20/2/09

El niño cineasta.

A Dani


Dani orienta a su madre en Manhattan

Nunca ha dejado de causarme perplejidad el desparpajo con que suele afrontarse la paternidad, como si fuese la cosa más natural del mundo, como si viniera programado en el código de la especie. Y claro, viene programado. Y sí, es lo mas natural del mundo. Y sin embargo, cómo no plantearse un millón de preguntas ante semejante hecho. Un millón de preguntas que al final se reducen a dos o tres esenciales. O a una. ¿Qué es ser padre?


Foto de Daniel D. García en Nueva York


La perplejidad se acentúa con los años en lugar de atenuarse veintiocho años después. Uno está convencido de la orfandad esencial de la condición humana. Una orfandad aún más lacerante si pensamos cuánta gente muere sola. Ya, todos morimos, moriremos solos, pero una cosa es morir solo rodeado de los tuyos y otra morir solo en un hospital.

Aún recuerdo mis años de monaguillo cuando asistí a tantos entierros, allá por los primeros sesenta del siglo pasado. Cuando acudía con el cura, don Agustín, a impartir la Extremaunción, debíamos atravesar tres círculos antes de llegar al agonizante. Primero, el círculo de los vecinos, en la era, en torno a las escaleras que subían a la vivienda; el segundo, en la cocina, los amigos, los familiares más alejados, alguna vecina que era como de la familia; el último, el círculo íntimo en torno a la cama, la mujer o el marido, los hijos, del ser humano que se despedía.

Los círculos se han quebrado. Los vínculos se han roto. Y nos hemos quedado cada vez más solos. Definitivamente huérfanos. Y en el seno de esa condición palpable anida toda la perplejidad sobre el hecho de la paternidad. Paternidad y orfandad, haz y envés de un enigma que nunca ha dejado de perturbarme.

Padres e hijos: he ahí unos de los temas mayores de la literatura y el cine. Nuestra escuela de los domingos nos ha mostrado el calado de los enigmas que subyacen en la designación de la paternidad, la circulación de los significantes imaginarios que se transmiten de padres a hijos y el desciframiento de los signos que vinculan irremediablemente a padres e hijos. O dicho de otra manera, nuestra religación con los ancestros, nuestra relación de pertenencia con algo más grande que nosotros mismos.

Cuando se ocupa de los padres y los hijos, el cine es más escuela de los domingos que nunca. Es la escuela de los domingos por excelencia. Algunas de las más grandes películas de los más grandes cineastas han convertido la filiación en el enigma a descifrar. Han hecho de la transmisión –he ahí el gran tema de la paternidad- el asunto predilecto.

En palabras de Alain Bergala, el cine, y el más grande, tiene que ver ontológicamente con el tema de la transmisión. O sea, el cine más grande restaura la paternidad, el círculo que nos cobija. Y nos prohija. Simbólicamente nos adopta, nos acoge en el seno de la oscuridad ante una pantalla donde fulgura inconscientemente la pregunta “¿qué es ser padre?”. Por eso hay películas que miran nuestra infancia. Que marcan a fuego, aun sin saberlo, nuestro amor por el cine. Ésas que cifran nuestro encuentro definitivo con el cine. Son las películas que nos eligen, que parecían aguardar por nosotros y que sabían algo de nosotros que ni siquiera imaginábamos.

El intendente Sansho de Kenji Mizoguchi, Los puentes de Madison o Un mundo perfecto de Clint Eastwood, Alemania, año cero de Rossellini, Qué verde era mi valle de John Ford, El espíritu de la colmena o El sur de Víctor Erice, París-Texas de Wim Wenders… son algunas de esas películas sobre padres e hijos, sobre la trasmisión, sobre la filiación.



Y desde luego, Los contrabandistas de Moonfleet (1955) de Fritz Lang. Un proyecto que el cineasta detestaba, en un formato –el cinemascope- que aborrecía –sólo sirve para filmar culebras, decía-, y de cuyo final –de la última escena- echaba pestes. Un filme que se ha convertido en el curso del tiempo en un emblema de la cinefilia.


Fotografía del rodaje de
Los contrabandistas de Moonfleett


Un filme que opera una vuelta de tuerca sobre el tema de la transmisión, de la paternidad. Los contrabandistas de Moonflett cuenta la historia de John Mohune, un niño de diez u once años, que llega a Moonfleet con una carta de su madre muerta en busca de Jeremy Fox, un amigo que puede cuidar de él. Es la historia de cómo un niño convierte a un adulto en padre. De cómo el hijo construye la figura paterna. En una de las primeras escenas del filme, tras el encuentro de John Mohune con Jeremy Fox, éste presiente que ese niño puede destruirlo, es decir, puede destruir todo aquello que estorbe a la filiación, o sea a la paternidad. Es decir, todo lo que no pertenezca al guión que el niño rueda. Nada podrá apartarlo de su guión de hierro.


Fotograma de Los contrabandistas de Moonfleet


Fritz Lang pone en escena la mirada de un niño que modela un guión escrito en la carta de la madre muerta. Es un filme sobre un niño cineasta. En palabras de Jacques Rancière, es la fábula contrariada que la cólera de Fritz Lang engendró a partir de una historia que consideraba inverosímil; de ahí, quizás, la fuerza de la puesta en escena de Los contrabandistas de Moonfleet. La puesta en escena de una seducción: John Mohune le propone a Jeremy Fox un juego a través de la circulación de signos –esa "Y" de los Mohune que lleva del anillo de sello a la tumba y de la tumba al pozo: el eje vertical del filme-, un trayecto que lo conduce, a través del desciframiento del enigma oculto en aquéllos, a un estrechamiento de los vínculos –el eje horizontal del filme-. John Mohune, el niño cineasta –otra vez Rancière-, rectifica lo vertical en horizontal, una rectificación que se inscribe visualmente en el filme en el plano topográficamente imposible –por su horizontalidad- en la vertical del pozo. Fritz Lang detestaría el cinemascope pero pocas veces ese formato alcanzó a convertirse en la piel exacta de la idea de una precisa puesta en escena.



Lo que no se ha visto a tiempo, nunca se verá verdaderamente, dijo Serge Daney. Por eso, cuando mi hijo tenía la edad de John Mohune, lo llevé a ver Los contrabandistas de Moonfleet. Por un milagro del destino, la ponían en el CGAI. O sea, pudo verla en el momento exacto en pantalla grande, en una proyección pefecta. También conseguí el cartel de la película que ahora tiene en su casa. Hoy cumple veintiocho años. No sé si supe ser padre, por suerte tuvo también una madre. Para curarme en salud, lo acerqué a la escuela de los domingos, donde ponían una película sobre un niño cineasta.


Daniel D. García con el equipo
en el rodaje de Meniña


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