Se llamaba Angustias Grande Outomuro. Pero en casa la llamábamos Guti. Mi madre había enfermado de tuberculosis a comienzos de los cincuenta y, como debía descansar cuando le aplicaban los neumotórax, se quedaba en casa de Guti en Vigo. Y así nació la amistad entre nuestra familia y la suya. Guti pasaba temporadas más o menos largas en casa, de dos o tres meses pero a veces echaba medio año. Le encantaba contarme cuentos que ella se inventaba, seguramente a partir de historias extraídas de las radionovelas que escuchaba o de los folletines que leía. Todos los cuentos estaban cortados por el mismo patrón: una chica muy guapa pero humilde -costurera, telefonista, trabajadora de una fábrica de conservas...- tenía novio, un chico serio, trabajador y buena persona, y se iban a casar, pero entonces ella conocía a un hombre que la perdía. Era siempre un tipo guapísimo: moreno, con cabello negrísimo y sedoso -como ala de cuervo- y de ojos de un azul ultramar. Y al final la chica, tras haber sido arrebatada por el delirio amoroso, descubría horrorizada que la había seducido el demonio. No un demonio, sino el Demonio, que siempre se enamoraba de la chica y por un momento estaba a punto a abdicar de su condición diabólica, pero que siempre volvía a su ser de Satanás.
Además de contarme cuentos, Guti leía el Faro de Vigo. Bueno, el faro, porque en ese territorio supracomarcal que el arquitecto y urbanista Bar Boo denominó el rombo sur de Galicia -desde Vigo a la desembocadura del Miño pasando por Tui-, el periódico siempre era el faro, hasta el punto de llevarme una sorpresa el día que descubrí que había otros periódicos que no eran el faro. A Guti, el faro le duraba desde la mañana a la noche. Siempre empezaba por las esquelas y seguía por los sucesos, y unas y otros le daban pie para mil historias y sucedidos. En las noches de invierno y en torno a la cocina de hierro, ya con mi padre de vuelta en casa, los cuentos cobraban visos más afilados y aun sórdidos, vamos, realismo puro y duro. En esos casos, mi padre pronunciaba la frase fatídica -"esta conversación no es para niños"-, quizá empujado por una advertencia muda de la mirada de mi madre, lo que significaba que debía salir de la cocina o de donde fuera, expulsado de una historia que me moría por escuchar. Claro, siempre volvía de mi cuarto sin hacer ruido a escuchar a escondidas; sobra decir que más de una vez me sorprendieron y llevé lo mío, y que nunca renuncié a aquellos relatos furtivos. Pero otras veces, la historia, quizá porque la disparaba un detonante poderoso, les absorbía tanto que, para mi felicidad, se olvidaban de mandarme a la habitación. Y fue en una de esas ocasiones gozosas cuando Guti, dando remate a una historia que había germinado en un crimen leído en el faro y al que mi padre había añadido detalles no publicados, declaró con rotunda sinceridad: "Si yo volviera a nacer, desde luego sería puta". Tardé años en comprender que Guti no se refería tanto a ser puta puta, o sea, una profesional del sexo, o una "mujer pública" -por emplear un eufemismo de entonces-, sino una "mujer libre", que era muy distinto; libre de las ataduras de la moral católica, de la religión católica, de la España católica a más no poder, pero que, para Guti -y más en aquellos primeros sesenta del siglo pasado-, venía siendo lo mismo.
Me acordé de Guti leyendo las deliciosas páginas de La palabra heredada de Eudora Welty donde evoca las historias escuchadas durante la infancia, pero también aquellas que le eran vedadas y debía imaginar, verdadero germinal de sus relatos y de su poética: la memoria como viaje interior. Por todo eso y porque Eudora Welty y Guti no sólo eran contemporáneas sino que, además, se parecían físicamente.
Eudora Welty en 1970
Para Eudora Welty la memoria es un viaje interior al semillero de los misterios del ser humano: Es nuestro viaje interior el que nos conduce a través del tiempo, hacia delante o hacia atrás, rara vez en línea recta, las más de las veces en espiral. Cada uno de nosotros se mueve, cambia respecto de los demás. A medida que descubrimos, recordamos; al recordar, descubrimos también, y esto lo experimentamos con mayor intensidad cuando nuestros viajes interiores convergen. Nuestra experiencia vital en esos puntos de confluencia es uno de los terrenos más dramáticos en los que habita la ficción. He ahí la palabra -maravillosa- que cifra la poética de Eudora Welty: confluencia; la que simboliza una de las estructuras primordiales de la experiencia humana, la encrucijada de los personajes con el autor, la de los ríos Ohio y Mississippi que metaforiza la encrucijada íntima de Laurel y Phil en una de las escenas finales de La hija del optimista que tanto le gustó a Ángeles. En realidad, Ángeles cuenta las novelas y los relatos de Eudora Welty en la biblioteca de sus obras preferidas. Y fue ella quien me empujó a leerla, aunque fui yo quien hace casi diez años le puse el primer libro de Eudora Welty en las manos, Las manzanas de oro, sólo porque había leído, hojeando la introducción de Pilar Marín, cuánto admiraba a Jane Austen, tanto como Ángeles. En fin, la confluencia, hija de la memoria: Mi memoria es mi tesoro más preciado, tanto en mi vida como en mi obra de escritora. Aquí el tiempo se presenta, también, como objeto de la confluencia. La memoria es algo vivo; la memoria es tránsito. Pero mientras dura su instante, todo lo que se rememora se une y vive: lo viejo y lo nuevo, el pasado y el presente, los vivos y los muertos.
Biblioteca de Eudora Welty. En su casa había libros
en todas las habitaciones
y sus sobrinos se quejaban de que, cuando iban a visitarla,
tenían que mover pilas de libros para sentarse.
(Fotografía de Susana Raab.)
Y leyendo La palabra heredada pensé en lo bien que desgranan las mujeres escritoras la cocina de la escritura. Recordé, por ejemplo, esos libritos de Edith Wharton editados por Olañeta en la colección Centellas, Cómo contar un relato y Construir una novela, que, sin pretender darte recetas -ya se sabe, no las hay- desnudan la naturaleza del trabajo -en su aquel descriptible- y ponen sobre la mesa con meridiana claridad los ingredientes cardinales, señalando con precisión los rasgos de calidad esenciales. Por no hablar de Cómo se escribe una novela de intriga de la Highsmith.
Eudora Welty destila en La palabra heredada sus memorias de escritora y declina sus dos preocupaciones primordiales, el tiempo y la distancia, como funciones articuladas en íntima y mutua dependencia, en secreta confluencia podríamos decir, como hilos invisibles enhebrados por la mirada. El tiempo, que aprendió esperando por las historias: Mucho antes de que empezara a escribir, escuché con atención las historias. Los niños que escuchan saben que las historias están allí. Cuando sus mayores se sientan y empiezan, los niños ya están esperando que aparezcan, como un ratón que sale de su agujero. Cómo no iba a acordarme de Guti. La distancia, que aprendió haciendo fotos con una cámara barata en los años de la Depresión, fotos que revelaba en la cocina de su casa en Jackson, Mississippi, donde pasó casi toda su vida.
La distancia como tiempo destilado por una mirada reveladora. Pero haciendo aquellos cientos de fotos Eudora Welty no sólo aprendió a mirar: La cámara me brindaría más que información y exactitud: al hacer fotografías aprendí qué grado de preparación debía tener para enfrentarme a la realidad. La vida no espera, no permanece quieta. Una buena instantánea detiene un buen momento que trata de escapar. La fotografía me enseñó a captar la fugacidad de las cosas. (...) Al tomar todas aquellas fotografías, en las que aparecían toda suerte de personas en toda clase de situaciones, asumí que todo sentimiento depende del gesto que lo exprese, y que debía prepararme para reconocer ese momento tan pronto como lo viese. Todos esos detalles eran de vital importancia para una escritora de ficción. Y sentí, además la necesidad de retener una vida fugaz con palabras...
Y aprendió que la vida encierra mucho más de lo que las palabras pueden expresar... Y que lo inefable sólo aflora en la experiencia del lector si la experiencia de la escritura deviene un acto de amor al misterio del ser humano.
Haciendo fotos, Eudora Welty aprendió a escuchar con la mirada el latido significativo del tiempo. Una mente visual es la mejor taquigrafía que un escritor puede desear. O por decirlo como escribió Shakespeare en uno de sus sonetos (en versión de Agustín García Calvo) : oír con los ojos es de amor don delicado.
(La traducción de La palabra heredada se la debemos a Miguel Martínez-Lage. Eudora Welty, nos recuerda el editor, era un autora que el traductor reverenciaba y una de sus primeras traducciones había sido precisamente estas memorias literarias. Como no había quedado muy contento del trabajo, comprometió al editor de Impedimenta en la publicación de La palabra heredada con una traducción corregida, y en plena revisión se encontraba cuando murió. Un trabajo que los editores concluyeron, en buena medida, como tributo a Miguel Martínez-Lage. Don delicado, también, el del traductor. Y el del editor.)