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11/12/09

Una lente en la intimidad

Un par de veces al año me piden que recomiende un libro útil sobre guión. Por más que adviertas que a escribir guiones se aprende contando cuentos a un hijo o a un sobrino, y, desde luego, escribiendo -escribir es descubrir (cómo y qué debes escribir)-, siempre anhelan un manual -o sea, un amuleto- que remedie la angustia ante la hoja -pantalla- en blanco.

David Mamet, a la dcha.,
dirige Cinturón rojo (2008)

Así que acabo apiadándome y les aconsejo, desde hace más de diez años, las sesenta últimas páginas de Una profesión de putas de David Mamet o, desde el año pasado, el apartado que Mamet le dedica al guión en Bambi contra Godzilla, y más concretamente el capítulo titulado (Capítulo secreto extra) Las tres preguntas mágicas, tal cual.


Pero si entramos en harinas y me enciendo entonces les suelto que, ya puestos, incluso se pueden olvidar de Mamet y que lean la Ética de Spinoza, eso si, esa lectura les (nos) llevará toda la vida. La verdad, un desconcierto recorre el aula. ¿Spinoza, Spinoza, Spinoza? Como mucho les llega un eco lejano casi definitivamente perdido desde el pozo de la memoria. Haciendo como que tratas de aclarar la cuestión, añades, Benito Spinoza o Benito Espinosa, o mejor, Benito Espiñosa y aun Benito Espinhosa. Cruzan miradas furtivas que mal disimulan la perplejidad. Prosigo, con toda naturalidad, ya sabéis el filósofo del siglo XVII de origen portugués. Gestos aquí y allá quieren transmitirme que claro, hombre, Spinoza, por supuesto. Pero... no se atreven a preguntar aquello que les remuerde: ¿y qué tiene que ver Spinoza con el tema del guión y más aún tratándose de un tipo del XVII? Entonces, con el aquel de que presiento lo que les reconcome, les aclaro que para escribir un guión necesito saber qué historia quiero contar y para saber de qué historia se trata necesito saber qué pasión (o afecto) moviliza y para saber de qué pasión se trata necesito nombrarla, y si nombro el amor, o sea, supongamos que se trata de una historia de amor, entonces debo explorar ese tema central, necesito asegurarme de que es del amor de lo que hablo, en definitiva necesito saber, por decirlo con las palabras de aquel cuento de Raymond Carver, de qué hablamos cuando hablamos del amor. Por eso necesitamos a Spinoza, porque su Ética es también un tratado de las pasiones, de los afectos, demostrados según el orden geométrico y nadie nunca ha explorado la naturaleza del corazón humano como el filósofo de Amsterdam, nacido en una familia de comerciantes marranos, es decir, de judíos conversos españoles huidos a Portugal y luego a Flandes.

Benito Spinoza

Bien, digamos que me siguen, que han captado la cadena que conecta a Spinoza con la escritura del guión. Pero necesitan una prueba, la razón que demuestre que el bueno de Benito sabe de lo que habla. Entonces cojo el ejemplar de la Ética, una edición de bolsillo de Alianza Editorial -la 3ª reimpresión de 1996 con un retrato del autor en una portada de Daniel Gil-, busco en la página 207 la proposición xxxv de la parte tercera -Del origen y naturaleza de los afectos-, que trata de los celos, y se lo leo. Y ahora un flashback. Recuerdo que compré el ejemplar en A Coruña, cuando daba clase de guión en la EIS. Había preparado con Carlos Oro una práctica para los alumnos de Realización, se trataba de rodar una escena de celos y como texto de referencia fotocopiamos las páginas 207 y 208 de la Ética en la edición citada y se las repartimos. Cierro el flashback. Os traigo aquí el fragmento final de ese texto sobre los celos que viene a demostrar hasta qué punto Benito Spinoza conoció en carne propia ese afecto lacerante, lo exploró a la luz de la geometría de las pasiones y lo iluminó mediante la prosa más precisa:

Este odio hacia una cosa amada, unido a la envidia, se llama celos; que, por ende, no son sino una fluctuación del ánimo surgida a la vez del amor y el odio, acompañados de la idea de otro al que se envidia. Además, ese odio hacia la cosa amada será mayor, en proporción a la alegría con la que solía estar afectado el celoso por el amor recíproco que experimentaba hacia él la cosa amada, y también en proporción al afecto que experimentaba hacia aquél que imagina unido a la cosa amada. Pues si lo odiaba, por eso mismo odiará a la cosa amada, ya que imagina que ésta afecta de alegría a lo que él odia, y también porque se ve obligado a unir la imagen de la cosa amada a la imagen de aquel que odia. Esta última razón se da generalmente en el amor hacia la hembra: en efecto, quien imagina que la mujer que ama se entrega a otro, no solamente se entristecerá por resultar reprimido su propio apetito, sino que también la aborrecerá porque se ve obligado a unir la imagen de la cosa amada a las partes pudendas y las excreciones del otro...

No sé si estas líneas despierta en ellos la necesaria curiosidad que les lleve a frecuentar el texto de Spinoza. Tal vez sólo se queden con la idea de la conveniencia de explorar la pasión que moviliza una historia. Quizá acaban considerando que a tal efecto no vale la pena sumergirse en una obra de tal exigencia. La verdad, prefiero no saberlo. En el mejor de los casos imagino que probablemente alguno coloque cerca de su mesa de trabajo un ejemplar de la Ética y de cuando en vez se adentre en alguna proposición que le ilumine, si acaso, una escena. Y puestos a iluminar por qué no, siquiera brevemente, al propio Spinoza.


Benito (Bento o Baruch) Spinoza nació en el barrio judío de Amsterdam en noviembre de 1632, ya dijimos que de una familia de comerciantes de origen español o portugués. El mismo año que Vermeer en Delft. Cuando Benito tenía siete años, la familia Spinoza se estableció en una casa a la vuelta de la esquina de la de Rembrandt, recién casado con Saskia. La lengua en el hogar familiar era el portugués y los niños, que se educaban en una escuela judía, conocían también el castellano, que era la lengua instrumental de la ciencia y de la literatura, y por supuesto el holandés. Desde la muerte de su padre en 1654 hasta 1656 dirige la empresa comercial con su hermano. Estudia latín, le encanta el teatro, lee a los clásicos griegos y latinos, a Descartes y a Cervantes. Participa en debates de inspiración cartesiana en una 'escuela de los domingos' donde se discutía sobre la separación de la fe (una cuestión íntima) y la política (la esfera de lo público), y en 1656 lo excomulgan de la comunidad judía: nunca se ha redactado un anatema más furioso que el que se proclamó contra Benito. Incluso llega a ser atacado a la salida de un teatro por un fanático que intentó matarlo. Cuentan que Spinoza conservó siempre su capa atravesada por una cuchillada para no olvidar que el pensamiento no siempre es amado por los hombres. Abandona los negocios de la familia y se dirige a Leiden en cuya universidad estudia la obra de Descartes y se convierte en excelente óptico cuya fama llegó a oídos de Leibniz. Según todos los indicios empezó a practicar el oficio de tallar y pulir lentes de instrumentos ópticos mientras estaba en Amsterdam. Un oficio que le garantizaría el sustento en Rijnsburg, Voorsburg y La Haya. Muere el 21 de febrero de 1677 de una enfermedad pulmonar, probablemente agravada por la inhalación de polvo de cristal derivada de su oficio. Un librero amigo suyo recibió su pupitre de trabajo en cuyo interior guardaba sus cartas y papeles, entre ellos la Ética.


Spinoza pasaba mucho tiempo en su cuarto puliendo lentes, escribiendo, dibujando o leyendo. Prefería la noche para verter los pensamientos decantados durante el día en el papel a la luz de las velas. Recibía muchas visitas y nunca cesó de ser atacado por sus ideas, se le vigilaba como elemento peligroso y se le acusaba de blasfemo. Llevaba una vida austera, incluso pobre, acorde con su idea de vivir filosóficamente, aunque a veces fumaba una pipa o se tomaba una cerveza. En el mismo cuarto en el que escribía tenía su pequeño taller de óptico. Podemos imaginarlo con los instrumentos de su oficio: un bloque de vidrio, una placa metálica giratoria, una placa plana de hierro, polvo de diamante, granos abrasivos, herramientas cóncavas y convexas. El pulido de las lentes se realizaba con un instrumento de hierro, cubierto de brea y bañado con mordiente rojo y agua. Se coloca la lente en el bastidor de un torno, se rectifican los bordes con una tira de latón cargada de abrasivo y se calcula que coincida el centro óptico con el centro físico para evitar que cualquier rayo luminoso sufra una desviación cuando traspase la lente. Con la misma precisión se dedicó al estudio del corazón humano, por eso se puede hablar de un sentido visual en la concepción de la Ética y por eso Gille Deleuze la contempla atravesada por una geometría óptica. Para Spinoza, la filosofía, como para Vermeer la pintura, era una experiencia de la mirada como reflexión íntima. Como una lente en la intimidad. De eso va la escritura de un guión. De eso va el cine.

6/10/09

Cortar y pegar

Si hay una figura que aquí -este aquí es extensible a Europa- resulta extraña, es la del editor (de textos literarios) tal como esa figura se entiende en EUA, es decir, no quien edita -publica- libros, sino quien trabaja con los originales de un escritor, sugiere cambios, cortes y reescrituras, más aun, en ocasiones no sólo los sugiere sino que los materializa, hasta el punto de crear el estilo de un autor. El caso más paradigmático es el de Raymond Carver.

Raymond Carver

Resulta difícil exagerar el impacto que representó la edición de los cuentos de Carver hace poco más de veinte años, cuánto nos deslumbraron aquellos libros: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, De qué hablamos cuando hablamos del amor, Catedral y Tres rosas amarillas. Cuentos que conocimos casi al tiempo que moría el autor -en 1988- y que eran la plasmación literaria perfecta de la teoría del iceberg de Hemingway,

Ernest Hemingway

según la cual en un cuento deben permanecer sumergidas los siete octavos de la historia, tal como se la formuló a George Plimpton en una entrevista a la Paris Review; o dicho en palabras de Onetti: la forma no es más que el fondo que sale a la superficie. La parte invisible del témpano emergerá en la lectura, como una creación de lector y autor en la encrucijada del texto. Allí donde el lector se encontraba con la forma cardinalmente elíptica de Carver.

Creo que fue a mediados de los noventa cuando tuve las primeras noticias a propósito de la edición de los cuentos de Carver, pero fue hace tres años cuando leí en la revista Escribir y publicar un ensayo de Alessandro Baricco con un título elocuente El hombre que reescribía a Carver, realmente compré la revista por ese título que aparecía en la portada. También podéis leerlo en El Malpensante y, de paso, os dais un paseo por una revista muy interesante. Baricco estudió los originales de De qué hablamos cuando hablamos del amor y las correcciones del editor Gordon Lish. Sólo os daré una pista para animaros a leer el ensayo de Baricco. Supongo que recordáis el cuento titulado Diles a las mujeres que nos vamos, uno de los que Altman adaptó en Vidas cruzadas (1993).


Si lo recordáis, seguro que no olvidasteis aquel final demoledor, aquel último párrafo perfecto, definitivo: No llegó a saber lo que quería Jerry. Pero todo empezó y acabó con una piedra. jerry utilizó la misma piedra con las dos chicas: primero con la que se llamaba Sharon y luego con la que se suponía que le tocaría a Bill. Como dice Baricco, puro Carver. Bueno, pues ese párrafo no lo escribió Carver sino Gordon Lish. En lugar de ese párrafo, Carver escribió seis cuatillas que Gordon Lish eliminó. O sea que nada de puro Carver. No digo más, leed el ensayo.

Gordon Lish era editor de narrativa en la revista Esquire y contribuyó a que Carver consiguiera publicar algunos relatos, por ejemplo, Gordo en Harper's Bazaar, Tanta agua cerca de casa en Playgirl, y Vecinos y ¿Qué te parece esto? en la misma Esquire. Gracias a Gordon Lish, Carver entró en las revistas de gran tirada y, lo que no era menos importante, empezó a recibir cheques por sus cuentos. Pero la contribución de Gordon Lish incluía también cortar y corregir los textos de Carver, o como ya vimos, escribir partes significativas. En definitiva, inventar el estilo -la marca de fábrica- Carver. Un estilo que, además, creó escuela.

Raymond Carver y Tess Gallagher

En 2008, la poetisa Tess Gallagher, la segunda mujer de Carver, reeditó los cuentos sin los cortes de Gordon Lish para que pudiera apreciarse el trabajo de Carver en su forma más "auténtica", una operación precedida por la publicación en The New Yorker en diciembre de 2007 del cuento Principiantes, una versión original -y más extensa- del titulado De qué hablamos cuando hablamos del amor, junto con un artículo sobre la relación entre Carver y Gordon Lish, y los diversos cortes y correcciones que habían sufrido varios relatos.

En fin, me dolió leer el ensayo de Baricco. Por dos razones, una, porque necesito saber quién escribe lo que leo; ya sé que es el texto quien habla, quien dice; pues no, me gusta leer pensando que ese texto lleva inscrito el tacto de una intimidad intransferible, dicho de otra forma, creo en el autor, en el escritor. ¿Y cuánto queda de la voz de Carver en esos cuentos editados por Gordon Lish? ¿O es la voz de Gordon Lish? Y dos, porque, y es la segunda vez en pocos días que vuelvo aquí con la cita, ya dijo Stevenson que el arte -cualquier arte- es el arte de omitir. No existe otro arte sino el de quitar lo que sobra, como decía Miguel Ángel refiriéndose a la piedra que se disponía a esculpir. En resumidas cuentas, saber cortar es lo que diferencia a alguien que sabe escribir de un escritor.

Raymond Carver

Y sin embargo... Cuándo sobraba y cuándo, en realidad, Carver contaba otra cosa. O dicho de otra manera: ¿de qué hablaba Carver? ¿qué escribía Carver? ¿qué queda de la mirada de Carver? Y ahí radica el sustrato más doloroso del ensayo de Baricco y el corazón del debate sobre los derechos del editor ante la obra del autor, o sea, sobre el estatuto del escritor.

Mira por dónde al final terminé escribiendo sobre Raymond Carver (o vete a saber sobre quién), cuando lo que quería era escribir sobre otro escritor. Un escritor que fue también editor. Se llamaba William Maxwell. Es el autor -podéis maginar que tiemblo sólo de escribir esta palabra- de algunas de las mejores novelas que hemos leído en los últimos tres años: Adiós, hasta mañana, Vinieron como golondrinas y La hoja plegada, las tres en esa editorial tan fiable que es Libros del Asteroide. Ya nos tarda que editen otra obra de Maxwell.

William Maxwell

William Maxwell nació en Lincoln (Illinois) en 1908 y fue un niño campesino del Medio Oeste que acabó sus días en 2003 en un piso limpio y bien iluminado frente a Central Park. En 1937 publica su segunda novela, Vinieron como golondrinas, alrededor de un hecho fundamental en su vida y en su obra: la muerte de su madre, víctima de la "gripe española", un episodio cardinal que resuena también en la novela que clausura su actividad literaria, Adiós, hasta mañana, publicada en 1980. Una obra tensada en el arco de la memoria, pero sabiendo que nada hay más mentiroso que los recuerdos lavados en las costas de la infancia, como leemos en su última obra que se mueve entre el recuerdo, el olvido y la culpa.

Casa natal de William Maxwell
en Lincoln (Illinois)

A los catorce años, Maxwell cayó hechizado por La isla del tesoro en los brazos de la literatura. Leyó la novela de Stevenson cinco veces seguidas y la fascinación le duró toda la vida. Cómo no advertir la huella de los versos del autor de La isla del tesoro sobre los juegos cautivadores de la infancia en la construcción literaria de la mirada de Bunny, el niño que polariza la visión del libro primero de Vinieron como golondrinas. El mismo año que publica esta novela lo contrata el The New Yorker como editor y allí trabajó durante cuarenta años, editando a tipos como Salinger, Updike o Cheever. Trabajó mano a mano con Salinger en el primer relato que publicó en The New Yorker, un relato protagonizado por un tal Holden Caulfield, y, por lo visto, durante la publicación de El guardián entre el centeno, el autor pidió que Maxwell fuera su único interlocutor. También se sabe que intentó cortarle un párrafo a El brigadier y la viuda del golf de Cheever y éste lo acusó de intento de asesinato y no se lo perdonó nunca, pero alguna vez reconoció públicamente "los consejos que me dio y los que no me dio".

John Cheever

Pero quizá ningún elogio más rotundo que el de Updike, su discípulo confeso: le reconoció "haberle dado un rostro viviente a nuestra idea del lector ideal; porque él siempre hizo que escribir bien fuera algo tan infinitamente valioso y tan palpablemente distinto al escribir mal". Lo confieso, me emociona este homenaje a alguien que pensaba que escribir era como respirar, o mejor, que debía ser como respirar. Y así sucede en Vinieron como golondrinas o Adiós, hasta mañana, la prosa de Maxwell no se lee, se respira.

La mujer de Maxwell murió en 2000. Llevaban casados desde 1945. El escritor (y editor) esperó a que una amiga le leyera Guerra y paz, quería volver a Tolstoi una vez más pero ya no podía sostener el libro y la vista le fallaba. Y entonces decidió dejar de tomar las medicinas, dictar cartas de despedida, y en palabras de Rodrigo Fresán, escribirse y editarse la mejor de las muertes. Durmiendo o soñando tras haber contemplado Central Park por última vez.

Podéis escuchar a William Maxwell, in memoriam, comentando y leyendo su poema favorito:





Volví a leer Vinieron como golondrinas. Me la trajo a la memoria Aruitemo, aruitemo, la película de Kore-eda que comenté aquí el domingo. Por el sustrato autobiográfico, por el uso de la memoria como herramienta de creación, por ese tono menor, que no sólo no corta, sino que pone alas en la imaginación, por la selección de los elementos esenciales que levantan un mundo y de las imágenes capaces de cuajar una mirada. Un hondo sentir y un claro decir, creo que nada traduce mejor la voz íntima de William Maxwell a través de tres partituras -la del hijo pequeño, la del hijo adolescente, la del padre- que cantan la pérdida irreparable de la madre: Salió de la habitación, cerró la puerta y oyó el eco de sus propias pisadas; y supo que, ahora que estaba solo, las iba a seguir oyendo durante toda su vida. ¿Hay alguna imagen que cifre mejor y más delicadamente el vacío y la pérdida que la de ese hombre abismado en la escucha de los propios pasos?


Ya lo sé, os lo estáis imaginando. Claro, yo también me pregunto si alguien editó a Maxwell. O si era de la estirpe de Juan Rulfo, de esos escritores que dejan por sí mismos siete octavos de la historia enterrada en el relato. Artistas -valga la redundancia- en el aquel de cortar y pegar.