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8/5/11

Huellas en la arena

Hay películas peligrosas. Pocas, pero las hay. De ésas que uno se pregunta si las hemos visto o las hemos soñado. Por milagrosas. Por inefables. Por radicales. De ésas que se distinguen por un decir tan claro que sobrecogen y confunden. Por distintas. Por insondables. Por calladas. De ésas bendecidas con el don del cine verdadero y destiladas en imágenes cristalinas, aun para fijar en sus fotogramas la más honda negrura. Por secretas. Por indecibles. Por esenciales. Películas peligrosas porque, después de verlas -y durante un tiempo-, las películas de todos los días -las otras películas, digamos- parecen prescindibles. 

Bresson dirige a Nadine Nortier en Mouchette

Mouchette (1967) es una de esas películas. Por eso cada vez que la vemos nos preguntamos. ¿Quién fue tu maestro, Robert Bresson?  ¿De dónde saliste? Y pareciera que las películas de Bresson existen fuera del cine, o que son cine de otro mundo. Sin embargo, nos recordó Víctor Erice, si sus películas no tuvieran ninguna relación con el resto del cine, no podríamos comprenderlas. ¿Y cómo resistirse a la sensualidad que desprenden las imágenes de Mouchette en un bellísimo blanco y negro obra de Ghislain Cloquet? Casi resulta inverosímil que en las últimas entrevistas que le hicieron a Bresson algunos periodistas le reprocharan la frialdad de sus películas. Es como tachar de frías las pinturas de Rothko o de Morandi. Eso sí, como en el caso de estos pintores, la sensualidad -la belleza material, cálida, plástica- devenía, por así decir, como un efecto de la economía expresiva, como expresión de una eficacia poética.

Robert Bresson

Obstinado, raro, marginal. Son algunos de los adjetivos con los que se calificó a Bresson en vida. Un perro verde. Un caso aparte. Un solitario. Un cineasta cada vez más solo a medida que se iba desprendiendo de los afeites del cine para abrazar la desnudez del cinematógrafo. Un solitario a su pesar, porque Bresson no era un artista arrogante sino un cineasta fiel a los principios decantados en el curso de sus películas y destilados en las Notas sobre el cinematógrafo, un texto esencial, no ya sobre el arte cinematográfico sino sobre el arte a secas, al tiempo que una obra de arte ellas mismas.

Robert Bresson

La distinción, o mejor, la separación radical entre cine y cinematógrafo constituye la piedra angular de la poética de Bresson. Basta leer una de las primeras Notas:

"Dos tipos de películas: las que emplean los medios del teatro (actores, puesta en escena, etc.) y se sirven de la cámara para reproducir; las que emplean los medios del cinematógrafo y se sirven de la cámara para crear." (Las cursivas son de Bresson.)

Fotograma de Mouchette

El cine reproduce lo que está pensado, escrito, preparado, y se hace con actores; el cinematógrafo crea a través de las relaciones entre los planos, se nutre de lo inesperado y se hace con modelos, o sea, con no-actores. Si la etimología de persona remite a la máscara del teatro griego, un actor representa para Bresson la máscara de una máscara, alguien condenado a interpretar, a construir un personaje, una interioridad ficticia que se comunica a través de una forma de (estudiada) expresividad. Por eso elegía modelos porque es lo que no alcanzaba a saber de ellos lo que despertaba su interés, porque una verdadera mirada no se puede producir ni inventar, sólo se puede atrapar y entonces, cuando se captura, el plano resulta admirable; porque lo que le importaba a Bresson no es lo que el actor revelaría sino lo que el no-actor escondía, o lo que mostraba sin querer, irracionalmente, como cuando experimentamos un escalofrío o se nos pone la piel de gallina.

"Todo movimiento nos descubre (Montaigne). Pero sólo nos descubre si es automático (no gobernado, no deliberado)."

"A propósito del automatismo, esto también de Montaigne: No ordenamos a nuestros cabellos que se ericen, ni a nuestra piel que se estremezca de deseo o de temor; la mano va a menudo donde no la enviamos." (En ambas notas las cursivas son de Bresson.)

Arriba, fotograma de Mouchette
abajo, fotograma de Rosetta, de Jean-Pierre y Luc Dardenne


El 28 de enero de 2000, cuando Rosetta se proyecta en los cines del mundo, Luc Dardenne trabaja con Jean-Pierre en el guión de El hijo -a esas alturas aún no encontraron el título (tardarán un mes en dar con él)- y escribe en su diario:

"El actor no tiene una interioridad que podría querer expresar. Está ante la cámara, se comporta. Cuando quiere que algo salga de él, es malo. La cámara, despiadada, ha grabado su voluntad, su interpretación para que salga ese algo. Debe abstraerse de toda voluntad y acercarse a lo involuntario, al automatismo de una máquina, de la cámara. Lo que Bresson escribió sobre el automatismo citando a Montaigne es totalmente cierto. Nuestras indicaciones a los actores son físicas y, la mayor parte del tiempo, negativas por detenerlas cada vez que creemos que se salen del comportamiento que son para la cámara. Grabando este comportamiento, la cámara podrá grabar la aparición de miradas y de cuerpos más interiores que cualquier interioridad expresada por la interpretación de los actores. Para la cámara, los actores son reveladores, no constructores. Lo que exige mucho trabajo."

Fotograma de Mouchette

Si lo sabía Bresson, el trabajo que exigía. Por eso prefería que antes de entender una película se sintiera, que los sentidos interviniesen antes que la inteligencia:

"Lo que manda es lo interior. Los nudos que se atan y se desatan en el interior de las personas es lo único que da a las películas su verdadero movimiento."

"Ahonda en tu sensación. Mira lo que hay dentro. No la analices con palabras. Tradúcelas en imágenes hermanas, en sonidos equivalentes. Cuánto más neta sea, más se afirma tu estilo. (Estilo: todo lo que no es técnica.)"

Fotograma de Au hasard Balthazar
cuyo impulso creativo Bresson prolonga en Mouchette
los únicos filmes que rodó casi seguidos.

Bresson concibe el cinematógrafo como una forma de ascesis, de depuración; como una exigencia de desnudez esencial -"construye tu película sobre lo blanco, sobre el silencio y la inmovilidad"-. Soñaba a veces que su película se hacía paso a paso bajo la mirada, como un lienzo de pintor eternamente fresco. De hecho, pensaba su cinematógrafo como un pintor:

"Ve tu película como una combinación de líneas y de volúmenes en movimiento al margen de lo que representa y significa."

"Sé preciso en la forma, no siempre en el fondo (si puedes)."

"Ten el ojo del pintor. El pintor crea mirando."

Fotograma de Mouchette

El cine de Bresson y sus Notas decantan una poética del corte -los fragmentos (planos, imágenes) que articulan sus películas- que vuelve superflua la jerarquía tradicional de la planificación cinematográfica -plano general, plano medio, primer plano-, porque cada corte representa una pincelada que transforma el tono de la que le precede y se transfigura por la herida de un corte nuevo.

"¡Cuántas cosas se pueden expresar con la mano, con la cabeza, con los hombros!... ¡Cuántas palabras inútiles y engorrosas desaparecen entonces! ¡Qué economía!"

Fotograma de Mouchette

Una poética del corte que prolonga sus resonancias a través de la repetición de imágenes -ángulos y movimientos de cámara- y miradas, creando rimas y correspondencias para dotar de un ritmo y de una respiración, de una trama sensitiva en la que los sonidos y el decir de los modelos cobran un valor tímbrico y matérico como pocas veces podemos contemplar en una pantalla, porque las palabras recuperan su cualidad de materia sonora y el oír proyecta un mirar:

"El ojo (en general) es superficial, el oído, profundo e inventivo. El silbido de una locomotora imprime en nosotros la visión de toda una estación."

"Entonaciones precisas cuando tu modelo no ejerce ningún control sobre ellas."

Fotograma de Mouchette

Una repetición que, por otra parte, atraviesa las fronteras entre películas y que revela la cualidad obsesiva del cineasta: cuando Bresson encuentra la forma exacta de filmar una escalera, una ventana o una puerta no duda en repetir ese plano en otra película si precisa de esos mismos elementos.


En estos últimos meses hemos vuelto al cinematógrafo más de una vez para ver Mouchette (1967); quizá no sea su mejor película, pero es la que prefiero, tan clara como esquiva, tan bella como sórdida, tan luminosa como desesperanzada, tan sencilla como misteriosa, tan concreta como abstracta... Mouchette es una niña de catorce años que vive una historia que, si no supiéramos que Bresson la ha adaptado de una novela de Bernanos, bien pudiera haber salido de la pluma de Dostoievski, tan humillada y ofendida que esos días de infancia a los que asistimos en Mouchette pueden verse como un vía crucis (como la peripecia del burro en Au hasard Balthazar, su película anterior). Encontramos ecos de Mouchette en Rosetta, como descubrimos huellas de L'argent en El silencio de Lorna, por seguir abriendo pasajes entre Bresson y los hermanos Dardenne. No es de extrañar que Nicole Brenez le hubiera escrito a Jonathan Rosenbaum un email arrebatado después de ver Rosetta: "Es  la Mouchette de nuestro tiempo". Ecos y huellas que no han de confundirse con rasgos de estilo: Bresson no se parece a nadie y nadie puede parecerse a Bresson a la hora de perseverar en la búsqueda primordial de la verdad que sólo el cine puede revelarnos a través de las imágenes que se transforman al montarlas, conjugando ritmos, líneas tonales y armónicos, como si de una composición musical se tratara. Y de eso se trata, sobre todo, en Mouchette. Como mucho, se puede uno contemplar en ese espejo, seguir ese ejemplo, si se puede.

Fotograma de Mouchette

Cada vez que vuelvo a Mouchette me resulta más difícil espigar las escenas memorables, no sólo porque son cada vez más numerosas, sino, sobre todo, porque me cuesta arrancarlas del curso de la película: la escena de la caza que establece la pauta de acoso que vive la protagonista; la escena de los autos de coche con esa maravilla -y milagroso azar- de la mujer que pone la ficha en las manos de Mouchette (una escena que Bresson había desarrollado "completa" en el guión pero aquí reduce a los términos esenciales);

Dos momentos de la escena de los autos de choque 
en Mouchette


la escena de la violación que nos atenaza sobre todo por ese gesto de la niña abrazando al agresor, que nos da la medida de su desvalimiento y el vacío afectivo que la habita;

Fotograma de Mouchette

y la escena final, la desaparición de Mouchette, una de las más bellas y dolorosas escenas de la historia del cine, con ese tractor que se aleja y que cifra el frágil hilo que podría haber sujetado a la niña a este negro y despiadado mundo, una escena conjugada en tres movimientos, las tres veces que Mouchette se envuelve en el vestido de muselina -como un sudario-, que una mujer le había dado para arreglar el cadáver de su madre, y se echa a rodar por la pendiente hacia el agua...







Fotogramas de la escena de la desaparición de Mouchette

Quizá ninguna escena puede situarnos ante el misterio primordial del cine de Bresson -y de la poética del corte y la repetición- como este final bellísimo de Mouchette que Bertolucci homenajea en Soñadores.

Bresson rescata a Mouchette

Con más de ochenta años, durante la promoción de L'argent (1983), su última película, Bresson explicaba a quien quería escucharle que sus películas no eran obras, sino apenas tentativas en el camino del cinematógrafo, búsquedas de una impresión de lo verdadero; que se obligaba a no saber qué iba a rodar al día siguiente para poder recibir una fuerte impresión, quería capturar en ese preciso instante el sentimiento que suscitaba lo que tenía delante de los ojos, porque creía en la inmediatez del lenguaje cinematográfico.

Fotograma de Mouchette

En esa búsqueda de las formas cinematográficas de lo verdadero no se comprometió sólo Bresson, también Rossellini o Renoir, del que cita La regla del juego en la escena de la caza de Mouchette, especialmente significativa porque la cita era una practica inusual en el cine de Bresson. Como ellos, esperaba lo inesperado, y concebía el rodaje de una película -son palabras de Erice- como un dispositivo de captura de una verdad desconocida, es decir, como búsqueda de una revelación. Pero Bresson  eligió un método radical, el camino solitario. Aunque, bien mirado, quizá no pudo elegir, lo suyo era, por así decir, una soledad congénita. La del cinematógrafo. Una poética, un método, una obsesión.

Fotograma de Mouchette

En 1963, Bresson se encontraba en Roma preparando su versión del Génesis, desde la creación del mundo hasta la Torre de Babel, una película producida por Dino de Laurentiis. Pero, como se sabe, el proyecto nunca se realizó. Bertolucci ha contado cómo acabó el proyecto bíblico de Bresson:

"Mauro Bolognini me invitó a una cena en honor de Robert Bresson que había estado en Roma durante las últimas semanas preparando un episodio de La Biblia, una película producida por Dino de Laurentiis con varios directores. Bresson había escogido el episodio del Arca de Noé. Antes de que me lo presentaran, Bolognini me advirtió que Bresson estaba de bastante mal humor y me explicó brevemente la causa.

Esa mañana, mientras Bresson ensayaba, Dino de Laurentiis había aparecido por el estudio donde observó grandes cajas que contenían varias parejas de animales salvajes: dos leones, macho y hembra, dos jirafas, macho y hembra, dos hipopótamos, macho y hembra, etc. Pocas horas después, Dino le comentó a Bresson que le hacía mucha ilusión ser el único productor del mundo capaz de hacer descender al elevado Maestro a la tierra, por producir un filme con valores reales de producción... [Obsérvese la detestable soberbia de pretender convertir en alguien al director de Un condenado a muerte se ha escapado (1956) y Pickpocket (1959) le bastaba concederle dirigir una película en la que se viera el dinero invertido]

No se verán más que sus huellas en la arena, susurró Bresson. Una hora después Dino de Laurentiis lo despedía."

Robert Bresson

Bresson sólo era fiel a sus principios:

"TRADUCIR el viento invisible mediante el agua que esculpe a su paso."

Robert Bresson en el rodaje de L'argent 

En sus últimos años, mientras la salud se lo permitió, Bresson volvió a trabajar en el Génesis. Le apasionaba el Diluvio. Le obsesionaba filmar el agua que entraba en las casas y resolver la ecuación técnica que le permitiera registrar, con un objetivo de 50 mm -Bresson nunca utilizaba otro-, los cuartos traseros de un ciervo y la pata de una jirafa en el mismo plano.

Fotograma de Procés de Jeanne d'Arc

Cuando se enteró de la muerte del cineasta, Florence Delay -su Juana de Arco- escribió: "Ya no veremos la mano de Eva posarse sobre la mano de Adán".

23/2/10

El perdón

Un día 23, pero de julio de 2004, escribí una nota en el diario sobre la que considero una de las mejores películas realizadas en lo que va de siglo: El hijo (2002) de los hermanos Dardenne. Se trata de un texto escrito en caliente, pero creo que transmite el latido de lo que sentimos viéndola y la urgencia de fijar la huella reciente de un filme, doloroso y afilado, que a menudo aflora en la memoria.



Aguiño, viernes 23 de julio

Por la tarde vemos El hijo de los hermanos Dardenne. Una buena película: austera, desnuda, puro hueso. Economía narrativa y emocional. Un maestro carpintero de un centro de FP para chavales con problemas recibe un nuevo alumno recién salido de un centro de menores. No se trata de un alumno más, ese adolescente de dieciséis años viene a remover una honda herida que partió su vida por la mitad hace cinco: se trata del asesino de su hijo. Una película áspera y dura contada a través de miradas furtivas y silencios donde cabe un océano clamoroso: el clamor de la venganza pero también el clamor del perdón. Y todo ello sin apartarse de la relación maestro-alumno, más aún, enclaustrándose en ella, a través del aprendizaje de un oficio, que se desliza inevitablemente hacia la relación tutorial y –he ahí la vuelta de tuerca del destino- hacia la relación padre-hijo.


Y así, las manos que un día estrangularon una vida aprenden ahora a dar vida a la madera y las manos que anhelaban estrangular aprenden a perdonar. Un arco dramático trazado y resuelto con pulso firme, sin concesión alguna al sentimentalismo ni a fáciles sermones: resulta tan duro aprender a perdonar como aprender a vivir, como aprender a usar las manos para algo que no sea matar. Todo ello cristaliza en el clímax del aserradero y se resuelve de forma directa y sin adornos con el corte final que da paso a los créditos mientras los protagonistas, aún conmocionados por la revelación que acaban de vivir, cargan la madera en el remolque. Y la vida continúa con las heridas abiertas.



En Detrás de nuestras imágenes, el diario de Luc Dardenne, leo la nota del 10/10/2000:

Termino la última escena del guión de El hijo. ¿Está bien? No sé. Quizá soy demasiado emotivo, como decían mis profesores. Menos mal que somos dos.

"El mal no es un principio místico que se puede borrar con un rito, es una ofensa que el hombre hace al hombre. Nadie, ni siquiera Dios, puede sustituir a la víctima. El mundo donde el perdón es todo poderoso se vuelve inhumano." (Emmanuel Levinas, Difícil libertad)

El perdón entre Olivier y Francis no debe ser todopoderoso. No es el perdón sino la imposibilidad del asesinato. Al mismo tiempo, ¿cómo no ver también en ello un perdón? No sabemos cómo será el final de la película pero no debemos caer en la reconciliación donde no subsistiría ningún imperdonable. Olivier no puede sustituir totalmente a su hijo. La cuestión de la película es la del padre y no la del perdón. Olivier, no matando a Francis, es el padre que quizá permita a Francis reconciliarse con la vida.

Y tres meses antes, el 17/07/2000, Luc Dardenne escribe:

¿Cómo permanecer en la inocencia de lo que pasa? O incluso, ¿cómo evitar todos los manierismos, todas las construcciones de intrigas, todos los trucos sutiles de guión?

7/2/10

La desaparición


Me pasé el fin de semana viendo películas, y poco más (pasear hasta el Con de Agosto, leer el periódico y las memorias del Renoir pintor por el Renoir cineasta, darle vueltas a algún problema seguramente irresoluble y, entonces, perderme en lejanías que no alcanzo más allá de Sálvora, ensoñando, cosas así). En algunas películas me acompañó Ángeles, aunque ella se dedicó sobre todo a Cualquier otro día, la última y voluminosa novela (más de 700 páginas) de Dennis Lehane, que le está gustando mucho. De seis películas que vi me gustaría hablar, por lo menos, de cuatro, y todas probablemente acabarán llegando a estas playas como restos del naufragio de la vida, así que empecemos hoy por una de las cinco que veía por primera vez: La muerte del Sr. Lazarescu, una película de Cristi Puiu estrenada en 2005.


Del cine rumano de estos últimos cinco años conozco tres películas que vi por orden inverso a su fecha de producción. Digamos que empecé por el final. La primera fue 4 meses, 3 semanas, 2 días (2007) de Cristian Mungiu. La vi tres veces, la primera en el cine y en V.O., en una fecha cercana a su estreno y me pareció una buena película; la segunda, unos meses después, en dvd, en casa, y me pareció mejor que buena; la tercera, unos días más tarde, desglosándola escena por escena porque quería comentarla en una clase de esas que imparto de cuando en vez, y entonces me pareció casi muy buena. Hay por lo menos tres secuencias admirables en la película de Mungiu: la larga, cruda y desasosegante escena de las dos amigas en la habitación del hotel con el tipo que le va a practicar el aborto a una de ellas; la escena en que la protagonista en medio de la noche busca la forma más segura de deshacerse del feto y donde la oscuridad y los ladridos de los perros nos encogen el alma como a ella, apenas una sombra entre las sombras, y la escena final en la que la protagonista le ruega a su amiga que nunca más vuelvan a hablar de lo que ha sucedido ese día.


Es una película con una acción muy concentrada en el tiempo -apenas unas horas- y en el espacio, baste pensar que más de la mitad de la película transcurre en el hotel y casi todo el segundo acto en aquella habitación; una película que incrementa la urgencia con una puesta en escena que se convierte en la pura piel de los hechos representados pero, al mismo tiempo, que controla de forma muy precisa la temperatura de ebullición dramática, y así, al aprehender con exactitud la situación que vive la protagonista, se nos revela de forma elocuente y sin necesidad de subrayados melodramáticos la angustia que se le anuda dentro.


La siguiente película rumana fue 12:08 al este de Bucarest (2006) de Corneliu Poromboiu. Se trata de un film rodado con gran economía de medios, en torno tres personajes que se ven empujados a recordar los hechos de la caída de Ceaucescu años después a causa de un programa conmemorativo de una televisión local sobre los hechos ocurridos el 22 de diciembre de 1989. La película de Poromboiu transita por los territorios de la memoria conjugando humor y melancolía, soledad y frustración, revolución y desencanto, a través de unos héroes que no son más que -pobres hombres- supervivientes de un tiempo de silencio, abocados a defender su honorabilidad en un programa de televisión que se acaba convirtiendo en un banquillo de los acusados.


De nuevo, una puesta en escena muy pegada a los hechos narrados, donde la torpeza técnica y visual con que se trabaja en la televisión local se convierte en una herramienta expresiva y, sobre todo, en el perfecto envoltorio de la comedia. Viendo 12:08 al este de Bucarest, que cocina un retrato vívido con las proporciones justas de humor y ternura, uno recordaba el aroma del cine de Berlanga y Azcona de los primeros sesenta y echaba de menos una película hecha aquí con esos mimbres sobre, pongamos por caso, la transición, más que nada por aquel de recuperarnos mediante el humor de tanta mistificación de tanta (mala) memoria interesada.


Y la última película rumana la vimos ayer, La muerte del Sr. Lazarescu, una película galardonada en Cannes en 2005 con el premio Un certain regard. Y voy a decirlo ya, se trata de una gran película. Y de una película larga, dos horas y media. Y ni un solo minuto perdido, o sea, en un sentido literal, nin un solo tiempo muerto. Quizá justamente porque trata de la muerte de un hombre. Aunque sería mejor decir que la película trata de un asunto mayor, definitivo, absoluto: la desaparición. O sea, nuestra desaparición. Y sí, la película muestra también la deficiente situación de la sanidad rumana, la insensibilidad ante el dolor y la soledad del protagonista, Lazarescu Dante Remus, un viejo que vive en compañía de sus gatos. Cristi Puiu elige no separarse de su protagonista y filmar su agonía como si de un documental se tratara: escenarios reales, cámara en mano (como alternativa al travelling), planos largos cercanos, luces apagadas, colores crudos y ausencia de contracampos.


Una vez que el cineasta decide donde colocar la cámara en una escena, eso es lo que vamos a ver, sólo en contadas ocasiones recurrirá a la panorámica para mostrar otras vidas que continúan en torno a la cuenta atrás que vive nuestro Sr. Lazarescu, mientras atraviesa los círculos (infernales) del sistema hospitalario, que se llame Dante no es una casualidad. La película nos trasmite la impresión de tiempo real, al fin y al cabo se trata de seis horas (de tiempo de la historia) condensadas en casi la mitad (que dura la película), y cada momento que vive el protagonista es un paso hacia el final inexorable. Ahora bien, la grandeza de la película procede del borrado de cualquier efecto dramático, del menor atisbo de sensiblería y del humor, eso sí humor negro la mayoría de las veces. Y a uno le venía a la memoria La muerte de Ivan Ilich de León Tolstoi, o los relatos de Gogol o de Bulgákov ante la humanidad que se desprende del hecho mismo de mostrar la intimidad de eso tan trillado de "los últimos momentos", por eso resulta conmovedor la figura de la enfermera Mioara (magnífica Luminita Gheorghiu) que acompaña al Sr. Lazarescu de hospital en hospital y que se convierte en su único vínculo con la vida.


Porque comprendemos que en cuanto ella salga de escena nuestro protagonista habrá desaparecido, hasta el punto de que haya muerto o no resulta secundario, y por eso la escena en que Mioara deja al Sr. Lazarescu poco antes de que termine el filme define al cineasta que hay en Cristi Puiu. Es de esas escenas en que un director se la juega, donde un poco más o un poco menos rebajarían la grandeza de una película, pero mantiene el tono y culmina de forma magistral el viaje dantesco hacia la desaparición. Porque es la desaparición lo que gravita sobre la película y tensa los mimbres que la tejen. Y no podemos dejar de subrayarlo, todo ello sin subrayados -aquí valen más que nunca las redundancias-, sin sentimentalismo, sin buenos -otra vez la redundancia- sentimientos. La desnudez de la puesta en escena y el despojamiento de la encarnadura con que los actores dan vida a sus personajes se corresponden a la perfección, como una segunda piel, con el despojamiento y la desnudez que experimenta el protagonista en su tránsito hacia la desaparición, que se cifra en ese plano final donde cristaliza la forma de un filme que sigue trabajándonos horas, y aun días, después de verlo.


Si hubiera que buscar referencias cinematográficas a La muerte del Sr. Lazarescu podríamos traer a colación el cinéma-vérité o el cine directo, o el Mike Leigh de Todo o nada, o el cine de los hermanos Dardenne. Pero Cristi Puiu se distingue por el uso del humor para conjugar una mirada crítica y compasiva con una distancia que nos permite analizar y comprender, a diferencia de la vertiente melodramática de Leigh y de la urgencia intempestiva de los Dardenne. Desde luego no tiene nada que ver con las películas de Eric Rohmer, como leí en algunas reseñas, y todo porque Cristi Puiu se inspiró en los Seis cuentos morales de aquél para proponer un proyecto titulado Seis historias de los suburbios de Bucarest del que La muerte del Sr. Lazarescu sería la primera entrega. Ahora bien, sí tiene que ver -y mucho- con la concepción del cine de Rohmer.

Cristi Puiu, a la izda.,
y el director de fotografía Oleg Mutu

en el rodaje de La muerte del Sr. Lazarescu

El último número de Cahiers dedica más de veinte páginas a evocar la figura del director de La rodilla de Clara y en una sección titulada Rohmer por Rohmer, donde se recogen fragmentos de entrevistas con el cineasta al hilo del estreno de la mayoría de sus películas, leí a propósito de Cuento de invierno: "El arte del cine es no matar lo que se filma". O sea, el cine consiste en aprehender una experiencia íntima que se comparte con los espectadores en cualquier lugar del mundo. O dicho de otra forma, el cine vive de la verdad y de esa verdad emerge la belleza. Matar el cine representa matar la verdad de lo que se filma. Es el elemento Lumière que pervive en toda película en la que encontramos el arte del cine. La muerte del Sr. Lazarescu representa también un forma de resistencia a la desaparición. También la del cine.

30/10/09

Con brocha y no con pincel

Los hermanos Dardenne

Lo importante en una película es conseguir reconstruir experiencias humanas, escribe en su diario Luc Dardenne el 19 de diciembre de 1991. Una semana después anota una cita de Paul Celan encontrada en un texto que le dedica Emmanuel Levinas: "No veo diferencia entre un apretón de manos y un poema". Y añade: Me gustaría que llegáramos a hacer una película que fuera un apretón de manos. El 25 de junio de 1992 anota las conclusiones de una larga conversación con su hermano Jean-Pierre tras la mala experiencia que representó Je pense à vous (1991):

Una cosa es segura: presupuesto pequeño y sencillez en todo (narración, decorado, vestuario, iluminación, equipo, actores). Tener nuestro equipo, encontrar actores que realmente tengan ganas de trabajar con nosotros, que no nos bloqueen con su profesionalidad, desconocidos que no nos llevarán, a nuestro pesar, hacia lo ya conocido y más que conocido. Contra la afectación y el manierismo que prevalece: pensamiento pobre, simple, desnudo.

Estar desnudo, desvestirse de todos esos discursos , de todos esos comentarios que dicen qué es el cine, qué no es, qué debería ser, etc. No querer hacer cine y dar la espalda a todo lo que quisiera hacernos entrar en el mundo del cine.

Cinco meses después anota esta frase de Levinas: "La ética es una óptica"

Y el 1 de diciembre de 1992 evoca una vez más la (mala) experiencia de Je pense à vous que aún duele: Nunca más una experiencia así. Saber decir que no a los demás y también a nosotros mismos, lo que no es fácil. El único recuerdo bueno es el momento de la escritura con Jean Gruault en la habitación del hotel Le Chariot d'Or, en la Rue Turbigo. Nos reímos mucho y bebimos mucho, bromeamos mucho. Nos enseñó cómo extraer un personaje de ficción de la realidad y a desconfiar de la grandilocuencia. (...) Trabajamos en un nuevo guión. Buscamos un título para acotar, limitar, conocer nuestro tema. El día 26 anota que ya han encontrado el título: La promesa.


La promesa (1994) nos descubrió el cine de los hermanos Dardenne. Detrás de nuestras imágenes, el diario de Luc Dardenne entre 1991 y 2005 nos descubrió, no tanto la cocina de su cine, sino más bien la óptica de una mirada. Un diario que enhebra encrucijadas, iluminaciones, visiones, libros y películas. Palabras que dejan oír el silencio. Y el placer y las risas mientras ve con su hijo Las vacaciones de M. Hulot de Jacques Tati el 11 de septiembre de 1993, cuando anota: Una de las características de las auténticas obras de arte es permitir el encuentro de varias generaciones, alejar a la muerte que merodea.



Los Dardenne extraen sus ficciones del subsuelo -y pozo negro- de Europa, o sea, de una realidad oculta. Dicho de otra forma, saben que la realidad no se agota en lo visible y afrontan uno de los retos de la modernidad cineamatográfica desde el neorrealismo: filmar lo invisible privilegiando el mundo referencial frente a la retórica. Las tentativas en torno al realismo han forjado las corrientes de vanguardia: cine-verdad, cine directo, o cualquiera de las modalidades de la inserción de lo real en el cine. Los Dardenne, tras una larga experiencia en el documental y en el reportaje de investigación social, irrumpen en la ficción cinematográfica sin desertar del compromiso con la realidad, más aún, convirtiendo lo real en subsuelo germinal de la representación fílmica. En sus películas, apenas una piel de ficción separa los personajes que vemos en la pantalla de esos seres verdaderos que sobreviven ahí afuera, a la intemperie, en un mundo hostil. Un mundo hostil llamado también Europa. La promesa, Rosetta (1999), El hijo (2002) o El niño (2005) devienen catas sucesivas en el subsuelo de la sociedad del bienestar, episodios de desamparo y desesperación que asoman apenas por las grietas de una civilización fundada en pilares ilustrados y despiadados a partes iguales.


Hoy hemos vuelto a ver Rosetta, después de diez años. Nos ha gustado aún más que la primera vez. Es una película a la que los tiempos que corren afilan sus aristas y multiplican su capacidad reveladora. Es la historia de una chica de diecisiete años con una madre alcohólica y que busca desesperadamente un trabajo para, simplemente, existir: si no tienes trabajo, no tienes derechos. Es la historia de la supervivencia cuando han quebrado las utopías y se han roto los lazos de solidaridad que había trenzado la clase obrera a lo largo de dos siglos de sangre y lucha: si tienes trabajo es porque a alguien se lo han quitado. Es la historia de un mundo donde el trabajo es un bien más escaso que el petróleo y conseguirlo representa una guerra. Rosetta es una guerrera y no rehuye el combate. Estremece contemplar el dilema moral que vive la chica cuando se debate entre ayudar a Riquet o dejarle morir y quedarse con su trabajo. Y nos estremecemos porque hemos vivido la vergüenza que la traspasa, el pánico a la exclusión social y la precariedad de cada día. La película se mueve arrastrada por esa chica mientras transita por el campo minado de las relaciones laborales en el capitalismo feroz. Sí, también podría verse como la versión más cruel de Caperucita. Rosetta lucha por sobrevivir en el reino de la barbarie. Y justo ahora me viene a la memoria aquello de Cornelius Castoriadis (¿se acuerda alguien aún?): Socialismo o barbarie. Mira por dónde.


El cine de los Dardenne cuaja en los cuerpos y en los gestos. Comer, beber (casi como si fuera un biberón), los dolores menstruales... La cámara se convierte en la piel visible del cuerpo de Rosetta y trata de filmar algo que se resiste. A la hora de registrar el mundo de Rosetta, los Dardenne se lo ponen (a sí mismos) lo más difícil posible, y a nosotros, espectadores, nos resulta angustioso y desasosegante vivir cada plano, o mejor, cada escena (el concepto 'plano' apenas si tiene función lingüística en el cine de los Dardenne, y menos aún en Rosetta), nos resulta incómodo, decía, vivir cada trozo de vida en la piel de la protagonista, privados de un punto de vista que nos permita contextualizar la situación: experimentamos el desamparo existencial y la mutilación afectiva de Rosetta, casi tocamos su piel enrojecida por el frío (es pobre, y está mal e insuficientemente vestida), nos vemos encerrados en su estrechez de miras, sentimos la urgencia de la búsqueda frenética de dinero (o sea, de trabajo) y nos descubrimos agotados como ella sin un instante de tregua en su lucha febril por sobrevivir. Y a la cámara le cuesta seguir a Rosetta, y a nosotros, espectadores, nos resulta imposible anticipar qué va a hacer, imposibilitados por tantos muros y puertas que (los Dardenne) se (nos) ponen entre la actriz y el ojo (de la cámara). Y ahí, en ese cuerpo a cuerpo, entre la cámara y Rosetta, cristaliza la experiencia humana que vivimos en el curso de la película.


Una experiencia que germina en los detalles de la cotidianidad de Rosetta, en los rituales de supervivencia, en los gesto que llevan inscrita la huella de lo vivido: el artilugio que emplea para pescar, la entrada practicada en la verja, el cruce de la autovía... Se habla de Bresson a la hora de explicar el cine de los Dardenne. Más de una de las Notas sobre el cinematógrafo le fueron inspiradas a Bresson por Montaigne, en especial, los ensayos dedicados al automatismo: No ordenamos a nuestros cabellos que se ericen ni a nuestra piel estremecerse de deseo o de rabia; la mano a menudo va donde no la enviamos. Y nada define mejor el trabajo con los actores de los Dardenne que esa imprevisibilidad de lo instititivo, la acción dramática que deviene movimiento del cuerpo a pesar de la razón. Todo movimiento interior de cualquier personaje pasa por el cuerpo, única materia fílmica que se conceden los cineastas. Y el cuerpo (castigado, ardiente y contenido) de los actores -verdadero paisaje fílmico de los Dardenne- alcanza visos de epifanías justo cuando no existe alrededor sino el más negro de los abismos. En Rosetta basta que la protagonista cargue con una bombona de butano (poco antes ha estado a punto de poner punto final a la vida de su madre y a la suya propia) para que el cuerpo se convierta en materia reveladora, poética, de la encrucijada interior.

Los hnos. Dardenne con Émilie Dequenne
en el rodaje de
Rosetta


En el diario de Luc Dardenne descubrimos en la entrada del 19 de abril de 1998 una declaración de intenciones que acompañase al guión de Rosetta. Acaba así: Nuestra cámara nunca la dejará en paz, intentando ver, incluso aunque sea invisible, la noche en la que Rosetta se debate.


Decía Susan Sontag que las obras de arte más atractivas son las que crean en nosotros la ilusión de que el artista no tuvo alternativa, de tan identificado que está con su estilo. Es el sentimiento de lo irrevocable que genera la contemplación de filmes como Rosetta. Pero también La promesa, El hijo o El niño. La grandeza del cine de los Dardenne radica también en la renuncia, casi franciscana (y tan próxima a Rossellini), a crear imágenes bellas, a encontrar la belleza en el sufrimiento, una pretensión que juzgan (eso sí) terrible y asquerosa. De esa renuncia emerge una óptica, una ética de la mirada. En una de las anotaciones del diario de Luc Dardenne leemos: Crear imágenes con brocha y no con pincel.