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27/10/19

La escalera de la risa


Buscando un libro el viernes, encontré otro (felizmente) fuera de su sitio, un librito que llevaba años sin ponerle los ojos encima y tanto había disfrutado hace la tira:

De la serie Cine, 
dirigida por Joaquín Jordá.

Recuerdo muy bien leer, mientras lo ojeaba (y hojeaba) en un kiosco de las Ramblas de Barcelona, donde lo compré durante el carnaval de 1978, aquellas líneas encantadas de Lorca en El paseo de Buster Keaton:
Buster Keaton cruza inefable los juncos y el campillo de centeno. El paisaje se achica entre las ruedas de la máquina. La bicicleta tiene una sola dimensión. Puede entrar en los libros y tenderse en el horno del pan. La bicicleta de Buster Keaton no tiene sillín de caramelo y los pedales de azúcar, como quisieran los hombres malos. Es una bicicleta como todas, pero la única empapada de inocencia. Adán y Eva correrían asustados, si vieran un vaso lleno de agua, y acariciarían, en cambio, la bicicleta de Keaton.

En este librito prodigioso (editado por Jos Oliver y José Luis Guarner) encontré uno de los primeros artículos que leí de Rohmer, Una geometría de la comicidad, y un texto espléndido, Sobre el cine cómico y especialmente sobre Buster Keaton, de Judith Érèbe (de quien, aún hoy, sólo sé que se carteaba con Cocteau), publicado en 1927 y del que ahora os entresaco algún que otro párrafo:
Keaton llega a lo absoluto por simplificación. Interpreta sin mayúsculas. (...) Intensidad de emoción despojada de todo exceso, mirada por la que sólo pasan chispas de electricidad. La tensión interior constante. (...) Poesía que se desprende de su acción, gracia angulosa del gesto. 
Tristeza; no es la palabra exacta, ni tampoco desolación. Haría falta que comprendiese melancolía, angustia, timidez, muchos otros matices todavía. ¿No está ansiosa esta mirada por todas las incógnitas que encierra la vida? Bajo estas apariencias bufas, ¿no se disimulan posibilidades de sufrimientos demasiado grandes, no se disfrazan de resignación el pudor del alma, la emotividad? (...) Los límites voluntarios entre los que encierra y canaliza esta sensibilidad la refuerzan todavía.
(...) Todos los elementos constitutivos de su personalidad pueden definirse, clasificarse, etiquetarse, pero no lo que los anima: el aliento, el alma. Aquí, como en todo lo bello y misterioso, es así porque sí.

De los remedios con que nos automedicamos para levantarnos la paletilla, pocos tan eficaces como Buster Keaton. Pero el viernes nos regalamos una sesión continua de las suyas por pura gula, un apetito desordenado (como decía el catecismo en el apartado pecados capitales) que nos despertó el librito dichoso (en el mejor y más pecaminoso de los sentidos, sobra decir): empezamos con una obra maestra sublime, The Navigator (1924), y abrochamos con dos joyitas como Hard Luck (1921) y One Week (1929), dos maravillas por cortos que sean: cifran ya el genio absoluto del cineasta.


Sobre el primero de los cortos escribe Judith Érèbe:
Hard Luck nos parece una de las mejores películas de Keaton. Consideren la escena en que, cansado de la vida, trata de hacerse atropellar, luego de colgarse, y sobre todo la sorprendente manera en que se emborracha creyendo envenenarse. ¡Qué precisión y qué suavidad de toque!

Durante mucho tiempo la película estuvo perdida y ya no se conserva la resolución del prodigioso gag final: Buster Keaton acaba de saber que la chica de su vida está casada, así que sube a lo más alto del trampolín para realizar un clavado, pero cae fuera de la piscina y perfora la tierra con un agujero muy profundo; en un intertítulo se lee: Años después..., y entonces aparece nuestro héroe... con una esposa china y dos dos hijos, niño y niña.


En The Navigator la maestría de Keaton cobra visos milagrosos, desplegando una coreografía en la puesta en escena digna del más excelso de los geómetras, donde lo cómico, no sólo linda con la tragedia (como siempre en la gran comedia, como siempre en el universo del cineasta) sino que transfigura el navío en un territorio fantástico, en dominio de los fantasmas, como la secuencia que rompe en esas puertas que se abren simultáneamente, atenazando de puro miedo al protagonista, y nosotros pasándolo pipa. Según el cineasta, The Navigator fue su mayor taquillazo.


Creo que hay pocas cosas más difíciles con las palabras que dar una idea (visible) de una escena de Buster Keaton. Con una del gran Chaplin aún se puede, pero con una de Keaton... Cómo dar una idea (sensible) de la escena de Candilejas donde nos morimos de risa viendo cómo a Keaton, sentado al piano, se le escurren las partituras del atril (quizá el más bello tributo que Chaplin le haya rendido a su colega).


James Agee abría su magnífico ensayo, La gran era de la comedia (publicado en 1945 y recogido en sus Escritos sobre cine) con estas líneas:
En el lenguaje de los guionistas de comedia, las risas se clasifican según cuatro grados: la risita disimulada, la carcajada, la risa a mandíbula batiente y el morirse de risa. La risita disimulada sólo es una risita. La carcajada es una risita disimulada que se da a la fuga. Cualquiera que se haya reído alguna vez a mandíbula batiente sabe de qué le hablo. El morirse de risa, como muy bien indica, mata a risas. El gag ideal, que está construido e interpretado a la perfección, hace que su víctima ascienda por los peldaños de la risa en una gradación cruelmente controlada hasta el eslabón superior, y se dedica entonces a sacudir la escalera en todos los sentidos, a hacerla temblar, oscilar y menearse hasta que el espectador ruega clemencia. Luego, tras un tiempo para la recuperación lo más breve posible, el interfecto notará de nuevo el titileo malicioso del azote del cómico y ascenderá una nueva escalera.

El teorema de la comedia se demuestra con la escalera de la risa y el geómetra supremo era (es) Buster Keaton. Podemos discutir si alguno (Chaplin, sin ir más lejos) llegó a ser tan sublime (creo que sí, de otra forma, claro), pero no hay nadie que haya llegado más alto en la escalera endiablada de la risa. Voy a dejar (es un decir) que sea el propio Agee (gracias, gracias, gracias) quien describa una de las secuencias más gozosas (que ya es decir) de The Navigator:
Creyéndose [Buster Keaton] el único pasajero de un barco a la deriva, tira un cigarrillo encendido al suelo. Lo encuentra la chica [Betsy O'Brien/Kathryn McGuire]. Ella grita y él la oye. Cada uno de ellos empieza a circular con paso decidido a lo largo de la inmensa y vacía cubierta a estribor, y la chica, y luego Keaton, tuercen la esquina en el momento justo para que no se vean entre sí. La próxima vez que les vemos avanzan ya a pasitos presurosos; van al mismo sitio, pero tampoco se encuentran. A la siguiente ocasión van como alma que lleva el diablo. Pero tampoco se cruzan. Luego la cámara se retira hasta un punto más elevado en la popa, se apoya el mentón en la mano y se dispone a observar la intrincada superestructura del barco mientras sus protagonistas vagan, se deslizan, aparecen y desaparecen, suben y bajan por los distintos niveles de la embarcación, y siempre les falta el canto de un duro para que consigan dar el uno con la otra y todo ello gracias a un compás fascinante de maniobras muy bien cronometradas. La secuencia no recurre a ningún gag suplementario para conseguir ser divertida y la risa se va manteniendo constante, como en un incremento regular y gozoso de pasárselo bien. Cuando Keaton ha agotado ya las posibilidades que le ofrecía esa hábil modificación de las persecuciones cinematográficas, se ingenia una magnífica estratagema para que los dos personajes se encuentren: la chica, exhausta, se sienta a recuperar el aliento sobre un tablón que los obreros han dejado dispuesto sobre dos caballetes. Keaton se detiene también en el puente superior, igual de agotado y perplejo. Lo que sigue ocurre en un lapso de tiempo de apenas algunos segundos: la corriente de aire de un ventilador aspira desde atrás la chistera de seda que Keaton intenta desesperadamente sujetar sobre su cabeza, va reculando hasta la bocana de aireación, salta hacia atrás como una carpa y cae al interior de agujero. A continuación, la cámara busca a la chica. Cae un sombrero de copa del techo y se deposita sobre el tablón junto a ella. Antes de que haya tenido tiempo de mostrar su asombro, cae también el propietario del sombrero con la cabeza entre las rodillas, aplasta el sombrero, rompe el tablón con el coxis y acaba en el suelo, donde se amontona, contra la chica, y viceversa, reunidos al fin los protagonistas. 

Hace cuatro meses vimos en Santiago con Lilian y nuestro hijo The Cameraman (1928) con música en vivo de un pianista amigo suyo, Pablo Seoane (y de otro músico que no recuerdo), y todo ese tiempo, por lo menos, llevaba adeudando unas palabras (con lo difíciles que son) sobre Buster Keaton, así que tengo que agradecerle a un librito encontrado sin querer el impulso definitivo.


En realidad no es que me costara palabrear a Buster Keaton, por difícil que sea aludir sin menoscabo a la belleza luminosa de su cine donde se hilvana el humor y la melancolía, es que sólo nombrarlo me recuerda cuánto echo de menos al maestro, tanto disfrutamos evocando momentos de sus películas y abriéndoles pasajes con el universo de Kafka. Tanto como duele la ausencia del amigo. Tanto como el último peldaño de la escalera de la risa, adonde sólo podemos subir de la mano de Buster Keaton, ¿verdad, maestro?

9/4/17

Llámalo esperanza




...si no veis a nadie, si os asustan
los lápices sin punta, si la madre
España cae --digo, es un decir--
salid, niños del mundo; id a buscarla!...
(César Vallejo, Éspaña, aparta de mí este cáliz.)

No puede haber resistencia... sin memoria.
(Jean-Luc Godard.)



Qué os voy a contar. No cuesta nada imaginar escenas como éstas; si no las vivimos, son ya memoria nuestra sus imágenes (como si la viviéramos).


La derrota. La retirada. El éxodo de finales de enero y principios de febrero de 1939 hacia los pasos fronterizos a Francia: Portbou, Cerbére, Bourg-Madame, Le-Perthus... El doctor Negrín, Antonio Machado, los restos del ejército del Ebro. Mujeres, niños, hombres. Carros, enseres, maletas, animales, camiones... La hora última de la República.


Un camión -uno de tantos- no puede continuar el viaje, tal es la avalancha de refugiados. Lo dejan en la cuneta a unos kilómetros de Bourg-Madame. Nada de particular en aquellos días. Pero este camión no lleva refugiados (civiles o milicianos), cachivaches o colchones. Este camión carga con un armatoste inverosímil. Medio avión de combate, con el morro y la mitad de la carlinga. ¿Habrá ocurrencia más peregrina que cargar semejante trasto inútil? ¿En qué disparatada batalla soñaban aún? ¿Habrá una imagen más cabal -y surreal- de esta guerra perdida? Pero la cosa no quedó ahí. Unos días después, el 5 o 6 de febrero, cuando había aflojado algo la riada de refugiados, volvieron a por el camión y consiguieron pasar la frontera con aquel avión cortado por la mitad. Tampoco cuesta nada imaginar el asombro de los refugiados y mucho menos de los gendarmes franceses (y lo que se les pasaría por la cabeza) ante aquel tránsito insensato. Sin embargo los conductores de aquel camión libraban ya otra batalla. El combate por la memoria. Llevaban aquel armatoste a los estudios de Joinville en París. Aquel medio avión era indispensable para terminar Sierra de Teruel. Uno de los transportistas era Max Aub, ayudante de dirección (y factótum) de André Malraux durante el rodaje de la película (en alguna fotografía parece el director).

A la izda., Max Aub; André Malraux con la camara, 
en el rodaje de Sierra de Teruel.

Primero se había titulado Sang de gauche (como uno de los capítulos de L'Espoir), así rezaba en la portada del guión que tradujo Max Aub. Finalmente Malraux decidió que se titulara Sierra de Teruel (lo de titularla Espoir/Sierra de Teruel fue cosa del distribuidor francés que la estrenó tras la Liberación).


Se proyectó por primera vez a finales de julio de 1939 en el cine Le Paris, en los Campos Elíseos, para el doctor Negrín, el último jefe de gobierno de la República, ya en el exilio. Se había empezado a rodar un año antes, apenas faltaban cinco días para el comienzo de la batalla del Ebro. Lo precario de las condiciones del rodaje (interrumpido por bombardeos aéreos y frecuentes cortes de electricidad) se correspondía muy bien con la apurada circunstancia de la propia República.

Fotograma de Sierra de Teruel
que corresponde al elogio del aviador caído.

Malraux concibió la película para movilizar a la opinión pública, sobre todo de los EEUU (le habían prometido proyectarla en 1.800 cines), pero Sierra de Teruel devino una oda a la fraternidad, al internacionalismo; un canto épico digno de una bella causa, en aquella hora aciaga cuando la República era la causa del mundo, y una hermosa elegía, donde lo cósmico resuena en lo concreto, como apuntó André Bazin, o por decirlo con las palabras que le inspiró a James Agee:
Homero podrá reconocerla, me parece, como la única obra de nuestro tiempo que está en total consonancia con la suya. 
Fotograma de Sierra de Teruel.

Cuando la avanzadilla mora del general Yagüe entraba por una punta de Barcelona, el equipo de Sierra de Teruel salía por la otra hacia la frontera de Francia, en tres coches y con un camión cargado con la mitad de un avión.
Había llegado la medianoche del siglo.
Pero la derrota no era el final.
Por eso volvieron a por el armatoste.
Empezaba la resistencia.
Por el cine.
Con la memoria.
¿Cómo llamas a semejante perseverancia?
Llámalo esperanza.


...el duro oficio de la esperanza.
(Bertolt Brecht.) 


(El lunes pasaron Sierra de Teruel por la 2, aún podéis verla.)

1/8/15

Un par de botas


1 de agosto. Llevamos cinco años sin el maestro. Anteayer me llegó un ejemplar (de segunda mano) de Piedras de Florencia, ese libro delicioso de Mary McCarthy; venía con una dedicatoria escrita con bolígrafo azul, evocando un viaje a Florencia, y lo firmaba una Ángeles. Llevaba buscando ese libro más de seis años, desde que supe que el maestro había perdido su ejemplar. Y ayer mismo en una libreta encontré un cachito de El origen de la obra de arte, de Heidegger (en Caminos de bosque), sobre el Par de botas (1886) de Van Gogh, una obra que le gustaba mucho al maestro, y de la que hablamos más de una vez. Me hubiera gustado mandarle estas líneas; las sentiría tan cercanas...

En el cuadro de Van Gogh ni siquiera podemos decir dónde están esos zapatos. En torno a este par de zapatos de labriego no hay nada a lo que pudieran pertenecer o corresponder, sólo un espacio indeterminado. Ni siquiera hay adheridos a ellos terrones del terruño o del camino, lo que al menos podía indicar su empleo. Un par de zapatos de labriego y nada más. Y sin embargo... 
En la oscura boca del gastado interior bosteza la fatiga de los pasos laboriosos. En la ruda pesantez del zapato está representada la tenacidad de la lenta marcha a través de los largos y monótonos surcos de la tierra labrada, sobre la que sopla un ronco viento. En el cuerpo está todo lo que tiene de húmedo y graso el suelo. Bajo las suelas se desliza la soledad del camino que va a través de la tarde que cae. En el zapato vibra la tácita llamada de la tierra, su reposado ofrendar el trigo que madura y su enigmático rehusarse en el yermo campo en baldío del invierno. Por este útil cruza el mudo temer por la seguridad del pan, la callada alegría de volver a salir de la miseria, el palpitar ante la llegada del hijo y el temblar ante la inminencia de la muerte en torno.
Cincuenta años después, en 1936, Walker Evans fotografió el par de botas de Floyd Borroughs, uno de aquellos hombres famosos, como reza el título del memorable libro de James Agee.


También el maestro pintó un par de botas. (Creo que más de un par, y más una vez.) Como en esta pintura callada (de uno de sus cuadernos): un par (de pares) de botas, como meras cosas.


Como si cobijara el de Van Gogh y el de Walker Evans en un regazo de luz. Los trabajos y los días, los pies y los pasos, el tiempo y la ceniza, la puerca tierra y los caminos de la vida, cifrados en el aquel de ser un par de botas.

15/6/14

Road movie por un ocaso del cine


Wenders no filmó nunca nada mejor que Im Lauf der Zeit (1976), que aquí se estrenó como En el curso del tiempo, en Francia como Au fil du temps (o sea, el mismo título que en español, pero también podría traducirse como "Con el tiempo", o mejor, "Al hilo del tiempo") y en USA como Kings of the Road (tomado del título de una canción de Roger Miller que suena en la película y del apodo de uno de los protagonistas); sobra decir que prefiero los títulos elegidos para los mercados español y francés; el americano, si hemos visto la película, tiene un aquel irónico, si no, resulta engañoso. En el curso del tiempo, entonces; con Alicia en las ciudades (1974) y París, Texas (1984), el Wenders esencial, cardinal, o sea, el que llevamos en el corazón. (Cuánto me gustaría que el cineasta me obligara a tragarme estas palabras un año de estos; en el curso del tiempo, digamos, pero...)


Las películas, mucho más que los libros, tienen una forma de desaparecer para siempre jamás, no sólo del mercado sino también de la memoria. Sin embargo, en algunas se piensa aún trascurridos decenios, y entre esas raras excepciones está para mí una balada en blanco y negro sobre dos hombres, ninguno de los cuales sabe muy bien adónde va. La vi en un cine de Munich en mayo de 1976, y luego, conmovido, como se suele estar después de esas experiencias, me fui a casa caminando en la tibia noche, a mi piso de una sola habitación en el Olympiapark. Son palabras de Sebald a propósito de En el curso del tiempo: el primer párrafo de Kafka en el cine, uno de los textos reunidos en Campo Santo (por donde me enteré de Kafka va al cine, el libro de Hans Zischler, que encarna a Robert Lander, uno de los protagonistas del filme de Wenders).

...sobre todo, recuerdo aún un viaje en motocicleta 
por una carretera vacía, una secuencia muy hermosa, 
casi ingrávida. (Sebald)

Sobra decir que no coincido con Sebald en ese mucho más que los libros ni en esas raras excepciones, pero me quedo con una balada en blanco y negro para cifrar la experiencia -conmovedora (no puedo estar más de acuerdo)- que depara En el curso del tiempo, tres horas de cine en estado de gracia; y sí, es de esas películas de las que uno sale transportado, y camina en la noche de vuelta a casa pero continúa en ese camión con Bruno Winter (Rudiger Vogler) y Robert Lander. En la carretera. De cine en cine.


En el curso del tiempo nace del deseo de filmar una película que se fuera haciendo mientras se rodaba, de forma que Wenders tuviera las manos libres para ir inventando la historia a medida que la filmaba; en definitiva, que pudiera decidir sobre la marcha -durante el viaje (on the road)- esta o aquella localización imprevista que le motivara, e imaginar y escribir (o improvisar) una escena que pudiera acontecer allí. En pocas palabras, una película sin guión. Por así decir, En el curso del tiempo no era sólo el título -y el tema- de la película, era también la idea -y el método- de su producción. Una road movie en todos los sentidos.


Una road movie por los cines de la frontera, que entonces (se rodó en 1975) separaba las dos Alemanias. El protagonista (Bruno Winter) repara proyectores de cine, y llegado el caso ejerce él mismo de proyeccionista. Las salas de cine, pues, cifraban el mapa del viaje. De hecho, para preparar la película, Wenders cogió un mapa de la Filmverlag der Autoren -la compañía (clave en la difusión del nuevo cine alemán) que distribuyó la película- donde aparecían todas las localidades que disponían de cine y trazó un itinerario por la frontera con la RDA, entre Lüneburg y Passau, para recorrer 80 cines.


Eligió una de las rutas menos concurridas del país, inspirado -en buena medida- por las fotografías de Walker Evans durante la Gran Depresión: para Wenders aquella tierra de nadie -en la raya de las dos Alemanias- representaba también un territorio deprimido, y el rodaje le producirá la impresión de documentarlo a la manera de James Agee y Walker Evans en aquel libro ya mítico, Elogiemos ahora a hombres famosos. Durante dos semanas, Wenders visitó los pueblos señalados en el mapa para conocer los cines (la mitad ya habían cerrado) y fotografió los locales, las salas, los lugares...


A la vuelta del viaje por la frontera escogió doce cines; en la película aparecen, si no recuerdo mal, unos diez. Wenders recorrió otra vez las localizaciones -las doce salas, los pueblos, las carreteras-, esta vez en compañía de Michael Wiedmann, el director de producción, y Robby Müller, el (excelso) director de fotografía. (¿Quién de mi generación, mordido por el vicio del cine, no soñó alguna vez con rodar una película en blanco y negro iluminada por Robby Müller?)


El propio Wenders confesó que la idea misma de En el curso del tiempo surgió porque sabía que contaba con la gente adecuada, es decir, la idea de rodar de forma tan libre, tan improvisada -sin guión, sin otro plan de rodaje que la ruta amojonada por los doce cines-, dependía de la voluntad de trabajar con gente con la que ya había rodado, que compartía el deseo de hacer una película así, a la aventura. Tan a la ventura que a menudo no tenían hotel reservado cuando llegaban a un pueblo y alguna vez parte del equipo tuvo que dormir en el camión.


Wim Wenders y Robby Müller querían volver a rodar en blanco y negro, como en Alicia en las ciudades, esta vez guiados por la obra de Walker Evans. Así, paraban en determinado lugar porque encontraban un bar de carretera que les recordaba una imagen del fotógrafo americano y filmaban allí el resto del día.


En palabras de Wenders, eran dirigidos por lo que habían visto antes; de otra forma, se perderían entre tanto por ver. Como si las resonancias de las fotografías de Walker Evans en el camino despertara el deseo de filmar en esta o aquella localización, o dicho de otra forma, como si la correspondencia de éstas con aquéllas las volviera habitables por los personajes de la película, siempre en tránsito, en el curso del tiempo.


En el curso del tiempo se abre con unos créditos -a modo de notas de producción- donde especifica que fue filmada en blanco y negro, en formato 1:1,66, con sonido directo y...

Rodada en 11 semanas, 
entre el 1 de julio al 31 de octubre de 1975, 
entre Lüneburg y Hof, 
a lo largo de la frontera con la RDA.

Sabemos la razón principal del desajuste entre esas 11 semanas y esos cuatro meses. Una película sin guión, decíamos. Así lo había querido Wenders. Había acordado con su ayudante -Martin Henning-, los actores protagonistas y el director de fotografía que irían pergeñando la historia en la carretera, mano a mano. Pero eso duró sólo un tiempo, acababan de escribir a las tres de la mañana y tenían que madrugar para rodar. Era agotador, no tanto por la falta de sueño -eran jóvenes- sino por el esfuerzo de canalizar el flujo de la imaginación de los cinco en una misma película. (Para cubrirse las espaldas Wenders había hecho trampas: escribió lo suficiente como para aparcar la paranoia de rodar sin red durante la primera semana. Los dioses del cine lo castigaron: por un problema con el material todo cuanto filmó aquella primera semana tuvo que desecharlo.) Hacia la tercera semana deciden que Wenders escribiría por las noches solo, Martín mecanografía las páginas y a la mañana siguiente las discuten los cinco. Y continuaron así hasta la séptima semana. Cada vez las pausas eran más prolongadas. 


Esas pausas... De noche, en cualquier hotel de pueblo -recuerda Wenders- a menudo me entraba una gran angustia. Despierto hasta las doce, o a las dos o las cuatro y ni siquiera sabía qué rodaríamos a la mañana siguiente... ¡y quince personas tenían que cobrar! Y no tenía la menor idea de qué rodar. Estábamos allí dando vueltas alrededor de una localización, y tras un par de horas sombrías, volvíamos al hotel. Pero necesitaba esas pausas ocasionales para comprender qué estaba haciendo.

En el curso del tiempo, rodaje on the road.

Cada día sin ideas le costaba 3.000 marcos. Hasta que se encontraron agotados. Y Wenders también atenazado: el miedo del cineasta sin red, o sea, sin guión. Entonces interrumpieron el rodaje dos semanas para cargar las pilas. No habían llegado siquiera a la mitad del recorrido. Quizá nos quedamos cortos si decimos que Wenders lo pasó mal. Tan mal lo pasó que se juró que nunca volvería a rodar sin un guión. (Claro que cualquier cineasta sabe que un guión nunca puede ser una red para evitar riesgos en un rodaje, porque, si lo es, pescará cualquier cosa menos cine. Todo ese cine que desprende En el curso del tiempo cuando le ponemos los ojos encima.)


Wenders quería que En el curso del tiempo fuera una película sobre el cine; sobre la conciencia del cine en Alemania, escribió a posteriori. Más que una película sobre el cine, se ve como un canto al cine. En el curso del tiempo cobra visos de una forma de duelo por el cine perdido. Por el cine que  se estaba perdiendo mientras la filmaba.

Con la proyección digital, evocar la cruz de Malta 
(pieza crucial en la proyección cinematográfica) 
suena (ya) a arqueología del cine.

Un canto al cine de los orígenes. Al cine primordial de las sombras movedizas sobre la sábana. (En China, el término para designar la proyección cinematográfica era dian guang yingxi, "obra de sombras eléctricas".) Sombras también el pasado del cine que afluye en el curso del tiempo.


Un canto a los cines. En sus viajes por la frontera, Wenders aprendió mucho sobre los cines de provincia. Descubrió que la mayoría de los cines de pueblo que visitó -y fotografió- pertenecían a mujeres, mujeres ancianas que los sacaba adelante -aun con pérdidas- con una porfía rayana en la obsesión. Esas mujeres saben de sobra que después de ellas nadie continuará su trabajo y que el cine de provincias morirá con ellas. Tal vez por eso se obstinaban tanto en su dedicación a una causa perdida.


Algunas de esas mujeres tenían un bar o una tienda, y trabajaban duro sólo para mantener abierto su cine. No ganaban nada con la sala -recuerda Wenders-, tenían que poner dinero para mantenerlo abierto. "No consigo imaginar mi vida sin el cine", confesaban. Por supuesto, las distribuidoras que abastecen a esas salas en condiciones abusivas aún les ponían las cosas más difíciles. En el curso del tiempo deviene también una película sobre el fin de esos cines de pueblo. Y sobre el fin de un cine.


Esa Paulina (Lisa Kreuzer), que sustituye a su abuela en el cine Post-Lichtspiele, y que vive su historia tierna y triste (y fugitiva) con Bruno.


O esa mujer (Franciska Stömmer), la propietaria del cine Weisse Wand-Lichtspiele -el último cine que aparece en la película-, a la que Wenders filma con un retrato de Fritz Lang tras ella, que ya sólo espera el advenimiento de un (nuevo) cine que no explote a los espectadores, sino que los respete.


Lang, el padre ausente del cine alemán. Porque En el curso del tiempo cuenta también una historia de padres e hijos. De filiaciones (cinéfilas). Y una odisea: Bruno y Robert vuelven al hogar aunque sólo sea para recobrar el impulso de volver a la carretera, y de paso (como Bruno) recuperar un escondite de la infancia.


Una escena donde resuena el escondite de la infancia de Jeff McCloud (Robert Mitchum) en The Lusty Man (1952) de Nicholas Ray, un cineasta que figura un padre adoptivo para Wenders; una película que ilumina una escena conmovedora de Relámpago sobre el agua (1980), la última (y lacerante) película de Ray, mano mano con el director de En el curso del tiempo.


Esa E, esa N, esa D, esas letras de neón del rótulo del cine Weisse Wand-Lichtspiele, componen la imagen final de En el curso del tiempo. El último tributo a una forma de ver que alentaba en las sombras del pasado, a punto de transfigurarse en fantasma de un cine perdido.


Una balada en blanco y negro, en fin, que destila melancolía.


Una road movie por un ocaso del cine.