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4/1/12

Agujeros



Cuando escribí el nombre de Jacques Becker entre los ayudantes de Renoir en Un día de campo, me saltó a la vista el agujero. Y no uno más (en esta escuela), sino el agujero por excelencia del cine: Le trou. Aquí se tituló La evasión; si no les gustaba el agujero, que no sólo es la traducción literal sino fiel al sentido y a las resonancias metafóricas del título original, también podrían haberlo traducido como el trullo, con reverberaciones genuinamente carcelarias; pero no, prefirieron un título que remite a la trama traicionando su significación profunda, su penetración poética. Fue la última película -el testamento- de Jacques Becker, que murió el 21 de febrero de 1960, un mes antes de que Le trou llegara a los cines.

Jacques Becker, en 1958

Le trou coincidió en la cartelera de París con el estreno de À bout de souffle de Godard -uno de los estandartes de la nouvelle vague- y el público la ignoró; el productor le cortó veinte minutos. pero -¿hace falta decirlo?- no remedió el fracaso comercial. La defendieron cineastas como Godard, Truffaut o Jean-Pierre Melville, que consideraba Le trou como uno de los más bellos filmes del mundo, pero se necesitó tiempo para hacerle justicia a una de las grandes películas, no del cine francés, del Cine, así, con mayúsculas.


Volvimos a verla el primer día del nuevo año. Y quizá nunca habíamos visto el agujero como ahora, o mejor, nunca habíamos visto tantos agujeros en Le trou; agujeros de esos que sólo un poeta puede llenar. Y Becker los colmó de cine. Tenía razón Godard, cuando citaba El testamento de Orfeo de Cocteau en un texto de homenaje al director de Le trou, publicado en Cahiers du cinéma (abril de 1960): los poetas sólo fingen morir. Tampoco Jean Renoir podía hacerse a la idea de que estuviera muerto cuando lo evoca en sus memorias: Jacques Becker, hermano mío, hijo mío, no puedo aceptar que te estés pudriendo en una tumba, prefiero creer que me esperas en un rincón del otro mundo dispuesto a rodar otra película conmigo. Renoir fue el primero en vislumbrar que Becker era un poeta.

Jacques Becker, a la izda., como el poeta
-un pequeño papel en Boudu salvado de las aguas (1932) 
de Jean Renoir- , con Michel Simon en el papel de Boudu    

Becker era muy joven cuando Paul Cézanne, el hijo del pintor, se lo presentó a su amigo Jean Renoir. Enseguida descubrieron que compartían la pasión por el cine, por películas como Avaricia de Stroheim,  y por el jazz y Duke Ellington, y acabaron siendo íntimos amigos. Y Becker se convirtió en el ayudante de dirección de Renoir en la mayoría de sus películas de los años 30, desde La nuit du carrefour (1932) hasta La Marsellesa (1938) pasando por Los bajos fondos (1936) o La gran ilusión (1937). En Mi vida, mis films, Renoir recuerda que Jacques amaba a la humanidad, y no con un amor teórico y general, sino de forma directa, individualmente. Y creo que, si no bastaran sus doce largometrajes anteriores -pongamos por caso joyas como Casque d'or (París, bajos fondos, 1952)-, ahí está Le trou, la prueba suprema.


No nos importa qué hicieron estos reclusos de La Santé, por qué están presos Roland, Geo, Manu, Monseñor y Gaspard. Da igual lo que hayan hecho, estamos con ellos, son hombres, uno a uno, nuestros semejantes. Justo desde el momento en que la película nos reúne con ellos en la misma celda, sentimos su peripecia como propia y poco nos falta para cruzar la pantalla, y picar y martillar y limar también nosotros para echar cuantas manos hagan falta en la fuga. De hecho, ayudamos cuanto podemos desde este lado, a golpes de corazón, latiendo con ellos al unísono, a golpes en el agujero.


Hace unos años apunté en un cuaderno lo que Becker había dicho en una entrevista: Los temas no me interesan. Nunca he querido hacer un tratamiento de un tema. La historia -el cuento, la anécdota- me importa un poco más, pero tampoco me apasiona. Sólo los personajes de mis historias, que acabarán siendo mis personajes, me obsesionan de verdad, hasta el punto de pensar en ellos constantemente. Palabras que su maestro Renoir suscribiría una a una como propias, un cineasta que se veía como un passeur, un barquero de lo humano entre la pantalla y el espectador, para quien solo valía la pena hacer una película si algo humano llegaba al público.


Si queremos entrar en la celda con ellos es porque enseguida nos sentimos sus prójimos, compartimos la fibra humana de esos personajes. Y Le trou es, sobre todo, un agujero lleno de humanidad. Una humanidad, por así decir, sin aditivos dramatúrgicos: no sabemos nada de su pasado -apenas de Gaspard (¿pero realmente sabemos algo de Gaspard a ciencia cierta?)- ni de su futuro, ni qué fue ni qué va ser de ellos: dos grandes agujeros en el agujero. Sólo sabemos que les caerán como mínimo diez años de condena y quieren fugarse. Y la fuga los anuda en un objetivo común, mientras la cámara teje con panorámicas rotundas de un preso a otro las tramas de miradas y ademanes, al tiempo que se refuerza la solidaridad de reclusos y se extreman los afectos.


Los afectos a flor de piel. Y aun los amores de Roland y Geo, de Manu y Gaspard, que se destilan de forma no verbal, a través de las miradas y de las actitudes, salvo en el momento en que Gaspard le confiesa a Manu que nunca ha vivido nada igual, que aquellos días en compañía de los camaradas de fuga le han cambiado la vida; una confidencia que despeja nuestras dudas respecto a un personaje del que desconfiábamos, un vuelco íntimo de nuestra mirada que la película exprimirá con gran rendimiento. Le trou desprende un homoerotismo que trae a la memoria aquellas historias de amor entre hombres -Sólo los ángeles tienen alas, Río de sangre, Río Bravo o Eldorado- de Hawks; un homoerotismo que en el filme de Becker resulta más notorio, porque sólo hay una escena con una chica -la hermana pequeña de la mujer de Gaspard (que también es su amante)  durante una visita carcelaria (qué diálogos tan golosos, cocinados con la medida justa de lujuria, freno, urgencia, economía verbal y humor)-, y aún más táctil por la propia reclusión en la celda, por la proximidad de los cuerpos y por la intensidad física del trabajo que la fuga exige. Y aquí hemos llegado al centro de gravedad de la película, al corazón de la historia, al plan rector de la estrategia fílmica de Becker: reduce a la mínima expresión los mecanismos de suspense, que remite esencialmente a dar por descontada la pregunta dramática -¿conseguirán fugarse o fracasará la fuga-, y pone toda la carne en el asador a propósito del trabajo manual de la fuga: martillar, picar, limar... Becker no quiere ahorrarnos un solo golpe porque cada golpe cuenta a la hora de hacer el agujero.

 
Por eso encuadra el plano detalle del trozo de piso de la celda a excavar y, sin cortes, asistimos a los golpes en el cemento con un barrote de la cama que hace las veces de martillo, un golpe y otro y otro y otro para vencer la resistencia del material, y la cámara se mueve ágil en diagonal hacia la derecha para recoger el relevo de cada uno de los presos y vuelve rápido al trabajo, hasta que culmina el agujero de la celda, el primer agujero de la fuga. Después de este plano sabemos lo que cuesta el agujero. vaya si lo sabemos, nosotros mismos hemos empujado, hemos dado relevos, hemos martillado. También nosotros estamos cansados. Hemos trabajado lo nuestro. La fuga también es ya cosa nuestra. Nosotros vivimos ya en el agujero.


Pero el proceso de hacer el agujero nos ha cautivado por la precisión de los gestos y del manejo de las herramientas, el virtuosismo de los cuerpos y de las manos en el trabajo. Y si un hombre se parece a lo que mira, o mejor, se parece a su mirada, podemos concluir que Becker era un perfeccionista indesmayable -y eso que ya estaba muy enfermo durante el rodaje de Le trou- en el aquel de registrar la artesanía de la fuga, que deviene artesanía del cine (otra correspondencia con Renoir) al filmar la faena de los presos con la misma precisión y devoción por los detalles con que ellos hacen el agujero: el trabajo de la fuga deviene una metonimia del trabajo de dirección.


Hasta el punto es así que el tratamiento del tiempo cambia cuando los presos consiguen armar un reloj de arena que les permite controlar los periodos de trabajo en función de las rondas de los funcionarios. Entonces, también Becker empieza a hacer un uso más intenso de las elipsis: como si sólo se permitiera manipular el tiempo cuando los presos disponen de un instrumento para medirlo. De igual manera, sólo podemos ver más allá de la celda cuando los presos fabrican un espejo con un cepillo de dientes para atravesar la mirilla y vigilar a los vigilantes de la galería, un periscopio que le permite a Becker romper con el naturalismo de la visión que rige la puesta en escena.



Y ya que hablamos de la visión no podemos sino dejar constancia de nuestra rendida admiración al trabajo de iluminación del gran Ghislain Cloquet -el director de fotografía de obras sublimes como Au azar Balthazar  o Mouchette de Bresson- y de su operador de cámara Jean Chibaut. Cómo no maravillarse con esa escena con Roland y su compañero explorando el subsuelo de la prisión, caminando galería adelante con una candela armada a partir de un tintero y, a medida que se alejan de nosotros, vemos cómo los engulle el agujero negro de la oscuridad, como un negro presagio.



Becker nos confina en el agujero y nos somete al trabajo de la fuga. En Le trou, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento sólo tiene un fin: la libertad. El cineasta es muy tacaño con los demás rituales carcelarios, pero cuando los muestra, resultan tan depurados, tan exactos, tan definidos que resultan momentos inolvidables, como la escena del examen de los paquetes que reciben los presos: qué odioso ver cómo el funcionario corta -siempre con el mismo cuchillo- los embutidos, trocea el jabón, la mantequilla (y conviene señalar que el maniqueísmo brilla por su ausencia en la película; no hay funcionarios "malos" en la película, sólo funcionarios, cumpliendo con su trabajo).


Y sólo por un momento nos es dado contemplar el exterior de la prisión, cuando Manu y Gaspard terminan el segundo agujero y comprueban que pueden salir a la calle por una alcantarilla: el único plano que se abre más allá del agujero. Un plano que incrementa la urgencia -la ansiedad y la aprehensión- cuando ven pasar un taxi, como si el aire de la calle, de la libertad, convirtiera el tiempo en una carga insoportable, porque deben volver a la celda para huir juntos, con los demás compañeros, unas horas después.


La atmósfera claustrofóbica, asfixiante, contribuye a incrementar las dosis necesarias de suspense, ya que Becker renuncia -desde el guión- a otros giros de la trama salvo dos o tres momentos puntuales, como al ocultarse de los funcionarios de ronda por el subsuelo (qué detalle magnífico ahorrar exposición poniéndose un preso sobre los hombros de su compañero).


O cuando se produce el desprendimiento en el túnel del alcantarillado.


Pero hay algo más. El fuera de campo se activa a través del tratamiento sonoro. El cineasta había decidido que no habría música en la película salvo en los créditos finales. La trama de sonidos -los ruidos del trabajo de la fuga, cerraduras, pasos de los funcionarios, puertas...- y los agujeros de silencio crean una textura que se enhebra con los tiempos muertos -de esperas tan vivas- y permiten mirar lo que no podemos ver -el universo carcelario más allá de la celda-; aun más, el agujero resulta tan asfixiante gracias al hervidero de sonidos. Cuenta Godard que, unas semanas después del rodaje, Becker recibió una llamada del estudio para avisarle de que las mezclas de sonido estaban listas, y unas horas después murió, como si esperara la confirmación del trabajo hecho para poder irse tranquilo. Parece ser que sólo dejó pendiente decidir la música que debía acompañar los créditos finales, y fue su hijo Jean, también cineasta, quien eligió la pieza de piano -Melodía en la menor- de Arthur Rubinstein.

  
El agujero deviene así una metáfora del trabajo de Jacques Becker: como un entomólogo del cine, reduce al mínimo el campo de exploración para poder entregarse con minuciosidad y primor a sus preciosos detalles, incansable en su aquel de mirar. Todo lo demás le estorbaba. Es tal la austeridad del relato, amojonado por tan concretos pormenores, que la fuga cobra visos casi abstractos -como un viaje interior- y el anhelo de libertad una dimensión cósmica. En ese sentido, no es de extrañar que encontremos en Le trou -más en planos vacíos que en el estilo (y más allá de compartir una trama de fuga)- reverberaciones de Un condenado a muerte se ha escapado, de Bresson. La fidelidad en los detalles, la humildad en la ejecución y el cuidado de las formas revelan que sólo una auténtica pasión por lo verdadero empujaba a un cineasta que ya estaba en las últimas. Le trou desprende tanta verdad en cada plano que cualquier otra película de evasión parece sólo una película.

José Giovanni

Becker había descubierto, recién publicada en 1957, una novela titulada Le trou. Su autor era José Giovanni y se había inspirado en su propia experiencia carcelaria: condenado a muerte, le conmutaron la pena por trabajos forzados. Ya en libertad, se convirtió en autor de novela negra, guionista (con Sautet o Melville) y cineasta. Todo un tipo. Becker se hizo con los derechos de Le trou y escribió un tratamiento con  Jean Aurel y el propio Giovanni. Fue el primer trabajo de guionista del ex-recluso, que también colaboró con el cineasta en los diálogos y ejerció de asesor en el rodaje. Becker mezcló actores profesionales y no profesionales para encarnar a sus personajes principales: Roland fue encarnado por Jean Keraudy, implicado en la tentativa de fuga con José Giovanni, y que al principio de Le trou se dirige a cámara para asegurarnos que su amigo Jacques Becker rodó esta película sobre su fuga de la cárcel de La Santé a finales de los cuarenta. Roland/Keraudy es un hombre de pocas palabras pero pesa en ellas la vida entera, por eso al escuchar sus dos últimas palabras al final de la película -"Pobre Gaspard"- no podemos resistirnos a repetirlas como una letanía, porque en la mirada que acompaña esa réplica justa, lacónica y elocuente se cifra la moral destilada por la película. Porque Le trou es, sobre todo, un viaje al corazón de la conciencia. Para Bénard da Costa era uno de los filmes más bellos de su vida.

  
No podría imaginarse una mejor despedida para un cineasta: Jacques Becker se rodeó de los mejores cómplices y cavó el agujero con el mejor cine.

En el centro, Jacques Becker y a la dcha., Jean Keraudy, 
en el rodaje de Le trou

Y se fugó. Porque los poetas sólo fingen morir.

13/9/11

Filmar una historia de amor

Continuemos. Las historias de amor filmadas por Truffaut tejen una red capilar de pasajes, correspondencias y ecos, y pueden verse como sucesivas modulaciones de un gran relato que destila el arte de amar del cineasta. En la portada del guión de Las dos inglesas y el amor (1971) que usa en el rodaje, anota las frases que escuchamos en la voz de Jeanne Moreau al comienzo de Jules et Jim (1962): Me dijiste: te amo. / Te respondí: espera. / Iba a decirte: tómame. / Me dijiste: vete. La falta de sincronía en el amor, esa trágica perturbación que trastorna a la protagonista de La mujer de al lado (1981), donde encontraremos también  huellas de El hombre que amaba a las mujeres (1977). En 1984, unos meses antes de su muerte, cuando ya sabía que no le quedaba mucho y había empezado a despedirse, Truffaut monta la versión íntegra de Las dos inglesas..., que bien puede considerarse su última película. De todas las historias de amor que rodó Truffaut, las cuatro citadas son las que prefiero, pero creo que nunca abordó la pasión amorosa -y fatal- con visos tan desgarrados en su violencia y desbordamiento como en La mujer de al lado, donde un cineasta tan pudoroso cuaja una película, tan arriesgada como desnuda, que desprende la belleza del vértigo.  


Durante el invierno de 1979, Truffaut descubre a Fanny Ardant, la protagonista de Les dames de la côte, una serie dirigida por Nina Companeez que emite Antenne 2. Vio el primer capítulo en compañía de su hija Laura, que recordó a su padre fascinado, verdaderamente embobado con Fanny Ardant aquel día.


Truffaut le escribe a la actriz confesándole su flechazo televisivo y le propone una cita en Les Films du Carrosse, la productora del cineasta. Se encuentra con Fanny Ardant cuando está a punto de empezar a rodar El último metro (1980) con Catherine Deneuve y Gérard Depardieu, y le promete que la próxima película será para ella. La mujer de al lado es una de esas películas-relámpago de Truffaut, desde el primer borrador hasta su estreno transcurren apenas diez meses. La rapidez en la ejecución y aun la urgencia con que trabaja en La mujer de al lado denotan la intimidad del cineasta con la materia que moldeaba. Por un lado, el germen de la película, como en la mayoría de las suyas, se había incubado años atrás; por otro, el guión de La mujer de al lado se inspira en su relación amorosa con Catherine Deneuve, nada nuevo en Truffaut que filma historias de amor en las que laten las heridas de las historias de amor que vivió; sólo que en este caso el trasunto del cineasta no era Gérard Depardieu sino Fanny Ardant. A propósito de la protagonista de El último metro, el cineasta declaró: Podría pagarle derechos de autor a Catherine Deneuve. ¿Qué más se puede añadir?

Truffaut con Fanny Ardant 
en el rodaje de La mujer de al lado

En los primeros días de diciembre de 1980 escribe con Jean Aurel y Suzanne Schiffman el primer esbozo a partir de unas pocas páginas y algunas notas de un proyecto concebido, despues de Las dos inglesas..., para una película con Jeanne Moreau y Charles Denner, el protagonista de El hombre que amaba a las mujeres, un filme del que tomará algunos ingredientes temáticos como la destrucción por el amor o el agujero negro del desamor. El primer esbozo del 4 de diciembre conjuga ya los cuatro personajes principales -el matrimonio de Mathilde (Fanny Ardant) y el de Bernard (Gérard Depardieu)- con las principales escenas en el movimiento de la trama  impulsada por el reencuentro de Bernard y Mathilde -que fueron amantes (y se lo ocultan a sus cónyuges)- diez años después. La mujer de al lado desarrolla, por así decir, el tercer acto de su historia. También tenían claro cómo debía terminar la película pero el final aún no estaba definido, es decir, sabían que acabaría con la muerte de los amantes pero no cómo se produciría. Jean Aurel contaba que Truffaut le había comentado tímidamente: ¿y si mueren mientras hacen el amor? Como dice una antigua canción francesa, El mal de amor es una enfermedad. / Los médicos no pueden curarla: he ahí la idea que alienta en el guión de una de la películas más diáfanas y trágicas de Truffaut.


A partir de esa sinopsis, Truffaut trabaja unos días con Jean Aurel, que se ocupa de la construcción, dando forma a las veinte escenas apuntadas en el primer esbozo; y otros con Suzanne Schiffman, que se centra en el hilo conductor de la película, profundizando en los personajes. En su círculo más próximo, Truffaut cuenta con la fidelidad cómplice de tres mujeres: la script Christine Pellé -desde El pequeño salvaje (1970)-, la montadora Martine Barraqué -desde Una chica tan decente como yo (1972)- y, sobre todo -y todas- Suzanne Schiffman, desde... Desde siempre. Truffaut conoció a Suzanne Schiffman en la Cinemateca y quiso contar con ella desde Los cuatrocientos golpes (1959), pero carecía de cédula profesional y no pudo contratarla hasta la siguiente película, Disparen sobre el pianista (1960). Fue la script de Truffaut hasta El pequeño salvaje donde la relevó Christine Pellé -a la que había formado- y se convirtió en su ayudante de dirección hasta el final. En La noche americana (1973), figura acreditada por primera vez como guionista y, en adelante, colabora a menudo en la escritura de los guiones, como en El hombre que amaba a las mujeres o en El último metro. Más allá de todas esas funciones, Suzanne Schiffman puede considerarse la más íntima colaboradora de Truffaut, lo más parecido a su mano derecha.

Godard visita a Truffaut en el rodaje de Farenheit 451
En el centro, Suzanne Schiffman 

En La mujer de al lado, fue Suzanne Schiffman quien desarrolló el personaje de la señora Jouve (Véronique Silver), testigo y espejo de la pasión ineluctable de los amantes. Como le cuenta a Bernard, en el pasado Odile Jouve vivió un mal amor, se tiró por una ventana,  una cristalera amortiguó la caída, y quedó lisiada; una historia muy parecida a la que vive el personaje encarnado por Simone Simon en la última historia de Le plaisir de Max Ophüls. También será Suzanne Schiffman quien le sugiere a Truffaut rodar un prólogo con la señora Jouve cuando, tras el primer montaje de la película, el cineasta siente que le falta algo, como quién cuenta la historia; así, Odile se dirige a la cámara, en un momento preciso deja ver que está lisiada -llama la atención sobre la muleta y la prótesis-, y nos introduce en la historia: Este asunto empezó hace seis meses. Se podría decir que empezó hace diez años, pero no, lo cierto es que empezó hace seis meses. Y al final, sobre un plano aéreo, su voz cierra el relato de Mathilde y Bernard traspasados por la fatalidad: Ni contigo ni sin ti.


A finales de febrero de 1981, Truffaut dispone del guión de La mujer de al lado, o más bien de un tratamiento con las escenas desarrolladas con mayor o menor detalle. El cineasta, no sólo acostumbraba, sino que necesitaba darle el acabado al guión sobre el terreno, en el set, al hilo de las vibraciones de los actores -y sobre todo de las actrices- y de las sugerencias que le inspiraban las localizaciones en el curso del rodaje; y si el guión era un tocho de más de quinientas páginas como el de Las dos inglesas..., cortaba, pulía, sintetizaba. Pero, además, Truffaut necesitaba rodar cuanto antes, sentía La mujer de al lado en carne viva y no quería perder la temperatura emocional que había alcanzado mientras trabajaba febril en su escritura con los guionistas. Por eso casi se alegrará cuando no le quede más remedio que darse prisa y poner en marcha el rodaje a partir del 1 de abril hasta el 15 de mayo, las únicas seis semanas de las que disponía Gérard Depardieu a causa de otros compromisos profesionales. Esa urgencia alentaba también en el impulso avasallador que poseía a Mathilde y Bernard, y se lleva por delante el compromiso entre el deseo y su represión con que los amantes trataban de embridar el desbordamiento de la corriente amorosa.


Como el cineasta lo guardaba todo -borradores, guiones, libros subrayados y anotados, cartas, agendas...- Carole Le Berre -Truffaut en acción (ed. Akal)- pudo reconstruir la cocina de los filmes, el work in progress de los guiones, y gracias a su investigación sabemos que Truffaut reescribe cada día el guión de La mujer de al lado durante las seis semanas del rodaje, anotando en los márgenes precisiones de puesta en escena, acotando la disposición de los personajes en el plano, subrayando un elemento de atrezo, indicando la dirección de una mirada, añadiendo detalles reveladores, señalando un gesto o indicando el movimiento de un personaje, y reescribiendo los diálogos en la página izquierda, como esa réplica de Mathilde durante el primer encuentro con Bernard en el hotel: Cuando nos conocimos pensé: "si me pide que hagamos el amor, le diré que sí". La película cobra vida a través de una escritura candente, por así decir, a pie de obra.


Ninguna escena de La mujer de al lado fue escrita con tanto detalle en la fase de guión como la del jardín donde se produce el estallido de Bernard contra Mathilde, que acaba desvanecida, pero sólo cobra forma en la localización cuando Truffaut descubre el gran ventanal -con visos de una pantalla- sobre el jardín. Entonces concibe un plano secuencia en movimiento y escribe, no sólo los diálogos, sino un esquema muy detallado que distribuye en hojas sueltas al equipo -magnífico trabajo de fotografía de William Lubtchansky y Caroline Champetier- antes del rodaje, donde precisa cada inflexión de la escena, cada ingrediente movilizado en el plano, como esos dos tipos que actúan como mirones -vicarios de los espectadores mismos- para filmar el final de la secuencia a través del ventanal: ...los retomamos [a Mathilde y Bernard] en la parte baja de la escalera. Bernard continúa su acoso. Methilde se cae cerca del ventanal. Bernard la levanta, pero ella huye por la puerta. Aglomeración en la salida. Todo el mundo mira la escena con espanto. Dos personajes nos conducen hasta el ventanal a través del que vemos cuanto sucede a continuación. Bernard, como si no se diera cuenta de lo que pasa a su alrededor, persigue a Mathilde hasta la sombrilla donde se deja caer. A continuación pasamos a Philippe [el marido de Mathilde] estupefacto y terminamos con la señora Jouve. Sobra decir que la escena, tal como la vemos en la película, experimentó modificaciones respecto a las notas de Truffaut, derivadas del trabajo para coreografiar los movimientos de los actores con los de la cámara.


Se trata de una escena donde se anudan los hilos de la trama y donde la puesta en escena permite aflorar el súbito desbordamiento amoroso como una forma de visibilidad: lo oculto pasa a ser de dominio público. Una visibilidad que en el fondo Mathilde ansiaba. En los primeros compases de la escena de la fiesta en el jardín, el vestido de Mathilde se engancha y se desgarra, y ella queda en ropa interior -la película está sembrada de pequeños incidentes como éste que desencadenan vuelcos y quiebros en la historia de los amantes (como esa escena en que los teléfonos de ambos comunican porque se están llamando a la vez)-; Mathilde va a su cuarto a ponerse otro vestido y ya dentro de casa, subiendo las escaleras y entrando en su habitación, se pone el vestido roto a modo de falda y comenta con la amiga que la acompaña: Cómo no se me ocurrió cubrirme con él ahí afuera. Pero no podía ocurrírsele -o no quería que se le ocurriera-, porque ella, como apuntó Serge Daney, quiere "desnudarse" delante de todos y él quiere que "se desnude", suspiran por que lo invisible se haga visible.



Fragmentos de fotogramas del final del plano secuencia 
a través del ventanal (fotografías de la pantalla)

Sin embargo, cuando el estallido de Bernard desvela el secreto, es justo  ahí cuando Truffaut usa el ventanal como una pantalla que nos distancia de la explosión vivida por los amantes, donde la pasión escapa a todo control y queda a la vista  de todos, y nos devuelve a la condición de meros espectadores; habíamos vivido la secreta intimidad de los amantes como cómplices y confidentes, pero cuando revienta públicamente la vemos como un arrebato de formas casi abstractas, se nos muestra como una proyección de la violencia de la pasión, ésa que late como un corazón ardiente en la obra de Truffaut, se nos re-enmarca la mirada con otra pantalla -el ventanal- para que veamos más -mejor y más hondo- no la psicología de los personajes, sino el desbordamiento mismo de la marea amorosa.


El trabajo de reescritura en contigüidad con la filmación le permite a Truffaut trabajar las rimas, correspondencias y ecos entre escenas, motivos visuales o elementos de atrezo, como esa sombrilla junto a la que cae Mathilde, que fue puesta en pie por Bernard en una escena anterior. Así, cobran una importrancia primordial las ventanas como marcos de la mirada con que se buscan y acechan de una casa a otra Mathilde y Bernand; o las puertas tras las que ocultan su amor, como esa puerta de la casa de Mathilde, ya vacía, que "llama" por Bernard al final de la película.


Y los vínculos visuales entre una casa y otra son utilizados por Truffaut para poner en escena el renacer de la pasión; al principio, une una casa con otra mediante panorámicas que acompañan a Bernard hacia la casa vecina y viceversa, pero cuando lo prohibido se instala en la película, pasa de una casa a otra por corte, y la ocultación del trayecto multiplica la urgencia del deseo.


Si hemos de definir el movimiento de Mathilde -y de Truffaut, no lo olvidemos- en el curso de La mujer de al lado, no encontraríamos mejor término que el deliquio amoroso, el desfallecimiento, la caída, atrapada en el vértigo del deseo. Por así decir, Mathilde, la mujer del aviador, como se refieren a ella en algunos momentos de la película -homenaje de Truffaut a la película de Rohmer de idéntico título-, paradójicamente no puede sino yacer en el suelo, bajo la losa de una pasión, incapaz de pasar la página de una historia que se remonta diez años atrás. A Truffaut no le interesaba el amor físico, sino lo físico del amor.


La mujer de al lado se amojona con los desvanecimientos de Mathilde, a modo de inflexiones que modulan su historia de amor. Y desde la primera vez que la vi en un cine de Vigo que ya no existe cuando se estrenó aquí hace casi treinta años, la escena en el aparcamiento del supermercado ha cobrado visos de un cristal que, en el curso del tiempo, concentrara toda la luz y la negra sombra de la película; hasta el punto de que durante unos años llegué a pensar que esa secuencia no la recordaba sino que la imaginaba, la memoria había fermentado aquella escena y la imaginaba como propia.  


Como las escenas primordiales de La mujer de al lado, se preparó en el guión pero se perfiló durante el rodaje. Mathilde se encuentra con Bernard mientras compra en el supermercado; en el aparcamiento. él la ayuda a guardar la compra del carrito en el coche, se despiden con un beso; Bernard le abre la puerta del coche y Mathilde, antes de entrar le pide que pronuncie su nombre -él no lo ha hecho en lo que llevamos de película (uno de los cambios introducidos por Truffaut durante el rodaje)-, antes sabía que sentía hostilidad hacia ella cuando se pasaba días sin llamarla Mathilde; los dos están muy juntos en plano medio, pero los separa la puerta del coche, entonces Bernard se mete en el hueco con ella, ahora en primer plano, dice su nombre, la acaricia, ella le besa la palma de la mano, se besan, se abrazan;


entonces Mathilde se desmaya, se cae, se escurre de los brazos a Bernard, y desaparece por el bode inferior del encuadre -justo ahí entra la música de Georges Delerue-; la cámara traza una panorámica vertical para acompañar el movimiento de Bernard que se agacha y se inclina sobre ella -un motivo visual que se repetirá en la escena del clímax de la película-,

Fragmento de un fotograma de la escena del aparcamiento 
(fotografía de la pantalla)
Fotograma de la escena del clímax de La mujer de al lado

la coge y la ayuda a levantarse, la cámara sigue el movimiento con que se incorporan, y con un travelling a la izquierda vemos cómo Mathilde aún conmocionada se mete en el coche; una panorámica sigue a Bernard que se agacha junto a la ventanilla y le pregunta si puede conducir, pero ella arranca sin contestarle -ni siquiera lo mira- y sale de campo. El plano lleva inscrita la forma del destino que les aguarda a Mathilde y Bernard, y cristaliza, por así decir, el código genético de la película.

Truffaut prepara un plano de la escena 
del clímax de La mujer de al lado

La mujer de al lado, una película bajo el signo de una imposible sincronía de los amantes, cierra el círculo que se abría con Jules et Jim, una película que parecía cifrar -No merece la pena que los dos suframos al mismo tiempo: cuando tú dejes de hacerlo, empezaré yo- la deriva de la obra de Truffaut, un cineasta cautivo del arrebato en el aquel de filmar una historia de amor.