10/10/13

Lejos de casa


En el cine de los libros olvidé Mi Antonia (de Willa Cather) en Ángeles sin brillo (1957) de Sirk. Lo olvidé para rememorarlo algún día, como hoy, con el realce que requiere uno de los libros preferidos de Ángeles; un libro, además, de una de sus escritoras de cabecera.


El guión de George Zuckerman, que ya había colaborado con Sirk en Escrito sobre el viento (1956), adapta Pylon de Faulkner, una novela escrita en noviembre de 1934. Como se verá, el asunto no parece, a primera vista, muy Faulkner pero moja la pluma en su propia experiencia como piloto acrobático, volando en las ferias del Mississippi en los primeros años treinta -los años de la depresión- del siglo pasado.


En los primeros meses de 1934, Faulkner andaba con problemas de dinero -nada nuevo, por otro lado- y trataba de reciclar material para las revistas como fuera. Hasta llegó a pensar en una serie de piezas titulada Antología infantil de guiones de cine, donde se proponía ironizar sobre el tratamiento de las obras clásicas por los guionistas cinematográficos. Acabó escribiendo Pylon, que Sirk leyó en Alemania, recién publicada, cuando aún no hacía cine -recuerda el cineasta-; escribió un tratamiento para la Ufa, y lo contrataron para desarrollar el proyecto, pero dieron marcha atrás al considerarlo un material demasiado americano. Dos décadas después consiguió llevar la novela a la pantalla, en América.


Guionista y director decidieron desfaulknerizar la historia pero manteniéndose cerca de sus personajes, esos seres desarraigados en tierra, que ya no tienen ningún lugar al que volver, errantes, criaturas del aire. Creo que la película mejora la novela -tampoco es Luz de agosto, vamos- y quizá sea -de momento- la mejor adaptación de una novela de Faulkner a la pantalla; desde luego, Ángeles sin brillo era la película, basada en uno de sus libros, que el escritor prefería.


El título, Ángeles sin brillo -The Tarnished Angels: ángeles deslucidos-, por lo que recuerda Sirk, fue propuesto por alguien del departamento de ventas de la Universal; consideraban que Pylon no funcionaba como título. Al cineasta le gustaba el título que le dieron en Francia, Ronde de l'aube, ronda del amanecer, que nos hace pensar en esos aviadores locos volando en torno a las torres de la muerte. Novela y película centran el foco sobre una familia de aviadores acrobáticos -unos perdedores, atrapados en el fracaso y a dos velas- que participan en la feria de Nueva Orleáns durante el Carnaval en tiempos de la Depresión. Una familia formada por el capitán Roger Shumann (Robert Stack) -piloto de aeroplano-, su mujer, Laverne (una espléndida Dorothy Malone, en el papel de su vida) -paracaidista-, Jiggs (Jack Carson) -mecánico- y el hijo de Laverne, un niño que oficialmente es hijo del capitán pero corren rumores sobre la paternidad del mecánico.


Una familia que deviene tema de reportaje para Burke Devlin (Rock Hudson), un periodista bebedor que los acoge en su casa y acabará atrapado, no ya por el tema, también por Laverne, que se le mete dentro como una extraña y hermosa... criatura venida de un planeta remoto.


 Burke llega de noche a casa y encuentra leyendo a Laverne.



Burke.- Hola.


Laverne.- Hola. (Se estira la falda hasta las rodillas.)
Burke.- ¿Qué está leyendo?


Laverne.- Uno de sus libros...


Laverne.- (Mostrándole la cubierta del libro.) Mi Antonia de Willa Cather.


Burke.- Nostalgia de Nebraska. Granjas perdidas y amores olvidados.
Laverne.- Me trae recuerdos de mi hogar. De quién era yo y de cómo era cuando lo empecé a leer hace doce años.
Burke.- ¿No lo terminó?
Laverne.- No. Nunca lo terminé. Lo dejé allí cuando me fui de casa.
Burke.- ¿Se escapó?


Laverne.- No me lo planteé así...


Laverne.- Vivía muy a gusto. Era mi casa.
Burke.- Entonces, ¿por qué se fue?


Laverne.- Por un cartel pegado en la pared de nuestro granero.
Burke.- ¿Cuándo y cómo fue eso?
Laverne.- En 1918, en Iowa.
Burke.- ¿Y qué vio en aquel cartel?


Laverne.- El retrato de un piloto en un avión de guerra. El capitán Robert Schumann.
Burke.- Con una mirada de águila en sus ojos.
Laverne.- ¿Sabe una cosa, algo vergonzoso? En todos estos años no he vuelto a tocar un libro.
Burke.- No la imagino como una rata de biblioteca.
Laverne.-  Ahora me doy cuenta de lo mucho que echaba de menos la lectura.

Sirk con Dorothy Malone y Rock Hudson, 
preparando el rodaje de la escena.

Mi Antonia era también una de las novelas preferidas por Sirk, donde resuena el Walden de Thoreau (citado en All That Heaven Allows -aquí Sólo el cielo lo sabe-), un libro que el cineasta leyó de joven y en cuyas páginas empezó a amar América antes de conocerla.


Mi Antonia destila un viaje cardinal por el río de la memoria hasta las nacientes de la sensibilidad, en busca de los lugares primordiales, para descubrir -o sea, recordar-, como Laverne -y tal como escribe Willa Cather en las líneas finales de la novela (memoria fermentada)- hasta qué punto es pequeño el círculo de la experiencia de un hombre.


Tan pequeño como un libro. Tan poquita cosa para tanto desamparo.


Donde llueve lo perdido.

Farewell my Antonia, se despide Buck de Laverne.

En el último refugio de la memoria. Lejos de casa.

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