27/4/12

Oír con los ojos


Se llamaba Angustias Grande Outomuro. Pero en casa la llamábamos Guti. Mi madre había enfermado de tuberculosis a comienzos de los cincuenta y, como debía descansar cuando le aplicaban los neumotórax, se quedaba en casa de Guti en Vigo. Y así nació la amistad entre nuestra familia y la suya. Guti pasaba temporadas más o menos largas en casa, de dos o tres meses pero a veces echaba medio año. Le encantaba contarme cuentos que ella se inventaba, seguramente a partir de historias extraídas de las radionovelas que escuchaba o de los folletines que leía. Todos los cuentos estaban cortados por el mismo patrón: una chica muy guapa pero humilde -costurera, telefonista, trabajadora de una fábrica de conservas...- tenía novio, un chico serio, trabajador y buena persona, y se iban a casar, pero entonces ella conocía a un hombre que la perdía. Era siempre un tipo guapísimo: moreno, con cabello negrísimo y sedoso -como ala de cuervo- y de ojos de un azul ultramar. Y al final la chica, tras haber sido arrebatada por el delirio amoroso, descubría horrorizada que la había seducido el demonio. No un demonio, sino el Demonio, que siempre se enamoraba de la chica y por un momento estaba a punto a abdicar de su condición diabólica, pero que siempre volvía a su ser de Satanás.

Además de contarme cuentos, Guti leía el Faro de Vigo. Bueno, el faro, porque en ese territorio supracomarcal que el arquitecto y urbanista Bar Boo denominó el rombo sur de Galicia -desde Vigo a la desembocadura del Miño pasando por Tui-, el periódico siempre era el faro, hasta el punto de llevarme una sorpresa el día que descubrí que había otros periódicos que no eran el faro. A Guti, el faro le duraba desde la mañana a la noche. Siempre empezaba por las esquelas y seguía por los sucesos, y unas y otros le daban pie para mil historias y sucedidos. En las noches de invierno y en torno a la cocina de hierro, ya con mi padre de vuelta en casa, los cuentos cobraban visos más afilados y aun sórdidos, vamos, realismo puro y duro. En esos casos, mi padre pronunciaba la frase fatídica -"esta conversación no es para niños"-, quizá empujado por una advertencia muda de la mirada de mi madre, lo que significaba que debía salir de la cocina o de donde fuera, expulsado de una historia que me moría por escuchar. Claro, siempre volvía de mi cuarto sin hacer ruido a escuchar a escondidas; sobra decir que más de una vez me sorprendieron y llevé lo mío, y que nunca renuncié a aquellos relatos furtivos. Pero otras veces, la historia, quizá porque la disparaba un detonante poderoso, les absorbía tanto que, para mi felicidad, se olvidaban de mandarme a la habitación. Y fue en una de esas ocasiones gozosas cuando Guti, dando remate a una historia que había germinado en un crimen leído en el faro y al que mi padre había añadido detalles no publicados, declaró con rotunda sinceridad: "Si yo volviera a nacer, desde luego sería puta". Tardé años en comprender que Guti no se refería tanto a ser puta puta, o sea, una profesional del sexo, o una "mujer pública" -por emplear un eufemismo de entonces-, sino una "mujer libre", que era muy distinto; libre de las ataduras de la moral católica, de la religión católica, de la España católica a más no poder, pero que, para Guti -y más en aquellos primeros sesenta del siglo pasado-, venía siendo lo mismo.


Me acordé de Guti leyendo las deliciosas páginas de La palabra heredada de Eudora Welty donde evoca las historias escuchadas durante la infancia, pero también aquellas que le eran vedadas y debía imaginar, verdadero germinal de sus relatos y de su poética: la memoria como viaje interior. Por todo eso y porque Eudora Welty y Guti no sólo eran contemporáneas sino que, además, se parecían físicamente.

Eudora Welty en 1970

Para Eudora Welty la memoria es un viaje interior al semillero de los misterios del ser humano: Es nuestro viaje interior el que nos conduce a través del tiempo, hacia delante o hacia atrás, rara vez en línea recta, las más de las veces en espiral. Cada uno de nosotros se mueve, cambia respecto de los demás. A medida que descubrimos, recordamos; al recordar, descubrimos también, y esto lo experimentamos con mayor intensidad cuando nuestros viajes interiores convergen. Nuestra experiencia vital en esos puntos de confluencia es uno de los terrenos más dramáticos en los que habita la ficción. He ahí la palabra -maravillosa- que cifra la poética de Eudora Welty: confluencia; la que simboliza una de las estructuras primordiales de la experiencia humana, la encrucijada de los personajes con el autor, la de los ríos Ohio y Mississippi que metaforiza la encrucijada íntima de Laurel y Phil en una de las escenas finales de La hija del optimista que tanto le gustó a Ángeles. En realidad,  Ángeles cuenta las novelas y los relatos de Eudora Welty en la biblioteca de sus obras preferidas. Y fue ella quien me empujó a leerla, aunque fui yo quien hace casi diez años le puse el primer libro de Eudora Welty en las manos, Las manzanas de oro, sólo porque había leído, hojeando la introducción de Pilar Marín, cuánto admiraba a Jane Austen, tanto como Ángeles. En fin, la confluencia, hija de la memoria: Mi memoria es mi tesoro más preciado, tanto en mi vida como en mi obra de escritora. Aquí el tiempo se presenta, también, como objeto de la confluencia. La memoria es algo vivo; la memoria es tránsito. Pero mientras dura su instante, todo lo que se rememora se une y vive: lo viejo y lo nuevo, el pasado y el presente, los vivos y los muertos.

Biblioteca de Eudora Welty. En su casa había libros 
en todas las habitaciones
 y sus sobrinos se quejaban de que, cuando iban a visitarla, 
tenían que mover pilas de libros para sentarse. 
(Fotografía de Susana Raab.) 

Y leyendo La palabra heredada pensé en lo bien que desgranan las mujeres escritoras la cocina de la escritura. Recordé, por ejemplo, esos libritos de Edith Wharton editados por Olañeta en la colección Centellas, Cómo contar un relato y Construir una novela, que, sin pretender darte recetas -ya se sabe, no las hay- desnudan la naturaleza del trabajo -en su aquel descriptible- y ponen sobre la mesa con meridiana claridad los ingredientes cardinales, señalando con precisión los rasgos de calidad esenciales. Por no hablar de Cómo se escribe una novela de intriga de la Highsmith.

Eudora Welty destila en  La palabra heredada sus memorias de escritora y declina sus dos preocupaciones primordiales, el tiempo y la distancia, como funciones articuladas en íntima y mutua dependencia,  en secreta confluencia podríamos decir, como hilos invisibles enhebrados  por la mirada. El tiempo, que aprendió esperando por las historias: Mucho antes de que empezara a escribir, escuché con atención las historias. Los niños que escuchan saben que las historias están allí. Cuando sus mayores se sientan y empiezan, los niños ya están esperando que aparezcan, como un ratón que sale de su agujero. Cómo no iba a acordarme de Guti. La distancia, que aprendió haciendo fotos con una cámara barata en los años de la Depresión, fotos que revelaba en la cocina de su casa en Jackson, Mississippi, donde pasó casi toda su vida.



El encuadre, la proporción, la perspectiva, los valores de la luz y la sombra... La distancia: Si en algún momento del relato la obra adquiere una vida propia, y si uno es capaz de mantenerse al margen de ella y permitir que sea tal como se intuye, entonces puede decirse que se contempla a sí mismo en esencia.


La distancia como tiempo destilado por una mirada reveladora. Pero haciendo aquellos cientos de fotos Eudora Welty no sólo aprendió a mirar: La cámara me brindaría más que información y exactitud: al hacer fotografías aprendí qué grado de preparación debía tener para enfrentarme a la realidad. La vida no espera, no permanece quieta. Una buena instantánea detiene un buen momento que trata de escapar. La fotografía me enseñó a captar la fugacidad de las cosas. (...) Al tomar todas aquellas fotografías, en las que aparecían toda suerte de personas en toda clase de situaciones, asumí que todo sentimiento depende del gesto que lo exprese, y que debía prepararme para reconocer ese momento tan pronto como lo viese. Todos esos detalles eran de vital importancia para una escritora de ficción. Y sentí, además la necesidad de retener una vida fugaz con palabras... 


Y aprendió que la vida encierra mucho más de lo que las palabras pueden expresar... Y que lo inefable sólo aflora en la experiencia del lector si la experiencia de la escritura deviene un acto de amor al misterio del ser humano.


Haciendo fotos, Eudora Welty aprendió a escuchar con la mirada el latido significativo del tiempo. Una mente visual es la mejor taquigrafía que un escritor puede desear. O por decirlo como escribió Shakespeare en uno de sus sonetos (en versión de Agustín García Calvo) : oír con los ojos es de amor don delicado.


(La traducción de La palabra heredada se la debemos a Miguel Martínez-Lage. Eudora Welty, nos recuerda el editor, era un autora que el traductor reverenciaba y una de sus primeras traducciones había sido precisamente estas memorias literarias. Como no había quedado muy contento del trabajo, comprometió al editor de Impedimenta en la publicación de La palabra heredada con una traducción corregida, y en plena revisión se encontraba cuando murió. Un trabajo que los editores concluyeron, en buena medida, como tributo a Miguel Martínez-Lage. Don delicado, también, el del traductor. Y el del editor.)

25/4/12

El 25 de abril de Miguel Torga



Descubrimos a Miguel Torga allá por 1988 gracias a un artículo de Ferrín en el Faro de Vigo -sección Segunda feira, en la página dos de los lunes- donde comentaba los Cuentos de la montaña que Alfaguara - en la época del diseño de Enric Satué- había editado en fecha reciente. Leímos los cuentos -los de la montaña y los de Piedras labradas- y nos convertimos en devotos de Torga. Y hasta peregrinamos a su aldea natal, la transmontana S. Martinho de Anta. Y en sucesivos viajes a Coimbra íbamos acarreando sus obras en portugués, sus cuentos, su diario; libros de impresión ascética que editaba el propio Torga en una gráfica de la ciudad. Y en un viaje por Tras-os-Montes creímos descubrir la aldea que bautizó como Fronteira y que da título a uno de sus Cuentos de la montaña, tan perfecta era la correspondencia entre la escritura y aquel fin del mundo al pie de una muralla granítica; una aldea que, como no llevábamos cámara de fotos, nuestro hijo dibujó en el cuaderno que llevaba conmigo; la aldea  donde acontece, por la gracia de Torga, una hermosa historia de amor entre un guardiña y una contrabandista.


Abro el volumen XII de su Diario y leo las entradas correspondientes a los días de aquel rojo abril del 74, en Coimbra:

25 de abril. Golpe militar en Portugal. ¡Quién pudiese creer en los militares! Ellos han sido los que, durante los últimos mortificantes cincuenta años, nos han detenido, nos han censurado, nos han encarcelado y han ayudado con sus bayonetas a mantener el poder de la tiranía. ¿Quién será capaz de olvidar todo esto? Pero, bien, de todos modos, ya es un paso. Ojalá no sea permanentemente un simple paso de desfile...


27 de abril. Las instalaciones de la P.I.D.E [la policía política] han sido ocupadas. Mientras en compañía de otros viejos veteranos de la oposición al régimen fascista presenciaba la furia de algunos exaltados que reclamaban la muerte de los agentes, acosados en su interior, y destrozaban sus automóviles, pensaba en el hecho curioso de que las verdaderas víctimas de la represión raras veces ejecutan la venganza. Tienen un pudor que les impide manchar su sufrimiento. Son los otros, los que no sufrieron, los que se exceden, como si no tuviesen la conciencia tranquila y quisieran alardear de una desesperación que nunca sintieron.


1 de mayo. Colosal cortejo por las calles de la ciudad. Una explosión de alegría gregaria, generalizada, que ha desfilado frente a las fuerzas de la represión confinadas en los cuarteles.


-Más bonito que la procesión de la Reina Santa... -decía una mujer.


Seguí este caudal humano, callado, oyendo los ¡viva! y los ¡muera!, bloqueado por una especie de inseguridad, sin poder vibrar con el entusiasmo que me rodeaba, con la recóndita y vana esperanza de poder contagiarme. Hay momentos que nos pertenecen a todos. ¿Por qué no había de ser éste mío también? Pero no. Dentro de mí resonaba únicamente una pregunta: ¿en qué océano de sentido común desembocaría todo este delirio? ¿Dónde estaría la oculta e inteligente abnegación que habría de guiar, en el camino de la Historia, la ceguera de esta confianza?


Es esto la vejez: o se llora sin motivo, o los ojos permanecen secos de lucidez.


6 de mayo. Continúa la revolución, y todos se apresuran a dar pruebas externas de pertenecer a sus filas.


-Y usted, ¿no dice nada? -me interpeló hace un rato, sin ningún pudor, uno de esos nuevos prosélitos.


Y la irresponsabilidad de semejante pregunta me dejó sin habla. Fue lo mismo que si me hubieran hecho tragar mis cincuenta años de protesta.


En el 25 de abril de Miguel Torga -censurado y encarcelado durante la dictadura salazarista- hay amargura. Y aun una amargura profética. La de una derrota presentida en las trincheras de un combate solitario. E intransigente. De quien ejerce la escritura. Tan desnuda como la impresión de sus libros.


(Traducción de los fragmentos del Diario de Torga de Eloísa Álvarez.)

23/4/12

El demonio de los libros (y viceversa)





En uno de sus cuadernos en octavo, Kafka nos cuenta la cocina de El Quijote en quince líneas preñadas de humor (kafkiano, naturalmente). Digamos que lo relee -o lo reescribe, que viene siendo lo mismo- kafkianamente, en una prosa brevísima que lleva por título La verdad sobre Sancho Panza:

Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de bandoleros,  en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su demonio, al que luego dio el nombre de don Quijote, que éste se lanzó irrefrenablemente a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a nadie. Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón de un cierto sentido de la responsabilidad, a don Quijote en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin.

A través de la mirada de Kafka, la obra de Cervantes se revela como un sortilegio de Sancho para librarse de los fantasmas de sus lecturas; los echa fuera, a cuestas del caballero andante. El Quijote deviene así un exorcismo. Pero el rapto más hermoso de las líneas de Kafka aflora en la lealtad de Sancho -un cierto sentido de la responsabilidad- con su criatura, echándose a los caminos en compañía del hidalgo que llevaba por yelmo una bacía. Como apunta Calasso en K. -un viaje al universo del autor de El castillo-, Sancho no podía vivir sin sus fantasmas -tampoco Kafka, qué podía haber más apasionante-, pero debía apartarse de ellos lo suficiente porque lo hubieran matado:

El logro más elevado consiste en establecer cierta distancia. Sentarse a una mesa y observar las potencias, como las apariciones en el delirio desenfrenado de don Quijote. Con alivio, incluso participando. Siguiéndolas mientras se transforman, pero siempre aparte, como un mero comparsa. No se puede pedir más. Ésta es la suprema sabiduría. Sancho Panza es el único ser al que Kafka ha definido como 'un hombre libre'.

Una responsabilidad de escritor con el demonio de los libros. Y con los libros del demonio.


(La traducción del texto de Kafka se le debe a Alejandro Ruíz Guiñazú; la del fragmento de Calasso, a Edgardo Dobry. El dibujo es obra de Kafka.)

22/4/12

La mano que ve


Desde que el maestro ya no está, me hace compañía cada vez que leo algún texto de John Berger, de ésos que comentamos en el estudio -la casiña- o callejeando por Tui. A veces subraya unas líneas por mi mano y otras pone notas en el margen de una página o enhebra una idea con un párrafo, como quien prende una candela, y entonces lo releo con esa luz. Vuelvo a las páginas de MirarEl sentido de la vistaFotocopiasSiempre bienvenidos, o El tamaño de una bolsa porque el maestro lee conmigo. Y hablamos. El otro día encontré Sobre el dibujo, y me hubiera gustado regalárselo, aunque buena parte de los textos ya habían aparecido en esos y otros libros de Berger, y más de uno desgranamos con fruición y sendos Glenkinchies.


Así que, tratándose de John Berger, no diré leo, sino leemos, no sólo porque el maestro me lo descubrió, sino porque la memoria de filias y filiaciones que compartimos -pretérito indefinido y presente de indicativo- teje, contra el olvido y la desaparición, un sudario para las pérdidas, y aun mejor, traza un dibujo para abolir la ausencia, porque, como escribe Berger, dibujar no es sólo descubrir, también es recibir. Acoger una presencia invisible. Como los hospitalarios dibujos del maestro cobijan nuestro desamparo y nos hacen compañía en la oscuridad, y nos alivian de la orfandad, como el mapa del último refugio en la noche de los tiempos. Una experiencia que nos reúne de forma entrañable con aquellos pintores de las cavernas que Berger evoca en Le Pont d'Arc, un maravilloso y conmovedor texto sobre la pinturas de las cuevas de Chauvet.

Un rinoceronte de la cueva de Chauvet.
Dibujo de John Berger

La mayor parte de los animales representados en Chauvet eran feroces, pero no hay huella alguna de temor en la forma en la que están dibujados. Respeto, sí, un respeto íntimo, fraterno. Pero todas las imágenes de los animales que se encuentran en la cueva tienen una presencia humana. Una presencia que viene revelada por el placer. Todas las criaturas aquí representadas se sienten uno con el hombre: extraña manera esta de formular algo que, sin embargo, es incontestable.

Resulta emocionante acompañar a Berger mientras dibuja con tinta negra en un papel absorbente japonés, que ha elegido para acercarse a la experiencia de aquel artista que treinta mil años antes dibujó una pareja de renos con carboncillo (quemado y preparado en la misma cueva) sobre la tosca superficie de la roca. La línea nunca se muestra obediente en ninguno de los dos casos. Uno tiene que empujarla suavemente, engatusarla...

Me pregunto mientras dibujo si mi mano, obedeciendo al ritmo invisible de la danza de los renos, no estará bailando con la mano que los dibujó por primera vez.

Y creo que es el maestro quien me subraya con el dedo las líneas que casi no soy capaz de leer, como si también él me empujara suavemente, y traviesa y dulcemente me engatusara:

Para los nómadas la experiencia de pasado y la de futuro quizá estén supeditadas a la experiencia de 'en otra parte'. Algo que ha desaparecido, o que espera, está oculto en algún lugar, en otra parte.

Tanto para los cazadores como para sus presas saber esconderse es la condición previa de la supervivencia. La vida depende de encontrar dónde esconderse. Todo se oculta. Lo que ha desaparecido está escondido. Una ausencia -como sucede en el caso de los muertos- se siente como una pérdida, nunca como un abandono. Los muertos están escondidos en otra parte.

Por eso no hay que asombrarse del conocimiento rudimentario -dicen los historiadores del arte- de la perspectiva por parte de los pintores paleolíticos. Lo cierto es que cualquiera que dibuje o haya dibujado, en cualquier época, sabe qué cosas están más cerca que otras. Es algo más táctil que óptico. Porque la perspectiva no es una ciencia, sino una esperanza. La esperanza de ver. Debería extrañarnos, eso sí -cuántas veces lo habrá formulado el maestro y de cuántas formas distintas-, de haber perdido la capacidad de asombrarnos de los misterios, de experimentar la vida como recién llegados, como el hombre de Cro-Magnon. Pero no, en lugar de enfrentarse a los misterios, la cultura de hoy persiste en evadirlos.

Hemos de tocar otra vez los misterios. Hemos de aprender a ver con las manos. Como el artista de la cueva de Chauvet que poseía un conocimiento tan profundo de los animales que sus manos los veían en la oscuridad y los escuchaba en las paredes rugosas y húmedas, y la roca le decía que los animales -al igual que el resto de lo que existía- estaban dentro de ella, y que él, el artista, con su pigmento rojo untado en el dedo, podía persuadirlos para que salieran a la superficie, a su superficie membranosa, para frotarse en ella e impregnarla con sus olores.

Hoy, debido a la humedad ambiental, muchas de las superficies pintadas son tan sensibles como una membrana y se pueden borrar sencillamente pasando un paño. De ahí la reverencia que provocan.

Fotograma de La cueva de los sueños olvidados

Sí, maestro, Berger escucha en ellas la plegaria de la mano que ve. Cuánto me gustaría ver contigo La cueva de los sueños olvidados de Werner Herzog sobre las pinturas de Chauvet. Pero la veremos. Con ojos y manos, maestro.

19/4/12

La visita de una voz


He vuelto a leer Sostiene Pereira. Me aparté de Tabucchi durante años porque lo envidiaba. Ya no, pero cuánto envidié entonces lo que tanto me hubiera gustado escribir. Desde las primeras líneas de Dama de Porto Pim, el primer libro que se tradujo aquí -y que leí hace ya un cuarto de siglo-, desde el mismo prólogo de aquellas páginas encantadas de y por las islas Azores:  ...Llegado a una edad en la que me parece más digno cultivar ilusiones que veleidades, me he resignado al destino de escribir según mi propia índole. Lo leía como si me hablara. Cuántas veces habré regresado a aquellos ocasos -de las ballenas y los balleneros- que reverberan con el clamor -dice Sergio Pitol- de un sordo desastre, por no hablar de otros naufragios agavillados en textos tan breves como diversos, pero transfigurados por la gracia de la forma en tejido leve de un relato unitario, en cuyas fisuras respira la emocionada fascinación por un mundo en la fronteras de su propio acabamiento, de ésos que no han dejado huella sino en una canción olvidada de la que apenas si queda una melodía en la voz de las almas perdidas.

Cementerio de Fajanzinha en la isla de Flores, en las Azores. 
Fotografía de José Manuel Navia

Sostiene Pereira también da cuenta de un ocaso. Me sigue maravillando que un gran personaje pueda respirar sin apreturas en un libro tan pequeño. Y aún más, si cabe, que tan pocas páginas alienten una obra maestra, tan convincente a la hora de desplegar la metamorfosis de su protagonista, y tan tierna en el aquel de destilar su humanidad, y hacerlo con una voz, digamos, notarial, que, callando más de lo que cuenta, cuenta más de lo que dice. Y quizá todo eso sea posible justamente por esa voz que levanta acta de unos pocos hechos y de tantos silencios en aquellas jornadas ardientes de agosto de 1938 en Lisboa; una voz que, por así decir, se somete al dictado de un redactor de efemérides tan reservado; una voz, en fin, que se prohíbe elevarse por encima de lo que testimonia, y deviene quizá el más potente y apretado de los resortes para que la imaginación del lector emprenda una singladura memorable por el océano íntimo de un alma en la encrucijada de un mundo y de un tiempo.


Me gusta recordar a Pereira con la fisonomía de Marcello Mastroianni, el último papel de un actor de esa estirpe que justifica por sí mismo una película, aunque no sea memorable, como no lo es la que adapta Sostiene Pereira. De momento, Tabucchi no tuvo suerte con el cine; desde luego no la que tuvo la literatura con Tabucchi,  la que disfrutamos tantos lectores con el humor, elegancia y melancolía que, como certeramente señaló Sergio Pitol, destilan sus libros, con la tonalidad de un ocaso a orillas del Tajo en Lisboa, viendo los barcos que van y vienen por el río en compañía de tan queridos fantasmas.

Lisboa. Cais das colunas, 1939

Los libros de Tabucchi cobran visos de un oficio de ánimas, quizá porque le gustaba pensar que sus libros le eran hablados, al fin y al cabo somos un delirio de muchos como decía Robert Musil y el yo un dramatis personae como sabía Pessoa, así que sólo tenía que escribirlos, al dictado digamos, y era incapaz de escribir si no recibía la visita de una voz. Como la que hizo posible, pongamos por caso, Sostiene Pereira.

15/4/12

Una gramática de fantasmas




Las fotografías de Francesca Woodman que más me gustan me recuerdan las fotografías de los orígenes, algunas placas de los primeros tiempos de la fotografía a mediados del siglo XIX. Entonces menudeaban los "accidentes". Como era imprescindible una larga exposición para que se impresionaran las fotografías, si una figura se movía o no se mantenía ante la cámara el tiempo suficiente, aparecía luego en  la placa como un fantasma, como si de la fotografía de un espíritu se tratara.


Mientras Francesca Woodman estudiaba en la Rhode Island School of Desing de Providence, convierte una tienda abandonada cerca de la escuela en su taller de aparecidos. La iluminación y puesta en escena remiten a aquellas fotografías que dan cuenta de los primeros encuentros entre una máquina -la cámara- y el ser humano, cuando una y otro se comportaban como extraños, y aun como antagonistas. Cuando una pretendía capturar y el otro evitar ser presa del cristal de una imagen fija, y quedaba atrapada en el aquel de desvanecerse.


Francesca Woodman  nació en Denver (Colorado) en 1958. Su padre era pintor y fotógrafo, y le regaló la primera cámara; su madre era ceramista y escultora. Hizo su primera fotografía cuando tenía 13 años. De una niña que encarnaba ella misma,  una adolescente que se ocultaba de la cámara con que se fotografiaba. Como la imagen furtiva de una niña tentada por saberes prohibidos.


El 19 de enero de 1981 se tiró por una ventana de un loft del Lower East Side de Manhattan donde vivía. No había cumplido 23 años. Durante los casi diez anteriores hizo fotos, casi siempre con ella como modelo.




Pero, más que autorretratos, las fotografías de Francesca Woodman representan tránsitos de lo fugitivo, de aquello que sólo puede aflorar en la luz pero que será consumido por ella; mojones del camino hacia el otro lado del espejo donde desaparecer. O cuentos de misterio movidos por el deseo de auscultar los latidos de lo invisible. O formas oníricas (algunas de las fotografías recuerdan ciertos cuadros de Magritte). O huellas de un presagio.



Si nos quedamos a solas con las fotografías de Francesca Woodman, las presencias hacen su trabajo y nos perdemos en ellas como en un laberinto de espíritus que esperan por nuestra mirada para animarse, para manifestarse como ficción o como espejo, según echemos mano del hilo de Ariadna o sigamos los pasos de Alicia, en un aprendizaje de espectros.


Y si miramos las imágenes de Francesca Woodman el tiempo necesario, acabamos por verlas como un atlas de lo invisible.


Como si ojeáramos una gramática de fantasmas.

9/4/12

El taxista del sábado santo


Hace treinta y cinco años tal día como hoy cayó en sábado. En sábado santo. Aquel 9 de abril de 1977 legalizaron al PCE y  la prensa acabó bautizando la fecha como el sábado santo rojo. Recuerdo aquel día de otra forma: legalizaron el PCE el día que vi Taxi Driver. Estaba en Valencia haciendo la mili y al salir del cine me encontré con una caravana de banderas rojas que celebraban la legalización del partido. Porque, ya sabéis, el PCE no era un partido, era el partido. Para mí no había nada que celebrar, no sólo estaba haciendo la puta mili, sino que veía la transición como un apaño entre franquistas, liberales y socialdemócratas, y el PCE, desde la política de reconciliación nacional, y no digamos desde que había aceptado unos meses antes la monarquía y la bandera roja y gualda, de comunista ya sólo tenía el adjetivo. Aquel sábado santo, como cinéfilo, lo único que podía celebrar era Taxi Driver. Creo que fue la primera película de Scorsese en la que puse los ojos y salí del cine conmocionado y con mal cuerpo, y el año cuartelero que me quedaba por delante me pareció una eternidad. Al lado de eso, la legalización del PCE me pareció pura anécdota. Desde luego no imaginaba que aquel día era el principio del fin para el partido y que más de treinta años después los votaría de vez en cuando bajo las siglas que heredaron algunas de sus señas de identidad, más que nada por el aquel de elegir un mal menor. Y que me recordaría siempre paseando entre banderas rojas, gritos y bocinazos que celebraban la legalización del PCE con la cabeza colmada por las imágenes febriles de Taxi Driver, el día que descubrí a un cineasta del que ya no me perdería ninguna película en los treinta y cinco años siguientes.


Diez años después leí una entrevista con Paul Schrader donde contaba las circunstancias en las que germinó el guión de Taxi Driver (1975). Su vida era un desastre, su matrimonio se había ido a pique, los proyectos no cuajaban, estaba deprimido, más solo que la una, no podía dormir y deambulaba por las noches, conducía por Los Ángeles bebiendo y, cuando cerraban los bares, se metía en alguna sala de cine porno; no comía, sólo bebía, así durante tres o cuatro semanas en una deriva de autodestrucción. Hasta que una úlcera lo llevó al hospital. Al salir, estaba decidido a cambiar de vida, a irse de Los Ángeles y entonces cayó en la cuenta de la metáfora para Taxi Driver (Schrader no puede escribir un guión sin encontrar una metáfora que exprese el tema central de la película) y supo que era lo que andaba buscando: el hombre que se mueve por la ciudad como una rata de alcantarilla; el hombre que está constantemente rodeado de gente, y sin embargo, no tiene amigos. El símbolo absoluto de la soledad urbana. El taxista. Eso era lo que había estado viviendo, ése era mi símbolo, mi metáfora. La película trata de un coche como símbolo de la soledad urbana, un ataúd de metal.

Paul Schrader, Martin Scorsese y Robert de Niro 
en el rodaje de Taxi Driver

Escribió el guión en quince días: sencillamente, brotaba de mi cabeza, casi intacto. En cuanto terminó se lo dio a su agente y se fue de Los Ángeles. Taxi Driver fue como una descarga, un vómito, una expiación: fue una película escrita cuando realmente no podía distinguir entre el sufrimiento en el trabajo y el sufrimiento en la vida. Un año después, los productores Michael y Julia Philips leyeron el guión y compraron una opción. Entonces se estrenó Malas calles (1973). Y guionista y productores estuvieron de acuerdo en que Scorsese debía dirigirla y de Niro interpretarla. Y no se apearon de esa burra. Y director y actor se comprometieron también con el proyecto. Y se mantuvieron firmes aunque ningún estudio quería hacerla. No querían ganar dinero, sólo querían hacer una película que perdurase. Por eso no hicieron ninguna concesión. Porque Taxi Driver era para todos ellos una cuestión personal. Y como de Niro sabía que Travis, el taxista, era Schrader, pasó varios días con él y le pidió al guionista que le grabara su diario, y llevaba su camisa, sus botas y su cinturón en la película.

Jodie Foster, de Niro y Scorsese 
en un momento del rodaje de Taxi Driver

Cuando se puso en marcha la producción de Taxi Driver, Schrader mantuvo largas conversaciones con Scorsese y seis semanas antes del rodaje se fue a Nueva York y reescribió el guión en la habitación de un hotel con los demás actores que intervenían en la película: Harvey Keitel, Peter Boyle, Jodie Foster... De hecho, el personaje de Iris, que encarna Jodie Foster, se perfiló durante aquellos días. Schrader se ligó a una chica en un bar a las tres de la mañana y debía haberle servido de aviso el que le fuera tan fácil, porque era muy malo ligando y, si lo intentó esa noche, era porque estaba borracho. Hasta que en el hotel se dio cuenta de que era una prostituta, menor de edad y yonqui, Entonces le mandó una nota a Scorsese: Iris está en mi habitación. Desayunamos a las nueve. ¿Quieres unirte a nosotros? El personaje de Iris se reescribió a partir de aquella chica llamada Garth que tenía una capacidad de concentración de veinte segundos. Pero lo mejor de la película, según Schrader, aquella escena en que Travis dialoga con su imagen en el espejo -¿Me hablas a mí..?-, no estaba en el guión, fue una improvisación de Robert de Niro.

De Niro con Scorsese en una pausa del rodaje de Taxi Driver

Schrader no sólo es un gran guionista (y un buen director), sino que dijo algunas de las cosas más atinadas que he leído sobre la escritura del guión (y que suelo repetir en las clases cuando cuadra), por ejemplo, que los guiones no tratan de películas, tratan de personas; que los guionistas no deberían estudiar cine, deben estudiarse a sí mismos; que si eres un escritor novato, lo único que tienes para ofrecer es el hecho de que tú eres tú; que, sobra decirlo, cuando escribes sobre ti mismo no sólo estás diciendo en qué eres distinto sino, y más importante, en qué eres igual; porque, al final, aquello en que somos iguales resulta más fascinante que aquello en que nos diferenciamos. Que un guión tiene más que ver con la tradición oral, con el cómo sigue, que con la gran literatura; que tiene más que ver con contar que con escribir. Que la escritura de guiones es el negocio de la ropa sucia; que las artes tratan de lo prohibido, de lo no contado, de lo implícito y, a veces, de lo inefable; y si tienes algún problema para sacar la ropa sucia y mostrarla, te has equivocado de negocio. Cuando descubras tu problema, piensa en una metáfora para él; una metáfora no es como el problema sino como una variación, como una manera de verlo. El problema de Taxi Driver era la soledad; y el taxi, la metáfora:

Ese chillón ataúd de acero que flota entre las cloacas de Nueva York, una caja de hierro con un hombre dentro que parecía estar en el centro de la sociedad, pero que de hecho estaba completamente solo. (...) Si la metáfora es sólida de verdad, es más importante que la trama, porque ésta no es más que un conjunto de estructuras con variaciones.

O sea. en resumidas cuentas, clava el problema en la metáfora y comprueba cómo surgen las astillas de la trama.


De Niro y Cybill Shepherd con Scorsese, 
preparando un plano  de Taxi Driver

Taxi Driver habla de Schrader, de Scorsese y de Niro, claro, pero aquel 9 de abril de 1977, en aquella Valencia de mi puta mili, hablaba sobre todo de mí, me veía, y salí del cine transfigurado en el taxista del sábado santo, solo entre banderas rojas y voces que celebraban la legalización del PCE.

5/4/12

Una rosa roja para la roja Lise London



Militante comunista desde los quince años, Lise London combatió al fascismo en la batalla de Madrid con las Brigadas Internacionales, a los nazis en la Resistencia francesa, fue prisionera en los campos de Ravensbrück y Buchenwald, y resistió junto a su marido Arthur London las purgas estalinistas, tal como se cuenta en La confesión de Costa Gavras -con guión de Jorge Semprún (comunista, partisano y preso entonces también en Buchenwald)-, donde la encarna Simone Signoret.

Lise London en 1942, 
poco antes de ser detenida por los nazis

Lise London, la última brigadista, murió el último día del marzo último cerca de París. Tenía 96 años y fue comunista hasta el final, ya sin carnet ni partido, sólo por fidelidad a la memoria de los camaradas que cayeron luchando por un sueño de fraternidad y justicia, cuando en las tierras de España se libraba el combate por la esperanza del mundo.


Era de esas mujeres que encarnan la pasión de un convulso siglo XX que, aún a la vuelta de la esquina del tiempo, parece ya tan remoto: un despeñadero de utopías, una sima que apaga el esplendor de tantas derrotas. Era de esas mujeres donde la memoria busca cobijo para resistir. Y sonreír. Sonreír siempre por cada herida de la Historia. Para no olvidar.


Vaya una rosa roja para la roja Lise London.

4/4/12

Un cristal cubierto de polvo



Han pasado once años desde que vimos por primera vez In the Mood for Love (2000), aquí se tituló Deseando amar. Nada más salir del cine llamamos a nuestro hijo para que no se la perdiera y después de verla montó una sucesión encadenada de fotogramas de la película como salva-pantallas en su primer portátil. Volvimos a verla muy pronto y nos gustó aun más, en la tercera Ángeles empezó a contar los preciosos vestidos de Maggie Cheung pero cuando llevaba veinticinco desistió (por lo visto son más de cuarenta), en la cuarta deseamos que se editara en dvd cuanto antes... Todo eso en un mes, y en los siguientes la película de Wong Kar-wai colonizó buena parte de nuestras conversaciones de cine. Y pronto compartimos con el maestro y Esther nuestra fascinación por una declinación del tiempo destilada en formas tan exquisitas. A propósito de In the Mood for Love viene como nunca a cuento el aquel de una película hipnótica.


El título original en chino mandarín -Hua yang nian hua- significa la frescura de las flores y la expresión se usa para referirse a una mujer en el esplendor de su belleza. Pero también aparece como Fa yeung nin wa, que puede traducirse, al parecer, como "el esplendor de los años pasa como las flores". En todo caso, la idea de fugacidad late en cada plano de una película donde el cine acude al rescate del tiempo fugitivo para embalsamar los recuerdos, las formas de un pasado inaprensible y nebuloso. A modo de homenaje, Kar-wai eligió para la distribución internacional In the Mood for Love, el título de una canción de Bryan Ferry, aunque no se escucha en la película.

Wong Kar-wai

A estas alturas quizá resulta superfluo presentar a un cineasta como Kar-wai, sobre todo porque, gracias a la Palma de Oro que se llevó en Cannes In the Mood for Love, en los años siguientes se editaron sus películas anteriores y las siguientes alcanzaron una distribución comercial perfectamente normalizada sin menguar su prestigio autoral ni empañar su lustre de cineasta de culto. Puestos a elegir prefiero las películas anteriores, en particular la "argentina" Happy Together (1997); de las siguientes me quedo con La mano (2004), un maravilloso filme de apenas media hora que forma parte de  Eros, que incluye otras dos piezas, de Antonioni y Soderderg respectivamente; y, desde luego, In the Mood for Love por encima de todas. Todas ellas melodramas o thrillers pasionales donde percibimos ecos del cine de Ophüls y Sirk, de Naruse y Demy.


Kar-wai contó más de una vez que comenzó a dirigir porque de niño su madre lo llevaba al cine. Aunque había nacido en Shanghai en 1958, cuando tenía seis años sus padres se trasladaron a Hong Kong donde no tenían parientes, y madre e hijo se pasaban muchas horas en el cine. Veían todo tipo de películas, tanto cine chino como americano o  las películas francesas de la nouvelle vague. A su madre le debe también el gusto por los boleros; en casa siempre tenían la radio puesta y los escuchaba en castellano en la voz de Nat King Cole, al que pinchaban asiduamente en las emisoras de Hong Kong. Su padre le contagio la pasión por la lectura; le gustan Steinbeck y Chandler, pero le marcaron especialmente García Márquez y Manuel Puig, con sus quiebras narrativas y un tratamiento del tiempo que despedazaba el curso cronológico del relato: posiblemente mi forma de contar las películas sea culpa suya.


Dirige su primera película As Tears Go By en 1988 después de trabajar varios años como guionista. Y si atendemos a que muy pronto empezó a prescindir del guión como punto de partida de sus filmes y a descubrirlos -y revelarlos- en el curso del rodaje y durante el proceso de montaje, cabe suponer que debió quedar harto del oficio de guionista: Para mí una película es más contar una experiencia que contar una historia.


En los tiempos que corren, después de un par de décadas o tres de convertir el guión en una ortodoxia, cuando no en un dogma, conviene recordar que también Griffith o Chaplin rodaban sin guión y nadie puede negar su condición de padres fundadores de esto que llamamos cine. Y al recordarlo no restamos un ápice a la consideración que merecen los grandes guionistas, desde Carl Mayer a Aaron Sorkin pasando por los gemelos Epstein, Leigh Brackett, Ernest Lehman o Ben Hecht. Digamos que la escritura de una película es un proceso de mudas sucesivas entre el papeleo del guión y el montaje; un trabajo que consiste sobre todo en dar forma, o sea, en que el filme cobre forma, porque sólo en la forma puede respirar y vivir una película. No cuenta si hay mucho o poco guión (escrito), lo que cuenta es lo escrito que esté el filme, es decir, si ha cobrado forma -aliento, vida- en la pantalla.


La propia gestación de In the Mood for Love dilucida con elocuencia el método de Kar-wai. En un principio, la película iba a desarrollar tres historias de media hora cada una, en torno a la comida y a diferentes formas de guardar un secreto, hasta que la historia de la (secreta) relación entre Chow (Tony Leung), un periodista y escritor, y Su (Maggie Cheung), una secretaria, cuyos conyuges son amantes, ambientada en el Hong Kong de los primeros años sesenta del siglo pasado y donde las comidas denotan (para los conocedores) el paso de las estaciones, acabó por apoderarse del proyecto.



El rodaje se prolongó durante quince meses, los actores tuvieron que compaginar su trabajo con otros rodajes y acabaron agotados, el director de fotografía Christopher Doyle abandonó la película cuando el control del encuadre por parte de Kar-wai resultó asfixiante -y eso que sus mejores filmes son deudores de la luz de Doyle- y llegó un punto en que ya estaban rodando 2046, la siguiente película, cuando aún no habían terminado In the Mood for Love. (Para relevar a Doyle llegó otro gran director de fotografía, Mark Lee Ping-bing, el iluminador preferido de Hou Hsiao-hsien.)

Kar-wai con Chris Doyle 
en el rodaje de In the Mood for Love

Y no sería exagerado decir que el filme, tal como lo conocemos, sólo cuajó en el montaje cuando William Chang, amigo de Ka-Wai y su más estrecho colaborador desde su primera película -diseño de producción, decorados, vestuario, atrezo y montaje-, lo convenció para desprenderse de  las escenas de sexo entre los protagonistas (que habían sido rodadas), transfigurando una relación amorosa consumada en la historia de unos seres que encuentran en el otro un abrigo en el abandono, y entonces cada gesto, cada paso, cada mirada se carga de sentido, en la medida en que amojona una historia sin final, abocada a un "y si..." sin consuelo.



Gestos, pasos, miradas que, sobra decir, se cargan con un erotismo de la forma, con la forma de un bolero, como ese Quizás, quizás, quizás que canta Nat King Cole, o ese tema de Shigeru Umebayashi que desprende el sabor del pasado perdido y recobrado  por una memoria de crea tanto como recuerda: La música me permite llevar de viaje a los espectadores. Es como ofrecerles un sabor, una salsa específica para un plato que, al probarla, les permita viajar en el tiempo y revivir su propio pasado.

      
El cine de Kar-wai germina en una pregunta: qué hacemos con nuestros recuerdos. Los personajes de sus películas viven aferrados a las imágenes de la memoria, como sombras de la hoguera del pasado donde arde aún un amor imposible, y la embriaguez de la melancolía da forma a cada plano, como burbujas de tiempo donde se condensan las pérdidas.


Si el cine es esencialmente melancólico, ya que por efecto del montaje las imágenes siempre están a punto de desaparecer de la pantalla -son imágenes ontológicamente fugaces, diríamos-, In the Mood for Love es melancólica hasta el arrebato. A través del cristal de la memoria esos corazones a la intemperie sólo consiguen percibir imágenes empañadas de un remoto fulgor, frágil huella sensitiva de una emoción a punto de extinguirse sin remedio.


Por eso el cineasta filma los lugares, para fijar la memoria de lo perdido a través de un ritual de tiempo recobrado, aprehendido por un cedazo de formas donde se expande la duración y las horas se coagulan, para tenerlas un poco más, y las figuran se re-encuadran en ventanas, espejos, puertas, escaleras y pasillos, para mejor retenerlas;




donde la lluvia, el humo y las lágrimas envuelven los silencios del corazón;


donde los movimientos de los cuerpos se ralentizan hasta configurar una danza; donde, dueños de un tiempo propio en un territorio mental que sólo pertenece a quien vive en los recuerdos, consiguen abolir el tiempo de los relojes, como si los personajes, heridos por la ausencia, fluyeran desde las nacientes del río de la memoria, allí donde, solos y desamparados, se remontan en busca del único -y último- refugio.


Por eso la música deviene una gramática de las emociones para estas criaturas que se aman a contratiempo y no pueden huir -cómo podrían- de unas canciones que suenan insomnes en sus cabezas, transfigurando la memoria en una enfermedad y lo perdido en un laberinto.



Y así In the Mood for Love deviene una elegía a un amor sepultado en las ruinas del tiempo.


Un bolero de cine que se cierra con estas palabras: Él recuerda esa época pasada como si mirase a través de un cristal cubierto de polvo. El pasado es algo que se puede ver pero no tocar. Y todo cuanto se ve está borroso y confuso.