3/2/12

El aquel de mirar



Hace noventa años, Lev Kuleshov realizó uno de sus más célebres experimentos en el taller de la Escuela de Cine de Moscú donde impartía clase. Digamos que le mostraba experimentos a sus alumnos -Boris Barnet y Pudovkin, entre ellos- porque lo suyo no era hablar y, si hablaba, la palabra montaje acudía a sus labios cada dos por tres. Se trataban de experimentos de bajo coste; a principios de los años veinte del siglo pasado, la película virgen escaseaba en el país de los soviets, así que usaba películas ya rodadas para practicar nuevos montajes con sus alumnos y, si rodaba algo nuevo, usaba el menor metraje de película posible.

Lev Kuleshov

Así, rodó un primer plano de Ivan Mosjoukine, uno de los más famosos actores soviéticos, con una expresión neutra -sin ningún énfasis- en su rostro y luego otros tres planos: un plato de sopa humeante, una niña muerta y una hermosa mujer. Y montó sucesivamente, el plano del rostro de Mosjoukine con el plato de sopa, la niña muerta y la bella mujer. La yuxtaposición sugería expresiones distintas: con el plato de sopa, apetito; con la niña muerta, desolación; y con la mujer, deseo. Así es como suele contarse el experimento en las historias del cine e incluso circulan montajes así por la red. Pero estoy seguro de que Kuleshov montó otra vez el primer plano de Mosjoukine tras cada una de las demás imágenes -la sopa, la niña y la mujer-; sabía de sobra que el montaje es una historia de tres, que sólo esa trinidad produce una mirada; una mirada que el espectador construye -y experimenta- por efecto de la yuxtaposición de planos y en la que ve hambre, dolor o lujuria. Dicho de otra forma, el espectador ve lo que no está en los planos sino entre los planos: ve lo que no se puede ver. El montaje permite crear una relación en la mente del espectador más allá de los significantes visibles: un rostro y un plato de sopa, un rostro y una niña muerta, un rostro y una mujer hermosa. Hubo otros experimentos en el taller de Kuleshov, pero ésta es una lección primordial porque deviene la matriz del lenguaje cinematográfico. Existe el cine en la medida en que la mirada del espectador construye una mirada que hilvana significativamente -por efecto del montaje- los planos que se suceden en la pantalla, de tal forma que ve algo más que la yuxtaposición de pedacitos de lo visible.

Godard durante el montaje del célebre travelling 
de Week-end (1967)

En una entrevista con Alain Bergala en 1997, Godard se refiere al experimento de Kuleshov y comenta que quizá fue inventado por Pudovkin pero que lo puso bajo la advocación de su maestro, quién sabe si para investirlo de su autoridad o como homenaje. Más de una vez Godard, que definió el montaje como mi más bella preocupación, ha aludido o citado el experimento de Kuleshov como la piedra angular del cine: Para mí, una imagen sería como una postal. En una postal, hay a la vez: lo que le ha pasado a quien la escribe y que dice: "Pienso en ti, besos"; la foto, elegida o no; y la presencia de quien recibe la postal. Siempre hay estos tres elementos: presente, futuro y pasado. Una historia de tres, la trinidad de la mirada, pero también la construcción del tiempo -y la memoria- a través de la mirada, del montaje. De alguna forma el cine -su lenguaje- no es otra cosa que la declinación del mirar. Y sus delirios. El plano y el contraplano, el campo y el contracampo y el fuera de campo, los planos subjetivos, el punto de vista... no son más que formas de encarnar la mirada y el deseo de mirar; formas de atrapar y arrastrar la mirada, de poseer y ser poseídos por la mirada. Como el deseo y el temor de ver lo que aún no nos han mostrado (y que permanece fuera de campo) en una película de terror. Como el amante ve al amado aunque se encuentre al otro lado del mundo o en otro tiempo o en otro mundo. Como en Los puentes de Madison, cuando Francesca contempla a Robert por la ventana: no sólo ve lo que desea, ve también lo que va a perder, ve lo que va a recordar, ve ya su propia memoria de este instante.


El cine moviliza nuestra mirada. Y ve (hace ver) lo que los planos no ven (no hacen ver), porque lo que vemos con el cine no está allí, sino aquí, en nuestra mirada. Gracias a los efectos del montaje y a nuestra mirada, el cine deviene un instrumento óptico para ver lo invisible, como el deseo, y el poso y el peso del tiempo en un gesto, en un paso, en una mirada. Diríase que el cine se invento para mirar el mundo pero no tardó en reinventarse para mirar mirar. Y hasta para mirar mirar... una película. Como en La ventana indiscreta (1954) de Alfred Hitchcock, que puede verse como una versión extendida del experimento de Kuleshov.


A Hitchcock le gustaba tanto el proyecto, anhelaba tanto hacer esa película que durante el rodaje -en 3D- de Crimen perfecto, que obligaba a tediosas pausas para montar la iluminación y las cámaras, le contaba a Grace Kelly con todo detalle cómo imaginaba La ventana indiscreta escena por escena. Además, se sentía muy animado (por no decirlo de otra manera), pensaba que con ella había encontrado a la actriz definitiva (la sensación que había experimentado en los cuarenta con Ingrid Bergman y que, no le quedará otra, experimentará con Tippi Hedren en los sesenta).

Grace Kelly, Hitchcock y la script con el guión
 de La ventana indiscreta

John Michael Hayes escribió el guión de La ventana indiscreta a partir de un relato corto de Cornell Woolrich -también conocido por el seudónimo de William Irish- titulado It Had to Be Murder, algo así como "un asesinato de todas todas"; la película se titulará Rear Window, es decir, "la ventana trasera" o "la ventana de atrás".



"La ventana de atrás" puede servir como metáfora de la propia realización de la película, que pone en escena lo que hay tras la cámara, algo así como las bambalinas del cine, el making of de una mirada. En La ventana indiscreta asistimos a la mirada (de un mirón, es decir de un cineasta) que se monta una película: un mirón -Jeff (James Stewart), un fotógrafo inmovilizado  a causa de un accidente laboral- como trasunto de un cineasta (Alfred Hitchcock).

Hitchcock y James Stewart -con el guión- 
en el rodaje de La ventana indiscreta

Desde su apartamento, en la silla -como el director en la suya-, Jeff mira las ventanas de los apartamentos  vecinos al otro lado del patio trasero, que se le presentan como pantallas, o mejor, como fotogramas que enmarcan o encuadran fragmentos de vida.




Pedazos de tiempo que él mira e hilvana -o sea, monta- confiriéndoles sentido; es decir, transmuta momentos inconexos en una historia significativa tramada con imágenes sucesivas, en la película -o las películas- que nos da a ver. Como la película de la señorita Corazón Solitario.


















Como en el experimento de Kuleshov, la yuxtaposición de los planos de Jeff y la señorita Corazón Solitario construyen por efecto del montaje la experiencia de una mirada -la de Jeff, que atraviesa sucesivos estadios en el curso de la escena: curiosa, perpleja, comprensiva, apenada, compasiva- a través de la mirada del espectador. Somos nosotros quienes (nos) montamos lo que ve Jeff, lo que significa su mirada, no en sino entre los planos. En La ventana indiscreta no sólo miramos mirar a un mirón, no se trata sólo de mirar mirar, sino de mirar mirar una película. No sólo vemos qué es el cine, sino cómo es el cine. Miramos el cine haciéndose. Por la gracia de Hitchcock, nos es dado asistir de forma indiscreta  al proceso de construcción de una mirada -y a la experiencia que representa el cine- en el aquel de mirar.  

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