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20/3/16

Un western ejemplar (de Budd Boetticher)


Hace ocho años o así nuestro hijo llamó desde Barcelona, había bajado al Bar O Burato ("el agujero"), en el Carrer del Tigre -donde vivía-, a comprar tabaco. Unos cuantos viejos con una copa de hierbas delante atendían a la televisión. Pensó que veían un partido de fútbol. Qué va. Tenían la mirada embebida en un western con Randolph Scott, Estación Comanche. La generación (gallega) de nuestro hijo había descubierto a Budd Boetticher en TVG, una temporada que programaban una del oeste cada sábado por la tarde. Creo que los de mi generación lo descubrimos cuando pasaron algunos de sus westerns en TVE en los 70 o a principios de los 80. Recuerdo la viva impresión que me dejaron Los cautivos (The Tall T, 1957), Cabalgar en solitario o Cabalgando en el desierto (de las dos maneras se tituló aquí Ride Lonesome, 1959) y Estación comanche (1960), películas del ciclo de colaboraciones del cineasta con el guionista Burt Kennedy y el actor Randolph Scott.

Cartel italiano de 7 Men from Now
obra de Luigi Martinati.

Recuerdo también cuánto sentí no poder ir a Madrid en noviembre del 82 cuando programaron en la Filmoteca Española (en colaboración con la Cinemateca Portuguesa) una retrospectiva de Boetticher que incluía 7 Men from Now (1956), la primera de las películas de ese ciclo ya mítico (debió ser la primera -¿y última?- vez que se proyectó aquí), justo la que más quería ver desde que había leído la crítica de André Bazin en ¿Qué es el cine?, una reseña titulada Un western ejemplar (publicada en el número de agosto-septiembre de 1957 de Cahiers du cinéma), donde la ponía por las nubes...
He aquí, en efecto, el western más inteligente que conozco pero también el menos intelectual, el más refinado y el menos esteticista, el más simple y el más bello al mismo tiempo.
Y eso dicho por un crítico (uno de los grandes, uno de los esenciales) que admiraba westerns como Colorado Jim, de Anthony Mann o Centauros del desierto, de John Ford. Pasaron muchos años hasta que pude ponerle los ojos encima. Y quizá porque se hizo desear tanto, ahora me gusta más que ninguna de Boetticher, que ya es decir.


7 Men from Now -titulada aquí Tras la pista de los asesinos, en una edición en dvd que no le hace justicia (¿por qué no "Siete tipos desde ahora"?)- era una película tan difícil de ver que casi cuarenta años después de su estreno Boetticher la daba por desaparecida. Pero en 2000 la UCLA estrenó una copia restaurada en una proyección a la que asistió el cineasta. Y unos días después los mil espectadores que llenaban el Lincoln Center ovacionaban puestos en pie a Boetticher tras el pase de 7 Men from Now con honores de estreno en el Festival de Cine de Nueva York. El cineasta murió al año siguiente. (Sí, alguna que otra vez los veleidosos dioses lares del cine lo bordan.) Con un final tan feliz para un western ejemplar, vale la pena contar cómo empezó todo.


Todo empezó en 1955, el año que nací. Por un guión. Burt Kennedy había escrito para la radio y quería trabajar en el cine. Llevaba un tiempo rondando las oficinas de Batjac, la productora de John Wayne, y un día lo metieron en un cuarto con el rótulo de su nombre en la puerta y le pusieron en las manos un bloc de notas y un lápiz. Seis semanas después había escrito 7 Men from Now. Pero no despertó interés en John Wayne ni en sus colaboradores, así que aquel guión estaba destinado a coger polvo en alguna estantería. Hasta que lo leyó Robert Mitchum, le gustó y le ofreció 110.000 dólares. En cuanto se enteró de la oferta, John Wayne volvió a leerlo y esta vez le encantó. Pero quería otra opinión; llamó a Budd Boetticher, que ultimaba el rodaje de The Killer Is Loose (1956), un noir de rebosante sobriedad, y le pidió que se pasara por el set de Centauros del desierto. (Wayne le había producido El torero y la dama (1951) y se fiaba de su criterio, y el director le estaba agradecido.) En cuanto llegó, Wayne le pidió que leyera el guión de Burt Kennedy. No tardó ni una hora en volver: Boetticher sólo había leído las primeras 35 páginas, pero suficientes para saber que era genial y estaba deseando conocer al guionista. Wayne sonrió y señaló a un tipo sentado allí al lado. Boetticher evocó años después que así comenzó una colaboración feliz y que había sido lo mejor que John Wayne hizo nunca por él. A Burt Kennedy le pagaron 1500 dólares por el guión (por los siguientes cobraría más pero nunca escribiría nada mejor).


A Wayne le habría gustado encarnar al protagonista de 7 Men from Now pero estaba comprometido con el filme de Ford y les preguntó al guionista y al director a quién veían para el papel. Uno y otro respondieron a la gallega. ¿Quién te gustaría que  hiciera el papel, Duke? Wayne no lo pensó mucho: Usemos a Randolph Scott. Está acabado. O sea, no le iba a hacer sombra por muy bien que lo hiciera. Y ellos: ¡Estupendo, gran idea! Y realmente estaban convencidos de lo que decían. Así comenzó uno de los ciclos de culto del western, donde colaboraron Budd Boetticher, Burt Kennedy y Randolph Scott, a los citados cabe añadir Buchanan cabalga de nuevo (1958), aunque el guionista no figura acreditado (cada western concentrado en unos esenciales 78' como máximo).


La elección de la actriz protagonista fue cosa de Wayne, quería ayudar a Gail Russell, amiga suya desde el rodaje de El ángel y el pistolero (1947), que llevaba cinco años sin ponerse ante las cámaras (empezó en el cine con 16 años, no llevó bien convertirse en una estrella prematura -la vendían como la Heddy Lamarr de la playa de Santa Mónica-, empezó a sentir pánico cada vez que debía ponerse delante de una cámara e intentó remediarlo bebiendo, hasta volverse una alcohólica).

Apenas ocho años separan estos dos fotogramas 
-de El ángel y el pistolero,  y de 7 Men from Now
pero el tiempo hirió a Gail Russell 
con algo más que las hojas del calendario.

Tenía 31 años cuando encarnó a la valiente Annie Greer en 7 Men from Now y Boetticher cuidó mucho de que no bebiera durante el rodaje. (Gail Russell murió en agosto de 1961. Tiene su columna de gloria en el catálogo de desgracias, mala estrella y ángeles caídos que desgrana Kenneth Anger en Hollywood Babilonia.)


Según Boetticher la idea de darle el papel de antagonista a Lee Marvin se le ocurrió a Burt Kennedy. Y sobra decir que fue una gran idea. Da gusto verlo electrizar cada escena en la que aparece, irradiando amenaza con su sola presencia; verlo practicar desenfundando preparándose para el clímax, verlo mirar con lujuria ardiente a Gail Russell cada vez que se le pone a tiro, tensar el hilo que ata su destino al de Randolph Scott (por no hablar de la coquetería de su pañuelo verde esmeralda).


Y con ser el villano de la historia desprende un encanto perturbador (uno de esos malos que tienen sus razones y conectan con nosotros, porque son queridos por el cineasta que los filma, uno de los rasgos que caracterizan estos westerns de Boetticher, basta recordar también, porgamos por caso, a Richard Boone en The Tall T).


7 Men from Now -iluminada por William H. Clothier (el director de fotografía de Misión de audaces o El hombre que mató a Liberty Valance, de Ford, Track of the Cat, de Wellman, y Una trompeta lejana, de Walsh, por ejemplo)- se rodó en las formaciones rocosas de Lone Pine y alrededores, en California, el Monument Valley de Boetticher (uno de los grandes paisajistas del cine americano) en los últimos meses de 1955. (En las mismas localizaciones de Lone Pine, William A. Wellman había rodado Cielo amarillo, estrenada en 1948; y Raoul Walsh, algunas escenas de Along the Great Divide -aquí, Camino de la horca-, tres años más tarde.)


Me gusta pensar que cuando yo nací, Boetticher rodaba alguna de las escenas que tanto me gustan, como la del tendal. ¡Ah, los tendales!

Randloph Scott ayuda a Gail Russell a tender la ropa. 
Ella se lo agradece: La mayoría de los hombres 
no hacen tareas de mujeres. No les culpo. Tienen razón 
cuando dicen que nuestro trabajo no termina nunca.

Boetticher dijo siempre que su escena favorita de cuantas rodó (en toda su carrera) fue aquella con Randolph Scott, Gail Russell, Lee Marvin y Walter Reed (el marido de la protagonista) dentro el carromato una noche que llueve a cántaros.


Para el director era una escena de sexo sin necesidad de tocarse. Una escena cargada de tensión sexual (además del marido, hay una corriente amorosa entre Randolph Scott y Gail Russell que recorre la película) gracias al subtexto de los estupendos diálogos de Burt Kennedy y a la puesta en escena que articula mediante la disposición de los personajes tres triángulos con un vértice común en la mujer -encrucijada de las líneas de fuerza de los planos-, donde Lee Marvin le hace el amor a Gail Russell a base de palabras, una escena que conjuga con maestría erotismo, desafío y humor.


(Podemos ver una escena afín, más sencilla pero no menos tensa, en Estación Comanche, una película con la que 7 Men from Now guarda correspondencias -como con Ride Lonesome- de estructura, motivos y localizaciones, anudando el final de un ciclo con el filme inicial.) Pero es que además la secuencia nocturna se abrocha con una escena breve, delicada y llena de gracia cuando Gail Russell se acuesta en el carromato y Randolph Scott debajo, tan dolorosamente cerca, y la puesta en escena nos los acerca aun más, como si se acostaran juntos, hasta que se dan las buenas noches y cada uno sopla para apagar la llama de los candiles, y los envuelve la oscuridad. Y un fundido a negro.


Claro que Boetticher le extrae al carromato tanto rendimiento escénico -y tanto jugo dramático-, mediante ecos, rimas y correspondencias, como pocas veces se haya visto: no se puede contar más (y resulta prodigioso que se pueda contar tanto) con un elemento tan trillado en el western. Y un carromato cobra visos de personaje...


Si alguien se pregunta en qué consiste la puesta en escena, la respuesta puede ser: mira bien cuánto cuenta el carromato de 7 Men from Now, desde la primera escena en que aparece (hasta se diría que por su culpa se enhebran los destinos de Randolph Scott y Gail Russell) hasta la última, propiciando significados, despertando imágenes (cobijo, trampa, umbral...), potenciando tensiones, creando un marco -un centro de gravedad- para la mirada, anudando corrientes íntimas...


No puede extrañarnos entonces que 7 Men from Now nos cautive desde la apertura misma. Noche en el desierto. Llueve. Van pasando los créditos. Tras el Directed by Budd Boetticher, la cámara inicia un ligero travelling hacia delante hasta que entra en campo Randolph Scott (una figura que se repite a los largo de la película también a la inversa, como podéis comprobar en dos fotogramas que ilustran el peñascal tan querido por el cineasta: la cámara retrocede y recoge en campo a un personaje).
    

En un abrigo rocoso, un par de tipos lo reciben con desconfianza. No le niegan una taza de café:

-Debe haber cabalgado lo suyo.
-Caminé.
-¿No tiene caballo?
-Tenía. (Randolph Scott bebe un sorbo de café.) Los chiricahuas me asaltaron. A unas diez millas de aquí.
-¿Se lo robaron?
-Se lo comieron.


Un inciso. Y un salto adelante. También los (buenos) diálogos crean ecos. En un encuentro con una patrulla de la caballería, una breve conversación de Randolph Scott con el teniente al mando sobre la amenaza de los chiricahuas explota la experiencia que ya conocemos de la primera secuencia y profundiza nuestro conocimiento sobre el protagonista, que acota el riesgo en sus justos términos:

-No deben quedar más de cincuenta en todo el territorio.
-Según nuestros exploradores hay más de cien.
-¿Eso contando a las mujeres y los niños, teniente?
-Creo que no piensa que los indios sean peligrosos.
-Son peores que eso. Están hambrientos. Y no hay nada tan mortífero como un chiricahua hambriento.
-Entonces estamos de acuerdo.
-¿Ah, sí?

Volvemos a la secuencia inicial. Hablan de un asesinato cometido en Silver Springs. Uno de los tipos le pregunta a Randolph Scott si cogieron a alguno de los asesinos. Los mira y, lacónico, dice que a dos. Los tipos se disponen a desenfundar. Corte. Dos caballos en la noche bajo la lluvia. Escuchamos disparos. Fundido a negro. Desierto, día. Nuestro protagonista monta un caballo y lleva al otro de las riendas. Ya sólo quedan cinco a partir de aquí.


¿Hace falta decir más? Sí, 7 Men from Now es un western ejemplar de cabo a rabo.

5/4/15

La octava mujer


Siete mujeres fue la última película de Ford y la última suya que llegué a ver, a los catorce o quince años, en el cine Yut. Al cineasta le gustaba el título con su numeral, 7 Women, como en 3 Bad Men (1926) o en 3 Goodfathers (1948).


Aplacé escribir sobre ella en no menos de tres ocasiones. Pero el amigo Diomedes Díaz apareció por casa esta semana para hablar de Anne Bancroft. No voy a negar que el pretexto venía a cuento: con estar estupenda en Nightfall, el gran papel de Anne Bancroft, donde está realmente espléndida es como la doctora Cartwright en Siete mujeres. ¿Iba uno a tener el cuajo de quedarse sin palabrear el gran papel de Anne Bancroft, el más bello personaje de Ford y quién sabe si en su filme más bello? Y además se trata del testamento (chino) del maestro. Sin decir palabra, Ángeles animaba al amigo Diomedes Díaz con un aquel de "a ver si a ti te hace caso". Y se ponen a mimar aquella réplica espléndida de Anne Bancroft al poco de hacer acto de presencia en la película:


Total que volvimos a ver Siete mujeres que tanto nos gusta, eso sí en un dvd -el único disponible- que no le hace justicia; no hay una edición decente de la película en soporte digital, y lo que es peor, no se vislumbra la posibilidad de que la haya en un futuro, así que ya no tiene sentido aplazar una vez más el abordaje de una obra que la incuria de la industria (y el mercado) nos privan de disfrutar en las mejores condiciones. O sea, en realidad no volvimos a ver Siete mujeres, volvimos a recordarla. Porque no he vuelto a ver Siete mujeres en un cine desde la primera vez en el cine Yut. Las bellas imágenes iluminadas por Joseph LaShelle que guardo en la memoria. Desde hace como cuarenta y cinco años.


La verdad es que el testamento chino de Ford ya se estrenó con mal pie aquel enero de 1966 en Los Ángeles. Todo fue de mal en peor. En EEUU fue un fracaso de crítica (salvo contadas excepciones) y de público. Basta un dato: la vendieron como un thriller de segunda y después de rular por el país cuatro meses, se estrenó en Nueva York en un cine de mala muerte de la calle 42, como relleno de un programa doble cuya película estelar era The Money Trap (1965) de Burt Kennedy. En una entrevista publicada en Cahiers de cinéma en octubre de 1966, las palabras de Ford destilan amargura:
Creo que es una de mis mejores películas, pero al público no le gustó. No era la película que querían.
(Tag Gallagher, uno de los conspicuos paladines de Siete mujeres, sintió la necesidad de consolar al cineasta y le escribió una carta para decirle cuánto le había gustado.)


Había llegado el final. Críticos -y aun biógrafos del cineasta- vieron Siete mujeres como una aberración y, desde luego, como la confirmación de una chochez que ya habían diagnosticado cuatro años antes en El hombre que mató a Liberty Valance (eran la mar de despìertos). De nada valió el reconocimiento de la crítica inglesa o francesa, y la relativa acogida del público en Europa. Ford se despidió del cine con Siete mujeres. Una de ellas, la fordiana Anna Lee, cree que el director sabía que era su última película; por lo visto, se mostró especialmente amable durante el rodaje. Pero no se resignó: para quien dirigir era como una adicción a las drogas, sólo se apañó con el mono como pudo (más bien mal).


Ya llego, ya llego (ya escucho la voz del amigo Diomedes Díaz: van tres párrafos sin Anne Bancroft; sobra decir que es una de sus debilidades). El caso es que Anne Bancroft entró en Siete mujeres por accidente. Ford había pensado en Ingrid Bergman para el papel de la doctora Cartwright -la octava mujer-, pero no estaba disponible. Luego se apasionó con la idea de rodar con Maggie Smith, pero el productor opinaba que una actriz inglesa no resultaría creíble y lo convenció para darle el papel a Patricia Neal (que tanto me gusta). Y empezó el rodaje; Ford tenía 70 años. A la semana, la actriz sufrió un derrame cerebral. Sólo entonces contrataron a Anne Bancroft. (Patricia Neal iba a cobrar 125.000 dólares, Anne Bancroft sólo cobró 50.000; Sue Lyon, una de las siete mujeres, se llevó 150.000, los réditos de haber sido la Lolita de Kubrick, estrenada en 1962.)


Ha pasado mucho tiempo, claro, pero resulta difícil entender, no las críticas negativas, sino la percepción de Siete mujeres como una aberración en la obra de Ford, la ceguera ante el universo fordiano desplegado en el testamento chino. Digámoslo así, no es una película muy distinta a Fort Apache, pongamos por caso; es más, no cuesta percibir que Ágata Andrews/Margareth Leighton, la líder de la comunidad de la misión perdida en la frontera china con Mongolia a mediados de los años 30 (del siglo pasado), deviene un personaje emparentado con el coronel Thursday/Henry Fonda, o con la madre obcecada de Peregrinos. (Ford le había ofrecido -debía escribir ofrendado- el papel de la señorita Andrews  a Katherine Hepburn -quizá el gran amor de su vida-, la actriz lo rechazó; me quedo corto si digo que a Ford le dolió.)


Y qué decir de la doctora Cartwright, un personaje fordiano en cuerpo y alma, que viene -sin ir más lejos- de la Joanne Dru de Wagon Master y de la Ava Gardner de Mogambo, pero también de John Wayne, del capitán York de Fort Apache, del Tom Doniphon de El hombre que mató a Liberty Valance y sobre todo del Ethan Edwards de Centauros del desierto. Anne Bancroft recordaba que, durante el rodaje, Ford solía llamarla Duque (como a Wayne),
Yo, por mi parte, intentaba ser John Wayne.   
Y lo bordó. En las películas de Ford -que no detesta la religión sino la beatería- son los pecadores, los extraños, los que vienen de fuera, los hombres de frontera, quienes sacan las castañas del fuego a las comunidades dominadas por los puritanos o los fanáticos y acaban excluidos, outsiders como la doctora Cartwright. Una extraña entre las siete mujeres. La excluida del título. La octava mujer.


Tampoco puede extrañarnos la galería de personajes femeninos, esas siete mujeres. No hubo mujeres florero en el cine de Ford. Basta recordar las que encarnó -la fordiana mayor- Maureen O´Hara. Las siete mujeres -aun habiendo una jerarquía dramática entre ellas- todas tienen sus vueltas. Y cómo disfruta Ford llevándonos a matizar el retrato íntimo de los personajes, siempre humanos, demasiado humanos, en el curso del tiempo (de la película, y aun mucho después). Esa Ágata Andrews -la antagonista (por excelencia) de la doctora Cartwright-, apasionada, inteligente, autoritaria, reprimida, enamorada, manipuladora, vulnerable... Cómo nos gana en la primera escena con ese maravilloso detalle de la bolsa de las mandarinas...


Y esa escena nocturna -inadjetivable (en palabras de Bénard da Costa)- con las dos mujeres bajo el árbol, cuando Ágata Andrews -angustiada por su querida Emma/Sue Lyon enferma de cólera- le confiesa a la doctora Cartwright -atea, que ya lo ha visto todo- que Dios no es suficiente para colmar el vacío, y encuentra en ella el único cobijo a su íntimo -y radical- desvalimiento, justamente en la mujer con quien rivaliza en la admiración de la yacente Emma. Dos mujeres solitarias peregrinando -algo así apunta Tag Gallagher (si no recuerdo mal)- en busca de la intimidad con otra alma en la noche oscura de una frontera perdida.


En un visto y no visto, Ford nos hace transitar de lo palpable y doméstico a lo invisible y misterioso, conjugando la hondura de cada gesto con la mirada, el silencio y la pausa. El arte de la pausa. Ese momento en el umbral del cuarto de Emma, cuando la cámara le concede unos instante a la señorita Andrews que la contempla en silencio con trémulo y arrobado fervor. Así, cada gesto se nos prende en la memoria para que resuene en otro más adelante, amplificando el movimiento íntimo que revela y profundizando el sentido que se vislumbra, y manteniendo a salvo -al mismo tiempo- una reserva en el misterio de los personajes.


O en la escena de la despedida entre la señorita Argent/Mildred Dunnock y la doctora Cartwright: ya se han dicho adiós, la señorita Argent se va (la cámara acompaña su movimiento con una panorámica), pero al llegar a la puerta se detiene un instante, entonces vuelve sobre sus pasos (la cámara regresa con ella) y abraza a la doctora... y, en una reacción repentina, Anne Bancroft la besa apasionadamente (y la cámara se queda con la doctora mientras la señorita Argent se va para no volver).


En ese gesto fervoroso anida el íntimo deseo de la carne de otra carne mortal, el tacto último de la última despedida (en esa mano tendida de Anne Bancroft), antes de una inmolación que ella vive como un eclipse -por extenuación- existencial más que como un sacrificio heroico. En el ocaso, el cineasta contempla las últimas escenas con un velo de desesperanza en la mirada. Conste que el amigo Diomedes Díaz sólo aprecia una punzada más honda de ese pesimismo que Ford viene destilando desde veinte años antes. Con sus rituales de ocaso. (Una punzada más honda por encarnar Anne Bancroft ese destino trágico en que se abisma la mirada de Ford a la hora del adiós.)


Cada plano destila una música para los ojos: el cine de Ford siempre es musical (es verdad que la partitura de Elmer Bernstein también ayuda). Cómo se pudo tachar de chocho a un cineasta que a sus 70 años cuidaba con tal primor la coreografía de los movimientos de los personajes en el plano, la medida de los gestos (el gesto justo), la inscripción de los cuerpos en el encuadre con un virtuosismo innegable, exprimiendo la economía de los espacios en formas tan bellas como elocuentes. Un prodigio de modulación -de tempo- entre acciones, hilvanando, pongamos por caso, el andante en primer término (Emma con los niños) con el vivace de fondo (la urgencia de la doctora Cartwright), cuando se declara la epidemia de cólera en la misión. Flora Robson, que encarna a la señorita Binns -otra de las siete mujeres- recordaba cómo Ford...
En secuencias de muchos personajes dedica una meticulosa atención a cada movimiento y a cada gesto. Es como si estuviera dirigiendo un ballet.

Ford no pudo trabajar en el guión -a partir de un relato de Norah Lofts- a bordo del Araner, como a él le gustaba. Los guionistas Janet Green y John McCormick le iban mandando desde Francia páginas -aun durante el rodaje- que él iba editando durante los ensayos con los actores. El viejo director incluyó algunas escenas de su cosecha, una de ellas la de las dos mujeres bajo el árbol comentada más arriba; otra, la escena de Anne Bancroft ante el espejo, donde se pespuntan el coraje y el hastío con una pizca de ironía. En ese umbral de la mirada se juega toda una vida.


Cuenta Joseph McBride en su biografía de John Ford que, cuando el decano de los críticos americanos, Andrew Sarris, se aventuró en el cine de mala muerte de la calle 42 donde pasaban Siete mujeres -como película de relleno, no lo olvidemos-, se preparó para lo peor. Tras la experiencia, el crítico escribió en Village Voice:
La belleza de Siete mujeres queda para siempre, o al menos para un tiempo futuro en el que la poesía de algunos directores sea mejor comprendida. (...) El delito más grave de Ford es tomarse las cosas en serio en una época en que la seriedad de todo un medio está siendo amenazada por la tiranía de lo trivial.

Su tiempo, evidentemente, (aún) no ha llegado. La belleza sigue ahí. En la última lección del maestro, -el testamento chino de un Feeney de Maine- que nos regaló la mirada con la octava mujer.