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25/8/19

Canalladas


En el aquel de traer a cuento el domingo pasado a los blacklisted que trabajaron con Buñuel en México, recordé otros episodios de la caza de brujas en Hollywood y pasé algunas horas esta semana comprobando que la memoria no me engañaba. Y mientras documentaba mis recuerdos comprobé que aquel tiempo de canallas, como lo definió Lillian Hellman, se evoca a menudo como una historia de héroes y traidores, pero suele solaparse la responsabilidad de los ejecutivos de Hollywood que hicieron causa común con los inquisidores del HUAC (el Comité sobre Actividades Antiamericana del Congreso de los USA). O dicho de otra forma: la lista negra en Hollywood fue posible porque los ejecutivos (mandamases y financieros) de los grandes estudios tragaron (a diferencia de los empresarios teatrales de Broadway, pongamos por caso) con los requerimientos del Comité; sin ese acatamiento, el HUAC hubiera tenido los días contados (Hollywood le servía de altavoz para atemorizar a la izquierda y reforzar el control social). Conviene recordar que si te veías en la lista negra, quedabas sin trabajo y sólo te rehabilitabas y recuperabas el empleo si, además de confesar tu culpa como comunista (fueras o no militante del partido), ejercías como delator, si dabas otros nombres de comunistas. No bastaba la confesión, había que degradarse con la delación. Algunos guionistas siguieron trabajando con seudónimos o en negro, utilizando como pantalla a otras personas (guionistas, como Philip Yordan, o no), fue el caso de Dalton Trumbo, Hugo Butler, Ben Maddow, Michael Wilson o Ring Lardner Jr.; directores y actores lo tenían más complicado, hubo quien volvió al teatro en Broadway (John Cromwell), quienes trabajaron en el exilio (Jules Dassin, Joseph Losey, Hugo Butler, Betsy Blair o Lionel Stander) y quienes tuvieron que esperar a que se extinguiera la lista negra unos quince años después (Gale Sondergaard). También había una nebulosa lista gris integrada por quienes, aún sin figurar en la lista negra, ya no encontraban trabajo o, en el mejor de los casos, sólo en producciones marginales o en los estudios de Poverty Row, los pobretones de Hollywood.  (En las comparecencias ante el HUAC, no faltaron acusaciones de antifascistas prematuros, si el antifascismo de este rojo o aquella roja se había manifestado antes del ataque japonés en Pearl Harbour, por ejemplo apoyando a la República durante la guerra civil española.)

Ring Lardner Jr. ante el HUAC en el otoño de 1947.

Ring Lardner Jr., el guionista de Woman of the Year (Cukor, 1942) o MASH (Altman, 1970), uno de los Diez de Hollywood (los diez testigos hostiles ante el HUAC, acusados de desacato y condenados a penas de prisión), comunista desde 1936, encarcelado en 1950 durante casi un año en el penitenciaría de Danbury, por negarse a declarar su afiliación (invocando la Primera Enmienda) y delatar a otros, escribió cincuenta años después en sus memorias Me odiaría cada mañana (las palabras que pronunció ante el HUAC cuando le preguntaron si era miembro del Partido Comunista: Podría contestar, pero si lo hiciera me odiaría cada mañana):
...no fuimos tan heroicos como la gente nos pinta. Analizando el asunto, me parece más riguroso decir que, dadas las circunstancias, sólo había una actitud posible salvo que estuviéramos dispuestos a comportarnos como unos perfectos hijos de puta.
Fotografías de la ficha carcelaria de Ring Lardner Jr 
en Danbury con su fecha de ingreso: 6 de junio de 1950.

Uno de sus amigos y camarada era el guionista Richard Collins (con funciones de responsabilidad en la sección del Partido Comunista en Hollywood), incluido en la lista negra como testigo hostil desde las primeras convocatorias del HUAC en 1947. A Ring Lardner Jr el 12 de abril de 1951 le faltaba poco para salir de la cárcel cuando un preso le avisó de que estaban hablando de él en la radio. Lo siguió hasta la sala común y escuchó a su viejo amigo Richard Collins delatando ante el HUAC a sus antiguos camaradas, incluido Ring Lardner Jr. Entre esos camaradas que delató Collins figuraba su propia mujer, la actriz Dorothy Comingore. No sé si os suena, pero seguro que recordáis a Susan Alexander el personaje que encarnó en Citizen Kane.


Tampoco es extraño si no os suena. Antes de rodar con Welles su filmografía hilvanaba personajes sin acreditar y, acreditada como Linda Winters, papeles secundarios y un par de papeles principales en westerns de serie B. En Citizen Kane aparece acreditada por primera vez como Dorothy Comingore. Después de rodar con Welles, imaginó que le llegarían más papeles así... Lo recordaba el propio cineasta en sus conversaciones con Henry Jaglom:
Durante dos o tres años rechazó todos los papeles que le ofrecían en espera de alguno como el de Susan Alexander. (...) A todo el mundo le gustó el trabajo de Dorothy en Kane, así que se encontraba en muy buena posición. Poseía ese pathos susceptible de transformarse en amargura y resentimiento, ese pathos que procede de la inseguridad...

Collins no sólo la delató. Le contó al jurado que se había divorciado de ella porque se negaba a dar nombres. Dorothy Comingore no sólo se negó a declarar y delatar a nadie cuando compareció ante el HUAC, se burló del tribunal y la prensa aireó aquellas chanzas al día siguiente. La venganza no se hizo esperar: Collins consiguió incapacitarla por militancia comunista y alcoholismo, y la actriz perdió la custodia de los hijos. Y siguió el calvario: sin trabajo, el teléfono pinchado, registros domiciliarios en su ausencia, encerrona con policías que la detienen por prostitución, ingreso en un manicomio aconsejada por un juez para recuperar la custodia de los hijos (no los volvió a ver hasta que fueron adultos)... Un rosario de canalladas. Y el eclipse.


Su ultima película la rodó en 1951, un año antes de comparecer ante el HUAC: un papel secundario en The Big Night, de Joseph Losey. Fue el último crédito de Dorothy Comingore, en una película marcada por la lista negra. En el apartado del guión figuran acreditados el director y Stanley Ellin (el autor de la novela que adaptan), pero en realidad Losey lo reescribió con Hugo Butler en un recóndito refugio de montaña a varias horas de Los Ángeles, así el guionista pudo evitar ser arrestado por desacato al Comité sobre Actividades Antiamericanas. Pero la reescritura se interrumpe cuando Butler se exilia en México con la familia; lo sustituyó, recién salido de la cárcel, su amigo Ring Lardner Jr. (que lo había reclutado para el Partido Comunista en 1943) para terminar el trabajo por un modesto sueldo que el director pagó de su bolsillo. Y continuó el acecho: el FBI presionó y pagó al actor protagonista, John Barrymore Jr., para que informara sobre las posibles actividades antiamericanas del cineasta, con quien había trabado amistad durante el rodaje. Fue la última película de Losey en Hollywood antes de exiliarse en Europa.


Quince años después, el cineasta recuerda en una conversación con Tom Milne a propósito de The Big Night cuánto le gustó trabajar con Dorothy Comingore, una actriz de enorme sensibilidad, y para dar una idea de la atmósfera terrible que se respiraba en Hollywood con la lista negra evoca una visita a la actriz en un hotel. Cuando la vio, Losey se llevó una sorpresa: llevaba el pelo casi al rape. ¿Por qué se lo había cortado de esa manera, si tenía una melena maravillosa? Dorothy se lo contó:
Bueno, oí por la radio a mi marido declarando ante el Comité de Actividades Antiamericanas y acusando a sus amigos. Me sentí como una colaboracionista, así que me rapé la cabeza.

22/6/10

Maldito genio

Orson Welles en 1946

Touch of Evil
(1958), que aquí se tituló Sed de mal -quizá a partir del título con que se distribuyó en Francia-, a estas alturas, es más que una película. Es una metáfora, un espejo, un emblema. Una metáfora de la imposibilidad de Welles de renunciar a ser quien era. Un espejo que nos devuelve una imagen elocuente de la imposibilidad del Hollywood de acoger a otra forma de hacer cine, y menos en el crepúsculo de los estudios, habría que aguardar a los últimos sesenta y los setenta para que el asalto al sistema fuera posible, un asalto a los cielos memorable pero efímero; de alguna manera los Coppola, Cimino o Scorsese eran los herederos de Welles.


Conviene no olvidar que, en 1941, Ciudadano Kane resulta en sí mismo un filme extraño, insólito, realizado a pesar de Hollywood, una película que Welles hizo con una libertad y un control sobre cada uno de sus aspectos casi inimaginable en un estudio como la RKO y totalmente inimaginable en un gran estudio (Paramount, Fox, Metro y Warner); dicho en pocas palabras: Ciudadano Kane era un objeto anómalo porque era una película de autor en Hollywood. Por eso también fue un filme insólito entre las películas de Welles allí. Casi cuarenta años después vivieron lo que podría definirse como la resurrección del fantasma de Welles. La última. De hecho, Hollywood se conjuró para que algo así no volviera a suceder jamás. Nunca jamás.

Fotograma de Heaven's Gate
de Michael Cimino

En 1980, la United Artist despedazó Heaven's Gate de Michael Cimino, tuve la suerte de ver hace diez años una copia en vídeo de una versión de 210', la que se considera como "el montaje del director", aunque la versión que Cimino defendió a brazo partido ante la productora duraba 360', como suena, una pelicula de seis horas; aquí se comercializó en dvd la versión -amputada es decir poco- de 148'. Aquella versión que pude ver hace diez años es una gran película -y apuntaba la maravilla que podría ser verla en una pantalla de cine- y no me extrañaría nada que la versión preferida por Cimino fuera aún mejor; podéis ver en youtube un documental de Michael Epstein sobre el desastre de esta obra de arte, Final Cut: The Making and Unmaking of Heaven's Gate (2004). Un emblema más de un cine alternativo a pesar de Hollywood que lo une, con un hilo palpable aunque invisible, con Stroheim y Welles. Evoco a ambos cineastas de un talento excepcional unidos también por el sadismo que padecieron a manos de los productores: Irving Thalberg despedazó Esposas frívolas (1922) en la Universal y Avaricia (1924) en la Metro, y aun peor -y de ahí el sadismo- se aseguró de que todo el material descartado fuera destruido; lo mismo aconteció con El cuarto mandamiento (1942) de Orson Welles, cuando el sucesor de George Schaefer, presidente de la RKO, ordenó que se destruyera todo el material negativo y positivo no utilizado en la versión de 88'.


Por eso no es de extrañar que un cineasta celoso de su independencia artística como Jim Jarmush se asegure siempre -y de forma irrenunciable- el final cut (el poder de decisión sobre el montaje definitivo) y la propiedad del negativo de sus películas; sólo bajo estas condiciones puede hablarse con propiedad y sensu stricto de cine independiente. Dos apuntes últimos, anecdóticos si se quiere pero significativos: durante la presentación del premio Irving Thalberg que ese año se entregaba a Steven Spielberg, el actor Richard Dreyfuss elogió el coraje de Thalberg, mira que podía valorar la producción de, pongamos por caso, Amanecer de Murnau o, puestos a hablar de coraje, por haber producido Freaks de Browning, pues no, elogió el coraje de Thalberg por haberle parado los pies a Stroheim, incluso, si de eso se trataba, podría haber sido más sincero, por haber acabado con Stroheim; en la ceremonia de los óscares de 1999 se entregó un premio a la trayectoria de Elia Kazan y se armó una polémica porque el cineasta había denunciado a muchos de sus compañeros ante la Comisión de Actividades Antiamericanas durante la caza de brujas -la caza de rojos-, no digo yo que no mereciera el óscar, tampoco que no mereciera el perdón si lo hubiese pedido -que no-, pero aún estoy esperando que algún día se le rinda un homenaje a quienes fueron denunciados y represaliados, padecieron cárcel, exilio o quedaron sin trabajo. Orson Welles en su momento había retratado Hollywood cuando cifró la causa de que los represaliados durante la caza de brujas no contaran -o sólo al principio- con la solidaridad del resto de la profesión: temían perder sus piscinas.


Además de ser una metáfora, un espejo o un emblema -o precisamente por serlo- Sed de mal también es una leyenda, un símbolo, una cifra. Recuerdo que El juego de Hollywood (The player, 1991), la película de Robert Altman, empieza con un plano secuencia -si no me equivoco, un travelling a derecha e izquierda- siguiendo a dos personajes que evocan el plano secuencia inicial de la película de Welles. Como si Hollywood no pudiera prescindir de la mitología aunque sea a base de los despojos de una película que el propio sistema destrozó treinta y tantos años antes. También recuerdo esa escena estupenda de Ed Wood (1994) cuando se encuentran en un bar, en 1957, el protagonista -el director del título, encarnado por Johnny Deep- y Orson Welles -al que pone cara un actor que no se le parece nada-, y comentan los problemas con que tienen que lidiar en las películas respectivas que tienen entre manos, Welles va a rodar Sed de mal y se queja de que tiene que tragar con que Charlton Heston, o sea el Moises de Los diez mandamientos (1956), en el papel de un policía ¡mejicano! Ed Wood casi se apiada de Orson Welles, si un genio como el director de Ciudadano Kane lleva a cuestas semejante baldón los desastres del propio Wood no tienen importancia. En la película de Burton, Sed de mal y el propio Welles constituyen la materia mítica pasada por el cedazo del humor (y del amor al cine), en una escena en que se hermanan dos cineastas independientes, aquél que fue calificado como "el peor director de la historia" y el director mítico; pero esa escena también destila una idea certera de cómo se trataba a un artista y en qué tipo de película estaba embarcado. Y para entenderlo quizá haya que retroceder diez años. Incluso doce. Sólo así entenderemos cabalmente en qué condiciones afrontará Orson Welles Sed de mal, la película con la se despidió de Hollywood. Y, a su pesar, dijo adiós a todo eso.


Después de la desastrosa experiencia de El cuarto mandamiento, Orson Welles dirige y protagoniza El extraño (1946), renunciando a cualquier intervención en las decisiones sobre el montaje, las mezclas de sonido y la música, y fue la única película de su filmografía que tuvo aceptables rendimientos de taquilla en el momento de su estreno. Aunque sobra decirlo, cabe imaginar los sustanciosos rendimientos que han generado hasta hoy películas como Ciudadano Kane o Sed de mal, sin ir más lejos. Digamos que, hasta cierto punto, Orson Welles renunció en El extraño a fases esenciales de su escritura fílmica, más de una vez señaló que el montaje era el momento donde disponía del control sobre el material fílmico, al fin y al cabo, dirigir era, sobre todo, gobernar accidentes, pero no sólo el montaje, como hombre de radio, las mezclas de sonido eran un instrumento primordial para dotar a la película, por así decir, del toque Welles. Aún así, bastan algunas escenas de El extraño para apreciar las huellas inequívocas del cineasta que encuentra en el director de fotografía Russell Metty a un cómplice (volverán a trabajar juntos en Sed de mal) que le propone una iluminación que transforme los desplazamientos laterales de los personajes en el encuadre en tránsitos reveladores entre la luz y la sombras, como ese plano de más de 4' rodado con un elegante y discreto -a pesar de su complejidad- movimiento de travelling y grúa siguiendo a Rankin -el protagonista encarnado por el propio Welles- y a Meinike, desde un claro hasta lo más profundo del bosque, primero con un picado desde lo alto para descender imperceptiblemente a la altura de los personajes y luego hasta un contrapicado para encuadrarlos mientras Rankin estrangula a Meinike y, como aquel que dice, recibir el cadáver a ras de tierra. Un plano brillante en la concepción y preñado de tensión dramática, pero ejecutado de forma casí íntima. Welles demostró en El extraño que podría haber hecho carrera en Hollywood. Le bastaba renunciar a ser él mismo. Así de claro.


La dama de Shanghai fue una de las primeras películas que grabé en vídeo -betamax, para más señas- allá por 1982. Y claro, fue la primera película de Welles que pude ver -y vi- una y otra vez y llegué a sabérmela de memoria. A esas alturas ya había visto también Ciudadano Kane y sólo unos mercaderes cabestros -y que me perdonen los cabestros- podían haberle hecho la vida imposible a un cineasta con semejante imaginación visual y sentido profundo de la puesta en escena en relación con el montaje de los planos -de imagen y sonido-; esto de 'imagen y sonido' puede parecer obvio, pero ya lo dije en la entrada anterior a propósito de Welles, con él lo sonoro dejó de ser un adjetivo que añadir al sustantivo cine para entrañarse en la sustantividad misma del cine. Lo que no sabía era que, cuando se perfila el proyecto de La dama de Shanghai en 1946, Welles quería rodar una película de bajo presupuesto, con una trama de thriller -basada en una novela de Sherwood King, If I Die Before I Wake (1938)- sin estrellas, con un plan de trabajo muy ajustado y en exteriores urbanos -"naturales"- de Nueva York, anticipándose a las películas de Anthony Mann con tramas criminales de uno o dos años después, buscando la autenticidad casi documental en las calles de las ciudades americanas. Digámoslo así: Welles quería experimentar en La dama de Shanghai la contaminación de la ficción criminal con las imágenes documentales de la vida urbana contemporánea. Incorregible Welles.

Harry Cohn

Pero Harry Cohn, el patrón de la Columbia, a quien, tratándose de películas, le gustaba espetar aquello de "no la quiero bonita, la quiero el martes", quería una estrella en la película de Welles, y no a cualquier estrella, a su gran estrella, a Rita Hayworth, que acababa de consagrase con Gilda. (A Harry Cohn le habría gustado esta versión, pero en realidad fue Rita Hayworth quien se empeñó en hacer la película en cuanto supo que Orson Welles había llegado a un acuerdo para dirigirla con el jefe del estudio.) El director y la actriz habían estado casados pero, cuando se reunieron para La dama de Shanghai, ya estaban separados. La primera decisión de Welles fue enterrar a Gilda: le cortó la melena pelirroja y la tiñó de rubio platino.

Orson Welles y Rita Hayworrth,
marido y mujer

Orson Welles y Rita Hayworth
reunidos por
La dama de Shanghai

Aunque la escena inicial, que transcurre en Central Park, se rodó en los estudios de la Columbia, Welles consiguió rodar los demás exteriores en escenarios naturales de Méjico -con las localizaciones principales en Acapulco- y San Francisco. Y la película de bajo presupuesto que imaginaba el cineasta se convirtió en la mayor producción de su filmografía.


Durante el verano de 1946, Orson Welles escribe varias versiones del guión que conserva la trama básica de la novela pero introduce algunos cambios. El protagonista, que en la novela es americano, en la película es un irlandés, Michael O'Hara, un agitador del sindicato portuario, que combatió en defensa de la República con las Brigadas Internacionales en la guerra cilvil española -y mató a un espía de Franco en Murcia-, y pasó algunas temporadas en cárceles de aquí y de allá. De los diálogos de Sherwood King apenas conservará unas líneas. Desde el momento en que Rita Hayworth va a interpretar a Elsa Bannister y Orson Welles a Michael O'Hara, el director tiene carta blanca para elegir el resto del reparto entre los actores del Mercury Theater y a viejos conocidos del teatro y de la radio. Y el 2 de octubre se ruedan las primeras tomas de La dama de Shanghai en los estudios de la Columbia.

Errol Flynn y Orson Welles celebran
el cumpleaños de Rita Hayworth
el 17 de octubre de 1946
en el yate del actor

Pero es el 13 de octubre, cuando embarcan en el yate de Errol Flynn, rebautizado para la película como Circe, cuando empieza realmente el zafarrancho. Viajan hasta Acapulco, ruedan hasta el 27 de noviembre y vuelven para filmar las escenas localizadas en San Francisco, Sausalito y Los Ángeles. El rodaje se prolongará hasta el 11 de marzo de 1947 con una interrupción de cuatro semanas en enero y febrero. Le harán pagar caro la decisión de rodar en exteriores, como si en vez de trabajar se hubiese ido de vacaciones. Un memorándum de Richard Wilson, la mano derecha de Welles en la producción de La dama de Shanghai, argumentado y verosímil -según Jean-Pierre Berthomé y François Thomas que estudiaron con detalle la documentación archivada sobre la película-, imputa a la Columbia los excesos de un 50% en el plan de producción previsto y un 30% del presupuesto -sencillamente, en exteriores se portaron como aficionados- que el estudio atribuía a extravagancias de Welles.

La trama criminal de La dama de Shanghai cristaliza en dos figuras -el laberinto y la telaraña-, que devienen matrices de las proyecciones metafóricas en que se anudan las pulsiones que movilizan a los personajes, y motivos visuales que inspiran la escenografía y que modulan la iluminación y los movimientos de cámara. El laberinto y la telaraña fraguan la idea temática encarnada en Michael O'Hara, perdido en una maquinación que lo supera y que visualizamos en las trayectorias nocturnas, escaleras escherianas y sinuosos toboganes, y doblemente atrapado por un Bannister -magnífico Everett Sloane- que se mueve con sus bastones con andares de arácnido y por Elsa -Rosalie para Michael- esa mantis que desgobierna y manipula las emociones del ingenuo protagonista, enredado en Circe o en la urdimbre del embarcadero de Sausalito o presa fácil de los depredadores: aquella historia de los tiburones que cuenta Michael en Acapulco será la historia que él mismo va a vivir, que ya está viviendo, y se materializará visualmente en la escena del acuario que acaba con el beso entre Rosalie y Michael en un gran primer plano sobre un fondo de sombras amenazantes, un beso como un nudo corredizo.


Laberinto y telaraña que se conjugan en la escena del clímax en la sala de los espejos, tantas veces citada, pongamos por caso en Misterioso asesinato en Manhattan de Woody Allen, con esos planos imposibles en los que se ve la mano del Welles ilusionista.




Desde la primera vez que vi La dama de Shanghai me cautivó cómo los cigarrillos cobraban un valor inusitado en el transcurso de la película, parafreaseando a Mamet y a Leadbelly podríamos hablar de los tres usos del cigarrillo. Cuando Michael encuentra a Elsa quiere llamarla Rosalie y le ofrece un cigarrillo que ella guardará con cuidado -un plano detalle inolvidable- entre los pliegues de un pañuelo, porque no fuma; más adelante, en el yate, será Elsa quien le pedirá que la llame Rosalie, anudando el lazo amoroso entre ellos, y además quiere un cigarrillo porque ya ha aprendido a fumar; y una noche, la circulación del cigarrillo encendido revelará los lazos sexuales entre Michael y Elsa sin necesidad de más añadidos carnales. Un cigarrillo -bueno, tres cigarrillos- le bastan a Welles para cuajar en la pantalla el deseo que atrapa a los protagonistas con toda su carga erótica. Y aún no agoté aquí el recorrido de los cigarrillos en la película.



La figuras metafóricas del laberinto y la telaraña alimentan esa pesadilla barroca en que se acaba convirtiendo La dama de Shanghai, donde los recursos expresivos del cine negro se conjugan en una fantasmagoría de luces y sombras, de visiones delirantes que encuentran en Rita Hayworth (Elsa/Rosalie) una encrucijada simbólica, una imagen sublimada en un espejo que acaba inmolada en un estallido, como estallan los propios códigos del género, y la realidad misma que nunca es lo que parece en una trama de falsos asesinatos y cadáveres verdaderos. Cada película de Orson Welles establece corrientes de sentido con el resto de su filmografía que acaba dibujando una red de significados que se expanden y retroalimentan, una obra que es laberinto y telaraña como La dama de Shanghai, en la que el cineasta es, a la vez, perseguidor y presa. Porque en el cine de Welles el hombre es siempre un hombre atrapado: he ahí el núcleo cardinal de su cine. Y quizá no sólo de su cine.


Sobre los últimos planos de La dama de Shanghai escuchamos la voz en off de Michael O'Hara: ¡Qué palabra "inocente"! "Estúpido" sería más adecuada. Todo el mundo hace el idiota por alguien. Sólo envejeciendo es posible librarse de las complicaciones. Así que me parece que voy a intentarlo. A la luz de lo que sabemos de la película, pareciera que es el mismo Orson Welles quien nos habla. A medida que rodaba La dama de Shanghai, Viola Lawrence iba montando las escenas y Harry Cohn contempla con gran pesar -no sé qué esperaba tratándose de Welles- que el cineasta no sigue la rutinaria planificación que cuidaba como oro en paño de los primeros planos de la estrella, nada de eso, Orson Welles reserva los contados planos medios y primeros planos a los personajes secundarios, excepto en la escena del acuario y en la del juicio.

Orson Welles en el rodaje
de La dama de Shanghai


Para disgusto de la montadora, Welles evita el primer plano tradicional mediante una serie de variantes: empieza en primer plano pero a continuación la cámara o el actor, o ambos, se desplazan; usa el perfil del rostro del actor a modo de pantalla o cortina, luego el actor se gira y descubrimos lo que escondía tras él; o termina en primer plano una toma en movimiento; o compone el encuadre con varios personajes en plano con un juego de distancias que refuerza el magnetismo de los rostros. En síntesis, Welles montaba dentro del plano como pocos y casi nadie combinaba ese montaje de distancias con la cámara en movimiento como Welles. Queda dicho. Pero Harry Cohn y la montadora echaban de menos planos/contraplanos, planos de reacción, primeros planos, primeros planos, primeros planos. Esta vez Welles ya no tenía, por contrato, todo el poder como en Ciudadano Kane y el estudio le echaba en cara un rodaje estrafalario y estaban deseando quitarle la película de las manos, así que el cineasta transige. ¿Queréis primeros planos? Pues tendréis primeros planos. Y filma primeros planos echando mano de transparencias y empieza a desplegar raccords de miradas a los que había renunciado durante el rodaje principal , por ejemplo aquellos correspondientes al cuento de los tiburones que había concebido como un plano fijo. Y haciendo de la necesidad virtud, transfigura los rostros mediante los primeros planos que cobran una cualidad onírica o perturbadora, como ése en que la cámara envuelve, como una segunda y porosa piel, el rostro sudoroso de Glenn Anders encarnando a George Grisby.


Welles era Welles hasta cuando rodaba los planos que no quería filmar. En realidad, había decidido transigir para salvar el tratamiento sonoro que había diseñado para la película, sobre todo para dotar del relieve necesario las escenas exteriores, para que el juego de distancias del sonido directo y de los efectos dotara a los encuadres de una perspectiva sonora. Diríase que había creado una arquitectura sonora con vistas a crear un espacio -real- en la imaginación del espectador que dotara de autenticidad a aquello que no mostraban las imágenes con visos documentales. Respecto a la música, Welles trabaja en la misma dirección, quería privilegiar la música popular mejicana y la música de la representación tetral en el barrio chino de San Francisco la graba el equipo del Mandarin Theatre. Pero el efecto-verdad que busca a través del diseño sonoro será abortado por decisiones capitales de la Columbia: privilegiar los diálogos -deben entenderse a la perfección-, el uso de una narración off de Michael O'Hara que Welles grabará pero no controlará su uso en el curso de la película, y el uso invasivo de la música que prescinde de los rasgos identitarios que habían guiado las elecciones del cineasta.


Tampoco le dejaron a Welles meter baza en el montaje de La dama de Shanghai, y se estrenó en mayo de 1948. Resulta muy significativo que los títulos de crédito de la película se cierren con un screenplay and prodution Orson Welles. No existe el crédito correspondiente al directed by. Una ausencia que cabe leer en clave de advertencia al espectador del propio Welles: escribió y produjo La dama de Shanghai pero no se considera director de la película en la medida en que no fue responsable de dos procesos esenciales en su escritura fílmica: el montaje y el tratamiento sonoro. No es la película que Welles había imaginado y aun así hay tanto cine -gran cine- en sus imágenes que si uno tuviera que elegir las cien mejores películas del cine de Hollywood, sin duda la incluiría. Ese Hollywood que prescindió de él enseguida, como quien extirpa un tumor maligno. Welles tardará ocho años en volver. Para rodar su última película en Hollywood: Touch of evil. Extirparon del sistema al más grande de los cineastas surgidos en el cine sonoro. Qué digo, se deshicieron del cineasta que había recibido el sonido en el cine y lo había trasformado en verdadero cine sonoro. Maldito genio.

6/10/09

Cortar y pegar

Si hay una figura que aquí -este aquí es extensible a Europa- resulta extraña, es la del editor (de textos literarios) tal como esa figura se entiende en EUA, es decir, no quien edita -publica- libros, sino quien trabaja con los originales de un escritor, sugiere cambios, cortes y reescrituras, más aun, en ocasiones no sólo los sugiere sino que los materializa, hasta el punto de crear el estilo de un autor. El caso más paradigmático es el de Raymond Carver.

Raymond Carver

Resulta difícil exagerar el impacto que representó la edición de los cuentos de Carver hace poco más de veinte años, cuánto nos deslumbraron aquellos libros: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, De qué hablamos cuando hablamos del amor, Catedral y Tres rosas amarillas. Cuentos que conocimos casi al tiempo que moría el autor -en 1988- y que eran la plasmación literaria perfecta de la teoría del iceberg de Hemingway,

Ernest Hemingway

según la cual en un cuento deben permanecer sumergidas los siete octavos de la historia, tal como se la formuló a George Plimpton en una entrevista a la Paris Review; o dicho en palabras de Onetti: la forma no es más que el fondo que sale a la superficie. La parte invisible del témpano emergerá en la lectura, como una creación de lector y autor en la encrucijada del texto. Allí donde el lector se encontraba con la forma cardinalmente elíptica de Carver.

Creo que fue a mediados de los noventa cuando tuve las primeras noticias a propósito de la edición de los cuentos de Carver, pero fue hace tres años cuando leí en la revista Escribir y publicar un ensayo de Alessandro Baricco con un título elocuente El hombre que reescribía a Carver, realmente compré la revista por ese título que aparecía en la portada. También podéis leerlo en El Malpensante y, de paso, os dais un paseo por una revista muy interesante. Baricco estudió los originales de De qué hablamos cuando hablamos del amor y las correcciones del editor Gordon Lish. Sólo os daré una pista para animaros a leer el ensayo de Baricco. Supongo que recordáis el cuento titulado Diles a las mujeres que nos vamos, uno de los que Altman adaptó en Vidas cruzadas (1993).


Si lo recordáis, seguro que no olvidasteis aquel final demoledor, aquel último párrafo perfecto, definitivo: No llegó a saber lo que quería Jerry. Pero todo empezó y acabó con una piedra. jerry utilizó la misma piedra con las dos chicas: primero con la que se llamaba Sharon y luego con la que se suponía que le tocaría a Bill. Como dice Baricco, puro Carver. Bueno, pues ese párrafo no lo escribió Carver sino Gordon Lish. En lugar de ese párrafo, Carver escribió seis cuatillas que Gordon Lish eliminó. O sea que nada de puro Carver. No digo más, leed el ensayo.

Gordon Lish era editor de narrativa en la revista Esquire y contribuyó a que Carver consiguiera publicar algunos relatos, por ejemplo, Gordo en Harper's Bazaar, Tanta agua cerca de casa en Playgirl, y Vecinos y ¿Qué te parece esto? en la misma Esquire. Gracias a Gordon Lish, Carver entró en las revistas de gran tirada y, lo que no era menos importante, empezó a recibir cheques por sus cuentos. Pero la contribución de Gordon Lish incluía también cortar y corregir los textos de Carver, o como ya vimos, escribir partes significativas. En definitiva, inventar el estilo -la marca de fábrica- Carver. Un estilo que, además, creó escuela.

Raymond Carver y Tess Gallagher

En 2008, la poetisa Tess Gallagher, la segunda mujer de Carver, reeditó los cuentos sin los cortes de Gordon Lish para que pudiera apreciarse el trabajo de Carver en su forma más "auténtica", una operación precedida por la publicación en The New Yorker en diciembre de 2007 del cuento Principiantes, una versión original -y más extensa- del titulado De qué hablamos cuando hablamos del amor, junto con un artículo sobre la relación entre Carver y Gordon Lish, y los diversos cortes y correcciones que habían sufrido varios relatos.

En fin, me dolió leer el ensayo de Baricco. Por dos razones, una, porque necesito saber quién escribe lo que leo; ya sé que es el texto quien habla, quien dice; pues no, me gusta leer pensando que ese texto lleva inscrito el tacto de una intimidad intransferible, dicho de otra forma, creo en el autor, en el escritor. ¿Y cuánto queda de la voz de Carver en esos cuentos editados por Gordon Lish? ¿O es la voz de Gordon Lish? Y dos, porque, y es la segunda vez en pocos días que vuelvo aquí con la cita, ya dijo Stevenson que el arte -cualquier arte- es el arte de omitir. No existe otro arte sino el de quitar lo que sobra, como decía Miguel Ángel refiriéndose a la piedra que se disponía a esculpir. En resumidas cuentas, saber cortar es lo que diferencia a alguien que sabe escribir de un escritor.

Raymond Carver

Y sin embargo... Cuándo sobraba y cuándo, en realidad, Carver contaba otra cosa. O dicho de otra manera: ¿de qué hablaba Carver? ¿qué escribía Carver? ¿qué queda de la mirada de Carver? Y ahí radica el sustrato más doloroso del ensayo de Baricco y el corazón del debate sobre los derechos del editor ante la obra del autor, o sea, sobre el estatuto del escritor.

Mira por dónde al final terminé escribiendo sobre Raymond Carver (o vete a saber sobre quién), cuando lo que quería era escribir sobre otro escritor. Un escritor que fue también editor. Se llamaba William Maxwell. Es el autor -podéis maginar que tiemblo sólo de escribir esta palabra- de algunas de las mejores novelas que hemos leído en los últimos tres años: Adiós, hasta mañana, Vinieron como golondrinas y La hoja plegada, las tres en esa editorial tan fiable que es Libros del Asteroide. Ya nos tarda que editen otra obra de Maxwell.

William Maxwell

William Maxwell nació en Lincoln (Illinois) en 1908 y fue un niño campesino del Medio Oeste que acabó sus días en 2003 en un piso limpio y bien iluminado frente a Central Park. En 1937 publica su segunda novela, Vinieron como golondrinas, alrededor de un hecho fundamental en su vida y en su obra: la muerte de su madre, víctima de la "gripe española", un episodio cardinal que resuena también en la novela que clausura su actividad literaria, Adiós, hasta mañana, publicada en 1980. Una obra tensada en el arco de la memoria, pero sabiendo que nada hay más mentiroso que los recuerdos lavados en las costas de la infancia, como leemos en su última obra que se mueve entre el recuerdo, el olvido y la culpa.

Casa natal de William Maxwell
en Lincoln (Illinois)

A los catorce años, Maxwell cayó hechizado por La isla del tesoro en los brazos de la literatura. Leyó la novela de Stevenson cinco veces seguidas y la fascinación le duró toda la vida. Cómo no advertir la huella de los versos del autor de La isla del tesoro sobre los juegos cautivadores de la infancia en la construcción literaria de la mirada de Bunny, el niño que polariza la visión del libro primero de Vinieron como golondrinas. El mismo año que publica esta novela lo contrata el The New Yorker como editor y allí trabajó durante cuarenta años, editando a tipos como Salinger, Updike o Cheever. Trabajó mano a mano con Salinger en el primer relato que publicó en The New Yorker, un relato protagonizado por un tal Holden Caulfield, y, por lo visto, durante la publicación de El guardián entre el centeno, el autor pidió que Maxwell fuera su único interlocutor. También se sabe que intentó cortarle un párrafo a El brigadier y la viuda del golf de Cheever y éste lo acusó de intento de asesinato y no se lo perdonó nunca, pero alguna vez reconoció públicamente "los consejos que me dio y los que no me dio".

John Cheever

Pero quizá ningún elogio más rotundo que el de Updike, su discípulo confeso: le reconoció "haberle dado un rostro viviente a nuestra idea del lector ideal; porque él siempre hizo que escribir bien fuera algo tan infinitamente valioso y tan palpablemente distinto al escribir mal". Lo confieso, me emociona este homenaje a alguien que pensaba que escribir era como respirar, o mejor, que debía ser como respirar. Y así sucede en Vinieron como golondrinas o Adiós, hasta mañana, la prosa de Maxwell no se lee, se respira.

La mujer de Maxwell murió en 2000. Llevaban casados desde 1945. El escritor (y editor) esperó a que una amiga le leyera Guerra y paz, quería volver a Tolstoi una vez más pero ya no podía sostener el libro y la vista le fallaba. Y entonces decidió dejar de tomar las medicinas, dictar cartas de despedida, y en palabras de Rodrigo Fresán, escribirse y editarse la mejor de las muertes. Durmiendo o soñando tras haber contemplado Central Park por última vez.

Podéis escuchar a William Maxwell, in memoriam, comentando y leyendo su poema favorito:





Volví a leer Vinieron como golondrinas. Me la trajo a la memoria Aruitemo, aruitemo, la película de Kore-eda que comenté aquí el domingo. Por el sustrato autobiográfico, por el uso de la memoria como herramienta de creación, por ese tono menor, que no sólo no corta, sino que pone alas en la imaginación, por la selección de los elementos esenciales que levantan un mundo y de las imágenes capaces de cuajar una mirada. Un hondo sentir y un claro decir, creo que nada traduce mejor la voz íntima de William Maxwell a través de tres partituras -la del hijo pequeño, la del hijo adolescente, la del padre- que cantan la pérdida irreparable de la madre: Salió de la habitación, cerró la puerta y oyó el eco de sus propias pisadas; y supo que, ahora que estaba solo, las iba a seguir oyendo durante toda su vida. ¿Hay alguna imagen que cifre mejor y más delicadamente el vacío y la pérdida que la de ese hombre abismado en la escucha de los propios pasos?


Ya lo sé, os lo estáis imaginando. Claro, yo también me pregunto si alguien editó a Maxwell. O si era de la estirpe de Juan Rulfo, de esos escritores que dejan por sí mismos siete octavos de la historia enterrada en el relato. Artistas -valga la redundancia- en el aquel de cortar y pegar.