible, y a nosotros, espectadores, nos resulta angustioso y desasosegante vivir cada plano, o mejor, cada escena (el concepto 'plano' apenas si tiene función lingüística en el cine de los Dardenne, y menos aún en Rosetta), nos resulta incómodo, decía, vivir cada trozo de vida en la piel de la protagonista, privados de un punto de vista que nos permita contextualizar la situación: experimentamos el desamparo existencial y la mutilación afectiva de Rosetta, casi tocamos su piel enrojecida por el frío (es pobre, y está mal e insuficientemente vestida), nos vemos encerrados en su estrechez de miras, sentimos la urgencia de la búsqueda frenética de dinero (o sea, de trabajo) y nos descubrimos agotados como ella sin un instante de tregua en su lucha febril por sobrevivir. Y a la cámara le cuesta seguir a Rosetta, y a nosotros, espectadores, nos resulta imposible anticipar qué va a hacer, imposibilitados por tantos muros y puertas que (los Dardenne) se (nos) ponen entre la actriz y el ojo (de la cámara). Y ahí, en ese cuerpo a cuerpo, entre la cámara y Rosetta, cristaliza la experiencia humana que vivimos en el curso de la película.

Una experiencia que germina en los detalles de la cotidianidad de Rosetta, en los rituales de supervivencia, en los gesto que llevan inscrita la huella de lo vivido: el artilugio que emplea para pescar, la entrada practicada en la verja, el cruce de la autovía... Se habla de Bresson a la hora de explicar el cine de los Dardenne. Más de una de las Notas sobre el cinematógrafo le fueron inspiradas a Bresson por Montaigne, en especial, los ensayos dedicados al automatismo: No ordenamos a nuestros cabellos que se ericen ni a nuestra piel estremecerse de deseo o de rabia; la mano a menudo va donde no la enviamos. Y nada define mejor el trabajo con los actores de los Dardenne que esa imprevisibilidad de lo instititivo, la acción dramática que deviene movimiento del cuerpo a pesar de la razón. Todo movimiento interior de cualquier personaje pasa por el cuerpo, única materia fílmica que se conceden los cineastas. Y el cuerpo (castigado, ardiente y contenido) de los actores -verdadero paisaje fílmico de los Dardenne- alcanza visos de epifanías justo cuando no existe alrededor sino el más negro de los abismos. En Rosetta basta que la protagonista cargue con una bombona de butano (poco antes ha estado a punto de poner punto final a la vida de su madre y a la suya propia) para que el cuerpo se convierta en materia reveladora, poética, de la encrucijada interior.
En el diario de Luc Dardenne descubrimos en la entrada del 19 de abril de 1998 una declaración de intenciones que acompañase al guión de Rosetta. Acaba así: Nuestra cámara nunca la dejará en paz, intentando ver, incluso aunque sea invisible, la noche en la que Rosetta se debate.
Decía Susan Sontag que las obras de arte más atractivas son las que crean en nosotros la ilusión de que el artista no tuvo alternativa, de tan identificado que está con su estilo. Es el sentimiento de lo irrevocable que genera la contemplación de filmes como Rosetta. Pero también La promesa, El hijo o El niño. La grandeza del cine de los Dardenne radica también en la renuncia, casi franciscana (y tan próxima a Rossellini), a crear imágenes bellas, a encontrar la belleza en el sufrimiento, una pretensión que juzgan (eso sí) terrible y asquerosa. De esa renuncia emerge una óptica, una ética de la mirada. En una de las anotaciones del diario de Luc Dardenne leemos: Crear imágenes con brocha y no con pincel.
26/2/09
Un paseo con el maestro

A la mayoría de los maestros que vienen a esta escuela de los domingos no los conozco, porque ya no están aquí, porque nuestros caminos no se cruzaron ni se cruzarán o porque aún no hemos coincidido en la encrucijada propicia. A los que conozco, se dejan traer con mayor o menor conformidad, pero a Xosé Luis de Dios hay que arrastrarlo. De una u otra forma debo violentarlo, un poquito. Y si hay alguien que ha representado para mí la condición de maestro es él. Xosé Luis de Dios ha sido mi maestro. Es el maestro.

Por eso necesito tener cerca sus cuadros, sus dibujos. Recordar, o sea, traer cerca del corazón, sus palabras. Gracias a él me acerqué a la obra iluminadora de John Berger, descubrí otro Velázquez, otro Goya, otro Zurbarán; las novelas de Milan Kundera, los grabados de Durero, las pinturas de Ben Shahn… Pero sobre todo encontré en él al amigo, al complementario, al compañero del alma. Desde nuestro primer encuentro en 1982, cada una de nuestras conversaciones las guardo como un don precioso, un privilegio, un motivo para la alegría. Cuando le escucho, aprendo; cuando me escucha, aprendo a hablar. Le debo la inspiración y la forma de muchas ideas que acabaron cuajando y de tantas que quién sabe. También una actitud hacia el arte, un ejemplo como ser humano y la compañía en el peregrinaje que nos lleva.
Cada día se resiste con denuedo a la tentación de producir (dibujar, pintar), no importa que los que estamos más cerca le insinuemos cuánto necesitamos sus dibujos, sus cuadros. Va al estudio, riega las plantas (cuando se acuerda), lee… Reniega de la condición fabril que cartografía buena parte del arte abocado a las leyes mercantiles. Pero algún día, escuchando alguna pieza de música clásica olvidará sus resistencias, recordará el atisbo de un hilo de un recuerdo perdido en la niebla de la memoria más profunda, algo como una llama temblorosa, y entonces…

No se cansa de repetir que él no es un artista. Un artista es un trapecista, un malabarista, un equilibrista. Él apenas viene siendo un pintor. Y la pintura es otra cosa. Supone transitar por tierra de nadie, por una frontera incierta, en los confines del sentido. Llegados aquí evoca (e invoca) a Hölderlin, que se adentró en los territorios remotos de la conciencia por donde los geógrafos no se aventuran y la razón extravía su asiento. Donde la realidad pierde consistencia y las imágenes adquieren visajes desgarrados. En esa región ulterior, el pintor alcanza a distinguir apenas veladuras, a modo de fundidos encadenados, de ventana abisal. Ahí, junto al abismo, trata de aprehender lo que desaparece, la disolvencia misma. En la tentativa de registrar una forma y darle una consistencia de trazo o de mancha. De establecer un hilo frágil con lo visible.
Olvidarse para permitirle a la mano abrir con el lápiz, con el carboncillo o con una mancha de color, una puerta donde las formas esperan el catalizador de la reacción alquímica, donde el sueño ilumina la materia memoria con el candor de un pájaro o con los pétalos de silencio, donde el tiempo de los orígenes invoca los límites de la visión, allí donde, fugitiva, aletea la belleza. Una forma en trance de disolución, aprehendida en el temblor, rescatada de la tierra de nadie y que cobra vida en el papel, en el lienzo, en la esquina de un sobre: una mujer con “cabellos de ceniza, Sulamita” (Paul Celan), una ventana, un caballo, un perro, una “fontela” en medio de un bosque, un peregrino insomne, el túmulo dolménico de un “fuxido”, el hacedor...

Al escuchar a Xosé Luis de Dios uno se acuerda de
