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19/4/15

El arte de Lillian Gish


Hace poco más de un año me referí a Griffith como el Señor del Cine al bies de una evocación de Orson Welles. A propósito de Griffith, tampoco Eisenstein se anduvo con chiquitas:
Es el Dios padre. Lo ha creado todo, lo ha inventado todo. No hay ningún cineasta que no le deba algo. Lo mejor del cine soviético ha salido de Intolerancia. En lo que a mí concierne, se lo debo todo.
 Griffith (a la dcha.) y su director de fotografía Billy Bitzer 
experimentan con la iluminación en 1913.

No es difícil imaginar lo que debió representar una película como Intolerancia para aquellos que experimentaron la llamada del cine hace cien años (se dice pronto). Aún hoy resulta monumental. Y cardinal. Y... Todo lo que se diga es poco. Pero creo que la grandeza de Griffith se cifra en las películas pequeñas, en la intimidad con el rostro de Lillian Gish. Si tuviera que elegir una de esas peliculitas me quedaría, por ejemplo, con una joyita poco conocida como True Heart Susie.


Griffith la rodó en junio de 1919, a continuación de Lirios rotos. La verdad, cuesta elegir entre la dos, como cuesta creer que pudiera alumbrar en apenas unos meses esas dos maravillas. Pero (hoy) me quedo con True Heart Susie, una de esas películas que (de)muestran -si hiciera falta (a veces creo que hace)- cómo en el cine (como en cualquier otro arte) no existe el progreso (como sí creen quienes facturaron The Artist, pongamos por caso).


El planteamiento de True Heart Susie no puede ser más simple: Susie/Lillian Gish y Bill/Robert Harron son novios desde niños, pero él no se entera, y de mayores sólo la considera su mejor amiga, no ve que ella es el amor de su vida y está perdida por sus huesos, y ella tarda en darse cuenta de lo atolondrado que puede llegar a ser el tontaina de Bill (tan despistado, por cierto, como David Cooperfield a propósito del amor de Agnes).


Así de simple. Pues no. Nadie lo dijo mejor (como tantas veces) que Bénard da Costa (True Heart Susie era una de las películas de su vida): el milagro de un filme así -el milagro de Griffith- es que, pespuntando clichés, no vemos cliché alguno en la pantalla (puede partir de un tópico argumental, pero lo transfigura en un sueño de luz en la noche del cine).


Porque todo se juega en la fisura de las miradas. Qué mira Bill. Qué mira Susie. Ah, qué mira -cómo mira- Lillian Gish. Sí, el pasmoso don -el arte- de Lillian Gish. Para hacernos escuchar los silencios del corazón.


Hay un plano prodigioso, cuando Susie (convencida de que el amor de su vida le va a proponer matrimonio) se entera de que Bill acaba de pedir la mano de Bettina/Clarine Seymour. La cámara la encuadra en primer plano. Sólo estamos nosotros y ella. Ella. Susie. Lillian Gish. Durante treinta milagrosos segundos vemos -a través de mínimas variaciones (mientras se impide llorar)- todo lo que le pasa por la cabeza, creando expresiones tan distintas con transiciones tan naturales que parece que no hace nada.


Susie vacila en un rosario de reacciones, apenas sugeridas, que seguimos con arrobo sin perder una, El estupor, el tormento, la congoja, la acucia del llanto, la voluntad de aguantarse, la ironía, el recuerdo... Por un momento se permite una risa contenida que parece represar las lágrimas, pero luego se relaja, como si le resultaran divertidas aquellas locuras adolescentes, pero aun así le duelen, vaya si le duelen, pero tiene que disciplinarse...


Habría que ser un Proust para escribir varías páginas de prosa espléndida (Ángeles piensa que le daría cuerda para cien) sobre las vibraciones del alma de Susie que se adivinan en esos treinta segundos encantados. El rostro de Lillian Gish deviene así un paisaje sensitivo con mínimas pinceladas -tan cautivadoras como precisas-, un teatro para un silencioso soliloquio. Un campo de batalla de las emociones, apreció Tom Gunning en el rostro de Lillian Gish.


Asistimos a un desnudamiento tan íntimo que no exageró lo más mínimo quien dijo (ay, ¿quién? ¿James Naremore?) que esta escena resulta modélica a la hora de hablar del voyeurismo en el cine: Lillian Gish nos hace sentir que no deberíamos estar viendo algo así, que no tenemos derecho a invadir su intimidad.


Lo diré: el cine se inventó para vivir momentos así, para experimentar emociones así. Lo inventaron Griffith y Lillian Gish. Tiene razón Godard cuando nos dice -de viva voz- en sus Histoire(s) du cinéma...
Hace falta el cine para las palabras que se quedan en la garganta...

True Heart Susie enhebra el drama con el humor en un derroche de gracia. Evocaré apenas aquel momento delicioso cuando Susie acoge en su cama a Bettina, y ya con su rival dormida, ganas le dan de darle un puñetazo: ¿cómo puede ser Bettina tan pendón habiendo conquistado el corazón de un cielo de hombre como Bill? Pero enseguida le apena el estado lamentable -hecha una sopa- en que ha llamado desesperada a la puerta de su casa, y la arropa y cobija. Susie, corazón de oro. Lillian Gish tenía también -sobra decirlo- el don de la comedia. hay que verla contándole sus cuitas  a la vaca.

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Russell Merrit escribe en uno de los textos reunidos en el precioso libro que la Cinemateca Portuguesa dedicó al Señor del Cine, que esa colaboración de Griffith y Lillian Gish era también, a veces, una compleja relación amorosa no resuelta en la que resuenan la de Lewis Carrol y Alice Liddell o la del sultán de las mil y una noches con Sherezade.


Esa pastoral, esa oda a la simplicidad, que Griffith destila en True Heart Susie, casi podría verse como un arte perdido, si no fuera por los años (Marlene) Dietrich de Sternberg, los años (Ingrid) Bergman de Rossellini, los años (Anna) Karina de Godard, o las películas de Cassavetes con Gena Rowlands, que remontan la corriente subterránea del cine -el pasaje de las formas- para llevarnos de vuelta a los años (Lillian) Gish de Griffith. No hay progreso en el cine, sólo hilvanes, lazos, filiaciones. Espejos para las formas.


Danièlle Huillet habló de esa conjugación de realismo y misterio como el arte de Griffith. O si se quiere, del realismo como prueba del misterio, o de lo táctil como evidencia de lo inefable. Porque True Heart Susie decanta una mirada melancólica al paisaje de la infancia a través del velo de la memoria.


Para Susie, la felicidad sólo existió antes, allí, junto al árbol de los deseos donde Bill grabó sus nombres un día, de vuelta de la escuela. En realidad, nunca salieron de aquel paisaje onírico de sus paseos por el campo, por eso el filme los captura prendidos del sueño de una infancia.


True Heart Susie (1919), que figuraba en la lista de las diez películas preferidas de Rohmer (recuerdo que Langlois la incluyó en un ciclo de 30 filmes fundamentales de la historia del cine que le propuso a Bénard da Costa en 1972), no sólo testimonia el arte de Griffith y Lillian Gish, también el arte de su director de fotografía, Billy Bitzer. (Cuando Eisenstein viajó los EEUU intentó encontrar a Bitzer para visitarlo, como había visitado a Griffith en un hotel de Broadway en Nueva York, pero no es que nadie supiera dónde paraba sino que nadie sabía quién era ese tal Bitzer, Eisenstein no podía comprender que lo hubieran olvidado.)


Ahora que lo pienso estas líneas deberían titularse como aquel texto de Truffaut, ¡Viva Lillian Gish!

18/1/14

El Señor del Cine


Griffith en Francia, en 1917. 

Hace casi cincuenta años Orson Welles escribió Me encontré con D. W. Griffith una sola vez..., un texto que uno le leía a los alumnos de la EIS de A Coruña en los dos o tres cursos que impartí (también) Historia del Cine, como prólogo del visionado de algunas de sus películas cardinales, para que no olvidarán quién había sido -y quién era y quién es y quién será- el Señor del Cine:

Me encontré con Griffith una sola vez, y no fue un encuentro feliz. Fue en un cóctel, en una tarde lluviosa, en los últimos días del último de los años treinta. Era la edad de oro de Hollywood, pero para el más grande de los directores había sido una década triste y vacía. El cine, que él había virtualmente inventado, se había convertido en el producto -producto único- de la cuarta industria más grande de América, y, en la cadena sin fin de las mastodónticas fábricas cinematográficas, no había sitio para Griffith. Era un exiliado en su propia ciudad, un profeta sin honores, un artesano sin herramientas, un artista sin trabajo. No me extraña que me odiara. Yo, que nada sabía sobre el cine, había conseguido la mayor libertad jamás otorgada en un contrato de Hollywood. Era el contrato que él se merecía. Yo veía que no era demasiado viejo para eso, y no podía criticarle por sentir que yo era demasiado joven.

Estuvimos de pie bajo uno de esos rosáceos árboles de Navidad y apuramos nuestras bebidas mirándonos como a través de un abismo sin esperanza. Yo le amaba y le veneraba, pero él no necesitaba un discípulo. Necesitaba un trabajo. Nunca he odiado realmente a Hollywood a no ser por el trato que dio a Griffith. Ninguna ciudad, ninguna industria, ninguna profesión ni forma de arte deben tanto a un solo hombre. Todo director que le ha seguido no ha hecho más que eso: seguirle. Hizo el primer primer plano y movió la cámara por primera vez. Pero fue más que un padre fundador y un pionero, pues sus obras perduran con sus innovaciones. Las películas de Griffith están hoy mucho menos viejas de lo que estaban hace un cuarto de siglo, cuando bebimos juntos bajo el árbol rosáceo de Navidad y fracasé tan rotundamente en expresarle lo que significa para mí, para todos nosotros. He vuelto a fracasar ahora. Está más allá del tributo.

Griffith (a la dcha.) con su operador Billy Bitzer
en el rodaje de La dos tormentas (1920).

(Cuando Welles rememora a Griffith hace casi diez años que el Señor del Cine filmó su última película para un estudio de Hollywood, donde tampoco nadie quería ya contratarlo.) Cabe señalar dos encuentros cruciales de Griffith para el devenir de la historia del cine: con el operador Billy Bitzer (el primer gran director de fotografía) y con Lillian Gish. No importa que no sea exacto que Griffith fuera el autor del primer primer plano o el primero en mover la cámara. Tanto da. Welles también tiene razón en eso, porque nada fue igual después de que Griffith moviera la cámara o filmara un primer plano de Lillian Gish.

Lirios rotos (1919)

True Heart Susie (1919)

Way Down East (Las dos tormentas, 1920)

(Sternberg filmando a Marlene Dietrich, Rossellini a Ingrid Bergman, Antonioni a Monica Vitti, Godard a Anna Karina, Cassavetes a Gena Rowlands... herederos de Griffith en el aquel de filmar a Lillian Gish.) El cineasta portugués Pedro Costa recordaba en una conversación con Cyril Neyrat unas palabras de Danièle Huillet: Si uno no es capaz de lograr esa alianza de realismo y misterio [la que Griffith conseguía cuando encuadraba un talud, un poste eléctrico y unas vías debajo], es mejor no dedicarse a hacer ninguna imagen. O dicho de otra manera: para Griffith, el realismo en el cine no tenía que ver tanto con la búsqueda de un reflejo de lo real sino con la tentativa de llevarnos hasta el umbral del misterio, donde el cine acaricia lo invisible. Con la memoria de Welles, las palabras de Danièle Huillet quizá le hayan rendido el más bello tributo al Señor del Cine.

21/1/13

La ecuación del cine


Monroe Stahr, un trasunto de Irving Thalberg encarnado por Robert de Niro -en El último magnate (1976) de Elia Kazan-, le explica a Boxley, un guionista (en la piel de Donald Pleasence) al borde de un ataque de nervios por el sistema de trabajo del estudio, qué es el cine, o mejor, cómo se escribe -y se hace- una película. Ah, la necesidad de contarle a un guionista qué es -de verdad- el cine cifra, si no el sueño, al menos la convicción de tantos productores que en el mundo han sido y son -no todos, pero muchos (buenos y malos)-; convencidos, en el fondo, de que sólo ellos conocen los arcanos del cine -que quieren ver los espectadores- y aun de que ellos mismos debían escribir los guiones, pero -ya se sabe- llevan entre manos asuntos más importantes y no pueden perder el tiempo escribiendo el guión; escribir, lo que se dice la escritura, una palabrita después de otra y así sucesivamente, eso puede hacerlo cualquier guionista. Hombre, por Dios, lástima que no se puedan escribir por telepatía que si no... a buenas horas íban a tratar con guionistas. Pero vayamos con la escena. Transcribo los diálogos que se escuchan en la versión doblada al español, sin diferencias significativas con los de la misma escena de la novela inacabada de Scott Fitzgerald en que se basa la película -con guión de Harold Pinter-, y que según Kazan nunca debió llevarse a la pantalla.


Stahr.- ¿En su despacho hay una estufa que se enciende con una cerilla?
Boxley.- Creo que sí.
Stahr.- Suponga que está en su despacho. Ha estado todo el día peleando con todo el mundo. Está agotado. Éste es usted. Entra una chica. Ella no le ve a usted. Se quita los guantes. Abre su bolso y lo vuelca sobre la mesa. Usted la contempla. Éste es usted. Y mientras ella... Lleva dos monedas de diez centavos, una caja de cerillas y una moneda de cinco centavos. Deja la moneda de cinco sobre la mesa. Vuelve a meter las de diez centavos en su bolso. Coge los guantes. Son negros. Los mete dentro de la estufa, enciende una cerilla. De pronto suena el teléfono... Ella coge el auricular. Escucha. Y dice: "Yo no he tenido un par de guantes negros en mi vida". Cuelga. Se arrodilla junto a la estufa. Enciende otra cerilla. De repente, usted se da cuenta de que hay otro hombre en la habitación, vigilando todos los movimientos de la chica.
(Pausa.) 
Boxley.- ¿Y qué pasa?
Stahr.- No lo sé. Yo sólo estaba haciendo una película.
Boxley.- ¿Para qué eran los cinco centavos?
Stahr.- (Se vuelve hacia Jenny, una colega de Boxley que asiste a la reunión.) Jenny, ¿para qué eran los cinco centavos?
Jenny.- Los cinco centavos eran para el cine.
Boxley.- ¿Para qué me paga usted? No comprendo esa condenada historia.
Stahr.- Sí la comprende. O no hubiera preguntado por los cinco centavos.


La escena -montada en más de cuarenta planos- dura unos tres minutos; menos de cuatro páginas en la edición de bolsillo (en Bruguera-Libro Amigo) de la novela. A diferencia de la obra de Scott Fitgerald, la de Kazan y Pinter recupera hacia el final esta escena, aunque de otra forma: Monroe Stahr se dirige a nosotros, espectadores, y entonces nos muestra retales de esa película que se monta, ésa que en la primera escena Boxley y nosotros imaginamos. No resulta difícil porque Monroe Stahr no sólo cuenta, no sólo representa, crea la película, la pone en escena ante nuestros ojos, ante los de Boxley. Una escena tan breve nos dice muchas cosas bajo el lema "el cine es así" o también  "el cine se hace así", o lo que es lo mismo: "esto es Hollywood"; y por qué no: "esto es el cine americano". En realidad, nos habla del cine facturado en una fábrica -de películas-,  ese modo de producción que gente como Stahr/Thalberg contribuyó a fundar. Pero, veamos, en concreto qué nos dice -qué nos cuenta- Monroe Stahr de ese cine que, en un sentido amplio, podemos llamar clásico.


Para empezar, una película es un cuento, o dicho de otra forma, se disfraza de cuento para enmascarar su producción: aparece ante nuestro ojos como de la nada, como aparecen las imágenes en un sueño. Más aún -y ésta es la lección para Boxley- también se escribe así: el guión, como la taquigrafía de un sueño; imágenes -la chica, el bolso, los guantes (¡negros!), el fuego, la moneda, el teléfono, la mentira, el extraño (el voyeur)-, como un flujo de floraciones del inconsciente que captan nuestra atención, que nos enganchan y despiertan nuestra curiosidad -"¿Y qué pasa?", pregunta Boxley, o sea, ¿cómo sigue?- en busca de una interpretación, del sentido de una historia. Imágenes -con gancho- que parecen emanar con una marca -o carga- visual que sugieren -piden, reclaman- un determinado tipo de plano -un plano detalle (los guantes), un plano medio (encender el fuego), un plano americano (el extraño)- y determinado ángulo de visión que puede privilegiarse de un punto de vista interno -quién ve/quién es visto-, y todo como si fuera la cosa más natural del mundo; en definitiva, como si no fueran la manifestación palpable de una gramática cinematográfica pensada para dirigir la mirada del espectador, para fijar su -nuestra- atención. Escribir -hacer- una película exige crear un espectador y cautivarlo, es decir, convertirlo en un cautivo del cuento, aun antes de que comprenda qué historia se le está contando: el espectador como ser atrapado en el lío en la sábana, como llamaba al cine aquella mujer de Montedidio de Erri De Luca, o el frenesí en la pared del que hablaba Sartre al evocar las primeras películas que había visto; en fin, atrapado por la pantalla.


Pero pronto ni la curiosidad ni la atención serán suficientes, hay que comprometer más profundamente al espectador, hay que implicarlo emocionalmente, tiene que importarle no sólo lo que pasa a continuación sino también a quien le pasa; dicho de otra forma, hay que meter al espectador dentro de la acción, y como no podemos hacerlo físicamente -como Mia Farrow al final de La rosa púrpura del Cairo o sólo podemos en sueños como Buster Keaton en  Sherlock Jr.-, entonces hay que crear un espejo del espectador en la pantalla, un sosias virtual, ése con el que el espectador se identifica. Por dos veces Monroe Stahr le recuerda a Boxley que el protagonista que se está inventando, ese voyeur que observa a la chica de los guantes negros, es él: "Éste es usted". Tanto él como nosotros atrapados en el deseo de mirar, en el deseo de saber, de tal forma que ya no se trata de lo que pase a continuación, ni siquiera de lo que le pase, ahora ya se trata de lo que nos pase: de que la película me pase a mí, de que sea uno quien la viva. La gramática cinematográfica no se conforma con dirigir la mirada y centrar la atención, sino que busca -sobre todas las cosas- manipular las emociones -el miedo y la esperanza- del espectador; eso sí, sin que se note. Quizá por eso -y por ese cine  de las cosas (los guantes, el bolso, las cerillas, las monedas)- la película que se monta Monroe Stahr se parece mucho a una de Hitchcock, y resuena en aquella escena de Terciopelo azul en la que Jeffrey (Kyle MacLachlan) -nuestro espejo en la pantalla, nuestro sosias en el deseo de mirar, de saber: nuestro mirón cómplice-, oculto en un armario, observa a Dorothy Valens (Isabella Rossellini).


Claro que Lynch también bebe -y de qué manera- en el cine de las cosas de Buñuel. Y por ahí se van rompiendo las costuras del relato clásico. El lugar emocionante pero confortable -y, sobre todo, seguro- del espectador clásico se vuelve movedizo o se quiebra, y la mirada cobra visos perturbadores, y la pantalla pierde transparencia: la historia ya no aparece como de la nada, nos deja inermes y al tiempo nos exige, entre otras cosas, que miremos de otra manera, otras cosas, quizá aquéllas que no queremos ver. Los sueños se han transfigurado en pesadillas. Hasta el propio Hitchcock nos despedaza las certezas, nos quita la tierra de debajo de los pies y nos abisma en el Vértigo y en la Psicosis; mira por dónde, películas de mirones.


El cuento ya no es el que era y los espectadores empiezan a no saber qué se quiere de ellos. De pronto nos hemos desviado, ¿hemos perdido el camino del cine? Ya no es el tipo de cuento que contaba Monroe Stahr, ya no es el mismo guión. Ya no es el cine que le gustaba hacer; lo vería como un cine malsano. Claro, es otra historia. Entre otras razones porque es también otra Historia. De eso también habla la escena de El último magnate: de la ocultación de que ese cine no es el cine sino un cine. Y habla de esa ocultación justamente porque no habla de ella, porque la oculta: qué sintomático.


No habla por ejemplo de una piedra angular de ese -modo de hacer- cine. Del centro de gravedad. Del polo magnético. Del (oscuro) objeto de deseo. O sea, de la estrella. De las estrellas. Del star system. La chica de los guantes negros es una presencia que pide ser colmada de sentido. Es un misterio que atrapa nuestra mirada, más allá y más hondo que el enigma de la historia. Ésa es la naturaleza de las estrellas. De alguna forma, la gramática cinematográfica aflora en la tentativa de Griffith -y su cámara Billy Bitzer- por aprehender un efecto de luz sobre el rostro de Lillian Gish -en Lirios rotos, pongamos por caso- que nos iluminará.


Cómo enamorarse de un rostro. Cómo enamorar al espectador con un rostro: de eso iba el star system. De eso empezó a ir el lenguaje cinematográfico. De eso habla Monroe Stahr. De la aparición de una chica con guantes negros. De ella iba el guión. Y ahí es donde falla la puesta en escena de Kazan sobre la puesta en escena del trasunto de Thalberg. Al recuperar la escena y mostrarnos retales de la película que antes sólo imaginamos salta a la vista un error de casting. O mejor, nosotros habíamos elegido un casting distinto. Porque, vamos a ver, Monroe Stahr estaría pensando en alguien como Greta Garbo.


O como Norma Shearer (era la mujer de Thalberg y a la sazón una de las reinas de la MGM).


O ya puestos, concedámonos el capricho, ¿por qué no Gene Tierney?


Quedémonos con Gene Tierney, ella sería esa chica de los guantes negros, del bolso, de las monedas, de las cerillas; no la que Kazan nos pone ante los ojos. Y Boxler, el voyeur, no sería Donald Pleasence precisamente, al que no quisiéramos ver como nuestro espejo (para que eso fuera posible tendrían que pasar unas décadas y que llegara el cine que no le gustaba a Monroe Stahr), ni el extraño que Kazan (o quien fuera) decidió; meros títeres del hacedor encarnado por Robert de Niro y no (oscuros) objetos de deseo, es decir, estrellas. La estrella es una presencia que nos necesita, que pide ser mirada, que suspira por un mirón; es más: está allí, en la pantalla, sólo por y para nuestros ojos. (La gramática cinematográfica se configura apenas para anidar el encanto de esa presencia. La historia -el guión-, un mero vehículo para esa aparición.) Y cuando la chica de los guantes negros -Gene Tierney, dijimos- miente, también está allí para nuestro oídos: una mentira que despierta más preguntas que encontrarán respuesta en la historia que falta por contar y que se contará a continuación. Porque entonces, en aquel tiempo, los espectadores podían aguardar un sentido que los aliviara, tenían la seguridad de encontrar consuelo al desasosiego, respuesta las preguntas, resolución a los enigmas. Nosotros fuimos esos espectadores, aun somos esos espectadores cuando vemos esas películas, sabemos qué esperar de ellas. Era lo que nos prometía el cine -el guión- de Monroe Stahr.


El último magnate no es una gran novela sobre Hollywood, ni siquiera lo hubiera sido de haberla terminado Scott Fitgerald. Tampoco es una gran película, quizá lo único memorable sea la escena que nos ocupa. Para una película sobre Hollywood, The Bad and the Beautiful, que aquí se tituló Cautivos del mal. Para una novela sobre Hollywood, mejor leer El día de la langosta de Nathanael West o ¿Por qué corre Sammy? de Budd Schulberg o de éste mismo El desencantado, que también es una novela sobre un trasunto de Scott Fitzgerald, un novelista acabado, un guionista fracasado, un alcohólico, un hazmerreír de Hollywood. Qué paradójico e irónico que fuera Scott Fitgerald quien escribiera esa escena (seguro que vivió no una sino varias escenas parecidas), quien nos hable tanto -y tan bien y de forma tan precisa como elíptica- del cine clásico, pero también -¿sin querer?, o por no querer- de sus días contados. De hecho Kazan dirige El último magnate como quien levanta un monumento funerario.

Scott Fitzgerald

Boxley es un guionista que casi nunca va al cine, quizá porque le parece una forma de entretenimiento vulgar (no era el caso de Scott Fitzgerald),  y probablemente detesta las servidumbres del oficio, que sólo acepta por el dinero (ésos sí eran los casos de Scott Fitzgerald); Boxley es un escritor y acaso sueña con escribir la gran novela americana (Scott Fitzgerald quizá también, pero ya había escrito El gran Gatsby, que lo era), un sueño común de tantos guionistas en Hollywood. Pero creo que Scott Fitgerald, mientras cobró (cada vez menos) como guionista, quería escribir el mejor guión para la mejor película posible, aunque el sistema de trabajo le resultara penoso y humillante, y llegó a entender aquel mundo y a quienes lo ninguneaban. Sabía mejor que nadie que una película nunca es sólo una película y que el cine puede ser cualquier cosa menos natural. Menos aún ese cine clásico que se hacía para cautivar la mirada de millones de espectadores en cualquier lugar del mundo. Sabía que cada película conjuga tanta incertidumbre, tanta subjetividad, tanto talento, tanta perplejidad, tanto delirio, tanta soberbia, tanto dinero, tantos azares, tantas incógnitas, tantos accidentes... que resulta imposible -o milagroso- resolver la ecuación del cine: la expresión acuñada por el escritor -en palabras de la narradora de El último magnate- para dar cuenta de tanta complejidad oculta tras ese lío en la sábana que parece surgir de la pantalla misma, como en un sueño. (La narradora piensa que la ecuación del cine es tan difícil que sólo cinco o seis personas fueron capaces de resolverla, hombres como Monroe Stahr; pero, claro, eso sólo sucedió en la ficción de la novela.) Scott Fitzgerald también soñaba que otro cine fuera posible, además del que le gustaba a Monroe Stahr. Lo hubo. Lo hay. Lo habrá. Aunque no llegó a verlo. Murió en pleno cine clásico. Ese cine que ya sólo existe en la memoria y que quizá nunca existió o fue sólo una utopía. La inútil tentativa de resolver una ecuación endemoniada.