8/3/20

El efecto Marilyn


Acontece en una escena lacerante y estremecedora de Akasen chitai (1956), la última película de Mizoguchi. Despiertan a Mickey/Machiko Kyô. A mediodía. Tiene un cliente. Qué forma de empezar el día. (Desperezándose.) Otro rarito al que le gusta hacerlo antes de comer.  A estas alturas ya no le extraña. Follar a mediodía. Hay gente para todo...


Esta vez el rarito es su padre que viene a buscarla al burdel para llevársela de allí. Por puro interés: arregló un casamiento ventajoso para otra hija pero puede anularse si se enteran de que ella trabaja en el barrio chino (el barrio rojo del título). Se ventilan trapos sucios y Mickey acaba tratándolo como un cliente.


Al final lo echa a la calle.


Una película de Marilyn para redimir el día de mierda recién estrenado y meterse un chute de coraje para las miserias venideras. Digamos el opio del pueblo, como definía Marx la religión en la Crítíca de la filosofía del derecho de Hegel, una definición menos negativa de lo que suele pensarse, si leemos las líneas anteriores:
El desamparo religioso es al mismo tiempo la expresión de un desamparo real y la protesta contra él. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación nada espiritual. Es el opio del pueblo.
Opio del pueblo que significa a la vez -en palabras de Enzo Traverso- alienación y un deseo de liberación. Y puestos a elegir entre religión y Marilyn Monroe...

Niágara (1953), de Henry Hathaway.

En fin, no hay color.

Shû u (1956), de Mikio Naruse.

Las mujeres de Naruse también se doctoran película tras película en afrentas del mundo, declinaciones de desamparo y estrategias de resistencia. Como Tamae/Chikako Hosokawa y Otomi/Yûko Mochizuki al final de Bangiku (1954).


Pero, qué demonios, Otomi también sabe caminar como Marilyn:


Le bastan unos metros con sus andares para ganar la distancia suficiente y darle la vuelta al desvalimiento. Otro día más.


Por algo a Okin, la usurera de Bangiku, encarnada por la gran Haruko Sugimura, no le gusta el cine (y tampoco ríe a gusto en toda la película).


El humor, la risa, son formas de ese distanciamiento que Bertolt Brecht procuraba en su teatro épico. Naruse, tan pendiente siempre de las condiciones materiales de la existencia -tan materialista, él-, siempre depara a sus heroínas -apunta Chris Fujiwara- la ocasión de distanciarse de su propia desventura, un espacio que la cámara se encarga de mostrar. Como Otomi, midiendo con sus andares esa distancia. El efecto Marilyn.

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