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29/5/13

Una rosa blanca para Lisa


Aprovechamos unos días en Madrid para ir al cine. Llevábamos medio año sin pisar una sala y ya teníamos mono: un cine cómodo, buena proyección, versión original, pocos espectadores (una pena, pero... qué bien). Vimos tres películas: Stoker de Park Chan-wook (poco más que una golosina audiovisual; lo peor, que pretenda envolverla con un tributo a Hitchcock escena por escena, cuando sólo le llega a la suela zapato del maestro en un par de planos, como aquél en que Mia Wasikowska afila un lápiz ensangrentado, o en el uso avieso de la memoria de Psicosis de la escena de la ducha), Barbara de Christian Petzold (se agradece la distancia justa y la rima de un viento nada realista en las escena de la protagonista en bicicleta en un camino con una cortina arbolada; una pena que juegue la baza de un dilema que no es tal, con tan previsible resolución) y On the Road de Walter Salles (poquita cosa; una mirada muy superficial, un barniz beatnik, sobre Kerouac, lástima que Coppola se limite sólo a la producción después de haber incubado ese proyecto para sí mismo tantos años: o quizá no hiciera falta, quizá nos basta Carretera asfaltada en dos direcciones, donde Monte Hellman filtra a Kerouac con el cedazo de Beckett). En fin, nada memorable. Lo mejor fue volver al cine, el refugio del cine, la noche del cine, el útero del cine. Del poco cine en el cine se cura uno con más cine -y gran cine (no necesariamente con más películas)-, aunque no sea en el cine. Y en eso anda uno en una cura de cine. El cine de Carta de una desconocida, pongamos por caso.


Hay dos cineastas que he (re)descubierto en este finisterre y  han devenido imprescindibles (en este siglo), y algunas de sus películas, películas de mi vida: Max Ophüls (Madame de..., Le plaisir, Lola Montes) y Jacques Becker (Casque d'or, Le trou). Becker admiraba a Ophüls y Ophüls veía en Becker, si no a un heredero, a un cineasta de su cuerda romántica, hermanados por los elegantes acordes melancólicos en la puesta en escena, que velaban una mirada sombría y quizá un poso de decepción por el relativo -o no tan relativo- desdén del público (y la industria) por su cine, por su arte. (También me receté Touchez pas au grisbi de Becker para esta cura de cine.) Y el último (re)descubrimiento de Ophüls llegó con Carta de una desconocida, una película que me había gustado pero no maravillado como estos días, hasta el punto de resultarme casi inverosímil que sólo la hubiera visto como una buena película sin reparar en el gran cine que cobija. En realidad, no había mirado hasta ahora Carta de una desconocida. (Y mira que nuestro hijo nos la había palabreado con admiración desde hace años, y más de una vez evocó la escena del tren de feria que tanto le gusta.) Hay que ver, quizá andaba uno más necesitado de una cura de lo que imaginaba. Una cura para el mirar. (Verla solo. Y verla con Ángeles. Sobre todo verla con Ángeles, así cura más Carta de una desconocida.)


Hollywood ninguneó a Max Ophüls. Unas veces le cerró la puerta en las narices. Lo desdeñó otras tantas. Mayormente lo ignoró. Así durante cinco años. Es cierto, no llevaba ningún gran éxito a cuestas, pero sí una gran película como Liebelei (1933), que aquí se tituló Amoríos. Llegó exiliado en 1941 y hasta el verano de 1946 no pudo ponerse tras una cámara. Y eso gracias a Preston Sturges que se lo recomendó a Howard Hughes para dirigir Vendetta, una adaptación de Colomba de Merimée, como un vehículo para Faith Domergue, una actriz protegida del magnate; a la semana de rodaje Hughes se queja de la lentitud de Ophüls y de la forma en que dirige a su chica (no le debía hacer suficientes primeros planos), y obliga a Preston Sturges -en funciones de productor- a despedirlo. Aquello acabó como el rosario de la aurora y la película se estrenó en 1950 después de pasar por varios directores, el último el actor Mel Ferrer. (La venganza de Ophüls se va a servir fría y usando las armas del cine: esperará a rodar Caught, un film noir estrenado en 1949, para destilar su vendetta contra Hughes, a través del personaje encarnado por Robert Ryan. Pero esa es otra historia.) Entonces le echó una mano otro europeo, Robert Siodmak, un colega de los tiempos de Berlín, su película Forajidos (The Killers, su título original como el cuento de Hemingway en que se basa) se estrenó a finales de agosto de 1946, era todo un éxito y tenia mano en la Universal, asi que recomendó a Ophüls para dirigir The Exile -aquí La conquista de un reino-, una película de y para Douglas Fairbanks Jr.

Max Ophüls con Gouglas Fairbanks Jr. 
en el rodaje de The Exile.

Por una parte, Ophüls se moría por trabajar pero por otra había salido escaldado de la experiencia con Hughes. La guerra en Europa había acabado y quizá llegaba el momento de volver, después de su penoso periplo americano. Pero Siodmak despejó sus dudas: "Si quieres volver a Europa y encontrar trabajo, tienes que hacer por lo menos una película en Hollywood; si no, nadie va a confiar en ti".  Ophüls y Fairbanks trabajaron juntos en el guión, veían las películas del padre del actor y se hicieron amigos. Rodando The Exile, donde disfrutó de una cierta libertad, a Ophüls le empezó a gustar el trabajo en la industria del cine americano. No tenía prejuicios contra Hollywood -les contó el cineasta a Rivette y Truffaut, que lo entrevistaban para Cahiers en 1957, poco antes de morir-, pero cuando no trabajas no puedes amar la ciudad o el país donde vives. Cuando se trabaja, y con gente que ama ese trabajo, sea cual sea la ciudad, Roma, Hollywood, Berlín o París, entonces es maravilloso. Y una de esas tardes, durante la proyección de lo rodado (los rushes), le hablaron de otro proyecto que se preparaba en el estudio: Carta de una desconocida, una adaptación del relato de Stefan Zweig.

Ophüls con Joan Fontaine en el rodaje 
de Carta de una desconocida.

La idea de llevar a la pantalla Carta de una desconocida fue cosa de Joan Fontaine -la protagonista de Rebeca y Sospecha de Hitchcock- y desarrolló el proyecto con su marido, William Dozier, vicepresidente de la Universal, a través de Rampart, la productora que habían formado juntos (para promover películas a la medida de la actriz). Le encargaron el guión a Howard Koch, el guionista de emisión radiofónica de La guerra de los mundos de Welles (con el Mercury Theatre),  La carta de Wyler, y uno de los guionistas de El sargento York de Hawks y Casablanca de Curtiz. Y fue el propio Koch, el primer amigo que hizo Ophüls en Hollywood, quien sugirió al cineasta como el director ideal para la película. John Houseman (el socio de Welles en el Mercury Theatre), como productor de Carta de una desconocida, apoyó la recomendación de Koch. Pero no bastaba con la anuencia de Joan Fontaine y William Dozier, había que conseguir el visto bueno del jefazo de la Universal, William Goetz. Ophüls contó  en aquella entrevista cómo buscó la manera de coincidir con el mandamás en el baño turco del estudio y poder charlar tranquilamente y sin interrupciones telefónicas; y así, en cueros ambos, sudando la gota gorda, el cineasta le comió el tarro haciéndole ver que no había otro director en el mundo que pudiera hacer una película a la altura de la nouvelle de Zweig... hasta que el patrón, quién sabe si derretido por la calorina o por el fervor de Ophüls cabeceó conforme. "¿Por qué no?"


Y, entonces sí, Ophüls tomó en sus manos Carta de una desconocida, reescribiendo el guión con Howard Koch, aunque seguramente Houseman participó en la reescritura o, como mínimo, la amparó. Y la obra de Zweig empezó a cobrar la forma de una obra de Ophüls. De buen principio digamos que no comparto la opinión de quienes prefieren una a otra; Carta de una desconocida me parece una inspirada adaptación  de una inspirada nouvelle; ambas, muestras perfectas de cómo las formas -de la literatura, del cine- pueden transfigurar un argumento, si no banal, sí sobado, en una pieza sublime; o mejor, de cómo -en literatura, en cine... en arte- sólo las formas cuentan. Apuntamos algunas de las transformaciones introducidas en el guión respecto a la nouvelle, más allá de la cronología (lo que acontece en Viena hacia 1900 en la película, sucede un par de décadas después en el libro, en los años de la gripe española):


- un músico, Stefan (encarnado por Louis Jourdan) como destinatario de la carta en lugar del escritor (R. en la obra de Zweig), un cambio cantado, no sólo por la virtualidad fílmica de la música sino por la concepción del melodrama según Ophüls, donde la música respira por una herida abierta en el curso del tiempo;

- el músico recibe la carta un día significativo, cuando debe batirse en duelo pero decide poner tierra de por medio (el honor es un lujo que sólo un caballero se puede permitir), mientras que en la nouvelle la carta llega a las manos del escritor un día cualquiera;

- la lectura de la carta deviene una revelación para el músico (que experimenta una transformación) y un abismo -un agujero negro- para el escritor (...fue como si, de repente, se hubiese abierto una puerta invisible y un golpe de aire frío hubiera penetrado desde el más allá en su tranquila habitación. Sintió a la muerte y sintió un amor inmortal: algo le atravesó el alma y pensó en aquella mujer invisible, etérea y apasionada como el recuerdo de una lejana melodía);


- en la nouvelle, la protagonista es consciente desde muy pronto de que sólo será una más para el escritor, sin embargo en la película es algo que (como veremos) nos muestra la puesta en escena, o sea, nosotros somos conscientes de su condición fatal (de su amour fou) antes que ella, reforzando así el sentimiento trágico del momento en que Lisa (en la película; no tiene nombre en la obra de Zweig, es la desconocida) cobra conciencia de que Stefan no sólo no la reconoce, sino que nunca reconocerá en ella -en Lisa, siempre Lisa, la misma Lisa (siempre Joan Fontaine, la misma Joan Fontaine), proyectada en el tiempo por la memoria- a la niña embelesada, a la joven enamorada, a la mujer perdida de amor que sólo vive para él;


- en la película ella acaba casándose con un militar para garantizarle un futuro a su hijo, mientras que en el relato de Zweig (y por la misma razón) se convierte en una cortesana;

- el criado del músico, encarnado en la película por Art Smith (el agente de Bogart en In a Lonely Place de Nicholas Ray) -un actor víctima de la caza de brujas a partir de 1952-, a diferencia del libro, es mudo, y (como en el libro) él sí reconoce a Lisa, él la ha guardado en la memoria, de alguna forma son almas gemelas, tan silencioso, tan callado, como el corazón de Lisa, que sólo se descargará a base de palabras en la carta;

A la dcha., Art Smith, como John, el criado mudo del músico 
(en su primera escena en la película).

- y una escena que sólo vemos en la película, uno de esos cachitos de cielo que el cine ha llovido sobre nuestros ojos maravillados, la noche de amor de Lisa con Stefan, ese viaje onírico en un vagón de tren de mentira del parque de atracciones del Prater vienés, mientras por la ventanilla se mueven paisajes de diorama, toda una vida destilada en puro tiempo suspendido, una sublime metáfora del cine, pero también memoria (y arqueología) del cine, un espectáculo pre-cinematográfico que perdurará unos años aún en el primitivo cine de atracciones, aquellos Hale's Tour, vagones de tren que simulaban moverse (con su traqueteo y todo) mientras los pasajeros disfrutaban del viaje a través de las proyecciones cinematográficas de los paisajes, que contemplaban en la ventanilla-pantalla. Uno no puede saberlo seguro, pero pondría la mano en el fuego por que esa escena fue una idea de Ophüls aunque no dudo de que los (admirables) diálogos -de esta escena como los de toda la película- sean obra de Howard Koch.  


En el tren de Carta de una desconocida Ophüls vuelve a Viena. Sí, allí había trabajado como director en el Burgtheater en más de doscientos montajes durante los últimos años veinte, y allí se desarrolla Liebelei, una de sus primeras películas alemanas (ya una gran película y uno de sus mayores éxitos antes del exilio), pero la Viena de Ophüls, como la Santa María de Onetti, sólo existe en su imaginación, la Viena onírica (bajo la lluvia, velada por la niebla o cubierta de nieve) en los decorados de Alexander Golitzer, donde Lisa cobrara visos de un fantasma errante, perdido en una historia de amor desesperada ; la Viena iluminada por Franz Planer, el gran director de fotografía que ya había trabajado con el cineasta en Liebelei y en The Exile; la Viena, en fin, sólo desvelada por los delicados arabescos de una cámara milagrosamente ingrávida, montada en esa dolly y sobre todo en esa grúa de la que no podía separarse.

A la izda, y en primer término, Franz Planer.
Tras la cámara, Max Ophüls, 
durante la preparación de un plano 
de la escena de la ópera con la grúa.

(James Mason, gran amigo de Ophüls y protagonista de sus dos últimas películas americanas, Caught y The Reckless Moment, le dedicó unos versos a propósito del deleite del cineasta con la grúa y cuánto sufría cuando se la arrebataban:  I think I know the reason why / Producers tend to make him cry. / Inevitably they demand / Some stationary set-ups, and / A shot that does not call for tracks / Is agony for poor dear Max / Who, separated from his dolly, / Is wrapped in deepest melancholy. / Once, when they took away his crane, / I thought he’d never smile again.)

Cuando leas esta carta, puede que haya muerto...

La carta de Lisa llega desde otro mundo, ha cruzado el umbral para ser memoria o perderse en el olvido. Tiempo redentor o tiempo perdido, eso depende de que su historia (de amor) llegue a Stefan -y nos llegue a nosotros, espectadores-, de que su voz sea escuchada, la voz de una muerta. Lisa es otra Sherezade, sólo que no lucha (con su historia) por su vida; Lisa sabe que tiene las horas contadas cuando escribe la carta donde embalsama (como el cine) cada momento con Stefan, así que no lucha por su vida, sólo por su memoria, por la memoria de su amor, para que su amor sea inmortal. Porque fue la obra (de arte) de su vida. Esa historia -su historia- es lo único que cuenta.

Joan Fontaine escucha las indicaciones de Max Ophüls. 
Franz Planer atiende también.   

Son sus señas de identidad lo que pone en manos de Stefan, en nuestras manos. Es lo que cuenta. Y si ya no puede contar con la memoria de Stefan (que no la reconoció), quizá esa carta consiga que la imagine o que la sueñe. Y la imagen de Lisa que ve Stefan al final, cuando le aguarda una muerte casi segura, quizá sea sólo la proyección de un sueño irradiado por la carta, que puede leerse/verse como un testamento, como un legado (así quiere ser rememorada), como un autorretrato de Lisa. La encarnación del melodrama, ese impulso primordial donde se conjuga la herida con la memoria y el desgarro con el tiempo. Lisa encarna el delirio de la mirada de una mujer poseída por una idea del amor. Por el demonio del amor.


Del amor como elegía (me acuerdo de El hombre que mató a Liberty Valance de Ford)  Del amor como obsesión (me acuerdo de Vértigo de Hitchcock). Del amor como absoluto; en el libro ella se ve como una fanática del amor (me acuerdo de Gertrud de Dreyer). La mirada de Lisa no ve, o no sólo ve, inventa un amor al que dedica su vida secreta, su vida verdadera, una vida soñada, sí, pero digna de ser recordada, como se recuerda una bella historia, una ópera o una melodía. Antes de verlo -a Stefan- ya lo miraba, ya lo imaginaba, ya lo quería (suyo), ya lo había transfigurado en su prenda de amor fou, le bastó ver sus cosas, ponerle los ojos encima a sus muebles, adivinar en ellos el tacto de las manos del pianista. La mirada enamorada no puede ser sino fetichista, porque no hay cosa irrelevante, todo -lugar o tiempo- deviene relicario del amado. O sagrario de una ausencia. Cada gesto por efímero que sea representa un estallido de significado que colma de sentido cada grano de tiempo.


Ese delirio del mirar es lo único que cuenta para Lisa. Es su cuento (y ella es su propia hada madrina). Es lo que cuenta Ophüls. Claro que es barroco. Cómo no va a serlo si el barroco -recordad a Velázquez- destila el primor de la mirada; en el barroco el mirar deviene ritual y el mundo un teatro para la mirada: Las meninas nos miran mirar. Como la puesta en escena de ese encuentro nocturno, la primera vez que Stefan repara en ella (que va cada noche al pie de su ventana, sólo para estar cerca de él) y la mira, nos muestra esa mirada, se recrea en ella, porque esa mirada justifica todos los desvelos de Lisa, casi podríamos decir que justifica su locura de amor, prueba que no era sólo un sueño, y miramos a Lisa en el aquel de ser mirada, transfigurada por esa mirada que rememora en la carta, ese momento sublime que cifra su destino: ella se recuerda así, con la mirada de Stefan prendida en la suya (tan prendida como la nuestra).


Y, sobra decirlo, es romántico -cómo no iba a serlo-; pero entendámonos,  lo romántico, como supo ver tan bien Berger, siempre está en el margen, en el extremo de lo posible, ya sea sublime o terrible. O sublime y terrible como el amor de Lisa. Así el cine de Ophüls. Así Carta de una desconocida. Donde la mirada se conjuga como memoria, como una música en el tiempo. Una música en el tiempo como dispositivo estructural, como eje cardinal de la puesta en escena construida a base de resonancias, de rimas visuales, de escenas que se reflejan como espejos en el curso de la película y nos trabajan la memoria por dentro. Como ese plano desde detrás de Lisa (que se pasó horas aguardando por Stefan dispuesta a abrirse el corazón) en lo alto de la escalera -que deviene una filigrana del destino y matriz de Carta de una desconocida-, una perspectiva que nos permite mirar como mira a Stefan que llega esa noche (como tantas) con una (otra) mujer.


Más adelante, Ophüls nos sitúa otra vez en lo alto de la escalera, con el mismo punto de vista desde donde miraba Lisa, para mirar ahora que es ella quien acompaña a Stefan; claro, Lisa sueña que ya no habrá otras, que ella será en adelante para Stefan la única mujer (entre todas las mujeres), que será ya sólo ella para siempre después de la noche en el tren de mentira del Prater, una noche que valió por toda una vida (juntos), pero el cineasta nos ha colocado en el lugar para que miremos lo que Lisa (aún) no puede ver, que ella sólo es una más, una aventura efímera como la nieve que cubre las calles de esa Viena esa noche.


Hay quien piensa que el libro es mucho más cruel que la película (ya se sabe, Hollywood edulcorando el material literario), pero debe ser que no repararon en este momento que destila el gran arte de Ophüls en estado puro. O les pasó desapercibida la rima terrible entre las escenas de la estación. En la primera, Lisa acude a despedir a Stefan que se va a Milán con la orquesta pero le asegura que volverá en dos semanas: no sólo no volverá a las dos semanas, la olvidará. En la segunda, Lisa acude a despedir a su hijo, lo manda al colegio antes de tiempo porque quiere reunirse con Stefan al que ha encontrado en la ópera el día anterior después de diez años, y le promete que pronto irá a verlo y le explicará... Ella no lo sabe, pero nosotros ya sabemos lo que le aguarda.


A Ophüls le ha bastado (es un decir) ponernos en el lugar preciso. Para mirar y recordar. A través de la puesta en escena, el cineasta nos sumerge primero en el delirio visual de Lisa (ventanas, puertas, espejos, escaleras, rincones... acechos para la mirada, umbrales de la pasión, geometría de una obsesión, álgebra de un desvarío)  y luego nos pone a la distancia justa para que seamos conscientes de esa locura. Con la misma estrategia nos hace comprender que el músico no la recuerde y al tiempo que nos duela que la reconozca (y el hecho de no reconocerla resulta mucho más lacerante en la película que en el libro) .


Carta de una desconocida hilvana un amor de perdición: en vida, Lisa no dejó huella en Stefan, ni siquiera la recordaba, ni cayó en la cuenta de las rosas blancas que ella le había regalado (en memoria de aquella rosa blanca, prenda de la noche en el tren de mentira del Prater), pero la carta, su historia (el cuento de una mujer muerta) le cambia la vida... y lo arrastra a la muerte. Creo que Ophüls pensaba como Kierkegaard que quien se pierde por una pasión pierde menos que quien pierde la pasión. Así que, casi podríamos convenir en que las palabras febriles de Lisa acaban curando a Stefan (un hombre que ha perdido la música, la única pasión que lo arrebataba), lo que puede verse como una versión irónica del psicoanálisis del doctor Freud, en aquella Viena de todos los demonios.

Como en los títulos de crédito 
de todas sus películas americanas 
Max Ophüls figura como Max Opuls.

Carta de una desconocida se estrenó el 28 de abril de 1948. Fue un fracaso en América. El público la desdeñó como una película vieja, pasada de moda. En Europa se recibió mejor, pero no para tirar cohetes ni mucho menos. Unos años después, William Dozier le contó en París a Ophüls que la película empezaba a tener un cierto éxito en los pases por televisión. Para Joan Fontaine era su película preferida; por lo visto, apenas le dedicó unas líneas en sus memorias: aquel rodaje había sido un lecho de rosas.  


Si Lisa pone su historia en manos de Stefan, Ophüls la pone en escena al amparo de nuestra mirada. Del poder del cine para resucitarla. Ophüls preserva su memoria con la forma de una herida abierta por el filo del tiempo. Y nosotros, con una rosa blanca para Lisa.

30/6/10

Epílogo con Long John Silver


También podría titularse Principio y fin. El caso es que pensé que venía a cuento dedicarle siquiera un pellizco a los primeros años de Orson Welles y sobre todo a su experiencia en la radio que le permitirá convertirse en un verdadero creador del cine sonoro. A los 20 años ya era un cotizado actor radiofónico. Claro que Orson Welles fue precoz en todo, a los 16 ya había debutado como actor profesional en el Gate Theatre de Dublín, fue allí y a esa tierna edad cuando conoció a Micheál Mac Liammóir, el Yago de su filme Otelo. Y a los 21 el productor John Houseman lo reclutó como director escénico para el Federal Theatre Project en Nueva York, una iniciativa de la administración Roosevelt para dar trabajo a los actores en paro durante los años de la Depresión. Orson Welles pondrá en escena en 1936 un mítico Macbeth con actores negros ambientada en la corte del rey Henry Christophe en el Haití del XIX, un montaje conocido como el Macbeth negro o el Macbeth vudú.




En 1937 produce el serial The Shadow (La sombra) y se convierte en una figura de la radio. Ese mismo año, en julio, funda con John Houseman, que consigue financiación de varios mecenas y alquila una sala en Broadway, el Mercury Theatre, una compañía con la que Welles cultiva el hábito que ya nunca abandonará de simultanear varios proyectos en diverso grado de desarrollo: interpreta una obra por la noche, ensaya otra por la mañana, prepara una distinta por la tarde y en la madrugada teclea una adaptación de Shakespeare -para el teatro- o de Conrad -para la radio-, o redacta un discurso para un mitin antifascista en Nueva York. Entre 1938 y 1940 Orson Welles monta casi ochenta piezas de una hora para la radio. Ahí encontrará el futuro cineasta un laboratorio en el que experimentar todos los rasgos que dotan a sus películas de un tratamiento sonoro inconfundible -engarces espaciales, superposición de diálogos, narración off, hilvanado de elipsis, perspectivas acústicas- donde se integran efectos, música y diálogos en una banda de audio orgánica, una arquitectura para el oído -y la imaginación- tan intensa que dota a las imágenes de una pregnancia magnética y, por momentos, diríase que las imágenes representan apenas una forma leve, una epidermis visual, una huella visible, tal es el espesor del cuerpo sonoro del filme. Pero no sólo en el cine, también aprovechará su experiencia radiofónica en los montajes escénicos, hasta el punto de reconocer en Welles a un pionero de la sonorización en el teatro.


En alguna ocasión se definió como un Peter Pan que se niega a crecer -teatro, circo, radio y cine no dejaban de ser formas de jugar- y, al mismo tiempo, como un adulto que nunca fue joven -tan pronto se hizo profesional de tantas cosas a la vez-; aunque quizá nada lo defina mejor que su condición de maverick, una expresión de la jerga de los vaqueros para designar a los animales que no han sido marcados a fuego y que han conseguido vivir al margen del rebaño, errantes, independientes. "Los mavericks -comentó Orson Welles en 1973- somos una especie en vías de desaparición (...) Un maverick puede seguir su propio camino, pero no piensa que sea el único (...) Y no imaginéis que este canalla bohemio pretenda ser libre. Simplemente, algunas de sus necesidades de las cuales soy esclavo son diferentes de las vuestras. Como realizador, por ejemplo, me financio con mis trabajos de actor. Utilizo mi propio trabajo para subvencionar mi trabajo. En otras palabras, estoy loco. Pero no lo bastante loco para pretender ser libre. Es un hecho que muchos de mis filmes no podrían hacerse de otro modo. O si se hubiesen hecho de otro modo quizás hubiesen sido mejores. Pero, ciertamente, no habrían sido míos".

1938 tiene una especial significación en la trayectoria profesional de Orson Welles. En julio de ese año la CBS pone en sus manos el programa semanal The Mercury Theatre on the Air para la temporada de verano, pero alcanza tal éxito que le ofrecen un contrato en exclusiva, con total libertad dentro del presupuesto asignado. Welles adapta relatos de Chesterton, Hemingway, Dickens, Hammet o Dumas. Pero llega un punto en que ya no puede elaborar él mismo los guiones -es productor, realizador, maestro de ceremonias, narrador, protagonista, y además compagina el trabajo en la radio con el teatro-, así que echa mano de otros guionistas -el mismo Houseman, Howard Koch o Herman Mankiewicz (con el que escribirá Ciudadano Kane)- y él se limita a definir el tono y el estilo de la escritura radiofónica. En octubre de 1938 tendrá lugar la famosa emisión de La guerra de los mundos (con guión de Howard Koch) con la que Welles alcanza una celebridad que contribuirá a abrirle las puertas de Hollywood. En las producciones del Mercury Theatre encontramos a los actores que nos resultan familiares de las películas de Welles -Joseph Cotten, Agnes Moorehead, Everett Sloane, Paul Stewart o Ray Collins-, pero en sus programas de radio contará también con actores ajenos a su compañía, como Katherine Hepburn en Adiós a las armas de Hemingway, con Laurence Olivier en Beau Geste de P. C. Wren o Margaret Sullavan en Rebecca de Daphne du Maurier, y podríamos añadir a Joan Bennett, Roland Colman, Mary Astor, Walter Huston o Ida Lupino; y en la música con Bernard Herrmann, que también compondrá la música de Ciudadano Kane y El cuarto mandamiento.

Emisión de The Mercury Theatre on the Air
en julio de 1938. Detrás, a la izda., Orson Welles
y, al fondo, a la dcha., Bernard Herrmann

Las emisiones del The Mercury Theatre on the Air comenzaron el lunes 11 de julio de 1938 a las 21 horas de Nueva York con Drácula de Bram Stoker. Orson Welles ponía la voz al narrador, al Dr, Seward y al Conde Drácula. Al lunes siguiente, 18 de julio, y a la misma hora los oyentes de la CBS pudieron escuchar Treasure Island de R. L. Stevenson, con Orson Welles en los papeles de narrador y de Long John Silver.


El último papel de su filmografía lo interpretará en La isla del tesoro (1972) de John Hough/Andrew White (Andrea Bianchi) encarnando a Long John Silver. Lástima que ni siquiera su presencia convierta la película en algo memorable. Y podéis imaginar que he soñado con La isla del tesoro dirigida por Orson Welles. De hecho, tuvo entre manos el proyecto. Más de una vez, en el curso de la lectura de la novela, imaginé ésta o aquella escena filmada por él con su Cameflex al hombro, por ejemplo la escena en la que Jim Hawkins -en el barril de manzanas- descubre la verdadera identidad del cocinero de la goleta La Española. Me habría conformado incluso con La isla del tesoro -suya- inacabada. ¡Qué hermoso final para un maverick como Orson Welles: un pirata como Long John Silver!

14/12/09

El avión de Lisboa


Ayer encontré un archivo que creía perdido con unas notas a propósito del desarrollo del guión de Casablanca, extraídas de un libro de Pablo Sánchez Martín editado en 1997 por Film Ideal que a estas alturas resulta casi inencontrable y que contenía el guión traducido y anotado de la película, y un estudio introductorio que, de paso, desmontaba algunos lugares comunes que se suelen barajar a propósito de la película de Michael Curtiz. Recuperar aquí aquellas páginas que muestran cómo se trabajaba (escribía) en la fábrica de la Warner en los tiempos del cine clásico y de paso seguir los avatares de la cocina de un guión canónico, ése que el gurú Robert McKee considera el guión por excelencia, quizá tenga algún interés. Confieso que siento debilidad por Casablanca, y cuando digo debilidad quiero decir debilidad, tal cual. No es mi película favorita y ni siquiera entraría en una hipotética lista de las que considero las cien mejores películas de la historia del cine, pero si la encuentro en algún canal no puedo evitar verla, y llorar con la escena de La Marsellesa y derretirme con los ojos húmedos de Ingrid Bergman y asombrarme de la coreografía que monta Curtiz en el aeropuerto y maravillarme con esos encuadres de los plano/contraplano del triángulo con esos sombreros y con tal perfección, y escuchar esas réplicas mientras ronronea el avión de Lisboa. En fin, ya lo dije, una debilidad. Recuerdo la tarde del día de Navidad de hace dos años en Nueva York, paseando por el West Village con Ángeles y nuestro hijo, cuando descubrimos con sorpresa que estaba abierta una pequeña librería de viejo, la Left Bank Books, tan atestada que costaba moverse y donde encontramos una edición de los escritos de Dovjenko y Casablanca: Script and Legend de Howard Koch, un volumen en tapa dura, sobrecubierta y el borde superior de las páginas tintado de rojo con el guión de la película, un texto de Howard Koch -uno de sus guionistas- sobre el proceso de escritura de Casablanca y un análisis del filme de Ricahard Corliss. Y por si no bastara la que me inspira la película, siento una debilidad añadida por el título de la entrada, así que me dije, por qué no. Y aquí os dejo estas notas deudoras del estudio de Pablo Sánchez Martín publicado, por casualidad, cuando se celebraba el centenario del cine en Galicia.


El caso del guión de Casablanca

1. La idea.

En el verano de 1.938 un profesor de secundaria de veintisiete años llamado Murray Burnett era un escritor novel, un don nadie para los magnates de Broadway y Hollywood, que viajaba a una Europa bajo la amenaza del nazismo. En un café del sur de Francia, refugiados de todas las nacionalidades se arremolinaban en torno a un pianista negro que aliviaba los sufrimientos de la gente con sus canciones. Burnett le comentó a su mujer: "¡Dios mío, menudo escenario para una obra de teatro!"

De vuelta en Nueva York, Murray Burnett y su colaboradora habitual Joan Allison se pusieron manos a la obra. Escribieron un guión que titularon One in a million: una trama de espionaje ambientada en Viena denunciaba la barbarie nazi de la que Burnett acababa de ser testigo. No consiguen venderlo.

En el verano de 1.940 decidieron retomar el tema de la ocupación alemana, esta vez para una obra teatral. Con el tiempo se titularía Everybody comes to "Rick's" (Todo el mundo va a "Rick's"). Como Francia estaba ocupada por los nazis, el escenario del café se trasladó al Marruecos francés. Terminada la obra, navegó de productora en productora sin conseguir interesar a Broadway.

La agente de Allison, Anne Watkins, decidió olvidarse de los teatros y probar con el cine. Consigue entrevistarse en Nueva York con Irene Lee Diamond, la editora de historias de la Warner, que buscaba material literario con posibilidades de adaptación. El ocho de diciembre de 1.941 -el día después del ataque japonés contra Pearl Harbor- la obra titulada Every comes... va a parar al despacho del analista de historias Stephen Karnot en los estudios de la Warner en Burbank, al norte de Los Ángeles.

Tres días más tarde Karnot envía un documento de veintidós páginas -sinopsis incluida- al productor ejecutivo Hal B. Wallis. Algunos de los comentarios contenidos en el informe: "Excelente melodrama. Escenario exótico y de gran actualidad. Una atmósfera de tensión y suspense con conflicto físico y psicológico. Una trama intensa y un sofisticado romance. Un éxito en taquilla seguro para Bogart, Cagney o Raft en papeles fuera de los acostumbrados y, quizá también, para Mary Astor".


2. El proyecto.

A Wallis le atrajo la historia contenida en la sinopsis y se convirtió en el alma del proyecto. Desde el primer día -12 de enero de 1.942, fecha en la que se adquieren los derechos de la obra- hasta el último -26 de noviembre de 1.942, fecha de la première- lo supervisó todo. Como buen analista de historias, no había evaluado solamente la calidad actual de la obra teatral sino la potencialidad de la misma. O sea, sus posibilidades de desarrollo una vez que entrara en el Story Departament de la Warner.

Antes de adquirir los derechos, Wallis se dejó asesorar por productores (Jerry Wald), directores (William Keighley) y guionistas (Aeneas McKenzie y Casey Robinson) de su confianza. A éstos y a otros les mandó una copia del guión y les pidió una valoración por escrito. Hubo opiniones para todos los gustos. El tres de enero A. McKenzie envió su respuesta a Wallis, entre otras cosas comentaba: "Creo que se puede hacer una buena película con esta obra de teatro. Aparte de la acción y de los escenarios en que transcurre, se le puede sacar partido a un tema excelente: la idea de que cuando se pierde la fe en los ideales, la batalla está perdida antes de que comience". Eso es lo que le pasaba a Rick Blaine. McKenzie había dado con una de las claves y fue el primer guionista asignado al proyecto. A él se unieron Wally Kline y Leonore Coffee. Este trío de guionistas acaba de escribir Murieron con las botas puestas de Raoul Walsh. A ellos, el nueve de enero de 1.942, se le asigna el encargo apremiante de convertir Everybody comes... en el guión de la producción nº 410 de la Warner. En aquella época, en el galpón de los guionistas facturaban un guión a la semana por término medio.

Al cabo de treinta y cinco días, el doce de enero, la obra fue comprada por 20.000 dólares -la mayor suma pagada hasta entonces por una obra de teatro sin producir-.




3. La primera versión.

El 23 de febrero McKenzie, Kline y Coffee entregan la primera versión del guión. Para Wallis, algo no marchaba bien en aquel primer draft. Contra la norma habitual del estudio, el trío de guionistas es sustituido por los hermanos gemelos Julius y Philip Epstein, que pasan a ser los responsables del guión el 25 de febrero.

A escasos tres meses del rodaje el guión presentaba un aspecto desolador, sobre todo en cuanto al desarrollo de los personajes. Veamos el caso del protagonista: Richard Blaine era un simple abogado casado y con dos hijos que había llegado a Casablanca procedente de París, donde había mantenido un idilio con Lois Meredith, en guiones posteriores se convertiría en Ilsa, quien, sin saberlo Rick, hacía lo propio con Víctor Laszlo. La escena de la despedida tenía lugar en "Rick's", pero, sobre todo, el generoso gesto final carece de sentido, puesto que Lois ni está casada con Víctor ni está segura de quererle. Instantes después Rick se entregaba sin resistencia a Strasser. Rinaldo, así se llamaba en el primer guión Renault, desconcertado, le pregunta: "¿Por qué lo ha hecho, Rick?", y entonces Rick pronunciaba la frase final: "Por el pringoso dinero, Louis, por el pringoso dinero. Me debe cinco mil francos".

Ahora bien, el armazón argumental era exactamente el mismo de la obra de teatro. Había que manipular y ensamblar las distintas partes hasta conseguir dar una forma satisfactoria a las tramas. Ya en el primer borrador del guión estaban presentes absolutamente todos los elementos argumentales que se dan cita en la obra final: la ciudad de Casablanca, el contexto histórico de la 2ª Guerra Mundial, el repertorio de situaciones dramáticas -desde la detención de Ugarte hasta la escena de "La Marsellesa"-, el papel que juegan los salvoconductos, el reparto de personajes -excepto Carl, Berger, el carterista y otros menores- y sus correspondientes antagonismos, incluso la canción "El tiempo pasará".

4. El guión revisado por los Epstein.


Los hermanos Epstein en la Warner

En el momento en que los hermanos Epstein se incorporan al proyecto también lo hace el director Michael Curtiz. Era la quinta película que la pareja de guionistas escribía para el cineasta húngaro. Julius y Philip tenían una merecida reputación de escritores ingeniosos e inspirados para los diálogos -Arsénico por compasión de Frank Capra, por ejemplo-. Aquella réplica de Bogart "Vine a Casablanca a tomar las aguas" es un botón de muestra de su estilo.

La mano de los Epstein se ve, sobre todo, en dos personajes: Rick y Rinaldo, que se convierte definitivamente en Renault (y el dueño de "El Loro Azul" en Ferrari). Reescribieron los diálogos y sus caracterizaciones fueron trabajadas en conjunto, como en la escena en que ambos están sentados en la terraza del "Rick's" mientras contemplan el avión de Lisboa.

También se nota el oficio de los gemelos en la galería de personajes que introducen en el café -Carl, Sacha, el carterista- y que van a constituir el contrapunto humorístico. Los Epstein hacen que todos los secundarios -incluidos los que ya existían: Sam, Ugarte, Yvonne, etc- giren en torno a Rick, al servicio de su caracterización. Todos le brindarán la frase adecuada en el momento preciso, incluso Strasser, que le pregunta por su nacionalidad tan sólo para que Rick sentencie: "Borracho".

Los Epstein introducen la trama a través del narrador que nos sitúa en el contexto histórico, luego unos incidentes callejeros que terminan con la muerte de un sospechoso, después una escena con el carterista y un matrimonio de refugiados para plantear el tema de la necesidad de los salvoconductos y el papel que juega el prefecto de policía, por último la llegada de Strasser a Casablanca.

El resto del guión de los gemelos, que sólo llega a lo que sería más tarde el flashback de París, no varía sustancialmente respecto a la versión definitiva.

El guión revisado por los Epstein -sesenta y seis páginas- se le entrega a Wallis el dos de abril.
En este punto el guión pasa a manos de Howard Koch, el autor del guión de La guerra de los mundos, la famosa emisión radiofónica de Orson Welles, y de películas como El sargento York de Howard Hawks. Afortunadamente cada escritor se limitó a aportar lo que a su juicio faltaba en el guión, respetando -casi religiosamente- lo que había sido escrito por los anteriores.

5. El guión revisado por Howard Koch.

Howard Koch

Koch empieza a colaborar en el guión el seis de abril de 1.942. En medio de la atmósfera de trabajo en equipo que reina en el departamento de guiones de Warner, H. Koch escribe en un memorándum para Wallis: "(Los Epstein) se dedican a tratar de explotar las posibilidades cómicas. Mientras, yo me ocupo de conseguir personajes creíbles y desarrollar un melodrama que tenga sentido en nuestros días, usando el humor tan sólo para aligerar la tensión dramática".

Los personajes de Rick, Strasser y Víctor Laszlo se beneficiarán del trabajo de revisión. Curtiz se había quejado: necesitaba un antagonista que inspirase mayor respeto y así se lo hizo saber a Koch. Strasser se convierte en un corpulento alemán con gafas de pasta cuya sonrisa parece una parálisis muscular.

La reescritura de Koch no va a ser decisiva en cuanto al personaje de Lois Meredith, la protagonista, pero allanará el camino hacia los drásticos cambios que se avecinan. Para empezar Lois pasa a ser, definitivamente, Ilsa Lund, un nombre nórdico a la medida de la actriz que iba a interpretarlo, Ingrid Bergman. Los hermanos Epstein fueron enviados por Wallis para convencer a Selznick de que les cediera a la estrella y lograron su propósito. Koch contó desde el principio con ese dato.


Siguió la línea trazada por los Epstein y la estructura in media res -la acción comienza en Casablanca-, lo que obligaba a una escena de exposición o un flashback para contar la historia de París. El pasado militante de Rick se explicitaba con los diálogos -con la ayuda de Strasser- y no quedó mal, pero el flashback de París fue y sigue siendo objeto de polémica. Koch luchó hasta el final por incluir uno muy breve, fundamentalmente se reduciría a la escena en la estación del tren. Curtiz, por el contrario, quería explicar bien todo lo sucedido en París, pensaba que sólo así se podría entender el grado de amargura y cinismo al que Rick había llegado.

Concluida la escritura del famoso flashback, añade nuevas escenas: el encuentro de Víctor, Ilsa, Strasser y Renault en prefectura; la secuencia en "El Loro Azul".

La mayor contribución de Koch estriba en explotar las posibilidades dramáticas que ofrecían los distintos antagonismos y que apenas habían sido aprovechadas. También aporta el perfil definitivo a la escena de "La marsellesa" y la amenaza de Strasser: "Ya habrá podido observar usted que la vida en Casablanca tiene muy escaso valor".

La fecha del 25 de mayo -fijada para el inicio del rodaje- pendía como la espada de Damocles sobre la cabeza de nuestro guionista. Escribiendo a marchas forzadas consigue entregar el primer tercio de la película a Wallis el once de mayo y una semana después el segundo. Esta última entrega hace patente las limitaciones del personaje de Ilsa. En la escena del mercadillo contiguo a "El Loro Azul", Ilsa le cuenta a Rick que la razón por la que le dejó plantado en París no fue que estuviera casada con Víctor -esta idea fue original de Koch-, sino que lo hizo porque Rick no tenía nada que ofrecerle y no quería pasarse la vida en hoteles baratos y huyendo siempre de la policía, frase que en próximas versiones se le asignará a Rick. El comportamiento interesado de Ilsa minaba la trama romántica: ni siquiera le pide a Sam que toque "El tiempo pasará". Koch había puesto el acento en los aspectos políticos, para él Casablanca -al igual que la obra teatral de partida- no era una película romántica, sino una película de suspense con un trasfondo bélico, por eso deseaba acortar el flashback. Los Epstein tampoco le habían concedido demasiada importancia a la trama sentimental.


Así que, a escasas semanas del rodaje, el enorme socavón argumental estaba a los pies de Hal B. Wallis. Sabe que el rodaje comenzará con el flashback de París, no sólo son las escenas más cruciales de la relación amorosa Ilsa-Rick, sino también las más débiles del guión. Bogart ha leído el guión y se niega a participar en la película a menos que se reescriba la trama amorosa. Wallis corre pidiendo auxilio a un viejo amigo que trabaja como escritor en nómina para Warner: Casey Robinson, el guionista de El capitán Blood de Michael Curtiz o de Mientras Nueva York duerme de Fritz Lang.

La frenética escritura de Koch por concluir el último tercio del guión finaliza el jueves 21 de mayo, cuatro días antes de que comience el rodaje. Este draft es ajeno a los importantes añadidos que introducirá Robinson. De hecho, ambos guionistas no trabajaron juntos y es posible que Koch no supiera que había alguien más en el proyecto.

En las páginas de la última entrega encontramos el diálogo entre Annina y Rick con medias palabras y dobles sentidos de inusual fuerza dramática, más allá de la mera exposición de los hechos -Renault le ha prometido a Annina los salvoconductos a cambio de favores sexuales-. El tercer acto de la película está resuelto con agilidad narrativa que confluye en una resolución insatisfactoria. Ésta sigue localizada en el "Rick's" y se inicia cuando Laszlo acompañado por Ilsa va a buscar los salvoconductos. Renault aguarda escondido para detenerle -ha llegado a un acuerdo con Rick-. Cuando éste le entrega los salvoconductos, Renault irrumpe en la escena. Rick saca un arma y obliga a Renault a dejar marchar a la pareja. Ilsa, delante de su marido, le suplica que le deje quedarse con él, que es a él a quien ama de verdad. Rick argumenta que es un pobre desgraciado... Ilsa y Víctor se van. Poco después aparece Strasser, Rick dispara contra él y es arrestado por Renault. Como en versiones previas, en el final de la película se hacía mención del dinero de la apuesta. O sea, Ilsa en plan lastimero, sin voluntad propia, y Rick, tras convertirse en héroe, es detenido.

A partir de aquí comienzan a entretejerse todas las declaraciones contradictorias que han alimentado la leyenda de Casablanca. Los Epstein hacen creer a la Bergman que van a rodarse dos finales. Por supuesto, la posibilidad de rodar un final en que Rick e Ilsa se marcharan juntos ni se planteó, sería sencillamente inmoral para la época y tal escena nunca hubiera sido aprobada por la MPPDA.


6. El guión revisado por Casey Robinson.

El veintidós de mayo, Robinson reescribe las páginas del flashback que se necesitaban tan urgentemente. Corresponden al encuentro en "La Belle Aurore" donde Ilsa dice aquello de: "El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos". Y aquello otro: "¿Son cañonazos o es el corazón que me late?" Estas van a ser las primeras páginas que se incluyan en el final draft, es decir, la versión final -con fecha en portada: 1 de junio de 1.942-, y contiene todas las modificaciones que se hicieron a partir del guión de Koch -habrá páginas fechadas incluso a mediados de julio-.

La función concreta de Robinson recibiría hoy el nombre de script doctor, un guionista que se incorpora a la reescritura con instrucciones detalladas sobre lo que debe o no debe tocar en el guión. Aunque su contrato fijaba sólo dos semanas de trabajo, su escritura a pie de obra se prolongó otro tanto.

Robinson reescribió la mayoría del diálogo de Víctor Laszlo. A él se debe la atmósfera glamurosa, tan del gusto americano, del episodio de París. Tres escenas -originales suyas- llevan el sello Robinson: el primer encuentro a solas entre Rick -borracho- e Ilsa en el café cerrado: "Si es diciembre del cuarenta y uno aquí en Casablanca ¿qué hora es en Nueva York?" -esta escena sería reescrita por los Epstein- y que sirve de bisagra al flashback; el encuentro entre Rick y Lazslo previo a la escena de "La marsellesa": gracias a la maestría de Robinson las dos tramas -escapar de Casablanca con los salvoconductos y conseguir a Ilsa- toman la dirección de un clímax único ("Debe haber una razón para negarse a venderlos", dice Víctor. "La hay. Pregúntele a su mujer", responde fríamente Rick); y mediante la escena en que Ilsa exige a Rick los salvoconductos a punta de pistola, Robinson introduce en la película el dilema moral, explotando la idea de Koch -el matrimonio de Ilsa y Víctor- y abocando al protagonista a una encrucijada en la que estará solo: "Tienes que pensar por los dos. Por todos nosotros", concluye Ilsa.

7. Los Epstein vuelven al guión.

A principios de junio se reincorporan a la reescritura de la versión final, no así Koch cuyo contrato termina el cinco de junio y desaparece del proyecto.

El rodaje de Casablanca atravesó dos etapas: antes y después del 25 de junio, día en que se incorporaba al rodaje Paul Henreid. Así se dispuso de un mes más -durante el rodaje de la película- para corregir las deficiencias del guión, particularmente su final.


Wallis había confiado en que Robinson lograra un final más convincente que el de Koch: el problema a resolver consistía en hacer creíble que Ilsa y Víctor se marchasen juntos y qué pasaba al final con Rick. Sin embargo, llegó el 24 de junio -día acordado para la entrega del final draft- y Casablanca tenía la misma resolución. Warner, en persona, hizo llamar a los Epstein para que se pusieran a escribir algo mejor para el 17 de julio, fecha en la que se rodarían las escenas finales. Casey Robinson hizo mutis y los Epstein retomaron las riendas del guión.

Entre las reescrituras de los gemelos en julio se encuentran: la conversación sobre los salvoconductos entre Rick y Ferrari en "El Loro Azul"; el acuerdo al que llegan Rick y Renault en prefectura; el encuentro nocturno entre Rick y Víctor después de que la policía irrumpiera en una reunión de la Resistencia y donde ambos se disputan el amor de Ilsa. Esta última escena ilustra la complejidad de los avatares de la profesión de guionista en aquellos años. Su origen se remonta a una carta de Joseph I. Breen, máximo responsable de la MPPDA, donde se detallaba lo inaceptable del fundido con que terminaba la escena del encuentro entre Rick e Ilsa, donde ésta le declaraba su amor, y que parecía sugerir una relación sexual. ¿Cuál era la solución?: interrumpir la escena con la llegada del marido.


Y, claro, los Epstein se ocuparon de la escena del aeropuerto. Era jueves, 16 de julio del 42. Los Epstein conducen por Sunset Bulevard en dirección a Burbank. Hace bastantes días que se les ocurrió localizar la secuencia final en el aeródromo contiguo al "Rick's". A Curtiz le fascinó la idea: mucha atmósfera, noche y niebla. En el plató nº1 de los estudios de la Warner están listos para rodarla al día siguiente. Repasan la escena que ya saben de memoria: llegan todos al aeródromo en coche, entretenemos a Renault rellenando los salvoconductos, Rick e Ilsa tienen un diálogo a solas que va a decidir su destino; Rick saca un argumento de peso ("...dijiste que tenía que pensar por los dos..."); Ilsa se rebela, Rick se mantiene firme ("Siempre nos quedará París"). Los Epstein le tienen verdadera alergia a las historias sentimentales -lo suyo es la alta comedia-, pero son capaces de escribir lo que les echen. La soledad dota al personaje de Rick de una estatura heroica, el amor se esculpe como ideal imposible en los tiempos que corren: "Los problemas de tres pequeños seres no cuentan nada en este loco mundo".


A partir de aquí no hay nada más. Han considerado todas las posibilidades, desde las más absurdas a las más simples, pero no encuentran nada mejor que lo de Koch. ¿Qué va a pasar ahora con Rick?

De pronto, cerca de la UCLA, al llegar a la esquina de Sunset con Beverly Glen, Julius grita: Round up the usual suspects! Philip encaja la frase y ¡funciona!

Renault ha sido testigo y su obligación es arrestar a Rick. Cuando todavía es tiempo de evitar que el avión despegue, llega Strasser. Rick se interpone. Se amenazan. Rick lo mata. Las miradas de Renault y Rick se cruzan. Entonces Renault pronuncia la frase:" Han matado al mayor Strasser. Detengan a los sospechosos habituales". Rick clava su mirada en el Lockheed Electra 12A que pone rumbo a Lisboa. Ahora Rick y Renault, envueltos en la niebla, recorren la pista. La frase final la añadió el propio Hal B. Wallis: "Louis, presiento que éste es el comienzo de una hermosa amistad.

En noviembre de 1.942 tuvieron lugar los primeros preestrenos. Como decía Víctor Hugo, una obra maestra es una especie de milagro, y quizá desde la perspectiva de una fábrica de películas como la Warner Casablanca lo sea. Los salarios pagados a los guionistas que intervinieron en la película variaron entre los 750 dólares semanales de Leonore Coffee, los 2.150 asignados a Aeneas McKenzie y Kline, los 4.200 de Howard Koch o los 15.200 de los hermanos Epstein. Los créditos de Casablanca asignan el guión a Julius Epstein, Philip Epstein y Howard Koch, basado en la obra teatral Everybody goes to "Rick's" de Murray Burnett y Joan Allison. Casey Robinson declinó figurar como guionista, sólo quería hacerlo cuando podía firmar en solitario. En 1943, Casablanca ganó el Oscar a la Mejor Película, al Mejor Director y al Mejor Guión Adaptado.



Cuarenta años después, Patrick McGilligan entrevistó a Julius Epstein para el primer volumen de conversaciones con guionistas, Backstory. El viejo guionista se mostraba picajoso a propósito de Casablanca y harto de tantas historias sobre el guión. Para empezar considera que la película era una mierda elegante, que no se utilizó nada de lo escrito por Howard Koch -cuyo libro sobre la película asegura que no leyó-; que la única línea que sobrevivió de Casey Robinson fue "un franco por tus pensamientos", que además era una línea horrible y que insistimos para que la quitaran; y que Hal B. Wallis y compañía estaban presos del pánico intentando conseguir un final para Casablanca, tenían a setenta y cinco escritores rompiéndose la cabeza, y que él y su hermano lo consiguieron entre Bevery Glen y Sunset Boulevard camino del estudio. Casey Robinson, en la entrevista contenida en el mismo volumen, le cuenta a McGilligan lo furioso que se puso cuando se enteró de que su amigo Hal Wallis le había asignado el guión a los Epstein y cómo tuvo que acudir en su ayuda para escribir la historia de amor, porque Wallis le había prometido a Bogart que él se encargaría de escribir el guión; y admite que se equivocó al negarse a incluir su nombre en los créditos del guión. McGilligan apunta, por si no pasaran pocas manos por el guión de Casablanca, que el guionista Albert Maltz -uno de los diez de Hollywood- participó, por lo menos, en una sesión crucial de reescritura. La verdad podrían haber fletado el avión de Lisboa con todos los guionistas, lo que no es seguro es que llegara a su destino.