25/9/10

Poética del agua

Una de las más bellas historia de amor que haya visto en una pantalla se titula Chikamatsu monogatari, o sea, El cuento de Chikamatsu, una película de Kenji Mizoguchi estrenada en 1954. Chikamatsu fue el dramaturgo más celebrado de la literatura janonesa y dedicó buena parte de su producción al teatro de marionetas. En 1715, Chikamatsu escribió El almanaque del amor, inspirándose en un hecho acontecido en 1684, una tragedia que Mizoguchi llevó al cine a partir de una adaptación de Yoshikata Yoda y Matsutaro Kawaguchi, dos de los guionistas más próximos al cineasta. Aquí la película se tituló Los amantes crucificados.


No sé con certeza si los espectadores japoneses de 1954 al entrar en una sala de cine para ver Chikamatsu monogatari sabían que se trataba de la historia de unos amantes crucificados, es decir, si sabían ya de qué iba la película, como nosotros, los occidentales. Porque si no lo sabían -y creo que la gran mayoría de los espectadores japoneses lo ignoraba-, estamos ante dos modos -y estéticas- de la recepción -de una película- muy distintas. Nosotros, desde las primeras imágenes sabemos más que los protagonistas, no sólo eso: lo sabemos todo, sabemos el destino que les espera. Bueno, no, creemos saberlo todo, y sin embargo Chikamatsu monogatari representa una experiencia cinematográfica memorable, que mana entre lo que sabemos de Los amantes crucificados y lo que vivimos con ellos en el curso de sus poco más de cien minutos, la vida entera si los filma Mizoguchi.

Kenji Mizoguchi en Europa, 1953

Porque, en palabras de Godard, el arte de Kenji Mizoguchi consiste en probar a un tiempo que "la verdadera vida está en otro lado" y que sin embargo también está ahí, en toda su extraña y radiante belleza. Pero quedémonos aún en la reconstrucción -o en la rememoración- de la experiencia de ver por primera vez esa inolvidable historia de amor.

Si vemos Los amantes crucificados, ya conocemos la trama básica, mientras que, si viéramos Chikamatsu monogatari, tardaríamos media hora en disponer de la información necesaria para descubrir la dirección de la historia. Dicho de otra forma, el título –Los amantes crucificados- nos coloca ante la película que discurre en la pantalla en una posición radicalmente distinta: como sabemos, vemos de otra manera. Por así decir, el título nos coloca desde el primer momento en el corazón de la historia, cuando los protagonistas aún no han llegado a ella. Las energías que emplearíamos, guiados por la curiosidad centrada en comprender de qué trata la película, podemos destinarlas a otros menesteres mucho más intensos. Veamos.


Los amantes crucificados transcurre en el siglo XVII y cuenta la historia de Mohei (Kazuo Hasegawa), un calígrafo que ha sido denunciado como falsificador y huye en compañía de Osan (la maravillosa Kyôko Kagawa), la mujer de su amo. (Como veremos, el cine de Mizoguchi tiene mucho que ver con el arte de la fuga.) Pero los motivos que movilizan a los personajes no pueden ser más nobles: Mohei se fuga, no para librarse de un castigo, sino para conseguir un dinero para que la mujer de su amo pueda pagar una deuda de su hermano; Osan huye porque desprecia a su marido al descubrir su infidelidad, avaricia y crueldad. Y huyen juntos pero no deliberadamente ni con premeditación, aunque el azar no sea el único responsable. Además, Mohei se muestra muy respetuoso con el orden establecido y no deja de rogarle a Osan que vuelva al hogar, mientras él sigue su camino para conseguir el dinero que remedie la deuda del hermano de su señora, una generosidad que provoca su acusación de falsificador. En realidad, sería una situación de comedia de enredo –y aun de comedia loca americana años 30, intercambios de habitaciones y equívocos incluidos- si no fuera porque el castigo que les espera a los adúlteros –y ellos, inocentemente, se comportan a los ojos de los demás como si lo fueran- es la crucifixión.


Durante la primera parte de la película se suceden ante nuestros ojos pruebas inequívocas de la inocencia de Mohei y de Osan, tantas como a los ojos del amo y marido pruebas de culpabilidad. Pruebas que se derivan de la mirada y del saber, porque nosotros vemos y los sabemos inocentes, y él ve y los cree culpables. Y ellos saben de sobra lo que les espera porque han visto cómo una pareja adúltera ha sido expuesta al escarnio público y luego crucificada.  En resumidas cuentas, puro suspense. Hasta el punto de que, como sabemos lo que les espera, tememos y -aquí radica en gran medida la grandeza de la película- deseamos con igual o mayor intensidad que se amen, es decir que se conviertan en los adúlteros que aún no son. Lo tememos porque ese amor los llevará a la muerte, pero lo anhelamos porque la inocencia de Mohei y Osan merece un sentido pleno, que sólo puede alcanzarse mediante el pleno reconocimiento del uno en el otro, es decir, si se aman. Y, en último término, deseamos que el amor cristalice porque la inocencia conmovedora de Mohei y Osan sólo existe para nuestros ojos, porque nuestra mirada los ha bendecido. Y tememos que el ojo impasible de la cámara permita que otros vean culpa donde sólo existe ingenuidad, pero es que Mohei y Osan son tan torpes y el tormento que viven los obnubila tanto que no caen en la cuenta de que van sembrando equívocos, que a otros ojos distintos de los nuestros no pueden ser sino sospechosos, tanto que están ciegos a otras miradas que no sean las suyas, porque la mirada del otro ya es su único refugio. Y nuestra mirada los cobija. Para que su mirada se convierta en paraíso cuando el amor cristalice. Pero, tratándose de una película de Mizoguchi, semejante alquimia de la mirada necesita del espejo del agua.

 
Cuando inician su fuga, Mohei y Osan se alejan en la oscuridad. La única fuente de luz de la escena proviene de una ventana iluminada. Ellos no saben que se apartan para siempre del abrigo de un hogar, que ya nunca podrán regresar, que han perdido su lugar en este mundo. Un regato parece separarles del punto de no retorno y Osan se dispone a cruzarlo, pero Mohei no quiere que ella se moje los pies, entonces la toma en brazos para cruzar la corriente. Una noche, han encontrado un refugio efímero en una posada donde los toman por amantes -las apariencias los condenan-, Osan se ha cansado de huir y prefiere la muerte. Y Mohei está dispuesto a acompañarla en el último viaje.


En medio de la noche y de la niebla, Mohei y Osan suben a una barca y se adentran en el lago. Ahora viene a cuento recordar las memorias de Yoshikata Yoda. El guionista recuerda que había decidido que Mohei y Osan se convirtieran en amantes en la noche de la posada y luego se suicidarían, pero Mizoguchi rechazó esa posibilidad: Si están decididos a morir, es inimaginable que hagan el amor. Se meten en la barca pensando únicamente en la muerte. Basta verlos adentrarse en el agua para mostrar su alma desnuda en ese momento. Llegan al medio del lago. Y entonces...

 
Entonces Mohei se arrodilla en la barca y ata las piernas de Osan con una cuerda, y cuando ya sólo falta que ella se abrace a él para arrojarse juntos al fondo del lago, Mohei no quiere morir sin contarle lo que siente por ella, lo que ha guardado en el silencio del corazón tanto tiempo. La escena que tenía visos de despedida se transmuta en un renacimiento al descubrir la corriente de amor que atraviesa a Osan y Mohei. En medio del lago, en vez de morir, empiezan a vivir. Nada puede separarlos. En el agua encuentran un espejo en el que reconocer su amor y reconocerse, y la puerta hacia otra vida. 


No hay ninguna escena de sexo en Los amantes crucificados.


Pero nunca se ha destilado un erotismo más desgarrado y hasta la cámara -ojo impasible ella- parece temblar  cuando Osan, cojeando por un esguince de tobillo, baja corriendo hacia el valle en busca de Mohei, que quería irse solo para que ella se salvara, y acaban rodando abrazados en un camino.


Porque cada vez que sus cuerpos se abrazan puede ser el último abrazo.


Y su amor no les permite más que ascender. Hacia las montañas. Hacia la cruz. Por eso cuando los exponen al escarnio público como adúlteros asistimos a la transfiguración de -ahora sí, ya sí- los amantes que van a ser crucificados. Sin abandonar esta vida, Mohei y Osan han conseguido fugarse de este mundo.


He ahí, pues, el arte de la fuga de Mizoguchi, su poética del agua.

Tuve la gran suerte de ver algunas de las grandes obras de Mizoguchi en una pantalla de cine y con una proyección perfecta. Y me gustaría tener la oportunidad de ver una vez más en esas condiciones Ugetsu monogatari y Los amantes crucificados, mis mizoguchis favoritos. No contamos por aquí con ediciones siquiera decentes -como mucho, tolerables- en dvd, y eso denota un deplorable estado de la cultura cinematográfica. La belleza de las imágenes de los filmes -la extraordinaria fotografía de Kazuo Miyagawa en ambas películas citadas- no puede apreciarse en los pases de televisión ni en las ediciones domésticas, sólo atisbar un pálido reflejo del arte cinematográfico que atesoran. Pero además cabe señalar que el uso de la música -la cuerda y la percusión- en lugar de los ruidos diegéticos -o sea, provenientes de la acción- permite establecer una dialéctica  de la tradición teatral japonesa -y del teatro de marionetas- con las imágenes de la película. Mizoguchi murió el 24 de agosto de 1956, Sólo se conservan treinta y una de las ochenta y cinco películas que realizó. Griffith, Murnau, Ford, Renoir, Lang... Sí, y también Mizoguchi. 

El cine de Mizoguchi tiene mucho que ver con el corazón, no ya porque buena parte de su filmografía pueda cobijarse bajo el paraguas del –mejor- melodrama -véase La vida de Oharu (1952) o El intendente Sansho (1954)-, sino porque su cine apela al corazón antes que a la inteligencia. Entendámonos, en una película de Mizoguchi late el corazón de las cosas. Por eso es tan difícil hablar de su cine, porque allí, sobre la pantalla, un río es un río, el mar es el mar, un árbol es un árbol. Las películas de Mizoguchi no sólo respiran, sino que parecen recoger el latido vital de las cosas y nos otorgan un sentido de pertenencia en el fluir del tiempo, nos religan con el cosmos. Porque, como sólo los más grandes cineastas, en sus filmes, dotados de una sencillez y transparencia extremas, conviven la vida con las sombras y la muerte con la luz. Como en Ugetsu monogatari (1953), conocida en occidente como Cuentos de la luna pálida de agosto o también Cuentos de la luna pálida después de la lluvia, como Os contos da lúa vaga depois da chuva o sencillamente Os contos da lúa vaga en portugués, otra maravilla del arte de la fuga y de la poética del agua de Mizoguchi que traeremos por esta escuela otro día.

2 comentarios:

  1. NO conocía esta peli, pero de la forma que lo cuentas creo que debería verla ¿verdad?
    Quizá la encuentre

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  2. Me encanta lo que conozco de mizoguchi pero esta pelicula no la he visto, es cierto lo del corazón...
    Madison por si no lo conoces te recomiento este blog, aqui esta la pelicula
    chikamatsu mizoguchi y y en este otro.

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