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26/1/20

El maestro Viota


Hace sesenta años un niño, que no había cumplido los doce, vio Misión de audaces en un cine de Santander.


Dos años después, en el verano de 1962, vio Centauros del desierto, y volvió a verla a continuación, y al día siguiente la vio dos veces más (sólo la pasaron dos días), y seis veces la hubiera visto, pero sus padres no le dejaban ir a la sesión de noche.


Aquel niño encontró su vocación al abrigo de John Ford: sería director de cine. Lo fue. Lo es. Pero sobre todo encontró una forma de vida, un destino: la cinefilia. Aquel niño se llamaba -se llama- Paulino Viota.

Intermedio publicó una espléndida edición 
de su obra fílmica hace unos años.

 A su cinefilia le debemos un libro precioso, al cuidado de Ediciones Asimétricas que lo ha tratado con mimo; da gusto tenerlo en las manos, no digamos leerlo. Se titula La herencia del cine -qué título tan bello- y reúne sus escritos escogidos (en una edición de Rubén García López, quien también dedicó al cineasta cinéfilo -o viceversa- su tesis doctoral, Paulino Viota. Vanguardia y retaguardia del cine español).


Si no recuerdo mal tuve la primera noticia de Paulino Viota por el número 2/mayo de 1979 de la revista Contracampo (fundamental en nuestra educación cinéfila), que aún conservo, en una entrevista firmada por Alberto Fernández Torres y Jesús G. Requena donde hablaba de sus películas; sobre todo le preguntaban por Contactos (1970) y por la entonces reciente Con uñas y dientes (1979).

Fotogramas de Contactos.

En el número 36/verano de 1984 le leí otra entrevista, firmada esta vez por Ignasi Bosch y Juan M. Company, sobre Cuerpo a cuerpo (1984), que acabó siendo la última película de Paulino Viota.


En ese número 36 de Contracampo pudimos también leer testimonios de Harry Carey Jr. sobre John Ford, donde contaba, por ejemplo, que el Viejo (ya se referían a él así con apenas 30 años) improvisaba mucho.

Harry Carey Jr. y Ben Johnson en Wagon Master.

Seguro que a Paulino Viota le reconfortó aquella feliz vecindad con el maestro en las páginas de la revista.

Paulino Viota.
(Fotografía de Óscar Fernández Orengo.)

Vale la pena leer cada texto reunido en La herencia del cine, pero si tuviera que escoger entre los escogidos señalaría dos, apenas dos, pero los dos de reclinatorio: Forma local y forma local: "A Woman of Paris", en torno a la obra maestra de Chaplin, y El vértigo de la rectificación, verdadera cumbre del libro: 141 páginas dedicadas a Vértigo, The Searchers y Río Grande (sobre todo a estas dos últimas) que ocupan más de la tercera parte de La herencia del cine. ¡Cómo vamos a extrañarnos cuando Paulino Viota nos confiesa en la pág. 311 que se ha especializado en John Ford!

Sólo quien prepara esquemas 
y diagramas para captar la estructura 
de una película con un vistazo 
puede imaginar cuánto trabajo hay 
detrás de cada una de estas páginas.

Digámoslo ya: los dos textos, obras maestras del análisis cinematográfico. Análisis de las formas (fílmicas) que cuentan y piensan, que nos cuentan y nos piensan, que nos hacen contar y pensar. Paulino Viota recoge en la pág. 324 una cita del gran crítico japonés Shigehiko Hasumi que se abrocha con esta línea clara, contundente, definitiva:
El cineasta John Ford es esencialmente un genio "formalista".
Pero, ojito: se trata de análisis que multiplican el placer -donde se conjuga el sabor (la sensualidad) y el saber (el conocimiento)- de las películas que desentrañan, que empujan a verlas otra vez y a palabrearlas a la luz de las páginas que las iluminaron.

Fotograma fordiano a más no poder de Río Grande:
las mujeres con sus delantales al viento, imagen de
la desolación (pág. 274), donde Paulino Viota ve 
ecos de una fotografía de los colonos huidos 
por el levantamiento sioux en Minnessotta,
tomada por Granger  en 1862.

Prueba definitiva de que el cinéfilo cineasta -o viceversa- Paulino Viota devino también un gran maestro, en el sentido más primordial y cardinal de la palabra. Basta ver el extra de la edición de su obra fílmica en Intermedio, la presentación de Río Grande en la Filmoteca de Cantabria hace seis años para comprobarlo (en el cuaderno que acompaña la edición nos anticipaba ya un diagrama de la estructura de la película).


Sobra decir que volvimos a ver Río Grande, sin duda la película que más ha estudiado el maestro Viota. (Ángeles, a quien le leí algunas líneas de La herencia del cine, apunta -los puntos sobre las íes- que si no fuera por esa razón sería por otra, que siempre estoy volviendo a John Ford; cabe anotar que a ella le encanta Río Grande), la película del Viejo maestro donde -son palabras del maestro Viota en la pág. 257- el pasado está más presente en el presente. 


Para cuantos seguís esta escuela quizá no haga falta señalar que me siento muy identificado con el autor de La herencia del cine, o mejor, hermanado por una experiencia fundacional: él, con Misión de audaces; yo, con Pasión de los fuertes. Él en Santander, yo en Tui.


Y, mira por dónde, leyendo hace unos años una entrevista con Paulino Viota en el número 16 de la revista Minerva (del Círculo de Bellas Artes de Madrid), me enteré de que, después de Cuerpo a cuerpo, su último intento de rodar una película se cifró en un guión basado en una historia real que acontecía en Tui durante la guerra civil, una historia cobijada en la memoria oral que le escuché a mi madre de viva voz cuando aún era un chaval, pero ella, con razón, debió pensar que ya tenía edad para no olvidarla.

Cartel de Con uñas y dientes 

Hacer presente con la historia como hace historia con el presente, pongamos por caso en Con uñas y dientes, el maestro Viota. (Como viene a cuento, anoto: cada vez que escucho hablar de la llamada transición española con tanta desmemoria pienso en una sesión continua iluminadora: Con uñas y dientes y La verdad sobre el caso Savolta, de Antonio Drove.)


Pero no nos olvidemos de Río Grande. Paulino Viota cree (y creo que cree bien) que John Ford ideó el personaje de Kathleen para Maureen O'Hara, así tenía a los mismos protagonistas que imaginaba para The Quiet Man y podía usa Río Grande (que rodaba para rodar aquélla) como un ensayo con los actores (John Wayne y Maureen O'Hara ya habían trabajado con el cineasta, pero nunca juntos).


Y ahora viene lo bueno, casi una provocación, en la página 308 concretamente, que acabó reverberando de forma inesperada: Paulino Viota cree que...
en cuanto a la profundidad de la relación de la pareja, el ensayo quedó mejor que la representación, por la densidad que añade toda la carga de pasado que se expresa en Río Grande.
The Quiet Man es una película más plena, más brillante, pletórica de pasión irlandesa, pero Río Grande es más honda, más grave incluso con su happy end de cuento de hadas. Tal vez porque combina pasado y presente, Historia y western, ejército e Irlanda.

Hace unas horas volvimos a ver The Quiet Man. No me miréis, fue idea de Ángeles: ¿No estábamos con John Ford?, dijo. Y palabreándola una vez más, imaginamos -más allá de las coordenadas temporales- la historia de amor de Maureen O'Hara y John Wayne como el pasado del matrimonio protagonista en Río Grande, antes de la catástrofe de Shenandoah que causó su separación. Sólo una pasión irlandesa como la que destila aquélla podría explicar la conmoción por lo perdido que les depara cada asalto de la memoria en ésta.


Y todo por unas líneas de La herencia del cine. Desde luego, The Quiet Man es nuestra película, pero cada vez me gusta más Río Grande, y alguna culpa tienen las lecciones del maestro Viota.
  

10/1/16

Mover y conmover


Quizá porque tengo muchas ganas de ponerle los ojos encima a Cavalo dinheiro, la última película de Pedro Costa, uno de estos días volví a ver Ossos, de hace casi veinte años, una película cardinal en su filmografía, su primera película en el barrio de Fontainhas.


Hay un travelling memorable -conmovedor- en Ossos que me llevó de vuelta a otro inolvidable, medio siglo antes, en Amanecer, de Murnau. Me refiero al travelling que nos lleva con el Hombre (George O´Brien) al encuentro clandestino con la Mujer de la Ciudad (Margaret Livingston) en las marismas, una noche de plenilunio. El plano secuencia acontece a partir del 10' 39". Lo describiré con cierto detalle.


Empieza con la cámara siguiendo a George O´Brien en plano americano (en el curso del plano secuencia el encuadre varía entre el plano entero y el plano medio), con la luna en lo alto, a la izquierda, hasta que cruza un pequeño puente. (Ha abandonado a su mujer y a su hija para verse con la Mujer de la Ciudad.)


Desaparece entonces la luna del encuadre, el Hombre tuerce a la derecha y el travelling lo acompaña lateralmente, pero vuelve a seguirlo en cuanto tuerce a la izquierda y pasa bajo las ramas de un árbol que estorban su trayectoria; tuerce una vez más a la izquierda y la cámara entonces lo acompaña, llega a una cerca que salva pasando por encima y empieza a andar hacia la cámara, saliendo de campo por la derecha del encuadre. (Un sonámbulo deambular que desvela en esos cambios de dirección el movimiento tortuoso de la conciencia torturada por la culpa y la sinuosidad del deseo.)


Ahora la cámara se mueve en una panorámica hacia la izquierda y luego se desplaza en un travelling hacia delante. Advertimos la figura de la Mujer de la Ciudad y la luna llena tras los arbustos. La cámara penetra en el ramaje para descubrir a la mujer a la derecha del encuadre y la luna en el centro, en lo alto. (Un plano cargado de subjetividad, como si fuera la propia mirada movida por el deseo del Hombre la que nos llevara hasta la Mujer.)


Ella espera jugando con una flor, mira en dirección a la cámara, pero no ve a nadie (y queda desactivada nuestra inferencia: hemos llegado -con la cámara- antes que el Hombre, por así decir, el deseo ha movido la cámara por su cuenta en busca de la Mujer). Entonces escucha unos pasos que se acercan desde fuera de campo hacia la izquierda del encuadre...

 
La Mujer de la Ciudad abre el bolso y se retoca la pintura de los labios, se empolva la nariz. Aguarda unos instantes, sonríe cuando lo ve llegar (aún fuera de campo)... Y el Hombre aparece por la izquierda del encuadre, desde un ángulo ligeramente inferior. La luna arriba ilumina (preside, envuelve) el encuentro. Él se para, en el borde del encuadre, la mira con tanto deseo como culpa, ella se acerca despacio, y sí, la carga de la culpa se rinde a la urgencia del deseo... se besan y se funden en un abrazo.


El plano secuencia dura 1' 30''. Murnau pertenecía a esa estirpe de cineastas que Godard ha calificado como controladores del universo. No ha dejado nada al azar. La escena se rodó en estudio y el efecto noche permitía un dominio aun más estricto de la luz. El movimiento de cámara fluido -tan preciso como retorcido- revela ese pulso que se libraba en el alma del Hombre.


El travelling de Ossos -también un plano secuencia- se filmó en una calle de Fontainhas. Pedro Costa se limitó a trazar el movimiento de cámara y a puntuarlo con un gesto del joven (Nuno Vaz), que en el reparto figura como el Padre. Se trata de un travelling lateral de izquierda a derecha que acompaña al joven que camina por la acera del barrio, cruzándose con gente que no son figuración; dicho de otra forma, explotando la heterogeneidad del personaje de la ficción y la realidad del lugar donde transcurre -se rueda- la escena. Creo que fue Iván Zulueta quien dijo que no hay nada más bello que un travelling lateral, y tiene toda la razón. Basta ver éste de Ossos. Comienza en el 19' 4".


La cámara acompaña al joven que sujeta un bulto en una bolsa plástica negra, caminando por la acera sobre el fondo de paredes desconchadas. El poder del cineasta nos arrastra en ese movimiento, atrapados en una suerte de desasosiego. Y justo entonces el joven hace un gesto elocuente (llegado desde el tiempo del cine silente) que nos sacude:


Coge en brazos la bolsa. No ha podido seguir con ella como si llevara cualquier cosa. Sabemos que ha sido padre y quizá quiera librarse de la criatura. Y sentimos en su abrazo el peso del recién nacido. El movimiento nos ha arrastrado hasta la conciencia de ese Padre.


El travelling dura 2'. Destila desvalimiento y ternura. Y traza un arco emocional que duele en la mirada. Decía Douglas Sirk aludiendo al movimiento -tensado en el curso del tiempo (o sea, mientras dura)-, este asunto primordial del cine -la emoción en movimiento y el movimiento de la emoción (o la emoción que nos mueve)-: motion is emotion, y en una legendaria entrevista preguntaba si en español había alguna expresión equivalente para la ecuación. Antonio Drove encontró esas palabras: mover y conmover (conmover con el movimiento y el movimiento como conmoción).