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11/6/13

Una cuestión de tiempo


Vi por primera vez Touchez pas au grisbi (1954) de Jacques Becker, si no recuerdo mal, cuando se pasó por televisión -como No toquéis la pasta- en el verano de 1986 (una noche candente de agosto en Tui, con las ventanas abiertas, tentando a los murciélagos cabe la iglesia de Santo Domingo). Pasaron casi treinta años sin ponerle los ojos encima.


La volví a ver estas últimas semanas. Una, dos, tres veces. De un tirón, para sentirla, y a cachitos, para saborearla. Una delicia. Sí, también Casque d'or. Y Le trou. Al palabrearlas en la escuela, no me atreví a hilvanarlas con Touchez pas au grisbi; vete a saber por qué desconfié de la memoria, que me recordaba cuánto me había gustado; quizá temí que fuera apenas el fantasma de una bella película, que sólo existía en el recuerdo, o que la presencia de Jeanne Moreau, en un pequeño papel, en una de sus primeras películas, me nublara el entendimiento. Pero ahora ya puedo hilvanar las tres maravillas en un mismo acorde memorable del mejor cine de Jacques Becker (y de nuestra vida).


Casque d'or había sido un fracaso. Sólo la defendieron los cahieristas -Truffaut,  Rivette, Godard...-: otra batalla que les honra. En 1953, Becker lee Touchez pas au grisbi, un polar de Albert Simonin. Cuentan -no la leí- que despliega una fiesta verbal pespuntada con la jerga del hampa parisina que había mamado el autor durante años al volante de un taxi; por lo visto, la  novela incorporaba al final del libro un glosario con el argot de los bajos fondos. Aquella historia melancólica sobre el último gran atraco de un par de ladrones veteranos, ya de retirada, cautivó la mirada del cineasta. Se ha dicho que el libro y la película revolucionaron el noir francés en la novela y el cine.


De la novela no puedo decir nada, pero cabe apuntar que la película es puro Becker, y eso aun cuando, tal como figura en los créditos del guión, Albert Simonin firma también la adaptación (en compañía de Maurice Griffe y del propio cineasta) y los diálogos, eso sí, despojados del argot que deviene, al parecer, una figura de estilo en la novela. Desde el guión, Becker hizo suya la novela, destilándola a través de su mirada. De momento basta señalar que dejó el atraco fuera de la película (ya aconteció cuando empieza la proyección) y se quedó con toda la melancolía de esos dos viejos amigos que ya no están para esos trotes, el mundo (también en los bajos fondos) está cambiando y esa vida empieza a pesarles. Digamos que Becker tuvo la última palabra y, sobre todo, la puesta en escena -y el montaje (con Marguerite Renoir)- para modelar el cine de Touchez pas au grisbi. El cine de Becker.


Un cine que se toma su tiempo para destilar el ocaso de unas vida, hasta el punto de dar la impresión de olvidarse de la trama, de que no pasa nada, o mejor, de que no hay otra trama que el tiempo que pasa. Becker, como los más grandes cineastas, sabía -sabe (hay que decirlo en el presente de sus películas)- que lo que cuenta es el paso del tiempo; o dicho de otra forma: que el paso del tiempo es el único tema. Y sabía también que el cine cuenta con los cuerpos y hay que encarnar el paso del tiempo. Y nadie mejor que Jean Gabin para dar cuerpo al ocaso. Creo que tuvo mucha suerte -qué atentos los dioses lares del cine- cuando el actor al que le ofreció el papel de Max se vio demasiado joven para un papel de viejo, y entonces Becker se atrevió a pensar en Jean Gabin.

Becker con Gabin en el rodaje 
de Touchez pas au grisbi

A aquel actor inmenso no le había ido ni medio bien en Hollywood y en Francia después de la 2ª guerra mundial  iba de capa caída; sólo memorable un pequeño (gran) papel en la historia central de Le plaisir de Max Ophüls. Y entonces llamó a su puerta Becker con un papel que parecía escrito para él. Gabin no había cumplido los cincuenta años pero ya estaba de vuelta, justo lo que desprende Max con su forma de moverse, de mirar, de poner su canción favorita en la jukebox del restorán de siempre. Touchez pas au grisbi resucitó a Gabin. (Y enseguida llegará Renoir con otro regalo, el Henri Danglard de French Cancan. Lo dicho: los dioses lares del cine.)  Sí, nadie como Gabin para dar cuerpo al paso del tiempo y destilar la melancolía conjugando coraje y ternura, audacia y sorna, aplomo y fatalismo; ese hombre lento que aún guarda, si ya no un as en la manga, sí unos cuantos relámpagos.


Para iluminar a Jeanne Moreau, por ejemplo; tenía 25 años, no era su primera película, quizá la segunda o la tercera, pero la descubrió: el de Josy era un pequeño papel, pero cada escena con Gabin alumbraba ya la gran Moreau (que podía con todo).


Quien sí se estrenó como actor en Touchez pas au grisbi fue Lino Ventura -en el papel de Angelo-, ese armario que amuebló de forma convincente el cine polar venidero: cómo olvidar a Davos, aquel gánster tierno (tan cercano a este Max de Gabin) en A todo riesgo (1960) de Claude Sautet, otra película que, como Le trou (las dos basadas en novelas de José Giovanni), tuvo la mala suerte de coincidir en su estreno con À bout de souffle de Godard.  


Touchez pas au grisbi nos habla de unos personajes que reman contra las rompientes del tiempo y tienen muy poco a lo que aferrarse: unas formas (como el propio Becker), unos principios, las viejas lealtades. Deviene así, por encima y por debajo de cualquier otra cuestión argumental, una bella (y verdadera, cómo si no) historia de amor entre hombres -la de Max y Riton (René Dary)-, que la emparenta con aquéllas memorables de Hawks, Sólo los ángeles tienen alas o Río Bravo, pongamos por caso.


Como en la escena del cabaret, donde Max, tras descubrir que Josy, la chica de Riton, se la pega con Angelo, trata de convencer a su amigo de que se vaya a casa, que ya no tienen edad para pasar la noche en esos locales, tomando una copa tras otra, esperando por las chicas y luego, por encima, tener que dormir con ellas; para Max, ya no es sólo trabajo, son horas extras: en fin, filosofía de la vida, todo por no romperle el corazón a su viejo camarada.


O aquella noche, cuando Max abandona la cama de su amante en la oscuridad y enciende un cigarrillo, y la luz de la cerilla le ilumina el rostro, pero en realidad transparenta otro alumbramiento más decisivo, el de la memoria devolviéndole la conciencia de lo que significa Riton para él -todo cuanto han vivido juntos (tanto tiempo)-, cuando el cuerpo le pide dejarlo en la estacada, harto de su amigo y los quebraderos de cabeza que le ocasiona. En momentos así, en el curso de la película, se desprende el amor de Becker por sus criaturas, con la levedad del humor y del sentido del lugar (donde habitan y se mueven), como en el cine de su maestro Renoir, en un París -su París- iluminado en blanco y negro por Pierre Montazel -el director de fotografía con el que ya había colaborado en Antoine et Antoinette (1947)-, tintado por un romanticismo -tan suyo- de tonos crepusculares.  


Si decimos que Becker se toma su tiempo, hablamos de un cine destilado en las formas de mostrarlo, en el aquel de contemplar a Max, una noche, untando el pan con el paté, llenando un vaso de vino, conversando con su  vejo camarada Riton de la retirada que se impone, buscándole un pijama para que pase allí la noche, o al propio Riton cepillándose los dientes y viéndose en el espejo, comprobando hasta qué punto Max tiene razón. No sé dónde leí -quizá en un artículo de Marcos Ordóñez en El País- que José Sacritán le cuenta a María Valverde esta escena en Madrid, 1987 de David Trueba, evocando a Max y Riton como dos viejos cowboys, y sí, tal cual, sólo cabe añadir que en un western de Ford, como Dos cabalgan juntos. Y cuando la película alcanza la temperatura de ebullición en el estallido final, nuestros personajes, Max y Riton, aparecen transfigurados en fantasmas de otro mundo, donde cuajó la lealtad que ahora los reúne en la última revuelta del camino. Una cuestión de tiempo.

Becker (el 2º por la izda.) con Jeanne Moreau y Jean Gabin 
celebrando comienzo de rodaje de Touchez pas au grisbi 
el 7 de octubre de 1953.

Cuando Becker tenía prácticamente lista la película, Truffaut y Rivette se reunieron con él para grabar (en magnetófono) una larga entrevista -de más de tres horas- el 20 de enero de 1954. Con el tiempo devino una práctica habitual, pero entonces aquellos redactores de Cahiers du cinéma inauguraban una forma de trasladar al papel el pensamiento de los cineastas con la libertad de tono de una charla radiofónica. Aquella con Becker fue la primera gran entrevista con un cineasta publicada en Cahiers, doce páginas del nº 32 aparecido en febrero de 1954.


Casi un par de meses después, el 17 de marzo, se estrenó Touchez pas au grisbi. Quizá por primera y última vez una película de Becker consiguió el aplauso unánime de crítica y público.

22/1/12

Cosecha negra



Tenía olvidado a José Giovanni, pero hace unos meses vimos A todo riesgo (1960),

Lino Ventura y Jean-Paul Belmondo en un fotograma 
de A todo riesgo  

una película que parte de un guión basado en un novela suya, dirigida por Claude Sautet; y hace poco más de tres semanas Le trou, de Jacques Becker, sobre la primera novela de Giovanni que participó también en la escritura del guión; ambas películas con la fotografía del gran Ghislain Cloquet. De Giovanni sólo habíamos leído Los rufianes, una novela encontrada  hace por lo menos quince años en una librería de viejo de la calle de la Amargura en A Coruña, donde coseché tantas novelas de Simenon, pero por más que la busqué entre los libros de Tui no hubo forma de dar con ella, así que me quedé con las ganas de releerla.


Ayer, en un (desangelado) mercadillo de los sábados en Tui, donde nunca compré nada pero alguna vez había curioseado con el maestro en uno de esos tenderete con grandes llaves oxidadas, cerraduras de portones o viejas palmatorias, le puse los ojos encima a una docena de novelas de la Serie Negra -dirigida por Ricardo Piglia- de la editorial Tiempo Contemporáneo de Buenos Aires, con cubiertas de Carlos Boccardo, en tapa dura y publicadas en 1970. Aquí está la cosecha:


Así que, el viernes casi me arrepentía de tantos libros mientras los estibaba en cajas para la mudanza y ayer acopiaba otros cinco; bien es verdad que no había en aquella contricción propósito de enmienda; además, cómo iba uno a resistirse a un goodis -a Goodis lo traeré a la escuela otro día- y a los cuatro giovannis, que tenían toda la pinta de estar allí esperándole, cómo ignorarlos, como no remediar aquella orfandad.


José Giovanni se llamaba en realidad José Damiani. De origen corso, nació en París en 1923; tuvo una infancia movida, no era más que un chisgarabís y ya andaba enredado en robos de pequeña monta con una banda de ladrones de tres al cuarto a las órdenes de su padre;  trabajó en diversos oficios -lavaplatos, camarero, minero, guía de montaña...- y colaboró en la Resistencia francesa contra la ocupación nazi. Tras la Liberación, participó en un atraco a una tienda de antigüedades organizado por su tío; hubo cuatro muertos, entre ellos su hermano mayor y su tío, que lo había organizado. José Giovanni fue condenado a muerte y tres días antes de la ejecución le conmutaron la pena por trabajos forzados; participó en alguna tentativa de evasión -novelada en Le trou (que había empezado a escribir en la cárcel)- y a los 33 años consiguió su rehabilitación. A menudo, las contraportadas de sus libros se hacen eco de su pasado criminal.


Hasta dos años después de salir de la cárcel, Giovanni no supo que, en gran medida, le debía a su padre la conmutación de la pena y la reducción de la condena: había conseguido que las víctimas y sus familiares escribieran cartas en las que perdonaban a su hijo. Giovanni siempre había mantenido una relación difícil con su padre, había llegado a despreciarlo y, en realidad, nunca llegó a entenderse con él. Tras la salida de la cárcel en 1956, se traslada a Marsella -el escenario más frecuente de sus obras-, sigue escribiendo novelas y guiones, y en 1966 empieza a dirigir. No pocas de sus novelas nutrieron el cine noir (francés, claro), adaptadas por él mismo o por otros cineastas; pongamos por caso, además de las ya citadas, Hasta el último aliento (1966) de Jean-Pierre Melville, basada en Le deuxiême souffle, que en la edición de Tiempo Contemporáneo titularon El último suspiro, una de los frutos de la cosecha negra del sábado.

 Lino Ventura en un fotograma de Le deuxiéme souffle
Lino Ventura, un tipo duro, sí, 
pero también de una debilidad extremada. 
¿Quién no conoce el lado oscuro de su propia vida? 
Pero nadie se dedica al mal todas las horas del día
comentó Giovanni en una entrevista.

Giovanni murió en 2004. Tres años antes filma su última película, Mon pére (Mi padre), basada en su novela Il avait dans le coeur des jardins introuvables, sobre su experiencia de condenado a muerte y los esfuerzos de su padre por salvarlo. Escribo de lo que he vivido, había dicho más de una vez.

4/1/12

Agujeros



Cuando escribí el nombre de Jacques Becker entre los ayudantes de Renoir en Un día de campo, me saltó a la vista el agujero. Y no uno más (en esta escuela), sino el agujero por excelencia del cine: Le trou. Aquí se tituló La evasión; si no les gustaba el agujero, que no sólo es la traducción literal sino fiel al sentido y a las resonancias metafóricas del título original, también podrían haberlo traducido como el trullo, con reverberaciones genuinamente carcelarias; pero no, prefirieron un título que remite a la trama traicionando su significación profunda, su penetración poética. Fue la última película -el testamento- de Jacques Becker, que murió el 21 de febrero de 1960, un mes antes de que Le trou llegara a los cines.

Jacques Becker, en 1958

Le trou coincidió en la cartelera de París con el estreno de À bout de souffle de Godard -uno de los estandartes de la nouvelle vague- y el público la ignoró; el productor le cortó veinte minutos. pero -¿hace falta decirlo?- no remedió el fracaso comercial. La defendieron cineastas como Godard, Truffaut o Jean-Pierre Melville, que consideraba Le trou como uno de los más bellos filmes del mundo, pero se necesitó tiempo para hacerle justicia a una de las grandes películas, no del cine francés, del Cine, así, con mayúsculas.


Volvimos a verla el primer día del nuevo año. Y quizá nunca habíamos visto el agujero como ahora, o mejor, nunca habíamos visto tantos agujeros en Le trou; agujeros de esos que sólo un poeta puede llenar. Y Becker los colmó de cine. Tenía razón Godard, cuando citaba El testamento de Orfeo de Cocteau en un texto de homenaje al director de Le trou, publicado en Cahiers du cinéma (abril de 1960): los poetas sólo fingen morir. Tampoco Jean Renoir podía hacerse a la idea de que estuviera muerto cuando lo evoca en sus memorias: Jacques Becker, hermano mío, hijo mío, no puedo aceptar que te estés pudriendo en una tumba, prefiero creer que me esperas en un rincón del otro mundo dispuesto a rodar otra película conmigo. Renoir fue el primero en vislumbrar que Becker era un poeta.

Jacques Becker, a la izda., como el poeta
-un pequeño papel en Boudu salvado de las aguas (1932) 
de Jean Renoir- , con Michel Simon en el papel de Boudu    

Becker era muy joven cuando Paul Cézanne, el hijo del pintor, se lo presentó a su amigo Jean Renoir. Enseguida descubrieron que compartían la pasión por el cine, por películas como Avaricia de Stroheim,  y por el jazz y Duke Ellington, y acabaron siendo íntimos amigos. Y Becker se convirtió en el ayudante de dirección de Renoir en la mayoría de sus películas de los años 30, desde La nuit du carrefour (1932) hasta La Marsellesa (1938) pasando por Los bajos fondos (1936) o La gran ilusión (1937). En Mi vida, mis films, Renoir recuerda que Jacques amaba a la humanidad, y no con un amor teórico y general, sino de forma directa, individualmente. Y creo que, si no bastaran sus doce largometrajes anteriores -pongamos por caso joyas como Casque d'or (París, bajos fondos, 1952)-, ahí está Le trou, la prueba suprema.


No nos importa qué hicieron estos reclusos de La Santé, por qué están presos Roland, Geo, Manu, Monseñor y Gaspard. Da igual lo que hayan hecho, estamos con ellos, son hombres, uno a uno, nuestros semejantes. Justo desde el momento en que la película nos reúne con ellos en la misma celda, sentimos su peripecia como propia y poco nos falta para cruzar la pantalla, y picar y martillar y limar también nosotros para echar cuantas manos hagan falta en la fuga. De hecho, ayudamos cuanto podemos desde este lado, a golpes de corazón, latiendo con ellos al unísono, a golpes en el agujero.


Hace unos años apunté en un cuaderno lo que Becker había dicho en una entrevista: Los temas no me interesan. Nunca he querido hacer un tratamiento de un tema. La historia -el cuento, la anécdota- me importa un poco más, pero tampoco me apasiona. Sólo los personajes de mis historias, que acabarán siendo mis personajes, me obsesionan de verdad, hasta el punto de pensar en ellos constantemente. Palabras que su maestro Renoir suscribiría una a una como propias, un cineasta que se veía como un passeur, un barquero de lo humano entre la pantalla y el espectador, para quien solo valía la pena hacer una película si algo humano llegaba al público.


Si queremos entrar en la celda con ellos es porque enseguida nos sentimos sus prójimos, compartimos la fibra humana de esos personajes. Y Le trou es, sobre todo, un agujero lleno de humanidad. Una humanidad, por así decir, sin aditivos dramatúrgicos: no sabemos nada de su pasado -apenas de Gaspard (¿pero realmente sabemos algo de Gaspard a ciencia cierta?)- ni de su futuro, ni qué fue ni qué va ser de ellos: dos grandes agujeros en el agujero. Sólo sabemos que les caerán como mínimo diez años de condena y quieren fugarse. Y la fuga los anuda en un objetivo común, mientras la cámara teje con panorámicas rotundas de un preso a otro las tramas de miradas y ademanes, al tiempo que se refuerza la solidaridad de reclusos y se extreman los afectos.


Los afectos a flor de piel. Y aun los amores de Roland y Geo, de Manu y Gaspard, que se destilan de forma no verbal, a través de las miradas y de las actitudes, salvo en el momento en que Gaspard le confiesa a Manu que nunca ha vivido nada igual, que aquellos días en compañía de los camaradas de fuga le han cambiado la vida; una confidencia que despeja nuestras dudas respecto a un personaje del que desconfiábamos, un vuelco íntimo de nuestra mirada que la película exprimirá con gran rendimiento. Le trou desprende un homoerotismo que trae a la memoria aquellas historias de amor entre hombres -Sólo los ángeles tienen alas, Río de sangre, Río Bravo o Eldorado- de Hawks; un homoerotismo que en el filme de Becker resulta más notorio, porque sólo hay una escena con una chica -la hermana pequeña de la mujer de Gaspard (que también es su amante)  durante una visita carcelaria (qué diálogos tan golosos, cocinados con la medida justa de lujuria, freno, urgencia, economía verbal y humor)-, y aún más táctil por la propia reclusión en la celda, por la proximidad de los cuerpos y por la intensidad física del trabajo que la fuga exige. Y aquí hemos llegado al centro de gravedad de la película, al corazón de la historia, al plan rector de la estrategia fílmica de Becker: reduce a la mínima expresión los mecanismos de suspense, que remite esencialmente a dar por descontada la pregunta dramática -¿conseguirán fugarse o fracasará la fuga-, y pone toda la carne en el asador a propósito del trabajo manual de la fuga: martillar, picar, limar... Becker no quiere ahorrarnos un solo golpe porque cada golpe cuenta a la hora de hacer el agujero.

 
Por eso encuadra el plano detalle del trozo de piso de la celda a excavar y, sin cortes, asistimos a los golpes en el cemento con un barrote de la cama que hace las veces de martillo, un golpe y otro y otro y otro para vencer la resistencia del material, y la cámara se mueve ágil en diagonal hacia la derecha para recoger el relevo de cada uno de los presos y vuelve rápido al trabajo, hasta que culmina el agujero de la celda, el primer agujero de la fuga. Después de este plano sabemos lo que cuesta el agujero. vaya si lo sabemos, nosotros mismos hemos empujado, hemos dado relevos, hemos martillado. También nosotros estamos cansados. Hemos trabajado lo nuestro. La fuga también es ya cosa nuestra. Nosotros vivimos ya en el agujero.


Pero el proceso de hacer el agujero nos ha cautivado por la precisión de los gestos y del manejo de las herramientas, el virtuosismo de los cuerpos y de las manos en el trabajo. Y si un hombre se parece a lo que mira, o mejor, se parece a su mirada, podemos concluir que Becker era un perfeccionista indesmayable -y eso que ya estaba muy enfermo durante el rodaje de Le trou- en el aquel de registrar la artesanía de la fuga, que deviene artesanía del cine (otra correspondencia con Renoir) al filmar la faena de los presos con la misma precisión y devoción por los detalles con que ellos hacen el agujero: el trabajo de la fuga deviene una metonimia del trabajo de dirección.


Hasta el punto es así que el tratamiento del tiempo cambia cuando los presos consiguen armar un reloj de arena que les permite controlar los periodos de trabajo en función de las rondas de los funcionarios. Entonces, también Becker empieza a hacer un uso más intenso de las elipsis: como si sólo se permitiera manipular el tiempo cuando los presos disponen de un instrumento para medirlo. De igual manera, sólo podemos ver más allá de la celda cuando los presos fabrican un espejo con un cepillo de dientes para atravesar la mirilla y vigilar a los vigilantes de la galería, un periscopio que le permite a Becker romper con el naturalismo de la visión que rige la puesta en escena.



Y ya que hablamos de la visión no podemos sino dejar constancia de nuestra rendida admiración al trabajo de iluminación del gran Ghislain Cloquet -el director de fotografía de obras sublimes como Au azar Balthazar  o Mouchette de Bresson- y de su operador de cámara Jean Chibaut. Cómo no maravillarse con esa escena con Roland y su compañero explorando el subsuelo de la prisión, caminando galería adelante con una candela armada a partir de un tintero y, a medida que se alejan de nosotros, vemos cómo los engulle el agujero negro de la oscuridad, como un negro presagio.



Becker nos confina en el agujero y nos somete al trabajo de la fuga. En Le trou, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento sólo tiene un fin: la libertad. El cineasta es muy tacaño con los demás rituales carcelarios, pero cuando los muestra, resultan tan depurados, tan exactos, tan definidos que resultan momentos inolvidables, como la escena del examen de los paquetes que reciben los presos: qué odioso ver cómo el funcionario corta -siempre con el mismo cuchillo- los embutidos, trocea el jabón, la mantequilla (y conviene señalar que el maniqueísmo brilla por su ausencia en la película; no hay funcionarios "malos" en la película, sólo funcionarios, cumpliendo con su trabajo).


Y sólo por un momento nos es dado contemplar el exterior de la prisión, cuando Manu y Gaspard terminan el segundo agujero y comprueban que pueden salir a la calle por una alcantarilla: el único plano que se abre más allá del agujero. Un plano que incrementa la urgencia -la ansiedad y la aprehensión- cuando ven pasar un taxi, como si el aire de la calle, de la libertad, convirtiera el tiempo en una carga insoportable, porque deben volver a la celda para huir juntos, con los demás compañeros, unas horas después.


La atmósfera claustrofóbica, asfixiante, contribuye a incrementar las dosis necesarias de suspense, ya que Becker renuncia -desde el guión- a otros giros de la trama salvo dos o tres momentos puntuales, como al ocultarse de los funcionarios de ronda por el subsuelo (qué detalle magnífico ahorrar exposición poniéndose un preso sobre los hombros de su compañero).


O cuando se produce el desprendimiento en el túnel del alcantarillado.


Pero hay algo más. El fuera de campo se activa a través del tratamiento sonoro. El cineasta había decidido que no habría música en la película salvo en los créditos finales. La trama de sonidos -los ruidos del trabajo de la fuga, cerraduras, pasos de los funcionarios, puertas...- y los agujeros de silencio crean una textura que se enhebra con los tiempos muertos -de esperas tan vivas- y permiten mirar lo que no podemos ver -el universo carcelario más allá de la celda-; aun más, el agujero resulta tan asfixiante gracias al hervidero de sonidos. Cuenta Godard que, unas semanas después del rodaje, Becker recibió una llamada del estudio para avisarle de que las mezclas de sonido estaban listas, y unas horas después murió, como si esperara la confirmación del trabajo hecho para poder irse tranquilo. Parece ser que sólo dejó pendiente decidir la música que debía acompañar los créditos finales, y fue su hijo Jean, también cineasta, quien eligió la pieza de piano -Melodía en la menor- de Arthur Rubinstein.

  
El agujero deviene así una metáfora del trabajo de Jacques Becker: como un entomólogo del cine, reduce al mínimo el campo de exploración para poder entregarse con minuciosidad y primor a sus preciosos detalles, incansable en su aquel de mirar. Todo lo demás le estorbaba. Es tal la austeridad del relato, amojonado por tan concretos pormenores, que la fuga cobra visos casi abstractos -como un viaje interior- y el anhelo de libertad una dimensión cósmica. En ese sentido, no es de extrañar que encontremos en Le trou -más en planos vacíos que en el estilo (y más allá de compartir una trama de fuga)- reverberaciones de Un condenado a muerte se ha escapado, de Bresson. La fidelidad en los detalles, la humildad en la ejecución y el cuidado de las formas revelan que sólo una auténtica pasión por lo verdadero empujaba a un cineasta que ya estaba en las últimas. Le trou desprende tanta verdad en cada plano que cualquier otra película de evasión parece sólo una película.

José Giovanni

Becker había descubierto, recién publicada en 1957, una novela titulada Le trou. Su autor era José Giovanni y se había inspirado en su propia experiencia carcelaria: condenado a muerte, le conmutaron la pena por trabajos forzados. Ya en libertad, se convirtió en autor de novela negra, guionista (con Sautet o Melville) y cineasta. Todo un tipo. Becker se hizo con los derechos de Le trou y escribió un tratamiento con  Jean Aurel y el propio Giovanni. Fue el primer trabajo de guionista del ex-recluso, que también colaboró con el cineasta en los diálogos y ejerció de asesor en el rodaje. Becker mezcló actores profesionales y no profesionales para encarnar a sus personajes principales: Roland fue encarnado por Jean Keraudy, implicado en la tentativa de fuga con José Giovanni, y que al principio de Le trou se dirige a cámara para asegurarnos que su amigo Jacques Becker rodó esta película sobre su fuga de la cárcel de La Santé a finales de los cuarenta. Roland/Keraudy es un hombre de pocas palabras pero pesa en ellas la vida entera, por eso al escuchar sus dos últimas palabras al final de la película -"Pobre Gaspard"- no podemos resistirnos a repetirlas como una letanía, porque en la mirada que acompaña esa réplica justa, lacónica y elocuente se cifra la moral destilada por la película. Porque Le trou es, sobre todo, un viaje al corazón de la conciencia. Para Bénard da Costa era uno de los filmes más bellos de su vida.

  
No podría imaginarse una mejor despedida para un cineasta: Jacques Becker se rodeó de los mejores cómplices y cavó el agujero con el mejor cine.

En el centro, Jacques Becker y a la dcha., Jean Keraudy, 
en el rodaje de Le trou

Y se fugó. Porque los poetas sólo fingen morir.